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BINTA

Los celos

Lo he visto entrar por la puerta de la escuela de los pequeños hacia las nueve y media. Acostumbro a sentarme junto a la ventana para tener más luz y para que nadie me tape la pizarra. Desde mi pupitre veo el patio de la escuela, que está al lado justo de nuestro instituto, y la pista de baloncesto con las dos canastas rotas. Hoy hacía un día desapacible de otoño, un día de octubre ventoso, triste y húmedo. Las temperaturas habían bajado y por la mañana temprano el cielo estaba encapotado. Me he distraído unos instantes con los cambios de forma de las nubes empujadas por la ventolera y me ha sorprendido una bandada de pájaros que ha levantado el vuelo de repente y ha pasado casi rozando la ventana. Parecía que iba a llover y he esperado la señal del trueno que anuncia las primeras gotas de agua. Me gusta tanto que llueva…

Y ha sido entonces, al mirar hacia el patio de los pequeños, cuando lo he visto entrar caminando tranquilamente. Alto, esbelto y elegante. Y el corazón me ha dado un vuelco. Vestía americana y corbata y tenía un aire pícaro, el mismo que gasta cuando juega a las cartas con nosotros y está a punto de ganarnos. No puede disimularlo, se le escapa la risa por debajo de la nariz, por los ojos. Ya lo conozco. He creído que se había equivocado de patio y que en cuanto se diera cuenta, Ramona, la conserje de la escuela, llamaría al instituto para reclamarme. Era una sorpresa, como el día que me vino a recoger porque había nacido Ousman y me llevó en el autobús hasta el hospital para conocerlo. Sólo a mí. Eres la mayor, me dijo. Habrá pasado algo, he pensado, pero pronto me enteraré porque soy la mayor. He esperado a que llamaran a la puerta del aula y que Jorge, el conserje del instituto, sacara la cabeza y dijera, ¿Binta Marong? La esperan en recepción.

Y estaba tan ensimismada vigilando la puerta y esperando los golpes graves y solemnes que no he atendido a la explicación de Vicente sobre el clima atlántico y no he sabido contestar a la pregunta que me ha hecho.

Vicente, cuando ya no sabe a quién preguntar se dirige a mí convencido de que sí, de que le contestaré, pero esta vez yo no podía decir cuál era el régimen de lluvias de la cornisa cantábrica española porque no tenía ni idea. Y eso que lo acababa de explicar. Vicente se ha cogido la cabeza desesperado, con las dos manos, y ha exclamado: ¿cómo es posible que no lo sepas si lo acabo de decir? ¿Nadie me escucha en esta clase? El pobre tiene mala suerte. Ya había hecho unas cuantas preguntas al principio de la clase y nadie le había dado la respuesta que él quería. A primera hora algunos todavía están dormidos y cierran los ojos y van echando cabezadas sobre la mesa y otros tienen tanta hambre que sólo piensan en el bocata y se agachan con disimulo por debajo del pupitre, haciendo ver que les ha caído la goma o el bolígrafo, y, a hurtadillas, van pegando mordiscos al desayuno. ¿Binta? ¿Me oyes?, ha repetido Vicente. Pero tampoco le he contestado porque tenía los ojos abiertos de par en par, clavados en la ventana. Acababa de verlo caminando por el patio de los pequeños otra vez, tranquilamente, pero en dirección contraria, hacia la salida. Erguido, elegante y traidor. Se iba sin mí. Me estaba haciendo trampa. ¡No vale!, he gritado para mis adentros ¡No hay derecho! ¡No es justo!

Llevaba a Fatou cogida de la mano.

¡Binta! ¿Qué miras por la ventana? No he podido evitarlo y he señalado con el dedo. ¡Es mi padre!

Gritos, empellones y alboroto. Gran excusa. Todos los chicos y chicas se han levantado como una marabunta y han aplastado la nariz contra los cristales para ver al padre negro de la alumna negra. ¡Qué negro!, han corroborado a gritos. Son unos tontos. Les chifla que seamos tan negros. Antes, cuando iba a la escuela, a veces nos hacían colocar a los tres hermanos alineados, uno junto al otro, para comparar nuestro tinte de negrura. Hay otros gambianos en la escuela y el instituto, pero la mayoría han nacido aquí y no deben de ser tan exóticos como nuestra familia. Dicen que yo soy más negra que Fatou porque viví en África y Fatou no. Al principio, los muy burros, creían que en África yo iba desnuda, trepaba a los árboles y cazaba leones.

La fiesta ha durado cinco minutos, hasta que padre y Fatou han salido del recinto de la escuela y han desaparecido de nuestra vista. Se han ido juntos. Sin decirme nada. Sin avisarme. Sin despedirse. Juntos, compinchados y elegantísimos. No me había dado cuenta de que Fatou vestía la falda y los leotardos de los días especiales.

¿Adónde iban?

Vicente ha puesto orden y no se ha metido más conmigo. Ha entendido que estaba hecha polvo, que no atendía porque tenía la cabeza en otra parte. Es muy sensible Vicente, de sociales. Es el mejor profe del curso y he tenido la suerte de que sea el tutor de mi tercero de ESO.

A la hora del patio he pasado por la escuela de los pequeños, he buscado a Lamin y le he interrogado. No ha sido fácil, estaba jugando un partido de fútbol y no quería dejar el juego, decía que le quitarían el sitio, y mientras le hacía preguntas él estaba más pendiente de la pelota y de los pies de sus compañeros que de mí.

Lamin me ha dicho que no tenía ni idea de que padre hubiera pasado por la escuela y menos aún de que se hubiera llevado a Fatou. Lo he creído y le he dejado volver a jugar, pero ya le habían quitado el puesto de delantero y ha tenido que pegarse con Mohamed para recuperarlo. Lamin es un misterio tan grande como el balón que chuta, que siempre es diferente y que nunca se sabe de dónde ha salido ni cuánto le ha costado. Lamin lleva los bolsillos llenos de trastos que recoge de aquí y de allá y los intercambia por otros. Móviles, iPhones, lápices de memoria, tiene de todo y más, como si fuera una tienda de electrónica. Hago business, dice cuando le pregunto de dónde saca la pasta y el material. Y es bueno, lo reconozco. Es listo como el hambre y terco como una mula. Es capaz de discutir durante horas para ahorrarse veinte céntimos de euro. Pero todo el interés que pone en sus business le falta en los estudios y la familia. Le resbalan los libros, los padres y los hermanos. Sólo le interesan los amigos, la pelota y el money. Decía la verdad, no sabía nada de esta huida misteriosa. Pero mientras que a mí me ha dejado tocada, a Lamin le ha resultado indiferente. Le da igual que padre pase por la escuela y no le salude, le da igual que padre se lleve a Fatou vete a saber dónde y no diga una palabra a nadie, le da igual que padre le ignore.

A mí me duele. Yo soy quien saca mejores notas de casa, quien ayuda a las faenas de madre y quien está enseñando a Fatou a leer y escribir. Y padre nunca tiene una palabra amable para mí. Le cae la baba con Fatou, la gran comediante que sabe fingir carita de ángel y poner morritos de cerdo. Todos están enamorados de ella porque es gordita, mimosa y empalagosa como el chocolate. No la castigan, ni la regañan ni la obligan a hacer sus tareas ni a ocuparse de su hermano pequeño. Yo fui mayor desde los cuatro años, cuando nació Lamin, y a los siete, casi la edad que tiene Fatou ahora, ya me ocupaba de ella. Le lavaba el culo, le cambiaba los pañales, le ponía el chupete y le daba la papilla. Siempre he sido mayor y no he tenido a nadie que me sacara las castañas del fuego. Me tuve que espabilar sola en un país extraño y en una escuela extraña, aprendiendo en una lengua extraña, con unos compañeros extraños y sin tener ningún hermano ni hermana mayor que se enfrentase a los matones pendencieros y les escupiera en la cara: «Saca las manos de encima mi hermana o te quedas sin dientes». En el patio, las niñas me tocaban la cara y el pelo, como si fuera un mono, y me preguntaban si mi sudor era oscuro y manchaba la ropa.

Binta Marong. Excelente en lengua. Excelente en matemáticas. Notable en sociales.

¡Jodeos!

Me encanta el verbo joder. Es una palabra que utilizo siempre que puedo. Mis compañeros se quedaron muy jodidos al ver cómo la salvaje Binta Marong los dejaba con un palmo de narices y sacaba las mejores notas de la clase.

Y le cogí gusto. Muy bien, Binta. ¿Qué opinas, Binta? Callad todos. Habla, Binta. Los profesores me tienen en cuenta porque saco buenas notas. Madre me hace caso porque saco buenas notas, mis hermanos me obedecen porque saco buenas notas, mis compañeros de clase me respetan porque saco buenas notas.

Binta Marong. Excelente en naturales. Notable en educación física. Excelente en inglés.

Pero mi padre ni caso.

¡Jódete, Binta!

Ya puedes meterte los excelentes donde te quepan que padre sólo tiene ojos para Fatou. ¿Por qué? ¡No es justo! ¿Qué te creías? La vida es injusta, pero no tienes más remedio que vivirla, dice madre siempre tan resignada. Me dan ganas de vomitar.

Ha estallado un trueno y la peña de chavales de primaria y yo hemos chillado para meter bulla y porque chillar es emocionante. Yo también he chillado y he mirado hacia el cielo, oscuro, inquietante, esperando que se abriera de una vez y nos lanzara un cubo de agua encima de nuestras cabezas. Pero en vez de ello se han abierto las puertas de la calle, como en una película, y ha aparecido ÉL con Fatou cogida de su mano. Casi hemos topado de bruces. Nos hemos quedado los dos plantados mirándonos, tan sorprendido él como yo. No quería encontrarse conmigo, me he dado cuenta enseguida por su expresión de culpa. Hola. ¿Adónde habéis ido?, le he espetado en caliente para aprovechar la ventaja de su desconcierto. He pensado que si se tenía que inventar una excusa, cuanto menos tiempo tuviera para prepararla más increíble e inverosímil sonaría. No te lo podemos decir. Es una sorpresa. ¿A qué sí, Fatou? Ésta sí que no me la esperaba. Me esperaba cualquier cosa menos eso. ¿Una sorpresa? Se lo preguntaré a madre, lo he retado con el orgullo mandinga que me enseñó la abuela N’Dei. ¡Pobre de ti!, me ha advertido sin levantar la voz ni un milímetro. Y me ha metido el miedo en el cuerpo. Ya no tenía un aire simpático. Ya no estaba jugando. Me ha amenazado seriamente, como hace cuando se enfada de verdad. ¡Pobre de ti si abres la boca!, me ha vuelto a repetir antes de dar media vuelta porque ya se estaba formando un corro de mirones en torno nuestro.

Y me he quedado muda, sola y abandonada. Allí en medio, paralizada, hasta que ha empezado a llover. Primero han sido unas gotas gruesas, pesadas, que al caer han hecho plaf, plaf y han salpicado el suelo polvoriento. ¡Llueve! ¡Llueve!, han berreado los chavales, corriendo de aquí para allá y cloqueando como gallinas asustadas. Un vendaval súbito ha hecho caer un puñado de hojas de los árboles y de pronto ha estallado a llover con ferocidad. El cielo se ha roto y se ha vaciado entero. Ha sido una locura. Y una suerte para mí. Nadie ha podido ver mis lágrimas porque he levantado la cabeza bien alta y he dejado que el agua lavara mis mejillas y borrara mi decepción.