LOLA
La curiosidad
Sufre dolor de cabeza persistente, una tirantez molesta en los pechos y la sensación de que de un momento a otro se abrirá una grieta bajo sus pies y será engullida por la oscuridad más absoluta.
Síndrome premenstrual, se autodiagnostica sin mirar siquiera el calendario y sin saber qué día del ciclo es. Se lo ha prohibido para desestresarse definitivamente. Ha descartado la posibilidad de quedarse embarazada y no quiere estar pendiente obsesivamente de todas y cada una de las señales de su cuerpo. Inútil. Fue una empresa frustrada. Estéril es una palabra abrupta que le hiere la lengua al balbucearla. Los sinónimos son peores: yerma, seca, vacía. Al cuarto intento intuyó que Oriol no sería padre a traición. No se explica, sin embargo, cómo pudo quedar embarazada con tanta facilidad siete años atrás.
Al ver a Fatou se le ha acelerado el pulso. Le pasa siempre que se encuentra con criaturas que podrían haber sido hijas suyas. Cuenta los meses, los años, hace cábalas y está segura —no quiso saberlo— de que habría sido una niña.
Sabe que es enfermizo imaginarla a sus seis años, como la pequeña Fatou, medio desdentada, la risa fácil, la ingenuidad maliciosa de las preguntas sin respuesta, las manos atareadas, la boca besucona. Se ha enternecido. Se ha descompuesto. Al cerrar la puerta tras la familia Marong ha roto a llorar como una tonta y se ha tenido que lavar la cara.
Solamente quería ser madre.
Ahora ha arrinconado la esperanza e incluso, alguna noche, la ha olvidado. A la frustración se ha añadido la rabia. Durante ocho meses su cuerpo no fue capaz de fecundar un óvulo y acogerlo. ¿Por qué? ¿Por qué antes sí y ahora no?
Julia, tan cansada como ella, pica a hurtadillas unos cacahuetes salados. Lola no entiende cómo está tan delgada si no deja de comer ni un instante. Es probable que lo queme todo porque no para quieta. Un culo de mal asiento. Una joya. Siempre corriendo de aquí para allá, diligente, ágil, resolutiva. Además de las revisiones de puericultura, ha tenido que estar pendiente de todas sus demandas y tonterías del estilo «dónde guardas el yodo» o «recuérdame la contraseña». Han contabilizado casi veinticinco visitas por culpa de una bronquitis estacional y eso que sólo es principio de temporada. El invierno está ya a la vuelta de la esquina y les caerá encima de improviso, como cada año, con la gripe, los resfriados y las anginas.
—He quedado para comer un bocata con Lourdes de toco, ¿te apuntas?
Julia no debe de tener más allá de los veintisiete, se pinta las uñas de negro y lleva un piercing en la nariz. Trasvasa las bolsas de golosinas de los bolsillos de la bata blanca a los bolsillos del abrigo negro. Le gusta vivir permanentemente bajo la protección neumática de las cochinadas que prohíben los dentistas. Y a pesar de todo, tiene los dientes perfectos.
Julia es una paradoja andante.
Lola agradece la invitación y la interpreta como un signo de normalidad, lo que más desea en estos momentos.
—Me apunto, gracias.
Se pregunta quién será la tal Lourdes de toco e intenta ponerle cara sin conseguirlo, quizá sea la enfermera pelirroja, piensa por un instante. Se pone el abrigo sin más dilaciones y salen juntas por la puerta del vestíbulo. El soplo de aire fresco la resucita y mueve las piernas mecánicamente para desentumecerlas. Ha estado demasiado rato inmóvil. Esperan a Lourdes en la esquina, apurando un rescoldo de sol mortecino, como dos tuberculosas de sanatorio, y acepta un puñado de pipas de la mano de Julia en señal de amistad. Escupir cáscaras al suelo la devuelve a la infancia.
—¿Os habéis encontrado con niñas mutiladas? —piensa en voz alta.
Julia mueve levemente los párpados, es un tic.
—Alguna hay. ¿Por qué?
—Ayer atendí a Binta Marong, de catorce años, ¿te acuerdas?
—Sí. La hermana mayor de Ousman Marong.
—Venía por una infección de orina y descubrí la excisión. Me impactó.
Julia suspira. No sabe si por la información que le ha proporcionado o porque el rayo de sol ha desaparecido.
—Es fuerte, es muy fuerte —se lamenta Julia—. Ella nació allí. Se lo debían hacer antes de venir.
—En su ficha no constaba.
Quizá suena acusatorio y Julia reacciona a la defensiva.
—El doctor Vilalta no hacía exploraciones genitales a las niñas.
Lola no quiere que se sienta desautorizada, ha equivocado el tono.
—Perdona. Desconozco el protocolo, pero… ¿no existe ninguna actuación preventiva?
Julia salta para asustar al frío y acepta la disculpa.
—Depende.
Lola todavía tiene grabada la expresión de estupor de la madre de Binta cuando ha sacado el tema y se pregunta si ha actuado correctamente.
—¿Lo tengo que comunicar a alguien? ¿Hay alguna trabajadora social que se ocupe?
Julia se encoge de hombros.
—Una vez hecho no hay solución. Los protocolos de prevención hablan de las poblaciones de riesgo, pero no de las que ya lo han sufrido. ¿Qué quieres hacer? ¿Denunciar a los padres? Vete a saber cuándo se lo hicieron.
—Hoy he conocido a su hermana pequeña. Fatou Marong.
Julia hace memoria y asiente.
—Su madre me ha dicho que está intacta.
Julia la mira estupefacta.
—¿Se lo has preguntado?
Lola se da cuenta de que quizá ha actuado precipitadamente.
—¿No preguntáis?
—Hay gente que se mete y gente que no.
Lourdes las interrumpe con una carcajada estentórea. En efecto, es la pelirroja teñida. Para su satisfacción, Lola se entera de que tiene cincuenta y cuatro años y que está divorciada hace tiempo, con un hijo periodista viviendo en Londres y con un padre enfermo de Alzheimer en casa. Se queda con la duda de saber si tiene gatos.
Lourdes es de las que no se meten.
—No te metas. Créeme. Son cosas suyas, de su tierra. Piensan diferente a nosotros y son muy supersticiosos.
—Pero lo podemos hablar.
—Habla, habla con ellas si quieres. Te dicen una cosa y hacen otra, fingen que te escuchan y van a la suya. Están empeñadas en creerse que tarde o temprano volverán a su país. Las cosas de aquí no les interesan porque se engañan diciendo que están de paso. Una temporadita y basta.
Julia no es tan radical como Lourdes.
—Las gambianas son de buena pasta y están locas por los niños.
Lourdes mete baza.
—Hacen niños como quien hace macramé. Venga niños. Ellas se ponen y los maridos a fabricar niños. Y cuando tienen el piso lleno, se van a su país a buscar a otra más jovencita para que les regale más niños.
Julia, pícara, la corta con un guiño.
—Lourdes es una activista de los DIU.
Las dos estallan en carcajadas.
—Son unos ingenuos —se cachondea Lourdes—. Vienen a la consulta de ginecología con la mujer y dicen: mi esposa no se queda preñada, arréglela. Y los muy burros no tienen ni idea de que lleva puesto un DIU.
—Y ellas no se inmutan.
—La doctora González, que me sigue el juego, les dice: tu mujer es fértil, pero tú quizá no. Tendré que hacerte algunas pruebas…
—Y se van cagando leches —interrumpe Julia divertida.
—Pero ellas caen a cuatro patas y ya me las tienes arrepentidas y suplicando que les saque el DIU para preñarse al día siguiente como conejas.
Lola ríe con acritud. Las mujeres están diseñadas para preñarse. Pero las hay que son buenas y las hay que no. Como todo en la vida.
—¿Todas las mujeres gambianas están mutiladas?
Lourdes pega un buen mordisco a su segundo frankfurt con queso. Sin complejos. Le gusta comer y hablar.
—Casi. Se lo hicieron de pequeñas y no se acuerdan. O no quieren acordarse.
—¿Habláis de ello?
—Es tabú. Dicen que allí no hablan de sexo. Pero nunca sé si es verdad o una excusa para eludir el tema. ¿De verdad te interesa?
Lola se pregunta si de verdad le interesa. Ha descubierto que a veces se anima con una novedad y al poco pierde el entusiasmo. No sabe a ciencia cierta si le interesa. Tampoco sabe si le interesaba Oriol. O si le interesa tener hijos. ¿Qué es interesarse por algo? ¿Apasionarse? ¿Sentir curiosidad? ¿Seguir un impulso? La intuición femenina, como decía Clarissa Pinkola, ha sido objeto de represión misógina y ya no sabe si es su intuición lo que la lleva a interesarse por las cosas o es su raciocinio. Sabe, sin embargo, que en cuanto empiece a levantar un castillo de preguntas alguien se apresurará a socavar los cimientos para derrocarlo. Lo sabe por experiencia.
Nunca averiguó si Oriol tenía sus mismos intereses. Al menos, no indagó en su deseo legítimo de tener un hijo.
—Eres una cabeza de chorlito. ¿Qué harías con un niño?
—Quererlo.
A querer se aprende naturalmente, por instinto, como los animales. Claro que para saber lo que es el instinto primero se tiene que arrinconar el sarcasmo del raciocinio, una excusa banal para no sentir.
—¿Y si te compras un perro? —le sugirió Oriol—. También puedes querer a un perro.
Una frase para el olvido y que a pesar de todos los intentos no ha podido olvidar nunca.
—Sí, me interesa. ¡Me interesa bastante! —exclama Lola con convicción.
A veces hay que decir las cosas con convicción para creerlas.
—Entonces habla con Celia Andreu —indica tajante Lourdes.
—Está muy quemada —objeta Julia.
—Fundó aquella asociación del Maresme.
—Ya, pero ahora ha cambiado de rollo.
—¿Y recuerdas la charla que tenemos prevista con Geuder? —salta Lourdes.
—Es un monográfico de enfermería sobre la mutilación genital femenina —le aclara a Lola—. Será muy interesante.
—¡Te puedo pasar una novela! —ata cabos Julia—. Una novela sobre la ablación. Es muy buena.
—¿Dónde puedo encontrar a Andreu? —interrumpe Lola, agobiada por tantas informaciones.
Una vez ha decidido que sí, que le interesa, no hay más dilaciones.
—¿A quién? —pregunta Julia extrañada.
—Celia Andreu. ¿No decíais que era una experta?
Su interés las ha cautivado. La han mareado con números telefónicos y promesas de conferencias y libros. Les entusiasma su entusiasmo fingido. Resulta un aliciente motivador en su rutina de frankfurt, esquinas con sol y almendras tostadas.
De camino a casa se encuentra dos perdidas en el móvil que había dejado en silencio. Son de Alicia, que la invita a tomar una copa el viernes para preparar su fiesta de cumpleaños. Cumple cuarenta y está dispuesta a llenar el piso hasta la bandera, hasta que se hunda. Ha convocado una previa de las mejores amigas para elegir a los invitados y el vino. Le promete carta variada de tipos disponibles. «Ven, baby, sin ti no hay tomate».
Lola le responde con un mensaje corto, conciso. «Sorry, tengo un tema entre manos y me interesa resolverlo».
Lo envía con el punto de satisfacción que otorga no ser objeto de compasión. Los que tienen intereses no despiertan la piedad ajena. Tal vez despiertan la envidia. O la curiosidad. ¿Qué tema tiene entre manos Lola?, se preguntarán el viernes por la noche las amigas.