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AMINATA

La sospecha

Aminata no ha creído ni media palabra de la excusa que le ha dado Abdoulieu cuando ha pasado por casa a media mañana, hecho un pincel, para volver a irse al cabo de nada vestido, esa vez sí, con el chándal y las zapatillas que lleva siempre para ir a trabajar a los invernaderos.

Se ha temido lo peor, lo que le pasó a Sarjo, su mejor amiga, hace un año. Sarjo volvió a casa un mediodía y se encontró al marido sentado frente al televisor con cara de pocos amigos. Creyó que estaba enfermo, pero se equivocaba, se había quedado sin trabajo. Ahora lo tiene metido en casa noche y día, frente al televisor, marchitándose, muriendo en vida lentamente, mintiendo a la familia de allí y sin ánimo para nada. Ya no quiere salir a la calle por vergüenza, por el que dirán los vecinos. Hace más de trece meses que cobra el paro, una miseria, y ha tenido que solicitar la prestación social, como los más pobres. Y una vez se les acabe quizá tengan que volver a Gambia con una mano delante y otra detrás. Una tragedia. Sarjo es la única que gana algún dinerillo haciendo tareas de limpieza, pero no es suficiente para mantener a una familia de cinco bocas y pagar el piso. Les quedaba poco para acabar de liquidar la hipoteca, pero ya no llegan y quizá un día de éstos les embarguen la vivienda y se queden sin techo. No importará todo lo que ya habían pagado al banco. Al banco no le importa lo que es justo y lo que no. Un banco no tiene alma, ni sentimientos, ni compasión, piensa Aminata cada vez que recibe una carta del banco y se la pasa con miedo a su marido. Recuerda cómo hace apenas cinco años los banqueros sonreían y regalaban agendas y calendarios al recibir a los gambianos que llamaban a la puerta de sus oficinas para abrir una cuenta o solicitar una hipoteca. Ahora los banqueros envían cartas amenazadoras, hacen llamadas intimidatorias y ya no son amables. Sarjo dice que los banqueros quizá eran personas cuando nacieron y el imán les puso un nombre, pero han dejado de serlo. No se comportan como personas, se comportan como bestias hambrientas.

Es triste porque el marido de Sarjo cada día está más deprimido, se queda horas y horas en cama y no quiere ocuparse de los hijos ni de las tareas de la casa. La pobre Sarjo, además de trabajar como una mula y ganar el dinero para mantener a la familia, debe continuar haciéndose cargo de los más pequeños. Janika, la hija mayor, cocina y limpia, y Sarjo se las arregla como puede para arañar cuatro perras y esquivar los golpes del marido que, desesperado porque no se puede comportar como un hombre, la insulta, le tira zapatos a la cabeza y, cuando la pilla, la golpea. Y eso que no bebe. Alá es misericordioso, se consuela Aminata a veces. Sólo faltaría que el marido de Sarjo bebiera y acabara por matarla como hacen los hombres españoles y latinoamericanos.

Cada vez hay más parados. En la escalera ya son mayoría los que no tienen trabajo. Casi todos trabajaban en la construcción, pero a algunos que tenían contrato en los invernaderos desde hacía años, como a Abdoulieu, también les han echado.

Aminata cada vez que oye el ruido de la puerta tiene el corazón en vilo. Del salario de Abdoulieu depende el plato en la mesa, el futuro de los hijos y la paz familiar. Si Abdoulieu se fuera al paro, ella no podría trabajar todavía. Ousman es demasiado pequeño y las guarderías cuestan lo mismo que podría ganar haciendo trabajos en las casas. No están fáciles las cosas, nada fáciles. Sarjo y su marido llevaban muchos años viviendo en Mataró y creían que nunca les afectaría la crisis, pero, mira por dónde, han sido los primeros en recibir los batacazos.

—¿Qué ha pasado? —ha interrogado desmayadamente a Abdoulieu, fingiendo un desinterés que estaba lejos de sentir—. No te habrán echado del trabajo —ha comentado medio en broma, medio en serio.

—Tenía que hacer unas compras y he cambiado el turno para entrar más tarde.

—¿Unas compras? —repite Aminata extrañada.

No lo ha visto entrar en casa con bolsas y Abdoulieu jamás compra nada sin ella. Confía en su criterio y su gusto.

—¿Qué has comprado?

—¡Qué mujer tengo! ¿Por qué tengo una mujer que hace tantas preguntas? He mirado, pero no he encontrado nada. Me voy corriendo.

Y vuelve a salir, dejando a Aminata con la angustia instalada en el pecho y el convencimiento de que la engaña, de que no le dice toda la verdad, de que le oculta algo, como cuando cuchicheaba con el primo Ahmed.

Una vez se ha cerrado la puerta detrás de su marido, Aminata se sienta en una silla del comedor, se desabrocha el vestido y da de mamar a Ousman que se agarra al pezón y chupa con avidez. Mientras su hijo la vacía sistemáticamente procura tranquilizarse y piensa, evitando imaginar cosas feas para no agriar la leche del pequeño. Las cosas no pueden estar tan mal puesto que Abdoulieu no tenía los ojos rojos. Lo conoce bien y sabe que si algo le preocupa y le enfurece se levanta con los ojos irritados, llenos de manchas rojas. Pequeñas arañas vasculares, vasos sanguíneos que revientan por la presión y producen derrames, le dijo el médico. Esta mañana tenía los ojos blancos, limpios, sin rastro de preocupaciones de ningún tipo. Tenía buen aspecto, iba bien vestido, bien perfumado, bien peinado. Estaba muy guapo. Algunas madres de la escuela bromean porque Abdoulieu, su marido, es apuesto, simpático y seductor, el tipo de hombre que saluda a las vecinas con una sonrisa brillante y siempre tiene una palabra amable para los niños. Las madres le preguntan si ya sabe lo que hace Abdoulieu por las noches cuando le dice que sale a fumar un cigarrillo a la plaza. Lo dicen para tomarle el pelo, Aminata sabe perfectamente que no hace otra cosa que recorrer la plaza de arriba abajo con el cigarrillo en una mano y el móvil en la oreja hablando con la familia. Abdoulieu gusta a las mujeres. Una rumana más desvergonzada le soltó que no le importaría hacer un favor a su marido y que si alguna vez se cansaba de él que se lo dijera. Y ella venga a reír. Pero esta mañana, por primera vez, la asalta la sospecha de que Abdoulieu se haya visto con otra mujer. ¿Tan temprano? ¿A la luz del día? ¿Con qué mujer? Y se lo imagina cortejando a una blanca desdibujada. Él tan alto, tan esbelto, tan bien plantado. No puede ser. O quizá sí. Es absurdo. No. No tiene pies ni cabeza. No obstante, ha notado el tacto de unos celos fríos, punzantes, desconocidos. Y ha sentido miedo. Ousman se ha dormido con unas gotas de leche chorreándole por la mejilla. Tiene una expresión tan dulce que la enternece. Lo seca con sus dedos largos y le acaricia las manitas distendidas, abiertas, confiadas, tan diferentes a los puños cerrados que aprieta con fuerza cuando tiene hambre o sueño. Lo deja en su cuna, se abrocha el vestido y se dispone a hacer lo que hacen todas las mujeres cuando sospechan que el marido no es agua clara. Le revuelve los bolsillos del pantalón y la americana que llevaba puestos.

No encuentra la cartera, ni el móvil, pero hay una tarjeta. Una tarjeta escrita con caracteres españoles, totalmente nueva, recién estrenada, metida en el bolsillo esta mañana. Una tarjeta que puede iluminar el secreto de Abdoulieu.

Sin embargo, Aminata no sabe leer.

Todo el mundo da por supuesto que lee. Los blancos lo escriben todo y presuponen que sus palabras son tan claras y comprensibles como el día. Pero ella no puede saber lo que pone en los carteles del mercado. No lee los avisos de la escalera. No puede interpretar las cartas que les llegan, las notas de los profesores, los deberes de sus hijos. A veces se fija y escucha cómo Binta enseña a leer a Fatou. Le da vergüenza pedir a su hija que le enseñe, pero quizá un día se tenga que tragar la vergüenza y dar el paso.

Toma la tarjeta y la mira por todos lados, intentando dilucidar el significado del logo. No es la tarjeta de una persona. Es la tarjeta de una tienda, de una empresa o de un local. Quizá tenga que ver con el negocio del primo Ahmed.

¿Qué negocio se trae entre manos Abdoulieu?

Espera que sea la una y media, la hora en que Sarjo vuelve del trabajo, y entreabre la puerta para oírla llegar con el ascensor. Está al acecho unos minutos hasta que oye claramente el golpe seco que hace el ascensor al detenerse en el rellano y el chirrido de la puerta al abrirse. Pilla a su amiga por sorpresa.

—Sarjo, Sarjo, pasa un momento a mi casa, por favor. No quiero que tu marido nos oiga —justifica por este secuestro urgente y repentino.

Sarjo sí que sabe leer. Ya sabía antes. Leía y escribía un poco de inglés y no le costó mucho aprender a leer y a escribir castellano. Las letras son las mismas, le aclaró un día, no como las letras del Corán que enseñan en las madrasas y que no sirven ni para el inglés, ni para el castellano.

Sarjo, extrañada, le devuelve la tarjeta de inmediato.

—¿Y por qué mi vecina quiere saber qué pone? —bromea—. ¿Quiere escaparse, quizá? —Pero al darse cuenta de que Aminata no le sigue el juego aclara—: Es una agencia de viajes que se llama Mediterráneo.

Aminata se quita un peso de encima. El nudo de la angustia se ha deshecho de repente y estalla en una carcajada.

—¡Un viaje! ¡Abdoulieu está preparando un viaje! —exclama alegremente porque hace mucho tiempo que espera poder volver a casa y abrazar a sus hermanas y hermanos, a sus primas, a sus tías, a sus madres, a sus abuelas. A su babu. Seis años sin verlos son muchos años. Es la edad de Fatou, toda una vida. Se abraza a Sarjo bailando hasta que se percata de que su amiga está pensativa y que no comparte su alegría. Claro, qué desconsiderada. A ella las cosas no le van bien y no tienen suficiente dinero para ir a ver a la familia de vacaciones. El día que pongan los pies en Gambia quizá sea para quedarse.

—Lo siento, Sarjo, perdona. Creía que Abdoulieu me engañaba porque no me ha querido decir adónde ha ido esta mañana ni lo que charlaba con el primo Ahmed. Y ahora descubro que era una sorpresa. ¡Iremos de viaje!

Sarjo, de natural optimista, dibuja una sonrisa cínica.

—¿Y qué te hace suponer que tú irás?

Sarjo, a veces, es más clarividente que su vecina Aminata.