6

AMINATA

El recelo

Aminata espera en pie que Abdoulieu le pase el teléfono. Su suegra, mama N’Dei, quiere hablar con ella.

Esta semana ha llamado día sí y día también para charlar con Abdoulieu y, mira por dónde, ahora quiere saber cosas sobre los niños. Qué extraño. Así de repente, después de seis años de indiferencia, parece interesada en Fatou y Ousman, los dos nietos que no conoce. Especialmente en Fatou.

—Sí, madre —dice Abdoulieu—. Aminata cocinó domodah para el primo Ahmed.

Aminata se siente en falso. ¿Qué habrá ido diciendo por ahí el primo Ahmed de su domodah? No puede tener ninguna queja. Se pasó un sábado entero cocinando domodah. El arroz con cacahuetes, verduras y carne estaba para chuparse los dedos y el primo Ahmed, hambriento y bastante más delgado que Abdoulieu, repitió tres veces y tuvo que desabrocharse el pantalón. En Bakau se rumoreaba que su mujer, jovencísima, no había tenido tiempo ni ganas de aprender a cocinar y que en Gerona, donde trabajaba, malvivían gracias a las latas de conservas y los congelados. Sea como fuere, el primo Ahmed no probaba el domodah hacía siglos y, gracias a ella, se puso las botas.

El pasado domingo había sido un día especial. Festivo, familiar. Celebraron el encuentro con una buena comida, hubo risas, chismes, anécdotas y tiempo para la nostalgia. Y después del té, los hombres salieron a la calle para fumar y charlar con más comodidad, sin la estrechez del comedor y la presencia de los niños. A Aminata, sin embargo, le pareció que Abdoulieu buscaba una excusa para rehuirla y que no quería hablar delante de ella.

—¿Ella ya lo sabe? —oyó que preguntaba el primo Ahmed pulsando el botón del ascensor, cuando creía que ya no les podía escuchar.

Por la noche hizo la pregunta a su marido.

—¿De qué hablabais?

—Negocios —le respondió Abdoulieu.

—¿Qué negocios?

—Mujer, no te interesan nuestros negocios —la cortó, molesto.

Abdoulieu, habitualmente, era un hombre tranquilo y comprensivo, por lo que Aminata se extrañó de su respuesta arisca. Le molestó que su marido considerase que a ella no le interesaban los negocios familiares.

Y esta noche se ha sentido si cabe más dolida por la interferencia de mama N’Dei que sí, que estaba al tanto de la visita del primo Ahmed, del domodah que ella le preparó y, probablemente, de los negocios que se llevaban entre manos hijo y sobrino.

Mama N’Dei desde Bakau está mejor informada que ella que duerme en la misma cama que Aboulieu. Lo sabe todo, lo controla todo y mueve los hilos de la vida de toda la familia a pesar de la distancia.

—Sí, madre —responde Abdoulieu, dócil—. Ahora mismo te paso a Aminata y se lo preguntas a ella. Ya sabes que yo no entiendo de estas cosas.

Y poniendo cara de circunstancias le ha pasado el aparato a Aminata. Antes se reían juntos de la curiosidad insaciable de mama N’Dei, pero últimamente Abdoulieu ya no bromea, ya no le guiña el ojo ni se burla con cariño. Será que los años le han robado el buen humor.

—Mama N’Dei, qué alegría oír tu voz.

Es mentira, pero es lo que debe decir una joven bien educada. Aminata tiene que hacer un gran esfuerzo por ser amable con su suegra.

—Querida hija, mi hijo Abdoulieu me va contando cosas de mis nietos, pero como es un hombre y no se fija, no me puede dar demasiados detalles de mi nieta Fatou a quien aún no conozco.

—Es muy bonita, mama N’Dei, y muy cariñosa. Tiene muchas amigas y sus profesores dicen que es una chica alegre y risueña. No tenemos ninguna queja de ella.

—¿Cómo es de alta?

—Me llega apenas a los pechos, mama N’Dei.

—¿Ya? —grita estremecida la suegra desde el otro continente.

—Pues claro, es una chica bien alimentada y come carne o pescado cada día. Es más fuerte que Binta y no se pone nunca enferma —defiende con orgullo Aminata, como una leona.

—¡Si es casi una mujer!

—Todavía no, mama N’Dei, pero las chicas aquí crecen más deprisa. Cuando sea una mujer ya te lo comunicaremos.

La suegra ha refunfuñado y ha colgado misteriosamente sin preguntarle por los demás hijos. Tanto le da el pequeño Ousman y sus dientes, o Lamin y su pie operado, o Binta y sus estudios. Alguna se trae entre manos, ha sospechado Aminata. ¿A qué se debe este interés repentino por Fatou?

Mama N’Dei es muy peculiar y nunca ha sido santo de su devoción. La hizo sudar tinta cuando vivió bajo su techo en Bakau, pero no se lo confesará jamás a Abdoulieu. Si no lo hizo antes, no lo hará ahora. No quiere echar más leña al fuego y avivar el incendio que supuso el precio de la excursión de Fatou la noche pasada. Una salida organizada por la escuela para visitar un molino de papel en Igualada.

—¿Un molino qué?

—Antiguamente el papel se fabricaba a orillas del río porque la fuerza del agua servía para mover la prensa —aclaró Binta, que siempre lo sabía todo.

—¡Yo quiero ir, quiero ir! —lloriqueó Fatou, sospechando que su excursión comenzaba a ser cuestionada.

—¿Y cuánto cuesta? —preguntó Abdoulieu.

El precio del autocar y la visita subía a quince euros.

—Pues no irá —dijo tajante Abdoulieu.

Y Fatou, pobrecilla, pilló un disgusto de mil demonios y estuvo llorando como una Magdalena hasta que Abdoulieu la cogió en brazos y se la llevó a la habitación para consolarla. Estuvieron media hora larga encerrados y, al salir, Fatou había secado las lágrimas, sonreía con hipidos de oreja a oreja y besaba a su padre, loca de alegría. Vete a saber qué le había prometido.

A Aminata no le gusta que Abdoulieu haga promesas que no podrá cumplir, como cuando prometió a Lamin que le llevaría al campo del Barça. El pobre chaval todavía espera.

Finalmente, Fatou no ha ido a la excursión de Igualada con los compañeros de la escuela y nunca sabrá lo que es un molino papelero. Aminata se la ha tenido que llevar al ambulatorio con ella y con Ousman.

Ahora, a las diez de la mañana, los tres esperan sentados en la salita de la consulta de la pediatra de ojos color de mar.

Es el segundo día consecutivo que pierde Aminata por la enfermedad de Binta. Pero no le molesta. La salud de los hijos pasa por delante de otras zarandajas. Tiene una fe ciega en los médicos españoles. La han atendido siempre con una cortesía exquisita y, lo más importante de todo, han curado a los niños.

—Me aburro. ¿Qué puedo hacer? —dice Fatou, que no se entretiene leyendo como Binta.

—Haz reír a tu hermano —le propone Aminata.

De esto sabe mucho Fatou, es una payasa.

—Mira, mira Ousman.

Campechana, con una gracia inusual para sus seis años, baila, hace muecas, imita a un cerdo, frunce la nariz como un ratón y cloquea como las gallinas. Ousman se mea de risa y alrededor de Fatou se va formando un corro de niños embelesados, incondicionales, fascinados.

Aminata suspira satisfecha. Le gusta ver reír a los hijos. Si son felices significa que están sanos. El verano pasado, su hermana Adama perdió a un hijo de dos años por la malaria. Pasa a menudo en Gambia. Ha visto morir a muchos niños. Toda madre sabe que la fatalidad puede llamar a su puerta. Sin embargo, Aminata tiene la convicción de que en España sus hijos no corren peligro. Es una garantía que no tenía en su tierra, quizá uno de los motivos que, a veces, pesa en la balanza de la melancolía y que le hace creer que es un poco europea. Ya no está preparada para asumir la muerte de un pequeño ni encajarla con la resignación de su hermana Adama.

Se llamaba Ebrima, como su padre, un niño vivaracho y travieso que apenas empezaba a caminar. Aminata se lamenta de no haber conocido a su sobrinito y de no haber podido ir a su entierro. Se consoló hablando con Adama por teléfono. Su voz sonaba resignada, decía que Alá se había llevado a su Ebrima y que sus razones tendría, que ya se sabe que algunos niños no llegan a mayores y que tiempo habría para parir otros bebés sanos y fuertes en el futuro.

Aminata ya no podría decir algo así a estas alturas. Se ha convencido de que sus hijos son inmortales, como los niños blancos. No le pasa por la cabeza que enfermen sin esperanzas. Los médicos occidentales no lo permiten, por eso ella les hace caso y los respeta, por eso sus hijos están vivos, crecen saludables y tienen la garantía de su futuro asegurada en la tarjeta sanitaria. Les ha puesto todas las vacunas que le han dicho. Los ha llevado a todas las revisiones. Los ha acompañado al ambulatorio cada vez que tenían fiebre, tosían o dejaban de comer. Lamin fue el que más quebraderos de cabeza les dio. El pediatra le detectó una malformación en el pie izquierdo en su primera visita y después de muchas pruebas los convenció de que había que operarlo. Abdoulieu no quería, tenía miedo de la anestesia, decía que algunos niños no se despertaban una vez dormidos, pero el pediatra le dio su palabra y le juró que Lamin despertaría. Y así fue. Ahora Lamin no para quieto, corre, salta y usa el pie para chutar, para driblar a los compañeros y pegar patadas a sus hermanas. Y pensar que su destino era ser un pobre niño lisiado. Aminata no quiere olvidar que el pie de su hijo fue un regalo. Nunca estará lo bastante agradecida a su pediatra, el doctor Vilalta, un hombre respetable, extremadamente delgado y con el pelo completamente encanecido que tras revisar por última vez el pie de Lamin y firmar la receta para el zapato ortopédico, que pronto no será necesario que lleve, le comunicó que se jubilaba. Aquel día a Aminata se le hizo un nudo en la garganta. El mismo que sintió cuando abandonó su casa para ir a vivir a Bakau, a la casa de su marido, y dejó atrás su familia y su baobab.

Se sintió huérfana.

Ha ocupado su lugar esta médica de ojos de cristal afilado y músculos de leona joven. No sabría decir si le gusta o no, pero no quiere opinar todavía, es demasiado pronto. Extraña al doctor Vilalta y la confianza que reinaba entre ambos. Recuerda los inicios, cuando tenía que ir acompañada por Abdoulieu porque no se entendían. O cuando, ya más adelante, no comprendía sus explicaciones técnicas y tenía que recurrir a la mediadora para que le aclarara algunos misterios de la medicina. Entonces no sabía lo que significaba una vacuna.

La confianza requiere tiempo y la médica nueva apenas le ha concedido diez minutos. Y, sin embargo, son muy diferentes. La doctora Lola, como se presentó ella misma, hace más preguntas que el doctor Vilalta, mira más inquisitivamente que el doctor Vilalta, explora con más minuciosidad. Ayer estuvo un buen rato estudiando el cuerpo de Binta. Aminata no perdió la calma y la apoyó en todo. Pero no ha podido cumplir su palabra de llevar a Binta a la consulta tal y como le aseguró. Binta se ha cerrado en banda y no ha dado su brazo a torcer. Es terca como una mula y se ha empeñado en ir al instituto con la excusa de no perder ninguna hora de clase. Le ha dicho que si faltaba otro día no la dejarían volver, que el instituto no es como la escuela de los pequeños. Sabe que no es verdad, no es tan tonta como para creerse todo lo que le dice Binta, pero ha entendido que se sintió incómoda porque le faltaba la convicción que ella tiene para abandonarse en las manos de una doctora. Es demasiado joven, no ha pasado por ningún parto, ningún tacto, ninguna exploración rutinaria. Tener hijos es doloroso, pero no tenerlos también. Aminata sufrió en silencio cuando la ginecóloga le puso el DIU, sin que Abdoulieu lo supiera, y se mordió los labios hasta hacerse sangre cuando le pidió que se lo sacara porque Abdoulieu refunfuñaba demasiado a menudo por su supuesta esterilidad y empezaba a acariciar la idea de buscar otra mujer allí en Bakau. Aminata sabe que le toca pasar por todos estos trances por el hecho de haber nacido mujer y que Binta, aunque no le guste, tendrá que resignarse. Ya se sabe. La mujer, la sangre y el dolor van aparejados. La purificación, la menstruación, la noche de bodas y el parto. El sufrimiento es ley de vida si has nacido en femenino.

Finalmente, le toca el turno y entra en la consulta empujando el cochecito de Ousman, que se ha dormido hace un rato, y acompañada por Fatou que en un abrir y cerrar de ojos se mete a la nueva pediatra en el bolsillo.

—Hola, ¿cómo te llamas?

—Fatou Marong, ¿y tú? —responde la niña sin un ápice de vergüenza.

—Yo soy Lola. Mucho gusto, Fatou. Eres más charlatana que tu hermana Binta.

—Pero ella es más lista y me está enseñando a escribir. Y tú eres más guapa que el doctor Vilalta.

Aminata ve como a Lola se le escapa la risa por lo bajinis. Fatou predispone a la ternura, a la caricia. Ocurre siempre. La nueva doctora se acerca y le roza la mejilla con una expresión dulce, muy diferente a la que tenía el día antes mientras hacía la exploración de Binta.

—Lo siento, pero Binta no ha podido venir, tenía un examen —se disculpa Aminata enseguida.

—No importa. Ya tengo los resultados de la analítica y no es nada preocupante. Una infección leve de orina.

Ha pedido un cultivo, por precaución, y Binta debe continuar tomando el antibiótico que le recetó y llevar otro frasco de orina al cabo de quince días para hacer una nueva analítica rutinaria. Entiende que no quiera faltar a clase y le sugiere que lleve el frasco ella misma, que lo deje en la recepción, en el mostrador de analíticas, y que pida hora para visitarla al día siguiente. Aminata asiente. No es complicado y ya está acostumbrada a memorizar fechas y citas. Le pedirá ayuda a Binta para que lo escriba en su libreta y le recuerde el día exacto que debe llevar el frasco estéril, con la primera orina de la mañana, al ambulatorio.

Aminata se levanta de la silla, pero Lola, con un gesto la invita a sentarse de nuevo. Tiene unos ojos hipnóticos, mágicos. Nunca había visto unos ojos tan azules. Le muestra una ficha que tiene en sus manos ignorando que ella no sabe interpretarla.

—He leído que además de Binta, Fatou y Ousman tienes un hijo, Lamin de once años.

Aminata asiente, por supuesto, no es ningún secreto.

—Puesto que me haré cargo, quisiera que programes una visita para hacerles una revisión a los tres. Así los conozco.

Aminata mueve la cabeza afirmativamente.

—¿Qué tal el pie de Lamin?

A Aminata se le ensancha el corazón. No ha sido necesario hablarle del pie de Lamin. Todo está escrito en los papeles, por eso en Occidente a veces algunas cosas resultan más fáciles.

—Ya se ha acostumbrado al nuevo zapato ortopédico, el doctor Vilalta dijo que sería el último.

Lola apunta un garabato en la ficha y le sonríe. Es la primera vez que sonríe. Tiene una sonrisa limpia, ancha. Es guapa cuando sonríe, piensa Aminata.

—Quería hacerte una pregunta más personal. —Y se gira hacia Fatou utilizando una cantinela melosa—. Por favor, Fatou, ¿serías tan amable de llamar a la puerta de la derecha, la 102, y pedir de mi parte a la enfermera, Julia, que te dé un frasco estéril?

Fatou sale como un cohete, dispuesta a complacer a la médica, momento que Lola aprovecha para dirigirse directamente a Aminata, sin preámbulos.

—¿Fatou también está cortada como su hermana?

Aminata calla de pronto, desconcertada. Es una pregunta que nunca le ha hecho nadie. Es la primera vez que alguien le habla de ello. Ni siquiera lo ha hablado con Abdoulieu, sería incorrecto.

—No —responde.

Todavía no, musita para sus adentros, no ha habido ocasión aún, pero ya tiene la edad.

Inmediatamente, la médica, sin dejar de sonreír, le hace una pregunta si cabe más extraña.

—¿Y tú?

La pregunta la violenta. Se siente extrañamente interrogada. Se siente fuera de lugar. No es la primera vez que le pasa, los occidentales son bruscos y preguntan cosas inconvenientes. Nunca se le hace este tipo de preguntas a una mujer. Sin embargo, contesta. Al fin y al cabo, es una doctora.

—Todas las mujeres lo están.

Lola mueve la cabeza a ambos lados. No le riñe. Sólo disiente.

—Aquí no. —Y añade rotunda—: Aquí las mujeres no estamos cortadas.

Aminata abre los ojos de par en par. Son unos instantes de estupor, el tiempo necesario para hacerse cargo de todo lo que significa esta conversación informal, aparentemente distendida.

La médica borra la sonrisa y pronuncia una frase contundente.

—La ley lo prohíbe.

Aminata conserva las formas sin perder el control. No demuestra su desconcierto ni su sorpresa e intenta disimular el rechazo que le causa saber que las mujeres occidentales no han sido purificadas. Había oído decir cosas, rumores, chismes, comentarios cogidos al vuelo —porque tiene pocas amigas—, pero no daba crédito. Ahora sí.

Las mujeres occidentales son sucias. Son impuras. No son mujeres.

Cuando Fatou regresa con el bote estéril, los bolsillos llenos de almendras tostadas y una sonrisa traviesa, Lola le revuelve el pelo cariñosamente y le dice que lo guarde para su hermana Binta.

Aminata se despide educadamente y se marcha abatida.

Empuja el carrito con energía, la cabeza hecha un lío y las manos temblorosas.

La ley lo prohíbe, ha dicho. ¿Qué significa? ¿Significa que ella está fuera de la ley?

No lo entiende.

No entiende nada.

No puede entender cómo los hombres se casan con ellas.