14

BINTA

Los sueños

Binta, Binta, ¿estás bien?, me ha preguntado Vicente al verme entrar en la sala de profesores con la barbilla temblorosa y las manos manchadas. ¿Qué tienes? ¿Te has hecho daño? ¿Te has caído? Pero si no es nada, un poco de sangre y nada más. Y ha sido entonces cuando las luces parpadeantes han subido de intensidad y he caído redonda al suelo.

Me he despertado rodeada de profesores que me golpeaban con delicadeza las mejillas. Me habían curado la herida con yodo, pero el color amarillo no me asusta. Vicente ha sonreído y me ha tranquilizado. Ya está, ya está, insistía cariñosamente. Te has desmayado y ya está, le puede pasar a cualquiera. Y le he agradecido este gesto mucho más que un interrogatorio rígido. No habría sabido cómo explicarle mi desconcierto, mi angustia. No habría sabido decirle que me estremece la sangre porque me recuerda demasiadas cosas y que por eso me he asustado al levantarme del suelo y ver mi pierna tintada de rojo.

La sonrisa y el ya está me han reconfortado. Me ha ofrecido un vaso de agua, un ibuprofeno y acto seguido me ha escoltado hacia la clase. Mi entrada ha sido recibida con expectación, la conversación entre Vicente y Eulalia de inglés también, y me he sentado en mi pupitre con la certeza de tener veintidós pares de ojos clavados en mi nuca preguntándose qué demonios hacía Binta Marong saltándose la clase de inglés y entrando, después, de la mano del tutor.

Eulalia, la profesora, se me ha acercado, me ha presionado el brazo amistosamente y me ha susurrado que si me encontraba mal que se lo dijera. Un rumor sordo ha ido subiendo in crescendo. Binta Marong se ha desmayado. Era la música de fondo.

He empezado a sentirme importante.

Tienes que prepararte para la sangre, me dijo madre, no te asustes si un día sangras entre las piernas, nos pasa a todas las mujeres. La escuché, pero no le hice mucho caso. Cuando sea una mujer ya pensaré, recuerdo que se me ocurrió. Ser una mujer, para mí, era ser alta, tener pechos, pintarme los labios, calzar zapatos de tacón y llevar un bolso para meter las llaves y la cartera dentro. Yo no tenía llaves ni cartera todavía y en cambio sangré. No era una mujer, pero tuve que aguantarme el dolor y el asco, y me dio tanta vergüenza que nadie se enteró. Madre y para de contar.

Pero mira por dónde, hoy que me he desmayado todos me miran diferente y por primera vez me he sentido una mujer. Incluso Eric me ha hecho un guiño como diciendo ya sé que te has desmayado.

A la hora del patio se me ha acercado Marta Cardona, que es quien corta el bacalao de las chicas de la clase. Se maquilla los ojos, queda con chicos de bachillerato y decide tú sí, tú no, tú no, tú no, tú sí. Yo siempre he sido una tú no. Y hoy me he convertido en una tú sí, todo un honor.

Marta Cardona se ha encerrado conmigo en el baño y ha dicho a las otras. Tú no, tú no, tú no. El lavabo era estrecho e incómodo, pero Marta lo iluminaba entero con su luz y no ha sido necesario encender la bombilla. Marta tiene luz propia, cada vez que te mira, que te habla o que se digna sonreírte es como si se abriera una ventana y el sol entrase a raudales. Irradia optimismo, ganas de vivir, alegría. Es decidida y rotunda, sabe perfectamente lo que quiere y no duda nunca. Podría decir que es guapa, coqueta, seductora y que vuelve locos a los chicos, pero a mí me gusta sobre todo verla jugar a baloncesto, es la mejor. Salta como una leona sobre la pelota sin importarle que los demás sean más altos ni más fuertes. ¡Mía!, grita con fuerza alcanzándola a la primera. Y ya no hay ni Dios que se la quite, atraviesa la pista de punta a punta, botando la pelota como una flecha y la encesta porque siempre consigue lo que se propone. A su lado me he sentido pequeña y miserable. No sabía qué quería, no sabía qué sorpresa me tenía reservada ni por qué yo era, de repente, una tú sí.

—¿Qué pasa cuando te desmayas?

Y he entendido que me había convertido en una tú sí a causa del morbo de Marta Cardona que no se ha desmayado nunca y quiere saber qué se siente.

Podría haberme hecho la interesante y no contarle nada, pero estaba encantada de su exclusividad y me he entretenido dándole todo tipo de detalles. He querido ser precisa y ordenada y le he explicado que primero he sentido un mareo, que me he tambaleado y que he visto lucecitas y destellos mientras perdía pie y volaba hasta perder la conciencia. Algo así como caer al vacío. Y Marta abría una boca de palmo y me escuchaba. Ella y yo, solas dentro del retrete ¡Abrid, abrid! ¿Qué hacéis? ¡Te estamos viendo!, gritaban las tú no desde fuera. Envidiosas, más que envidiosas, les ha dicho Marta Cardona al salir, protegiéndome la espalda con su aura.

¿Estás bien?, me ha preguntado Eric, no sé si más impresionado por el hecho de que me hubiera desmayado o por haberme convertido en la amiga de Marta Cardona. ¿Quieres que te acompañe a casa?, me ha propuesto unos minutos después, cuando nadie le oía, mirándome fijamente con sus ojos cautivadores, uno de cada color, y aquella timidez tan adorable que le hace ponerse colorado. Y he estado a punto de desmayarme por segunda vez. Gracias, le he contestado agobiada mientras pensaba a toda velocidad qué haría con Fatou y Lamin. Ninguno de los dos nos hemos mirado, muertos de vergüenza, y durante la clase de mates, Eric no me ha pedido el lápiz y yo no se lo he recordado. Era muy embarazoso. Habíamos quedado y todo resultaba extraño y diferente a los demás días. Seguro que la gente que tiene que coger un avión o actuar en una película vive la misma sensación de irrealidad que nosotros intentábamos disimular. Teníamos una cita él y yo solos, como si fuéramos mayores, como si estuviéramos enamorados. Pero me sobraban Fatou y Lamin. ¿Por qué soy la responsable de todos? ¿Por qué tengo que ocuparme de mis hermanos y de mi madre? ¿Soy especial o soy tonta? Ninguna de mis amigas está obligada a acompañar a sus hermanos a la escuela, barrer la casa, dar clases a los pequeños, comprar, doblar la ropa y leer los papeles del banco y del presidente de la escalera a su madre. Ellas, en cambio, van a academia de inglés, de música y tienen profesores particulares. Me gustaría mucho poder aprender inglés con un profesor de Birmingham y no de Valladolid, como Eulalia, la profesora del instituto.

Al terminar las mates y antes de que comenzara la clase de experimentales he salido a toda pastilla y he ido a la escuela de mis hermanos. He pedido a Ramona, la conserje, que por favor avise a Lamin para que él y Fatou vuelvan solos a casa, que yo ya iré. Sé que se lo dirá, Ramona es muy responsable y muy seria y me ha visto tan angustiada que me ha preguntado si me pasaba algo. Le he contestado que me había desmayado, pero que no se lo dijera a mis hermanos para no asustarlos.

Me encanta desmayarme.

Definitivamente, tengo que admitir que desmayarme, de momento, es la mejor cosa que me ha pasado en el instituto.

Y, hoy, el camino de vuelta a casa ha sido el momento más emocionante de mi vida. Eric y yo, hechos un flan, caminábamos uno al lado del otro con la misma tirantez, separados dos metros, mirando al suelo y fingiendo que estábamos juntos como por casualidad. Pero a medida que nos hemos ido alejando del instituto nos hemos atrevido a mirarnos de soslayo, cada vez más a menudo, y a hacer comentarios sin ton ni son. Una fuerza misteriosa nos imanaba y nos empujaba el uno contra el otro. Los dos queríamos apurar la distancia y nos hemos acercado, más y más y más… hasta que nuestros brazos se han rozado y nuestras manos se han unido mágicamente. No sé si yo le he dado la mano a él o él a mí. Tanto da. Las manos se estaban esperando la una a la otra, ansiosas, y se han agarrado bien fuerte, con incredulidad, con sorpresa, con muchas ganas. He sentido un calor muy dulce en el brazo y una alegría que crecía a medida que ascendía cuello arriba haciéndome reír. Él también. Hemos reído como idiotas. El mundo entero nos daba risa, una risa floja y contagiosa. Estábamos dentro de una burbuja lasa, dulce, alborozada. El verde era más intenso y el azul era un color puro, virginal. Eric y yo éramos los únicos seres vivos del planeta, capaces de hablarnos con los ojos y de percibir el aroma de las hojas secas de los plátanos.

Hasta que, de pronto, se me ha truncado la risa y me he detenido en seco, con el corazón a mil, muy nerviosa. Unos metros más allá, en la esquina del quiosco me ha parecido ver la figura rolliza, negra y odiosa de Fatou. La he visto con el rabillo del ojo. Ha sido sólo un segundo y he dudado de que fuera un espejismo porque enseguida, vista no vista, ha desaparecido. No me lo puedo creer. ¡Pequeña traidora! ¡Seguro que me estaba espiando! ¡Seguro que ha corrido con el cuento a madre de que paseaba cogida de la mano de un chico!

Y la burbuja maravillosa donde estábamos Eric y yo ha hecho plaf y ha estallado.

Me he desasido inmediatamente de la mano de Eric y le he pedido que se fuera, por favor, porque mi hermana me había visto y no quería tener problemas. Eric, que chulea un poco, se ha hecho el machito. Si abre la boca, le pego un sopapo. Pero me ha visto tan alterada que ha vuelto a ser el Eric indeciso y tímido de siempre y se ha despedido, las mejillas sonrojadas, con la excusa de que tenía que ir a comprar unos zapatos. No nos hemos dado ningún beso. Hemos dicho adiós, hasta mañana y ya está.

Ya no había magia.

Y todo por culpa de Fatou.

Madre ya lo sabía, lo he leído en sus ojos. Se ha quedado fría cuando le he explicado que me había acompañado un compañero de clase hasta casa porque me había desmayado en el instituto. He preferido decírselo yo porque seguro que la bocazas de Fatou ya se me había adelantado y lo había vomitado todo. Madre no decía nada, no hacía nada. A veces le pasa, está como ausente y es como si no estuviera. Al cabo de un rato ha reaccionado y se ha comportado de forma muy antipática convencida de que la engañaba.

Madre no me ha sonreído, ni me ha abrazado, ni ha murmurado tiernamente ya está, como Vicente, mi profe. Me ha mirado pasmada, con la misma estupefacción con que contemplaría a un mandril en el comedor. ¿Tan estrafalario resulta saber que tiene una hija que se desmaya? Quizá las mandinga no se desmayan y desmayarse es un deshonor para la familia.

Fatou se ha defendido con uñas y dientes de la acusación de chivata asquerosa. Ha dibujado una mueca de heroína ofendida y ha gritado: ¡No es verdad! ¡No le he dicho nada a nadie! Y ha gimoteado para ablandarme, pero no se ha salido con la suya. Le he dejado clarito que a partir de ahora no me ocuparé de sus estudios ni de ella.

¡Estoy hasta el moño de Fatou! Que espabile como me espabilé yo sola a su edad. Quiero que se estrelle, que lo suspenda todo y que padre la vea tal y como es, una niña pequeña, tonta y consentida. Aunque seas mala te quiero, me ha dicho después del chorreo. Yo no, le he contestado bien alto y bien claro para joderla.

Y me he encerrado a solas en la habitación para intentar rememorar a pedacitos la tarde más feliz de mi vida y saborear los momentos que acababa de vivir intensamente antes de que se desmenuzaran en el olvido y murieran de inanición.

He sacado de dentro del estuche del Barça de Lamin el lápiz que muerde Eric y lo he olido. He recordado el instante en que me ha hecho un guiño, su voz al preguntarme si quería que me acompañara a casa, el ruido de nuestros pasos sobre los adoquines de la rambla, el aroma salado del mar, el calor de su mano en la mía y nuestra risa tonta. Me he acurrucado en la cama soñando con los ojos abiertos, y he imaginado que nos citábamos en el callejón trasero del Mercadona, que es estrecho y oscuro. Eric me acariciaba la mejilla y yo sentía un escalofrío eléctrico. Su cara estaba muy cerca de la mía y sentía el calor de sus labios entreabiertos rozando dulcemente los míos. Eric me daba un beso apasionado como en las películas de amor, un beso líquido, caliente, interminable que me dejaba sin aliento, luego me miraba a los ojos y me decía te quiero.

No como mi padre, ni como Fatou, que lo dicen para quedar bien. Eric era sincero y me decía que me quería porque estaba enamorado de mí.

Estoy enamorada.

Me he enamorado de Eric y no me importa que sea blanco y que no pertenezca a la familia. Tengo derecho a enamorarme de quien quiera. Janika, la hija de Sarjo, me dijo que nosotras, las mujeres mandinga, no podemos dejarnos tocar por los chicos ni casarnos con quien queramos. Nuestros padres nos elegirán un marido entre los primos mayores y tendremos que obedecerles para respetar la tradición. Aunque tenga cincuenta años, aunque luzca barriga, aunque le huela el aliento o le falte un ojo y una oreja. Porque las mujeres mandinga no se casan por amor, sino por respeto y porque su obligación es obedecer a los padres y tener hijos de su marido.

Está loca si se cree que yo me casaré con un primo viejo y baboso como ella. La hija de Sarjo dice que si no respetamos la tradición cuando regresemos a nuestra casa familiar no nos abrirán la puerta ni nos acogerán, que si tenemos un marido europeo y descolorido nos darán la espalda y se reirán de nosotras.

¿Quién le ha dicho que pienso volver? Mis parientes ya pueden esperar sentados bajo la sombra del baobab la vuelta de Binta Marong.

Yo soy amiga de Marta Cardona. Soy miembro del ayuntamiento de la ciudad. Soy una estudiante que iré a la universidad, trabajaré, tendré una casa adosada con jardín, un coche y me casaré con Eric.

La hija de Sarjo que se vaya a moler mijo y a cosechar cacahuetes. ¡Buen viaje!

Yo me quedaré aquí y demostraré a padre que soy mucho mejor que Fatou.

Fatou es un fraude y un engaño. El azar fue el culpable de que yo naciera en Gambia y ella en Mataró.

Yo soy española y ella no.