LOLA
La vecina
Llaman al timbre y se hace la sorda. Ya sabe lo que quieren.
Lleva toda la tarde haciendo agujeros en la pared. Uno tras otro. Obsesivamente. Todavía no sabe qué colgará, pero le da igual. En estos momentos la debe odiar todo el mundo tal y como ella odiaba a los que se ponían a taladrar las paredes del comedor los domingos por la mañana. Se tapaba la cabeza con la almohada, resacosa, y con la lengua hinchada de los excesos del sábado noche les maldecía los huesos. «¡Dejad dormir, cabrones!», gritaba por la ventana de la cocina cuando no podía más. Ahora los entiende. Libera, es un canalizador de la impotencia, del odio, de los celos. Desde la confesión de Alicia no ha podido quitarse de la cabeza la traición de Oriol. ¿Quién es ella? ¿Cómo es ella? ¿Eran amantes antes de que tuviera la excusa para abandonarla?
No puede dejar de torturarse.
No puede aceptar el rechazo, la sustitución.
No quiere.
El placer de agujerear el yeso es similar al de pegar una patada a un balón o abalanzarse sobre un árbol y hacerlo añicos con un hacha. Destruir, poseer, penetrar. Así es como se deben sentir los machos.
El timbre se hace insistente, pero, en vez de abrir, Lola vuelve a pulsar el botón del Black and Decker y hunde la broca en la pared provocando una nube de polvo blanco y un ruido de mil demonios. No quiero abrir, reconoce. Y se permite el lujo de ser antipática y asocial como algunos hombres.
Siempre ha sospechado que tiene más testosterona de la cuenta. No se ha querido hacer un análisis hormonal por miedo a corroborarlo. Soy tan mujer, le dijo un día Merche, una amiga de tetas grandes y aire indolente. Yo, en cambio, soy muy hombre, le espetó Lola. Lo dijo en serio, pero sonó como una ironía ingeniosa. No se lo inventa, tiene indicios de masculinidad. El dedo anular más largo, la musculatura fibrosa, las caderas estrechas, los pechos pequeños, las pulsiones. Un cuerpo de mujer regido por hormonas masculinas, incompatible con la maternidad, pero ávido de sexo y movimiento. Lo acepta, hace unos cuantos años que se conoce y sabe que sin el deporte y sin el sexo enloquecería.
—¿Haces méritos para un infarto?
El sarcasmo de Oriol, el cobarde. Ella, la valiente, entrenaba obsesivamente, pero Oriol tenía razón. Más de una vez había llegado al límite, rozando la agonía sobre la bicicleta, corriendo para la maratón, compitiendo al tenis.
Ahora va a nadar a la piscina casi cada día, a pesar del agua fría de las duchas y de las mujeres charlatanas. Le va bien nadar y lavar sus preocupaciones, librarse de las miserias cotidianas, del dolor ajeno que a veces se le queda enganchado en la piel. Nadar la relaja, la purifica y ya forma parte de su hábito diario. Su mayor deseo sería aferrarse a una rutina cómoda. Querría aprenderse los itinerarios automáticamente y apropiarse de los olores de los bares y las esquinas con sol. Querría reconocer todas y cada una de las palmeras de Mataró.
El timbre sigue sonando y no puede ignorarlo más. Sucia de polvo abre la puerta y se encuentra frente a frente con una niña marroquí cargada con una bandeja llena de dulces.
—Mamá dice que bienvenida.
Lola, turbada, acepta la bandeja. Esperaba bronca y estaba decidida a gritar más fuerte que los vecinos, pero no estaba preparada para asumir unos dulces de pistacho ofrecidos por una niña de diez años con el cabello trenzado y adornado con lacitos de mil colores. Se siente obligada a ser amable y a interesarse por la pequeña mensajera.
—Muchas gracias, ¿cómo te llamas?
—Shaida. Y tú María Dolores y eres médico.
—Lola —la corrige de inmediato.
Shaida ríe por lo bajinis, pícara. Sabe muchas más cosas de Lola que Lola de ella. Naturalmente, la médica sola es la novedad y los vecinos han tenido dos semanas para curiosear tras sus ventanas sin cortinas y radiografiar su soledad. No vale la pena inventar ninguna historia. Quizá saben incluso que quería tener un hijo, que mintió a su marido y que la dejó. Le da pereza relacionarse con los vecinos porque conlleva el esfuerzo de empatizar, pero también la conforta saber que alguien se ha propuesto endulzarle la tarde.
—¿Quieres uno? —le ofrece a la niña.
Shaida niega con la cabeza.
—Son del Ramadán, los comemos por la noche.
Lola se despide avergonzada porque ni siquiera sabía que los musulmanes estaban celebrando el Ramadán y no ha tenido en cuenta que las madres que visitaban su consulta estos días estaban en ayunas.
Es una egoísta.
Definitivamente, se le han esfumado las ganas de seguir haciendo agujeros y opta por barrer el comedor y ducharse. Al salir del baño —empapada bajo el albornoz azul que aún huele a suavizante— coge un dulce, se tumba en el sofá y lo saborea. Siente cómo el azúcar se derrite en la boca lentamente y se desliza garganta abajo. Busca algo para leer con la misma glotonería que se mete otro pastelillo en la boca. Es un buen momento para la lectura, se dice. Y tropieza con el libro que le trajo Julia el otro día, risueña.
—Es la novela que te había prometido sobre la ablación —le dijo convencida de que estaba interesada—. Es muy fuerte —añadió.
Y ella no la contradijo, porque confesar a su enfermera que ya no le interesaba el tema le pareció una frivolidad. Una médica lunática, sería su veredicto. Un día le interesa una cosa y al día siguiente se olvida.
Se la llevó sin ganas, decidida a tenerla una semana y a devolvérsela sin leerla con una frase construida a partir de cuatro vaguedades del estilo «muy interesante» o «bastante curiosa». La abre y la hojea. Es de Alice Walker, una escritora afroamericana reconocida en los Estados Unidos, famosa sobre todo por su novela El color púrpura. Lee al azar algunas frases y le sorprende el aliento poético de la narración. «Había un pájaro que gritaba cuando dos amigos se separaban para siempre. Era el pájaro de las despedidas. Le oí mientras Olivia me suplicaba. Lloraba. Dime que haga cualquier cosa y la haré. Dime que vaya a cualquier lugar e iré. Pero no te hagas esto, Tashi, por favor». Lola deduce el significado de «esto» y se estremece. Hojea hacia delante y hacia atrás y ata cabos. Es una historia áspera. Dos amigas, una hija de misioneros y una africana, dejan de serlo el día que la chica negra decide voluntariamente mutilarse como señal de pertenencia a su tierra. Pero no encuentra la compensación identitaria que buscaba, nunca vuelve a ser la misma y planea una venganza sangrienta que será su perdición. Estropea su vida y la de los que la aman. Y se acuerda de la pequeña Fatou que quizá un día correrá la misma suerte que Tashi por decisión de unas mujeres que consideran que es africana y que lo seguirá siendo a pesar de vivir en Europa.
¿Cuál es la identidad de Fatou?
¿A qué mundo pertenece Fatou más allá de su color de piel?
¿Piensa en la lengua de sus padres o en la lengua del país donde vive?
¿Ama la música de los jenbés o chilla con Justin Bieber?
¿Come peces del río Gambia o macarrones con tomate?
Al pasar las páginas cae al suelo el tríptico que Julia adjuntó. Ahora lo recuerda. La recomendación de su compañera formaba parte de un paquete temático e incluía libro y conferencia.
—Dentro del curso para enfermeras que estoy haciendo hay una charla de la doctora Geuder, antropóloga y máxima autoridad en temas de mutilación genital femenina —le dijo antes de ofrecerle el tríptico, feliz porque le estaba prestando una ayuda inestimable.
Lola mira la fecha y cae en la cuenta de que es al día siguiente. Siempre le ha gustado creer en la fuerza mágica del azar. Geuder, se va repitiendo en silencio para no olvidar el nombre, Geuder. Y sin más dilaciones empieza a leer el libro de Alice Walker con la música de la risa traviesa de Fatou flotando entre sus páginas.