5

LOLA

La soledad

El piso nuevo que huele a sushi resulta más deprimente por la noche. Aún no ha tenido tiempo para comprar lámparas y las bombillas desnudas cuelgan del techo con una luz áspera y opaca.

Lola aplasta la nariz contra el cristal empañado de la ventana de la cocina y se percata de que está sucio, muy sucio. Manchones de pintura blanca, polvo, salpicaduras de lluvia. Limpiar cristales, apunta mentalmente, y una vez ha empezado ya no puede detenerse. Y colgar cuadros, y vaciar cajas, y ordenar armarios, va vomitando sin intermitencias. Lo hará al día siguiente, aplaza resolutiva, ahora no puede, ahora tiene que preparar la cena, pero el móvil suena una vez y otra y al leer que es su madre —Carmiña sale en letras bien claras— contesta sin ningún entusiasmo por justificarse.

—¿Qué has hecho, Lola? ¿Dónde estás? ¿Te has vuelto loca, niña? —Los reproches de siempre.

—Estoy bien, ya te contaré, ahora no es el momento.

Nunca es ni será el momento.

—¿Y Oriol?

—Se ha ido, me ha dejado plantada, ¿es eso lo que querías oír?

Ha aprovechado su estupor para colgar y poner el móvil en silencio. No quiere más interferencias, no tiene ánimo para defenderse de más acusaciones.

Prefiere estar a oscuras y enciende algunas velas que compró en el supermercado para ahuyentar a los mosquitos y que, curiosamente, huelen a limón. La mano le tiembla al encender las cerillas y contempla embelesada las siluetas de las llamas que le traen recuerdos difusos de una cita amorosa. ¿Cuál? Poco a poco el apartamento se va llenando de humo hasta que, al toser, la magia se desvanece. No, no era una cita con Oriol, qué tontería. Oriol abominaba de las velitas y la música.

—Detesto el tópico —decía trascendente—. Me da grima el romanticismo de Corte Inglés y película de Meg Ryan.

¡Pobre ingenuo! Lo ponía a cien con su perfume de Estée Lauder comprado a hurtadillas en la Duty Free del aeropuerto con un cierto escepticismo. Era un boca-oreja femenino que corría en aquellos tiempos y quería probarlo.

—Funciona —reían divertidas las amigas.

—Funciona —repetía atónita, sin acabarse de tragar que fuera tan fácil.

Sabiduría popular. Un secreto a voces que le susurró Alicia durante una noche de copas. Una gotita en la base del cuello, en el hueco sensual del esternón. Un aroma que empapa, inunda y desprende feromonas. Todos los hombres caían. Oriol también. Lola sonreía, le servía un vaso de vino blanco y se rociaba con una brizna de perfume. El sexo aquella noche era salvaje, sublime.

—Eres tan natural, tan niña —le decía Oriol.

¡Mentira!, hubiera querido gritar Lola. Una gran mentira fabricada con braguitas estampadas y sujetadores deportivos que la hacían parecer una adolescente pillada en el vestuario de chicas. A Oriol le gustaban las teenagers y ella, casualidades o no, se vestía desde siempre como si fuera a competir en una Jean Bouin. El pelo revuelto, estudiadamente despeinado, la blusa desabrochada, la cara lavada, sin gota de maquillaje. El cuerpo bronceado y la ropa holgada, sugerente.

Lola, al moverse de aquí para allá, ve la sombra de su imagen multiplicada, un poco espectral, rebotando contra las paredes. Como ella. Desconcertada, perdida, sola. Todo está vacío. La nevera, los armarios, los recuerdos, la cama. La cama grande preside la habitación grande. Ahora se le llama la suite, pero ella la continúa llamando la habitación de matrimonio, como se ha dicho siempre. Tiene un balcón desde donde se ve el mar, omnipresente, un gran espejo de pared a pared y un baño pequeño y pretencioso de mármol rosado. Pero le angustia la cama. Le produce pavor. Es demasiado ancha, demasiado majestuosa y allí en medio, desnuda entre las dos mesillas, resulta escalofriantemente vacía.

Sólo es el tercer día que estoy aquí, se dice para tranquilizarse.

La primera separación la sorprendió joven y fue más sangrienta, más dramática. Rezumaba ingenuidad y creía que el amor se escribía con mayúsculas. Enloqueció. Se avergüenza de las cosas que hizo y no las ha olvidado porque no quiere volver a caer en la misma trampa. Esta vez no perderá la dignidad, no se arrastrará como hizo ante Mario, no llorará, no amenazará con cortarse las venas con una navaja de afeitar anunciando a los cuatro vientos que sin su amor la vida no tiene sentido, ni se desmayará al ver la sangre roja brotando de su brazo herido y ensuciando la alfombra turca del comedor.

—Una médica que se desmaya al ver la sangre —bromeó Oriol el día que se lo explicó.

El comentario cínico banalizaba su intento de suicidio y minimizaba el dramatismo. Oriol tenía una especial habilidad para desactivar los conflictos reduciéndolos a situaciones ridículas. No se desmayó por culpa de la sangre. Era la certeza de que estaba cometiendo un error y de que no podía asumirlo porque su mano había ido más rápida que su cabeza.

Pero no se despertará nunca más en una cama blanca de hospital ni pasará por el apuro de llevar las muñecas vendadas y escondidas bajo la camiseta para no chocar con las miradas piadosas de los conocidos. Pobrecita. La han dejado y fíjate, está hecha una mierda, incluso se ha querido matar.

—¿Serías capaz de suicidarte por mí? —le preguntó Oriol aquella noche, tal vez excitado por la idea del sacrificio que equipara los hombres a los dioses.

Esta vez no. Se dice Lola apretando los puños. Y reconoce que a él quizá le habría hecho gracia. Se lo habría tomado como una pataleta de niña despechada, de adolescente que quiere llamar la atención. Tal vez la habría ido a ver al hospital con un ramo de flores —no, un ramo de flores no, que es un tópico—. Habría ido con un libro de Astérix y los ojos se habrían quedado prendidos en su pijama de algodón, de dibujos alegres, un poco escotado, lo justo. Tan engañosamente juvenil y ligero que se le transparentarían los pezones y le provocarían una erección instantánea.

—Me haces trampa —le decía siempre.

Tenía razón, sabía como embaucarle. Y él también la engatusó siete años atrás.

—Estás loca, niña, no puede ser.

—Te lo juro, estoy embarazada.

Ni ella misma lo creía. Todo había sido repentino, un resbalón absurdo durante el mes de descanso de las pastillas.

—¿Qué vamos a hacer con una criatura? No tenemos tiempo, ni ganas. No es el momento, Lola.

Y abortó, convencida de que no era el momento. Sólo tenía treinta y dos años y muchas ganas de complacer a Oriol para disfrutar de sus caricias, de sus palabras, de su sonrisa. Deseaba hacer el amor con él a todas horas y no le importaba que fuera antes o después de comer gambas en la Barceloneta, de hacer footing por el parque de la Ciudadela o de asistir al estreno del último espectáculo de Calixto Bieito. Pasión, decían las amigas. A ella le resbalaba el nombre. Quería subsanar el error de no haberlo conocido antes y resarcirse por todo el tiempo que no habían compartido en el pasado. ¿Intuía siquiera el alcance del término felicidad antes de conocerlo?, se preguntaba a todas horas, fascinada por la locura de aquel enamoramiento rotundo que le generaba dependencia y le robaba la voluntad. El cuerpo enfebrecido, la urgencia de sexo, la obsesión por el placer, la curiosidad por el cuerpo ajeno y el propio desterrando el resto de las necesidades, de repente superfluas, prescindibles. Se desearon sin intermitencias el primer verano, el primer otoño, el primer invierno, la segunda primavera, el segundo verano y antes de que los invadiera la tibieza del segundo otoño se apresuraron a huir de la rutina inventando escapadas inolvidables a Venecia, Berlín, Nueva York. A veces contempla las fotografías de aquella época y le parecen un sueño, una fantasía imaginada. Los labios encendidos, los ojos ansiosos, las manos entrelazadas, el gesto de la piel que busca la piel. Labios cómplices, ojos cómplices, manos cómplices. Las fotografías hablan de deseo sin paliativos. ¿Todo sucedió tan rápido? ¿Todo fue tan intenso como lo recuerda?

Oriol tenía razón. Qué locura, niña.

Quizá Oriol sólo amaba a la niña.

¿Hay otra?, se ha preguntado a veces sin desear saberlo. Sería un sacrilegio que ensuciaría el recuerdo. Quiere creer que su pasión fue única e irrepetible. Necesita creérselo.

Y abre la nevera de un portazo.

Ya no es ninguna niña. Ya no. Tiene treinta y nueve años, se ha acostado con veintitrés hombres —si no ha contado mal—, lleva doce años ejerciendo de pediatra y quiere ser madre.

Treinta y nueve años, se repite, una edad que pesa, que empieza a resultar una carga para una mujer a medio camino de serlo. Pensándolo bien, una edad estúpida. Con treinta y nueve años, incluso le cuesta pronunciar el número, no tiene pareja ni hijos y aún no sabe cocinar. Ha suspendido la mitad de las asignaturas de la vida y se le está acabando el tiempo. Siente cómo fluye hora a hora, minuto a minuto, cómo va pasando inexorable, día tras día mientras la angustia crece insensata, exponencial, por la maldita urgencia de tener un hijo.

—No estoy preparado —dijo Oriol cuando se lo propuso seis años después del aborto.

—Cuando lo estés, yo ya no podré —le replicó ella.

—Mala suerte, qué le vamos a hacer.

La suerte, menuda estupidez. No ha creído nunca en la suerte, la persigue siempre sin desfallecer, como cuando corre las maratones. Quizá por eso tomó la decisión unilateral de abandonar los anticonceptivos y quedarse preñada sin el consentimiento de Oriol. No sabe qué habría pasado en otra circunstancia. No lo sabrá nunca. Tenía claro el riesgo, pero no quería pensar porque actuaba movida por la desesperación, por la urgencia del tiempo, de repente implacable. A partir de los cuarenta las estadísticas sobre fertilidad se desplomaban y las anomalías fetales se disparaban. Una edad apocalíptica.

Apostó a todo o nada. Y perdió.

Ojos mentirosos.

Oriol hizo la maleta y abrió la puerta de la calle con teatralidad.

—No soporto la mentira —dejó bien claro antes de partir.

Lola tenía una sola carta y perdió.

Calienta en el microondas un pollo asado con patatas que ha comprado en el supermercado y se deja la mitad intacta, sin rebañar la salsa. Ha perdido la pasión por los zumos, los dulces, el pan, las golosinas. Está adelgazando a ojos vista sin seguir ninguna dieta. Simplemente, ha perdido el apetito. No le apetece nada.

¿Nada? ¿Seguro? Suspira. Todavía le queda la tibieza del deseo del agua. Añora el placer de tensar los músculos y tomar conciencia del cuerpo. El cansancio dulce que sabe que la invadirá por la noche, una vez relajada, y que le ayudará a dormir. Tiene que volver a nadar, concluye. Mañana mismo averiguará dónde hay una piscina y al salir del trabajo se acercará a preguntar.

Se sienta sola en el sofá azul que antes compartía con Oriol y que ahora es todo suyo. Para mentalizarse y colonizarlo por completo pone los pies encima sin quitarse los zapatos —Oriol no lo soportaba— y viaja compulsivamente por los canales de televisión sin casarse con ninguno. Series previsibles, concursos estúpidos, documentales vistos una y mil veces.

No, definitivamente no está interesada en las programaciones convencionales. Le ha quedado una inquietud. Se conoce, sabe que cuando un tema le preocupa llama a la puerta una vez y otra. Binta está ahí haciéndole preguntas y Lola tiene la urgencia de responderlas.

Afortunadamente, a pesar de la precariedad del traslado, hay conexión a internet y la búsqueda da sus frutos enseguida. Las cifras son tan escalofriantes que la aturden y arrinconan por unos instantes a Oriol.

Lee que hay ciento cincuenta millones de mujeres en el mundo víctimas de la ablación. Lo lee de nuevo y piensa que no es posible. Que es tan irreal como un cuento infantil. Había una vez ciento cincuenta millones de mujeres mutiladas… Pero lo es. La mayoría vive en África, de donde es originaria esta práctica. Seis mil niñas la sufren a diario y abultan esa cifra macabra cada veinticuatro horas. Seis mil clítoris al día, lanzados al cubo de la basura o simplemente abandonados en el suelo, en un rincón de un patio sucio donde serán comidos por las gallinas. Han sido cortadas con cuchillos oxidados, con trozos de vidrio, con navajas de afeitar usadas una y otra vez. Han sido mutiladas sin anestesia, sin medicación, sin antibióticos, sin anticoagulantes. Algunas mueren desangradas, otras sufren anemias, infecciones o malas cicatrizaciones por falta de profilaxis.

Debe levantar los ojos de la pantalla y dejar de leer un rato. Debe digerirlo.

Quisiera creer que este horror es lejano, difuso, como cuando viajó a la India, a Perú o Marruecos y sabía que no podía salvar de la miseria a las bandadas de niños hambrientos que la perseguían por una moneda. Pero hoy el horror la ha visitado en un ambulatorio de Mataró. Escribe «afectadas en Europa» y pulsa el ratón. El resultado es escalofriante: quinientas mil. Había una vez medio millón de mujeres mutiladas que vivían en Europa, entre los europeos, sin que nadie lo supiera. Eran mujeres europeas de piel oscura, nariz ancha y pelo rizado que provenían del continente africano, el más antiguo del mundo, la cuna de la humanidad.

Lola busca y encuentra mapas con países tintados de colores con diferentes intensidades que indican con una claridad diáfana los índices de incidencia de la ablación. Gambia, Mali, Guinea, Mauritania, Sierra Leona, Senegal en África Occidental. Somalia, Etiopía, Egipto y Sudán en África Oriental. Los colores también significan el tipo de mutilación que se corresponde según las zonas. En el África subsahariana se practica la excisión del clítoris, mientras que en la zona de influencia del Nilo predomina la infibulación, una modalidad de mutilación radical que incluye la extirpación de los labios menores, los labios mayores y la sutura de la vulva.

Increíble.

Debe levantarse de delante del ordenador, abrir la ventana y buscar el cobijo del mar.

Unos instantes.

Pero la cabeza ya se ha calentado y no puede parar de pensar en ello.

No lo entiende, no entiende cómo estados legalmente constituidos permiten de forma impune esta práctica porque pertenece a la tradición.

La tradición, la tradición, mastica casi escupiendo la palabra.

¿Qué tradición?

Está demasiado irritada para razonar con claridad y vuelve a sentarse ante la pantalla. Lee en diagonal, recoge impresiones, opiniones de foros y titulares. Empieza a hacerse el dibujo de la situación.

Deduce que la tradición depende de las etnias y no de la religión, como creen algunos, aunque los países que la aplican sean de confesión musulmana. En Gambia tiene una incidencia del setenta y cuatro por ciento ya que la etnia wolof no la practica, al contrario que los mandingas, los serahulis y los diola. Explora los orígenes y descubre que el islam apareció hace poco más de mil años y en cambio la mutilación genital femenina se remonta a más de cuatro mil años atrás y que supuestamente nace en Egipto. ¿Egipto?, se sorprende y sigue buscando. Algunas comprobaciones anatómicas en restos de momias femeninas han corroborado que habían sido mutiladas. Circuncisión faraónica, nombran a la modalidad más inhumana de mutilación imprimiéndole una aura real, misteriosa, selecta. Qué cinismo. Y le viene a la cabeza Cleopatra. La bella y sensual Cleopatra que sedujo a Julio César y a Marco Antonio. Una mujer excindida, sin clítoris, o quizá incluso infibulada. ¿Es posible? ¿Era Cleopatra una de ellas?

Hoy ha conocido a una de verdad. Viva. Una chica que redondea el número de ciento cincuenta millones. Una cifra abrumadora que debería golpear el planeta hasta abollar su maltrecha conciencia. Ciento cincuenta millones de mujeres mutiladas sin derecho al placer, convertidas en receptáculos de hombres que las fecundarán y las harán madres sin haber sido mujeres. Cortadas, excindidas, cosidas, anuladas, privadas del deseo y del sexo…

¿Quiénes son? ¿Qué piensan?

Recuerda el miedo de Binta, sus ojos desconfiados, las piernas cerrándose. La vulva desnuda, huérfana.

Y recuerda a la madre, joven, alta, fascinante. Aquella presencia serena que velaba por la hija en la cabecera de la camilla y que después la ha ayudado a sujetar con fuerza su pierna derecha.

Sin embargo, piensa, la madre no era una mujer sumisa. Llevaba el orgullo impreso en la frente y la alegría estampada en los colores de la túnica.

No parecía triste. Ni desvalida.

Aminata, se llamaba.