AMINATA
El secreto
Abdoulieu se vacía en su interior con un gemido sordo mientras Aminata intenta no pensar en el dolor, cierra los ojos y sueña con el viaje. La esperanza del regreso, desde el hallazgo de la tarjeta, se ha infiltrado en sus expectativas y le ha secuestrado la voluntad. Ya no es sólo un deseo, es una obsesión que ha brotado con la fuerza de los sentimientos enterrados por años de resignación. Lleva demasiado tiempo sometida al arbitrio del marido que ahora se levanta y va hacia el baño, desnudo, con pasos indolentes, satisfecho.
El dolor dura unos segundos y luego se va. La ginecóloga le advirtió que tenía una mala cicatrización de su vieja herida, un queloides, y le preguntó si el coito le resultaba doloroso. Le mintió negándolo. A nadie le importa si sufre o no cuando la penetra su esposo, es cosa suya.
Aminata echa un vistazo a Ousman que duerme en una cuna a su lado, empotrado entre la cama y la ventana y que, afortunadamente, no se ha despertado a pesar de las sacudidas del somier y los gruñidos de Abdoulieu. Abdoulieu se enfada si Ousman llora cuando él está en su interior y los interrumpe. Aminata, entonces, trata de levantarse, pero Abdoulieu no deja que le consuele, quiere acabar cuanto antes y la embiste con furia, la frente sudada y las manos crispadas, hasta que tiembla, gime, se detiene y cae sobre ella, exhausto. Aminata se siente dividida cuando la reclaman hijo y marido a la vez y quisiera tener un cuchillo para cortarse en dos mitades y ofrecer el pecho al niño y el sexo al hombre. Pero hoy todo ha ido bien, Ousman no se ha despertado y Abdoulieu no se ha enfadado. Mira el reloj de soslayo y siente angustia al ver que se ha hecho tarde y que sólo le quedan tres horas para dormir seguidas antes de que Ousman pida su leche. Sufre de sueño, necesita dormir más y más seguido. Durante el día bosteza, siente las piernas flojas y tiene deseos de meterse en la cama a cualquier hora, de arroparse, cerrar los ojos y desaparecer. Sin embargo, se dice, esta noche hará un esfuerzo para mantenerse despierta esperando a Abdoulieu con una sonrisa e indagará sobre lo que ha ido a hacer a la agencia de viajes. Ha sido amable con él. Le ha cocinado pescado con salsa de cacahuetes, su cena preferida, y al notar sus manos ásperas sobre los muslos levantándole el camisón se ha abandonado a su voluntad, sin mostrarse arisca ni excusarse diciendo que está cansada.
Se hace el propósito de comportarse como una mujer dócil y cariñosa. Es la mejor manera de ganarse a Abdoulieu. Por lo menos, algo ha cambiado en su interior. Siente como le hierve el deseo, antes tibio, que había olvidado a base de negación. Ya no se conformará, como ha hecho cada diciembre y cada julio, al ver como amigas suyas y compañeros del trabajo del Abdoulieu se despedían desde lo alto de un avión rodeados de niños y regalos y volvían semanas después llevando con ellos en la maleta el aroma de su mar y las semillas de sus flores que se apresuraban a plantar en los pequeños balcones y ventanas de sus pisos minúsculos sin sol. Ahora ella también siente el deseo rabioso de volver para abrazar a los suyos, respirar su aire cálido, hablar su lengua. Está harta de fingir que es quien no es, de simular, de crear una apariencia que no es la suya. No, no se pueden callar los sueños silenciados bajo toneladas de frustraciones cotidianas. Y por unos instantes vuelve a ser la Aminata de siempre, la auténtica, la niña que corría por el patio persiguiendo a Koko y a Adama y oía contar historias a mama Mai por las noches, acurrucada bajo el baobab, sobre la arena caliente. Mama Mai, la esposa preferida del babu, hablaba con voz siniestra y les contaba historias de la mamiwata, la sirena cautiva del pozo que embaucaba a los hombres que iban a beber agua y los embrujaba invitándoles a caer dentro. Hermana de las mamiwatas del río que se apropiaban de los jóvenes más bellos atrayéndolos para besarlos y hundiéndolos luego en los lodos para amarlos siempre. Prima de las mamiwatas del mar, que mama Mai no conocía, pero que le habían dicho que era grande, salado y azul como el cielo, y que en su interior vivían criaturas espantosas que hundían los barcos y lanzaban a los marineros a los brazos de las mamiwatas marinas, grandes cantarinas y amantes de hombres robustos. Aminata y los niños temblaban muertos de miedo bajo las ramas del baobab y no querían ir a dormir porque temían que la mamiwata del pozo los embrujara y los llevase con ella hasta el agujero más profundo. Pero el abuelo, su babu venerable, el que velaba por todos, los tranquilizaba colgando la piel de limón en la puerta de casa para alejar a los malos espíritus y les aseguraba que nadie estorbaría su paz.
Aminata se acurruca dulcemente en la cama. Ya no está en Mataró. Ya no tiembla de frío como cada otoño y cada invierno. Ya no siente la tristeza, como cada atardecer. Ya no añora la dulzura del mijo y el baobab, como cada mañana. La mano áspera de su babu la reconforta. La canción de su mama Mai la arropa. Duerme pequeña, no te sucederá nada. Las madres están aquí, asustarán a las serpientes y pedirán a la luna que encienda su luz. Duerme pequeña mía.
Se despierta tres horas más tarde sobresaltada por el llanto de Ousman y se reprocha calladamente no haber sido capaz de esperar el regreso de Abdoulieu que ahora ronca plácido a su lado. Mientras toma en brazos al pequeño, que cada día pesa más, y lo acerca a su pezón muerta de sueño, cae en la cuenta de que no habrá ocasión de hablar a solas con su marido hasta la próxima noche. Todo por culpa de su maldito sueño.
Y sabe que no podrá esperar tanto.
—Lee el nombre de la calle de esta tienda —le pide a Binta por la mañana temprano.
—No es una tienda, es una agencia de viajes —replica Binta con retintín.
No le gusta que Binta le restriegue por la cara que es una analfabeta. La ha pillado más de una vez chasqueando la lengua compasivamente, o dejando caer una mirada conmiserativa. No le gusta tener que pedir dinero a Abdoulieu ni tener que pedir a Binta que le lea o le escriba algo. No le gusta pedir, pero no puede evitarlo. Más adelante irá a los cursos de alfabetización que le recomendó la mediadora del ambulatorio y quizá, con un poco de suerte, encuentre un trabajo como Sarjo que le ocupe pocas horas y le permita tener un poco más de independencia. Quisiera disponer de dinero suyo y gastarlo sin tener que dar explicaciones a nadie. Las mujeres de su familia siempre han trabajado en el campo y en el huerto y han vendido hortalizas en el mercado, pero allá en África, claro, todo es más fácil. En Gambia, los hijos no son un estorbo para la madre, hay miles de ojos dispuestos a vigilar a los niños que crecen con amor y que siempre encuentran una mano para calmar su llanto cuando caen, para limpiarles los mocos, para meterles la comida en la boca, para asustar a las moscas y las pesadillas. En Gambia, los hijos son hijos de la tierra y crecen naturalmente, como los frutos del baobab, regados por el agua, alimentados por el sol, amados por los hombres y las mujeres. Los hijos de la familia son hijos de todos y no cargas pesadas que debe arrastrar una madre sola.
—Avenida General Prim —lee alto y claro Binta—. Número 16.
Aminata tiene buena memoria y con la memoria suple la lectura. Lo almacena todo en pequeños cajones mentales y siempre que abre y busca encuentra lo que necesita. Se acostumbró a ello desde pequeña y a veces piensa que los occidentales han perdido la capacidad de recordar las cosas. Al ponerlas sobre un papel, automáticamente las olvidan.
—¿Y qué tienes que ir a hacer a una agencia de viajes? —pregunta la hija.
Binta se comporta de forma muy extraña últimamente. La percibe tensa, agresiva, rencorosa, y sabe que se le está escapando. Una hija no interroga nunca a una madre, ni le pide explicaciones sobre nada. Habrase visto. Pero Binta no tiene la culpa, la culpa es del instituto, de los compañeros, los profesores, del televisor, del país donde crece y donde ellos han decidido que se eduque. Binta no es responsable. Los niños y niñas occidentales no tienen ningún respeto por los mayores ni la obediencia debida hacia los padres y los maestros. Y esto, por desgracia, se contagia.
—Le tengo que hacer un favor a Sarjo y preguntar por los precios de los billetes.
Binta abre la boca sorprendida.
—¿Vuelven a casa? ¿No los veremos más?
—No, no —se apresura a rectificar Aminata—. No se van, pero quiere saber cuánto cuesta.
—¿Y por qué nosotros no viajamos nunca?
Aminata también se hace la misma pregunta.
—Es muy caro y no nos lo podemos permitir —responde como hace invariablemente Abdoulieu.
Una respuesta que no le acaba de convencer, pero que hoy ha utilizado para silenciar la curiosidad de Binta. Una respuesta intimidatoria y mentirosa porque ni Binta ni ella saben el dinero que hay en la casa. Siempre ha sospechado que tienen más dinero ahorrado del que Abdoulieu reconoce. Ella sabe hacer cálculos mentales, le enseñó mama Mai cuando la acompañaba al mercado. Contaba monedas y anotaba las marcas en el suelo con una rama. Sabe que del dinero que gana, Abdoulieu se guarda un pico de más de cien euros cada mes. Todos esos cien euros sumados uno sobre el otro durante seis años son dinero suficiente para comprar regalos, viajar en avión toda la familia, invitar a los amigos y parientes y quedar como unos señores.
Lo averiguará.
A media mañana, bien abrigada porque han bajado bastante las temperaturas, empuja la puerta de la agencia de viajes y agradece el vaho de aire caliente que recibe en plena cara. Sólo hay un empleado sentado en una mesa, medio oculto detrás de la pantalla de un ordenador, y un montón de folletos que anuncian paraísos de sol, playa y palmeras. Es un hombre de mediana edad vestido con una americana gris lavada mil veces, que debe usar cada día, y camisa azul desabotonada, sin corbata. Pulsa las teclas de su ordenador a toda pastilla, con sólo cuatro dedos, y la invita con un vistazo y un gesto amable a sentarse y a esperar el turno porque está atendiendo a unos clientes. Son una pareja joven, un chico y una chica que se miran a los ojos, ríen y se besan. Ella mastica chicle y, bromeando, se acerca un poco más de la cuenta a él y le hace estallar una burbuja de chicle en la nariz. Él se lo toma bien, ella pellizca con ternura los pedacitos de chicle que le han quedado adheridos a la piel, se los mete en la boca y los mastica, en un acto de canibalismo amoroso. Él le pone la mano sobre la pierna y, lentamente, la desliza bajo la falda. Aminata aparta la vista de la escena, extrañada de que la chica no retire la mano del chico, ofendida o escandalizada, porque estas cosas no se hacen en un lugar público, a la vista de todos. Entonces recuerda que la jovencita que mastica chicle es una mujer impura, una solima, como todas las blancas no purificadas, y encuentra natural que sea desvergonzada y busque a los hombres. ¿Qué hace en la cama una mujer sin purificar?, se pregunta de repente.
La pareja se levanta y la chica, obscenamente, mete la mano en el bolsillo trasero del pantalón de él de una forma inapropiada e incómoda. ¿Cómo puede caminar tan tranquila por la calle tocando el culo de su marido a la vista de todos?, se pregunta Aminata mientras se sienta delante del empleado de la agencia.
Y como siempre que está en una situación diferente y comprometida, tensa el cuerpo, levanta la cabeza y finge un aplomo que no tiene. Aminata no sabe, porque no es consciente de su belleza, que irradia luz. El hombre levanta la mirada y queda cautivado.
—Creo que mi marido, Abdoulieu Marong, vino ayer a verle.
El hombre de la americana gris asiente de inmediato.
—Sí, ayer por la mañana.
Aminata decide enseñar las cartas. No quiere buscarse problemas.
—Él no sabe que estoy aquí.
El hombre, de unos cuarenta años, la observa con interés, fascinado por su humilde arrogancia.
—Tal vez usted me pueda decir si mi marido ha comprado billetes para Banjul.
El hombre evalúa la situación con rapidez y asiente. Ha decidido que no puede negar nada a una mujer tan bonita.
—Una mujer tiene derecho a saber qué hace su marido. —Y añade—: Al igual que un hombre tiene derecho a saber qué hace su mujer.
Aminata intuye que tal vez el hombre esté saldando una deuda personal. Pero se lo agradece igualmente.
—Vino ayer por la mañana, estuvimos consultando horarios y precios de vuelos y finalmente, hizo una reserva. Aunque aún no ha pagado.
Aminata hace la siguiente pregunta con un hilo de voz.
—¿Para cuánta gente?
—Dos personas —responde el empleado, eficiente, neutro, como si estuviera colaborando con la policía.
Aminata se queda tan fría como si la hubieran pinchado. ¿Dos personas? ¿Dos personas? ¿Dos personas?
El empleado consulta la pantalla y pulsa el ratón. Está leyendo unos datos.
—Abdoulieu Marong y Fatou Marong, su hija menor de seis años. Los billetes están reservados para el 15 de diciembre y la vuelta será el 10 de enero.
Aminata no quiere saber nada más. Se levanta maquinalmente y le recuerda que ella no ha estado allí. El hombre le responde que ella se ha enterado del viaje por otros conductos.
Vete a saber si le ha apoyado por compasión o por solidaridad, se pregunta Aminata una vez ha cruzado la puerta y se ha reincorporado al frío, al paisaje otoñal de la rambla Prim. Es una pregunta retórica por la que no siente ningún tipo de curiosidad.
La curiosidad la reserva para su marido.
¿Por qué no puedo ir?, se pregunta. ¿Por qué no me ha dicho nada? ¿Por qué no me ha consultado? ¿Por qué lleva a Fatou y no a Lamin o a Binta?
¿Por qué?