LOLA
La maestra
La sala está llena a rebosar de mujeres. La primera impresión es que no conoce a nadie, pero pronto cambia de parecer. Dos manos se agitan y la invitan a acercarse, son Julia y Lourdes, la pelirroja. Le han guardado un asiento en la tercera fila y siente cómo el corazón se le ensancha al saber que la estaban esperando. Confirma que ha hecho bien, que estaba predestinada, que debía sentarse aquella tarde en aquella silla y escuchar a la doctora Geuder junto a Julia que la tienta a hurtadillas a probar unos altramuces. Lourdes le guiña el ojo.
—¿Y tu padre? —le pregunta Lola por preguntar.
—Lo he dejado con los gatos —responde la enfermera por responder.
La pelirroja ha salido por la tangente de la pregunta esencial. Es hábil, piensa Lola masticando un altramuz y preguntándose dónde los venden. Nunca lo ha sabido, ni tampoco lo sabrá esta tarde, porque la doctora Geuder sube a la tarima con pasos resueltos y, al coger el micrófono, se hace un silencio sepulcral en la sala.
Lucía Geuder tiene una constitución de saltadora de pértiga. Flaca, piernas largas, piel curtida, cabello muy corto, voz ronca y edad y nacionalidad indefinidas. Tal vez de ascendientes austriacos, checos o alemanes, tal vez judía. Habla presionando las oclusivas sordas y haciendo explosionar los adjetivos que dentro de su boca suenan rotundos, infalibles.
Lola se deja arrullar por el discurso sólido de quien ha dedicado quince años de su vida a estudiar a las comunidades mandinga, serer, sarahule, diola y wolof. Al cabo de un rato, y casi sin darse cuenta, saca la libreta que lleva siempre en el bolso y empieza a tomar notas.
La doctora Geuder habla de África y de sus diferencias con Europa.
—Los africanos son, por encima de todo, miembros de una familia, una etnia y una tribu, y su razón de ser es esta pertenencia. Sin los parientes y la comunidad no son nadie.
Lola equipara mentalmente la explicación con gotas de agua fuera del mar que se evaporan al contacto con el sol. Esta metáfora le basta para comprender el concepto. Por unos instantes sueña con la posibilidad de diluirse en un mundo donde todos tengan su lugar estipulado. Un mundo donde no haya que competir, luchar, triunfar, fracasar ni demostrar nada. Un mundo seguro donde por el hecho de formar parte de él sus miembros reciban afecto, compañía, consuelo, comida y sentido de la existencia. Sin contrapartidas, para toda la vida. Para ello sólo hay que renunciar a la individualidad, a la soledad cósmica del mundo occidental, y ser miembro de un kafo.
—Los kafo, como los llaman los mandingas, son los grupos de edad a los que todo el mundo pertenece por sexo y estatus —explica didácticamente la antropóloga—. Niñas, chicas purificadas solteras, mujeres casadas y viejas, cada kafo tiene su nombre, su poder y sus atribuciones. Cuantos más años tienen sus miembros, más autoridad adquiere el kafo.
Quizá no sea tan sencillo, pero lo parece, elucubra Lola. Vivir en el mundo senegambiano acumulando años y experiencia es recompensado con respeto y poder. Una gerontocracia donde los viejos, escasos, son escuchados.
—En este mundo donde vivir tiene premio, la sangre es el único precio a pagar. Los niños y niñas solamente son aceptados por la comunidad una vez han sido purificados con el cuchillo, han visto correr la sangre, han sido aislados de la tribu y enseñados por los viejos.
La iniciación es un deber doloroso, apunta Lola pensativa, de esta forma los niños y las niñas aprenden con su sufrimiento la dificultad de ser adultos.
—Sin embargo, ahí radica el problema —destaca enfáticamente Lucía Geuder—. O el error, o la confusión. La circuncisión femenina y masculina no son equiparables aunque se las llame de la misma forma y aunque sean consideradas como un ritual de paso de ambos sexos.
Lola anota: ¿un error propiciado por el lenguaje o una confusión que funciona como cortina de humo? La doctora Geuder aclara las diferencias.
—La excisión del prepucio masculino es una intervención menor donde se corta parte de la piel que recubre el glande del pene y que evita infecciones y futuras fimosis. Ya sabéis que lo practican los hebreos y los musulmanes. En cambio —afirma taxativamente—, la extirpación del clítoris y los labios menores y mayores femeninos que se aplica a las mujeres equivaldría a una amputación.
¿Una castración?, apunta Lola mientras escucha con los ojos bien abiertos los vínculos directos que los estudiosos apuntan entre la virginidad, la poligamia y la mutilación.
—En todos los pueblos donde se practica la mutilación sexual femenina hay una mística asociada a la virginidad. La infibulación, especialmente por el método primitivo de coser la vulva —aclara la antropóloga Geuder—, impide de una forma grosera cualquier penetración prematrimonial. Sólo el marido tendrá la facultad de usar el cuchillo que abrirá a la esposa.
Lola apunta: cortar, coser, volver a cortar. Abandona unos instantes la libreta y piensa en los ciento cincuenta millones de mujeres mutiladas. El cuerpo de la mujer considerado un agujero que se puede abrir y cerrar al gusto del consumidor. Cuchillos que hieren la carne, la desgarran y permiten la entrada del miembro masculino y la salida del bebé para volver a ser cosidos con alfileres. Manojos de carne de mujer que llora en silencio estrujada una y mil veces.
Lola tiene los ojos húmedos y con el dorso de la manga, mediante un gesto discreto, se los seca con disimulo.
Lucía Geuder, sin intermitencias, ha empezado a desgranar los problemas sanitarios derivados de la ablación.
—Las consecuencias son devastadoras. —Y levanta las cejas al nombrarlas—: Infecciones, hemorragias, anemias, problemas urinarios, malas cicatrizaciones, dolores coitales y menstruales, problemas en los embarazos y los partos y un altísimo índice de morbilidad durante la intervención en los países de origen por la falta de profilaxis y garantías médicas.
Las enfermeras se horrorizan al saber que las ablaciones se hacen sin ningún tipo de anestesia, que los utensilios más utilizados, los cuchillos y las hojas de afeitar, están sin esterilizar y que a menudo son usados para muchas niñas consecutivas, que las suturas son hechas con hojas de acacias y que sobre las heridas se aplican emplastos de hierbas medicinales, que, si bien desinflaman, no son analgésicos ni antibióticos.
El murmullo de las enfermeras va aumentando de volumen al mismo ritmo que la indignación. La antropóloga ya está acostumbrada y espera unos segundos a que los ánimos se serenen. La pelirroja suelta una frase malevolente.
—Sarna con gusto no pica.
Y Lola finge que no la ha oído, básicamente porque no tiene ganas de pelearse.
La doctora Geuder, recuperado el silencio, pasa a enumerar las falsas creencias que permiten que las mujeres acepten de buen grado la mutilación, la defiendan y la impongan a sus hijas y nietas.
—No son estúpidas, no son temerarias, no son crueles. Hacen lo que se supone que deben hacer como buenas madres y buenas abuelas. —Y ante el escepticismo de su público ilustra un ejemplo comprensible—: ¿Os habéis preguntado alguna vez por qué agujereamos las orejas de nuestras hijas?
Estupor generalizado y reflexiones hechas a toda prisa, monólogos silenciosos. Indignación de algunas que consideran que el ejemplo es tramposo porque no es equiparable.
—Podemos argumentar que no les hace daño, que lo hacemos por su bien, que estarán más bonitas cuando sean mayores, que es lo que se ha hecho siempre y que es lo que nuestras madres nos hicieron a nosotras…, pero está claro que estamos agrediendo a una recién nacida y que la herida es dolorosa. Perseguimos un fin estético y cultural. Las niñas se distinguen de los niños por las orejas y eso es una marca de género, ¿comprendéis?
Lola siente curiosidad por saber los motivos peregrinos que esgrimen las mujeres senegambianas para justificar la ablación.
—Y ellas, las mujeres purificadas, también defienden razones religiosas, médicas, estéticas y de todo tipo, las que ellas han creído siempre, las que les han dicho sus propias madres, las que lo justifican: dicen que la religión obliga, que es más limpio, que el clítoris puede crecer demasiado, que protege la virginidad, que se pueden tener más hijos, que si la cabeza del recién nacido toca el clítoris de la madre muere, que los hombres no quieren mujeres impuras…
Mentiras y más mentiras, se revuelve Lola en su silla, molesta por ese montón de tonterías. Extirpar la fuente de placer del cuerpo femenino es un crimen que excluye a la mujer del sexo y la priva de ser parte activa. ¿Quién es el asesino? ¿La ngansimbah que corta? ¿La abuela que sujeta las piernas de la niña? ¿La madre que la acompaña a la ceremonia y la deja en la puerta de la cabaña?
Lola se siente rabiosa por la farsa.
Insensatas. Se creen que son ellas las que deciden.
Lo que cuenta es que los hombres no acepten casarse con una mujer que no haya sido sometida al ritual. Así de sencillo, ellos eligen y mandan. Ningún padre concertará un matrimonio con una chica impura. Ningún novio querrá una novia sin circuncidar. Nadie pagará por una mujer no iniciada. Por supuesto, ninguna madre querrá que su hija quede soltera y por tanto excluida.
Y, sin embargo, no lo puede entender.
¿El placer de las mujeres es una amenaza para los hombres?
Lucía Geuder no entra en consideraciones sexuales ni en rifirrafes de género y rehúye cualquier alusión al placer y al patriarcado. La suya es una exposición aséptica y fisiológica dirigida a enfermeras que resuelven los problemas mecánicos del cuerpo sin atender a las angustias del alma ni a las complejidades de las relaciones sociales. Les regala un discurso rotundo, sin grietas filosóficas, basado exclusivamente en certezas médicas. Rebate punto por punto las falsas creencias y añade conceptos de peso como el SIDA, la hepatitis, el tétanos, las anemias severas y la muerte.
A continuación, las alecciona acerca de la tarea que se espera de ellas. El trabajo preventivo con las familias recién llegadas para convencerlas de los peligros de someter a sus hijas a una mutilación. La antropóloga insiste en los argumentos sanitarios y hace énfasis en la confianza que tienen las mujeres senegambianas en los médicos y enfermeras, fruto del contacto del día a día.
—La salud es una conquista occidental a la que ellas ya no quieren renunciar —dice, respirando pesadamente porque habla desde hace demasiado rato y comienza a acusar el cansancio—. Vosotras sois la autoridad sanitaria, les garantizáis su salud y sois un referente cercano. Usad vuestro ascendente y el respeto que os habéis ganado. Aconsejadlas, disuadidlas, asustadlas. Convencedlas, en definitiva, para que no mutilen a sus hijas. Conseguid que sean ellas, las mujeres y madres, quienes tomen la decisión. Ellas serán las mejores mensajeras.
Lola se fija en que las chicas más jovencitas están impresionadas. Es la primera vez que oyen hablar con tanta claridad del tema y están digiriendo la morbosidad de los hechos, inseparable del problema sanitario que conlleva. Las otras, las que no son tan jovencitas, tienen ideas preconcebidas y cuchichean. Quien más quien menos tiene alguna anécdota para recordar.
La doctora Geuder pregunta si alguien tiene alguna duda y, como siempre, las preguntas, innumerables, se formulan en silencio o en un susurro a la vecina. La pelirroja tiene muchas objeciones, preguntas y certezas y está a punto de iniciar una ofensiva en toda regla en dirección a Lola. Por eso Lola levanta la mano y formula con voz alta y clara.
—¿Y no deberíamos hablar también sobre su sexualidad insatisfactoria?
Lucía Geuder casi no parpadea. Ya está acostumbrada. Debe de ser una pregunta habitual en sus intervenciones.
—No es aconsejable hablar directamente de sexualidad o considerar que éste es el problema primero de las mujeres. Ha habido asociaciones que han hablado de sexo y placer y no han obtenido respuestas. Las mujeres senegambianas no están preparadas para este tipo de mensajes groseros, se sienten agredidas.
—Entonces, ¿propones ignorar que las mujeres tienen disfunciones sexuales?
La antropóloga Geuder se encoge de hombros.
—Tú misma lo has dicho. Disfunciones. Se puede aludir a dolores, a problemas, a traumas e incluso a frigidez, por no se puede pretender iniciar una campaña de sensibilización contra la mutilación a las niñas vinculada a una revolución sexual de sus madres. Tienen velocidades diferentes.
Lola calla. Sabe que la doctora Geuder está sobre una tarima, que tiene más autoridad que ella y que tiene respuestas a todas sus preguntas. Baja el brazo y simula una satisfacción ficticia. Julia y Lourdes la miran diferente, con una brizna de admiración porque ha sido capaz de formular preguntas en voz alta.
Lucía Geuder repasa el auditorio con ojos inquisitivos y al ver que no hay más intervenciones sonríe y agradece la asistencia y el interés. Una invitación a finalizar el acto que se cierra con aplausos. Las enfermeras recogen sus cosas y se apresuran a salir. Lola se levanta y se va hacia la ponente.
Quisiera sincerarse y decirle que entiende su estrategia sensata, pero que no comparte sus criterios porque de lo que no se habla no existe. ¿No existe la sexualidad femenina?
Sin embargo, al encontrarse con ella cara cara, la imagen de Fatou toma forma, fuerza, consistencia. No quiere distraerse con abstracciones. Fatou no es una entelequia.
—¿Y en el caso de tener conocimiento de alguna niña en situación de riesgo qué habría que hacer?
La doctora Geuder es contundente en la respuesta.
—Te diré lo que no se debe hacer. No recurras a Nuria Campos.
La estupefacción de Lola la obliga a especificar.
—Una policía que se jacta de haber salvado a más de doscientas niñas en riesgo de ablación. —Y añade—: No comparto sus métodos.
Y mientras habla apunta una dirección de e-mail y se la entrega.
—Haz el trabajo de aproximación a la familia y si hay algún problema avísame y te ayudaré.
Así de sencillo. La implicación quizá sea eso, un papel en las manos, un teléfono, un propósito y una convicción.
Y una esperanza de agradecimiento futuro.
De pronto, Lucía Geuder la mira a los ojos y la deja tocada con una frase que posiblemente la haya tenido despierta más de una noche a lo largo de su vida.
—¿Cómo se puede hablar a alguien de una cosa que no sabe qué es?
Ambas callan.
Lola vuelve a casa caminando despacio e imaginando cómo debe ser parir un hijo.