AMINATA
El miedo
Hubiera querido mostrarse más estricta con Binta, pero ha sido incapaz. A veces, sin avisar, los brazos y las piernas se le quedan rígidos, inmóviles. Aminata se convierte en un trozo de madera y se vuelve sorda, muda y ciega. Está y no está. Tiene el alma secuestrada dentro de un pozo, ahogada de tristeza, y el cuerpo huérfano.
Una parálisis transitoria, le diagnosticó una vez un médico español.
Como cuando era pequeña y madre gritaba.
Como cuando era niña y se llevaron a madre lejos.
Como cuando era joven y le preguntaban si era hija de Rama.
Como cuando se casó con Abdoulieu y se acostó con él.
Como cuando purificaron a Binta y Binta, al volver, la miró con odio.
Ha tenido tantos momentos así que no se preocupa. Pasará, sabe que pasará, que apenas serán unos segundos de confusión que le parecerán eternos y que los demás no sabrán interpretar correctamente. No saben si está enfadada, triste o decepcionada y se asustan de su mirada enloquecida. Ella quisiera gritar que está perdida, que no puede articular la boca ni la sonrisa, que no tiene alma y que la busca con desesperación para volver a ser ella. Sin embargo, cuando el alma se funde de nuevo con el cuerpo y puede volver a hablar, a abrazar, a escuchar y a sentir, ya es demasiado tarde y ya se ha estropeado todo.
Binta no le perdona su frialdad, su lejanía. Y Aminata siente que no ha sabido estar a la altura de las circunstancias. Lo cierto es que la ha cogido desprevenida. Todo ha sucedido muy rápido. Primero ha llegado Lamin solo, sin Fatou ni Binta, y al preguntarle por sus hermanas se ha encogido de hombros y ha dicho que no sabía nada. Lamin tenía trabajo, lo ha visto de reojo recoger unos móviles y meterlos dentro de la mochila. A menudo hace chanchullos, maneja su propio dinero y Aminata sospecha que se mete en líos. No le gusta. Abdoulieu, en cambio, está contento y le dice que lo deje, que los negocios son escuela de vida y que así aprende a ganársela. Pero ella preferiría que en vez de estar tanto rato en la calle Lamin pasara más horas delante de los libros, como sus hermanas. Le ha arrancado con sacacorchos que Ramona les había avisado de que volvieran solos a casa porque Binta no los podía acompañar y que Fatou se había retrasado, como siempre, y que no recordaba cuándo la perdió de vista. Quizá se ha quedado curioseando los escaparates de alguna tienda o se ha encontrado alguna amiga por el camino, se ha disculpado torpemente Lamin.
Aminata ha abierto el balcón de par en par y ha mirado hacia todas partes con el corazón encogido. Fatou es muy pequeña y la puede atropellar un coche, se puede perder, se la puede llevar cualquiera engatusándola con alguna golosina. Enumera desgracia tras desgracia, agobiada. Sólo imaginando el montón de peligros que corre Fatou se pone a temblar.
Hace frío, el otoño y las autoridades han acortado el día y casi es oscuro. Por la calle caminan algunas madres marroquíes, con gabardinas hasta los pies y pañuelos en la cabeza, arrastrando escolares con mochilas y empujando cochecitos de niños. Pero no divisa la figura rolliza y traviesa de Fatou. De pronto su cuerpo se tensa. Le ha parecido, pero no puede ser. Sí, lo parece, parece Binta. Está en la esquina, de la mano de un chico blanco, un chico flacucho como ella, con los pantalones vaqueros caídos, una gorra azul ladeada y aspecto de skater. Es ella. Ahora se ha girado y le ha visto la cara, el cabello, los dientes. Binta ríe, el muchacho ríe. Están alegres hasta que, de repente, se sueltan las manos y se muestran inquietos, como si supieran que alguien les está observando. Aminata se pellizca el brazo. Por fuerza tiene que ser una equivocación y sin embargo no lo es. Agarrotada, sigue los pasos de Binta acercándose a casa y mientras la mira sintiéndose desfallecer se oye el timbre de la puerta, un timbre insolente, repetido, alarmista. No es Binta. Es Fatou, que tiene prisa.
—¿Dónde está Binta? —le pregunta inquisitiva.
—No lo sé —responde Fatou sin mirarla a los ojos—. Yo he vuelto con Lamin.
—Lamin hace rato que está en casa.
—Es que corría mucho y no lo podía seguir.
—¿Y no sabes con quién ha vuelto Binta? ¿Ni cuando vendrá?
—¡No sé nada! —repite Fatou, escabulléndose hábilmente de su interrogatorio y encerrándose en el lavabo.
Aminata espera a Binta de pie, en medio del comedor, y se aferra a la posibilidad de que la vista la haya engañado. No obstante, al abrirse la puerta con brusquedad, mirar a los ojos de Binta y leer la alegría mezclada de culpa ha entendido que sí, que Binta ha osado traspasar la barrera de la honorabilidad.
La pequeña habitación que hace de comedor se ha vuelto más y más pequeña y le ha ido atenazando el cuerpo hasta quedar prisionera de las paredes que le aplastan la lucidez y le impiden respirar. Un sudor frío la ha empapado de pies a cabeza sin poder oír apenas el montón de disculpas absurdas que ha escupido Binta. Ha inventado que se había desmayado y que la profesora había pedido a un muchacho que la acompañara a casa y la sujetase para evitar que cayera.
¡Mentira!, ha pensado Aminata.
Pero no ha podido decirlo porque era incapaz de abrir la boca para tildar a su hija de mentirosa. Tampoco ha podido levantar la mano ni abofetearla como habría hecho cualquier madre mandinga.
Su alma volaba lejos y su cuerpo había quedado inmóvil.
Acto seguido, Binta se le ha escapado de las manos, escurridiza, rebelde. Se ha ido sin disculparse, sin avergonzarse por su actuación y sin reconocer que una chica no puede engañar a su madre. Se ha encerrado en su habitación y al cabo de un rato ha comenzado a sermonear y a gritar a Fatou. Ha sido cruel con su hermana pequeña. La ha hecho llorar y se ha negado a ayudarla con los deberes.
Aminata no ha hecho nada para impedirlo. No puede. Tiene miedo. No sabe qué decir, qué hacer, ni cómo tratar a su hija. Está a punto de perder a Binta y esa certeza la aterra. Binta se le encara, la ningunea y no la obedece. Binta le ha perdido el respeto. Una hija debe admirar a su madre y Binta la desprecia porque no sabe escribir ni hablar bien la lengua del país donde viven. Binta la mira por encima del hombro porque no ha ido nunca a la escuela y no sabe distinguir un mar de un océano. Binta la compadece por no trabajar y no ganarse la vida.
¿Por qué?
Muy sencillo, Aminata no ha sabido educarla como una mujer mandinga. Su hija se ha confundido y se cree que es una blanca occidental sinvergüenza, una tubabh a quien todo le está permitido. Binta no sabe que no es como sus compañeras de la escuela, que ella es una muchacha pura —porque ha sido purificada—, que debe respetar su virginidad para casarse con un hombre respetable y rico del gusto de la familia. Binta es un buen partido aunque ella no lo sepa.
Aminata prepara la papilla de frutas del pequeño Ousman y se consuela pensando que el bebé de ocho meses todavía le pertenece. Es suyo, la necesita, busca su pecho y se sacia con su leche. No tendrá más hijos. Lo acaba de decidir. Aunque Abdoulieu quiera tener más. Se escudará en que ya es vieja, aunque, según su pasaporte y la mediadora, sólo tenga treinta y tres años. Da lo mismo. Ya espació el tiempo entre el nacimiento de Fatou y Ousman tanto como pudo antes de que el marido refunfuñase. Cuatro hijos quizá no sean una gran familia en Gambia, pero en Mataró son demasiados. Casi no caben en el piso. Al principio creía que el único problema sería su mantenimiento, pero ahora se da cuenta de que la principal complicación no es alimentarlos sino educarlos. Cuantos más hijos, más incendios, y ya no da abasto para apagar los fuegos de la familia y sobrevivir con lo poco que tienen. Debe ingeniárselas para conseguir los libros, la ropa, las medicinas, los zapatos y la comida. Todo es caro y cuesta mucho dinero a pesar de que sólo compra marcas blancas del supermercado, guisa carne congelada y los lunes en el mercadillo hurgando entre las montañas de ropa y las ofertas acaba encontrando gangas a mitad de precio, pero aun con todo van justos. Hacia fin de mes hace todo lo posible para cocinar caliente cada día y alguna vez, cuando un recibo ha subido más de la cuenta, se ha encontrado sin dinero para comprar la leche y el pan. Nunca ha pedido ayuda a nadie. Tiene orgullo y se consuela pensando que hay situaciones mucho peores que la suya. Jamás han dejado de enviar el dinero de cada mes a Bakau. La familia Marong es sagrada y su obligación es ayudarlos. Éste fue el trato y lo cumplirán a rajatabla. Pensar en la familia la llena de melancolía y la conduce a su propia casa, río arriba. Cualquier día Adama llamará para decirle que ha muerto su babu o mama Mai. El babu es muy viejo. Cuando se despidió tenía el cabello completamente blanco y caminaba encorvado. Tenso y arrogante de puertas afuera, dulce y cariñoso para los suyos, el padre de su padre siempre fue el hombre más importante de la vida de Aminata. Él la arropó cuando se llevaron a su madre, la salvó de la muerte y la hizo volver a reír.
Aminata intenta imaginar qué dirían su babu y mama Mai si supieran que Binta, a sus catorce años, regresa sola de la escuela a casa cogida de la mano de un chico blanco y miente a su madre. No hace falta tenerlos delante. Mama Mai sería inflexible, diría que Binta se merece estar un mes encerrada en casa sirviendo a las madres y a las abuelas hasta que aprenda a obedecer a los mayores. Su babu opinaría que Binta debe casarse pronto, antes de que se malogre como su abuela Rama, y saldría para encontrarle un marido de confianza y hacer buenos tratos con el padre del novio. La casaría a los dieciséis años a lo sumo y mientras tanto ataría la cuerda muy corta y la pondría bajo la vigilancia estricta de mama Mai.
Si viviera cerca de sus parientes, todo resultaría más sencillo y no acarrearía esa losa tan pesada sobre la cabeza.
Y porque necesita compañía llama a la puerta de Sarjo.
Sarjo es risueña, siempre tiene un chiste a punto, y nunca le cae el mundo encima. Aunque el marido la golpee, aunque no tenga dinero, aunque tengan que volver a casa avergonzados y sin un euro en el bolsillo.
—Ésta no es mi amiga Aminata. Esta mujer es la abuela de Aminata, una vieja resentida y seca como un cacahuete que tiene tantas arrugas como una ngansimbah —masculla al recibirla.
Es verdad que Aminata se traga los disgustos y los enfados no se pueden dejar dentro, hay que vomitarlos, sacarlos fuera. Si se quedan dentro carcomen la salud de quienes los arrastran. Los disgustos quieren salir y acaban surcando la cara de arrugas e hinchando la piel en busca de algún agujero por donde escapar. A veces salen por los ojos en forma de lágrimas o por la boca en forma de lamentos.
Aminata se siente mejor cuando le cuenta a Sarjo que Abdoulieu se va de viaje a Bakau con Fatou y se quita un peso de encima cuando le confiesa que no sabe cómo manejar las cosas con Binta y que le da miedo que se vuelva una chica descarada y sinvergüenza.
—¡Válgame Dios! —exclama teatralmente Sarjo—. Mi vecina Aminata se ahoga en un vaso de agua. ¿Por qué tengo una amiga tan tonta? ¡Con las amigas que podría tener y me ha tocado en suerte una vecina sin sangre en las venas como Aminata!
Aminata ríe. Sarjo le recuerda a su mama Mai, siempre tan positiva, tan sensata, tan cercana.
—A ver, a ver, vayamos por partes. Tú deja que tu Abdoulieu se vaya. Haz como si no te importara. Pero te tiene que echar de menos. Antes sé muy cariñosa con él y así, cuando esté allí, querrá volver a tu lado.
Aminata bebe de las palabras de Sarjo, a pesar de que su marido la golpea, le grita y no lleva dinero a casa.
—Y no pienses que se va porque quiere. Seguro que ha sido cosa de su madre. Le ha reclamado a Fatou para purificarla y él, como buen hijo, le ha hecho caso.
Aminata cae en la cuenta de que tiene razón. De ahí las llamadas insistentes de mama N’Dei y su curiosidad por Fatou. ¡Claro! Visto así todo es más simple, más fácil. Abdoulieu es un hijo obediente y la madre de Abdoulieu es una mujer recta que quiere que se cumpla la tradición en las hijas de la familia. Si le ha dado una orden, seguro que Abdoulieu la ha obedecido sin pestañear.
—Ahora bien, amiga mía. Si lo que tú quieres es ir a ver a tu familia, tienes que empezar a ser espabilada y ahorrar para tu viaje. No esperes que tu marido te haga este favor.
—¿Pero cómo? Sabes que voy más pelada que una rata.
—Llora. Dile que no tienes suficiente con lo que te da. Que todo ha subido.
—Él no tiene más dinero —justifica Aminata.
—¡Claro que sí! ¡Mira que eres ingenua! ¿No te das cuenta de que se va de viaje sin decirte nada? Él ahorra lo que le conviene y tú no.
Aminata está hecha un lío. Sarjo la invita a ser más pícara. Quizá sí. Quizá se lo toma todo demasiado a pecho, como una afrenta, sin humor ni distancia. Y la vida requiere un trato más irónico.
—Y sobre tu Binta, si quieres que te dé un consejo, que no estudie tanto. Binta es una chica demasiado estudiosa y si sabe demasiadas cosas no querrá hacerte caso. Créeme. Tienes que convencerla para que deje los estudios pronto. Va con muchos humos por la vida y no le hace ningún bien. Una mujer debe ser humilde y discreta.
Aminata no sabe si contarle lo que ha visto hoy. Tampoco se trata de pregonarlo para que toda la comunidad se entere.
—¿Y si quiere salir con algún chico? ¿Qué debo hacer?
—Mi Janika me pidió permiso y le contesté que no, que no podía ser, que sería infeliz porque no podría volver nunca más a casa.
—¿Y te hizo caso?
—¡Claro! Una hija acaba haciendo caso de lo que dice su madre. Y si no, su padre la tiene que castigar.
Janika, la hija de Sarjo, tiene dieciséis años y es una chica dócil y obediente. Ahora que ha terminado la enseñanza obligatoria se queda en casa haciendo las faenas domésticas y cuidando de los hermanos y del padre.
—Haz venir a tu Binta a casa para que hable con mi Janika y conmigo. Seguro que nos escucha. Deja que yo sea tu hermana y que trate a Binta como si fuera mi hija.
A Aminata se le ensancha el corazón. Nunca hasta ahora Sarjo se había mostrado tan generosa. Quizá porque ella nunca había sido tan sincera. No sabía que tenía una amiga y una hermana junto a su puerta. Ha sido una buena decisión.
Se despide prometiéndole un regalo. Lo hará. Las hermanas se hacen regalos y se ayudan. Sin saberlo, resulta que tiene una hermana que le abre los brazos cuando más lo necesita. Alá es misericordioso, piensa Aminata confortada después de la charla con su vecina y hermana.
Y todavía, bajo el estado de gracia de la esperanza recuperada, coge el teléfono y llama a su hermana Adama para preguntar por la salud de su babu ahora que sabe que no lo podrá abrazar. Adama grita de alegría desde Bakau. Su hermana pequeña habla muy deprisa y muy asustada.
—¡Querida hermana! ¡Qué ilusión oír tu voz! ¿Cómo estás? ¿Cómo te has tomado la noticia?
Y Aminata intuye que la noticia de que habla Adama no es buena noticia.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué noticia?
—¿Es posible que no lo sepas? ¿Que tu Abdoulieu no te haya dicho nada?
Aminata está en falso.
—Sé que Abdoulieu viajará a casa de sus padres este diciembre con Fatou.
Aminata adivina cómo su hermana busca las palabras precisas.
—¿Y no te ha dicho el motivo de su viaje? ¿No te ha contado nada?
—No. No sé nada —admite Aminata avergonzada.
—¡Tu Abdoulieu no es digno de ser tu marido! Una mujer primera, una muso keba, tiene derecho a saber si su marido ha decidido añadir una mañyo, una segunda esposa a la familia.
Aminata calla. Vuelve a sentir la rigidez, el alma abandonándola, el vacío y el zumbido retronando en su cabeza.
—¿Cómo lo sabes?
—Todo el mundo lo sabe en Bakau. Dicen que Abdoulieu ha pagado una verdadera fortuna por Joko.
—¿Joko?
—Una jovencita muy bella y muy trabajadora. Su padre es un negociante que ha sacado un buen pico. Es un hombre muy rico tu Abdoulieu.
Aminata calla imaginando a la bonita Joko, una chiquilla de dieciséis o diecisiete años a lo sumo. Ahora sí, ahora ya no puede decir nada. Adama parlotea por las dos.
—Oh, hermana, ahora podrás tener a alguien que te ayude. Estoy contenta sabiendo que Joko te obedecerá, cocinará para ti, cuidará de tus niños y que ya no estarás tan sola. No tendrás que atender a tu marido cada día y cada noche.
Adama espera un rato para saber la respuesta de Aminata.
—¿Aminata? ¿Me oyes, Aminata?
Aminata por fin lo entiende todo. Entiende el silencio, el secreto, el dinero ahorrado, el comportamiento sigiloso y el viaje.
Y de golpe, todo cobra sentido.