13

LOLA

El linchamiento

Lola ha querido dar un paso hacia la normalidad y ha invitado a las amigas a su casa. Inaugurará la nueva residencia para no sentirse sola o para creerse de una vez que vive en Mataró. Ha comprado cuatro canapés fríos y ha preparado bebidas largas. No necesita disculparse por la precariedad del mobiliario, ni por la falta de cortinas ni por la decoración minimalista. Tal vez les choquen las paredes desnudas —no ha tenido tiempo de hacer agujeros y colgar cuadros—, pero no quiere precipitarse. Entenderán que todavía se está instalando.

Sin embargo, los comentarios no aluden al nuevo piso. Se centran en ella.

—¡Qué delgada!

—¡Estás genial!

—¡Chica, qué envidia!

Las amigas la miran tras sus daiquiris con los ojos turbios por el alcohol y el cansancio de una jornada agotadora. Rozan la cuarentena y están empeñadas en rejuvenecer al precio que sea. Venderían el alma al diablo con tal de viajar una década atrás y recuperar la talla treinta y ocho y la sonrisa sin patas de gallo. Han mitificado su pasado de singles sin ataduras y han demonizado la malentendida liberación de la mujer que las obliga a ser profesionales, madres, amantes —por el orden que se quiera— y a mantenerse eternamente seductoras.

—¿Cómo te lo montas para estar tan guapa?

Sus comentarios no son de compromiso. Lo piensan. La envidian. La odian probablemente porque creen que la vida las ha tratado de forma injusta. El victimismo cósmico las hermana. Lola, a su entender, ha disfrutado más que ellas del sexo, de los hombres, de la libertad. Y no se lo perdonan. Su pequeña venganza ha sido siempre la compasión y no pueden ejercerla. Se esperaban una Lola destrozada y se han encontrado una Lola delgada y rejuvenecida que tiene todo el tiempo del mundo para decorar un piso con vistas al mar.

Estos ocho kilos que ha perdido le han supuesto recuperar su estilo glamuroso. Los pómulos marcados, la cintura más estrecha y el perfil elegante. Se ha puesto una falda corta que tenía medio olvidada y unas botas altas y se ha visto en el espejo de reojo, sorprendida de que aquella silueta femenina, grácil como una modelo adolescente, fuera ella. Sí. Está satisfecha. Oriol le ha hecho un favor, repite como un mantra. Se le abren nuevas oportunidades, nuevas sensaciones, nuevas experiencias. Está estupenda y vuelve a tener tiempo para invitar a las amigas a tomar una copa en su casa.

—Estoy bien, no os preocupéis. Oriol ya está olvidado. Vuelvo al mundo, vuelvo a vivir.

Prefiere provocar celos que pena.

—Pero, chica, esto está en las quimbambas, mi GPS me ha hecho perderme tres veces.

—¿Por qué te has exiliado?

—¡Y al Maresme, cómo se te ocurre!

—Sólo hay negros y tomates.

—Justo lo que necesito —ha respondido ingeniosamente inspirada en su gin-tonic.

Todas ríen. Algunas con más ganas que otras. Alicia no deja de repetir que está encantada con su nuevo estado, así tendrá alguien con quien ir al cine, a ver exposiciones, salir de copas. Ella también está sola.

—Una aliada de saturday night —suspira.

—O una competidora —suelta Lola medio en broma.

La frase de Lola cae como una bomba y se instala la desconfianza en medio de la tertulia de risas y alcohol. Los sorbos y los carraspeos rompen el silencio incómodo. Es una historia antigua y expresamente censurada en el ánimo colectivo. Hará ya catorce años Lola estropeó la mejor historia de amor de Alicia. Se llamaba Ernesto y era un ingeniero informático destinado a convertirse en el marido de Alicia y en el padre de los hijos de Alicia. Pero Ernesto se enamoró de Lola, la amiga íntima, sin saber que poner los ojos en la amiga de la novia es el peor sacrilegio que se puede cometer en esta vida. Ernesto se arrastró ante Lola, perdió la dignidad por Lola y terminó abandonando a Alicia por Lola. Un gesto inútil porque Lola, liada en aquellos tiempos con Mario, no le dirigió una sola palabra esperanzadora, convencida de que era una muestra de lealtad hacia la amiga. Se equivocaba. La indiferencia fue el peor insulto.

—Hubiera preferido que te lo tiraras —le confesó Alicia una noche de borrachera que se sinceró.

El odio de la amiga la mantuvo alejada un tiempo hasta que los años terminaron por amortiguar el golpe. La mala suerte quiso que Alicia no encontrase a ningún otro Ernesto en su vida. Los hombres no le duran más allá de unas semanas de pasión.

Lola quiere dejar claro que no son rivales y para demostrarlo le pide que la acompañe a la cocina en busca de limón y cubitos de hielo. Alicia husmea en los armarios, la nevera y prueba un bizcocho comprado en la panadería de la esquina.

—No sabía que cocinaras pastelillos.

—Yo tampoco.

Vuelven riendo, reconciliadas, cercanas, y descubren que las madres han tomado el timón de la velada hablando de los niños, animadísimas, y han empezado a sacar fotos. Las llevan en el móvil, en los iPods, en la cartera. La mesilla se inunda de fotos de bebés rubios, de niñas risueñas, de chicos con ropa de marca. Este tiempo sagrado, obligado, de lucimiento de retoños es uno de los momentos más desagradables de los encuentros con amigas, equiparable en mal gusto a las historias de partos, embarazos y cesáreas.

Sólo quedan Alicia y ella al margen, ambas con las manos vacías, sin fotos para enseñar ni anécdotas maternales para contar. Alicia, sin embargo, se muestra entusiasmada con las vidas ajenas —simulación total— y trata de recordar los nombres y las edades de todos los hijos e hijas de las amigas. Lola no participa en la farsa y durante este tiempo se permite el lujo de mostrarse ausente. Ventajas del estigma del abandono. Todas pueden entender que sea arisca e incluso antipática cuando se habla de niños. Se pregunta si su deseo maternal, el que le ha costado perder a Oriol, no es en realidad un deseo de competencia femenino. El de envidiar lo que tienen las demás. Siempre había dicho que no tenía prisa, que no necesitaba parir para sentirse mujer, que no le era imprescindible para amar. Quizá lo dijo en voz alta cuando conoció a Oriol. Un houllebecquiano cínico como Oriol ponía como condición innegociable para vivir en paz olvidar el tema de los niños. Ella le secundó, era tan fácil hacerle caso, y estuvo de acuerdo en abortar sin remordimientos ni dudas, pero le quedó un gusanillo de preguntas sin respuesta. ¿Cómo habría sido su bebé? ¿Era niño o niña? ¿A quién se habría parecido?

Lola creyó que Oriol era un hombre sensato hasta que cumplió treinta y siete años y se dio cuenta que el tiempo había pasado volando, que sólo se vivía una vez y que si no se apresuraba se convertiría en la tía Lola. A secas. El nombre de tía la estremeció. Las tías solteras eran personajes lúgubres de las novelas por entregas, de los culebrones. Mujeres resentidas, envidiosas y agriadas. Y a punto de cumplir los treinta y ocho decidió lanzarse a la piscina y mojarse. Un año de silencios y esperas, un año de frustraciones, un año que ha terminado mal. No ha podido ser. Ningún niño se refugiará en su pecho, le dedicará una sonrisa confiada ni le dirá mamá al verla.

Se da cuenta de que Alicia también se va sintiendo excluida, fuera del huevo, extranjera. La ve alejarse, dejar de mirar las fotos y buscar una puerta por donde huir. Hasta que tropieza con ella y se le agarra a la desesperada, como una náufraga.

—¿Y cuál era ese tema que llevabas entre manos? —le pregunta, acercando su silla a la de Lola y estableciendo una intimidad a dos que las haga sentir interesantes.

—Ya está, lo he dejado correr.

Quizá crea que el tema lleva pantalones y paga con American Express, piensa Lola.

—No me hagas esto, no me dejes así. ¿Cómo se llamaba?

Lola, mientras echa un trago del gin-tonic, calibra la respuesta.

—Ablación —suelta de sopetón.

—¿Qué? —exclama Alicia estremecida.

—Me vino a parar a las manos un caso de ablación, de mutilación genital femenina —repite didácticamente—. Me he estado informando y decidiendo si debía intervenir o no.

Y se da cuenta por la expresión de Alicia de que la ha dejado descolocada. Le gusta el efecto demoledor que provoca el concepto.

—¿Lo has denunciado?

—No —puntualiza—. Es un tema complicado.

—¡Lo que es es una salvajada! —exclama Alicia súbitamente encendida—. ¿Te llegó por el CAP?

Alicia es médico de familia.

—El primer día de consulta. En el Maresme la población es muy diferente a la del Ensanche de Barcelona.

—¿Era una niña?

—Una chiquilla. Tenía catorce años, pero se lo habían hecho de pequeña en Gambia.

Alicia se lo toma muy a pecho, como si fuera cosa suya.

—No me explico cómo unos padres pueden hacer eso a una hija —estalla—. ¿No la quieren?

Lola recuerda la mirada abnegada de Aminata sujetando a Binta. Ciertamente se le ofuscan las ideas al pensar en ello.

—Supongo que sí, pero deben hacer lo que les obliga la tradición.

—No, no los justifiques. Aquí no hay tradición que valga.

—Tienen unas costumbres diferentes —sostiene Lola, asumiendo el papel no deseado de abogada del diablo.

—¿Como el canibalismo? —se planta Alicia con los ojos encendidos—. Los caníbales se comían a sus prisioneros porque sus tradiciones eran así.

La maldita demagogia que hace que todo resulte absurdo, ridículo, calla Lola. Oriol la familiarizó con Harris, un antropólogo que hacía leer a sus alumnos universitarios y que hablaba del canibalismo ritual. Según Harris, los aztecas carecían de proteínas y por eso mantenían guerras destinadas a sacrificar a los enemigos y a alimentar a la población con carne humana, las guerras floridas las llamaban poéticamente. Hasta en ese acto cruel había una justificación adaptativa, económica. Ni siquiera el canibalismo resulta gratuito.

Pero Alicia ya se ha calentado y no se trata de enmendarle la plana, en cuestión de prejuicios impera el caos.

—Es horroroso, horroroso. Los deberían encarcelar a todos. Si hubieran caído en mi consulta los empapelaba —exclama, satisfecha de tener una opinión rotunda y sin fisuras sobre un tema de actualidad.

El horror. Se le ocurre a Lola. El horror de admitir que algunas culturas empujan a violar tabúes que otras culturas penalizan. ¡Los faraones se casaban entre hermanos! ¡Los chinos se comían a los perros! ¡Los jíbaros reducían las cabezas de sus enemigos! ¡Qué horror! La fascinación por la maldad de los otros que nunca es la nuestra. Lola percibe en Alicia el eco de su propia voz indignada y le parece, desde el ángulo del observador neutral que ahora ocupa, exageradamente ampulosa. Autosuficiente. Amparada en la superioridad moral que imprime la pertenencia al primer mundo.

—La madre gambiana que llevaba su hija mutilada a la consulta también lo estaba. ¿Debería ir a la cárcel por haber hecho a su hija lo que le hicieron a ella?

—Por supuesto —responde Alicia—. Ya verías como escarmientan.

—¿Quién?

—Ella y todos los demás.

Alicia es la voz popular del linchador. Es la mano que lanza la piedra y que condena al presunto culpable sin pruebas. Es una cara y una voz de la masa anónima de Furia, de Fritz Lang, que incendia la cárcel con Spencer Tracy dentro.

—La madre también es una víctima —objeta Lola.

—Pero ahora ha sido verdugo y si no se rompe la cadena continuará habiendo más víctimas.

—¿Y la única forma de romperla es por la fuerza?

Alicia tiene como pasatiempo de fin de semana visitar galerías de arte y opinar de pintura moderna. No casa en absoluto la exquisitez de sus aficiones con esta súbita energía redentora.

—Lo dice la ley, ¿no? Se modificó el Código Penal para incluir los delitos por lesiones. La mutilación es uno.

—Sí —acepta Lola—. Es un delito penado.

—Pues la ley es para cumplirla. Tienes que comunicarlo.

Es fácil. Muy fácil, piensa Lola. Como la ley del talión, ojo por ojo, diente por diente. Si la ley se aplicara con la contundencia puritana de quienes se creen libres de pecado, el primer mundo estaría lleno de lisiados. Sin lengua, sin manos, sin ojos. ¿Quién no ha mentido? ¿Quién no ha robado? ¿Quién no ha deseado lo que no es suyo?

Todo resulta muy fácil cuando el problema carece de justificación, aislado de contexto, despojado de sentido. No le gusta defender lo que no cree, pero le ofende el linchamiento gratuito que desautoriza la dignidad de gente como Aminata.

—Hay una cultura detrás. Hay creencias. Hay miles de años de tradición y de rituales. No podemos enviar a la gente a la cárcel de repente. Hay que cambiar la mentalidad.

Alicia es la contrincante perfecta.

—Ya puedes esperar sentada. Las mentalidades no se cambian en un mes, ni en un año. Y si no cambian la mentalidad, me da igual. El caso es que las niñas estén enteras. ¿O no?

La simplicidad de Alicia es aplastante. A menudo, la simplicidad es eficaz porque no se entretiene con los matices ni las tonalidades.

—Quizá tengas razón —admite en un inusual rapto de humildad.

Al fin y al cabo, qué tiene que decir ella sobre la honestidad. Ha jugado con trampas y ha perdido. El hombre con quien compartía la cama y la cuenta corriente ha huido de su lado porque le ha engañado.

Alicia, que la conoce, le llena el gin-tonic.

—¿Estás bien? —pregunta.

—Sí, sí, perfectamente —responde Lola.

—¿Te has quitado a Oriol de la cabeza?

Lola asiente para eludir la doble negación. A veces le cuesta mentir tan seguido.

—Quizá estos siete años hayan sido una equivocación —aventura Alicia.

—Quizá —murmura Lola desconfiada, sin saber hacia dónde irán los tiros.

—Erais tan diferentes —continúa convencida.

—Supongo.

—Necesitas alegría. Un clavo saca otro clavo.

Tópico tras tópico. Ni asiente.

—Tengo un tipo perfecto para ti.

Lola intuye que hay más, pero prefiere que sea ella quien se moje.

—Abogado, separado sin hijos, esquiador, buen conversador y guapo.

—Qué alegría. Gracias. —Y rápidamente sabe que Alicia tiene un as escondido en la manga.

—Él también lo ha superado —suelta de repente.

Lola se endereza de un salto y se pone a la defensiva.

—¿Quién?

—Oriol.

—¿Lo has visto? —pregunta con un hilo de voz sabiendo la respuesta.

—Me llamó y nos vimos.

—¿Ah sí?

—Está muy bien por si te interesa.

Lola está desconcertada y equivoca la respuesta.

—Sinceramente, no me interesa nada como esté.

Alicia suspira.

—¿De verdad? Me quitas un peso de encima. No sabía cómo decírtelo.

—¿El qué?

—Está con otra.

Los oídos comienzan a emitir un zumbido intermitente y las fisonomías de las amigas se difuminan.

—Lo he invitado a la fiesta. Así lo podrás ver y hablar con él. Es un lugar neutral, ¿no te parece?

Está perdiendo el mundo de vista y se da cuenta de que debe recuperar el control. Respira hondo y se obliga a reaccionar, a no dejarse abatir. No quiere mostrar su fragilidad y se fuerza a simular una sonrisa. No puede ir más allá. Sólo una sonrisa sin palabras que la articulen.

—Está con otra, con otra, con otra…

No es ella. No está ahí. Está asistiendo a la escena desde otro lugar. Tiene la cabeza lejos, suspendida en un momento tan extraño como el que está viviendo en estos momentos. Un momento frío, irreal, falto de emociones. Los pasos firmes de Oriol, el chirrido de las ruedas de la maleta sobre el parqué. Ni un beso, ni un abrazo, ni un adiós. Una despedida seca. Una frase lapidaria. No me gustan las mentiras. Y un portazo. Nada más.

Y una tristeza infinita invadiéndolo todo, apropiándose de todas y cada una de sus células.

Como ahora.