BINTA
El cuchillo
No quiero volver a ver a la nueva doctora nunca más. No quiero. No quiero que me desnude, que me toque, que me mire y que, al verme, se le escape una mueca de repulsión. O de asco. Sé cómo miran los blancos. Sé cómo nos miran a nosotros porque somos diferentes y les parecemos feos. No llevaba ningún cuchillo oxidado en la mano, pero es igual, me ha dado tanto miedo como la ngansimbah, la circuncidadora, cuando me cortó.
Le he dicho a madre que mañana no iré a la consulta, pero madre es tonta y no me ha hecho caso. Me ha contestado que la médica es amable y que quiere curarme.
Madre está ciega y no se entera de nada. Ha mirado hacia otro lado, como cuando la abuela N’Dei y las viejas me llevaron al bosque. Yo lloraba y ellas me decían que las mujeres no lloran mientras la ngansimbah me hería con su cuchillo una vez y otra y otra y cortaba mi cuerpo a pedazos. Yo pedía a madre a gritos, pero madre estaba lejos y no venía a salvarme.
¿Por qué se ha entretenido tanto hurgando en mi herida? ¿Qué buscaba? ¿Por qué me ha atenazado las piernas como hicieron las abuelas? ¿Por qué me ha sujetado tan fuerte que ha dejado la huella de sus dedos en mi muslo?
He vuelto a sentir el dolor que se infiltraba en el cuerpo, como el veneno de la serpiente, y se negaba a marcharse. El dolor agudo, lacerante que me hacía gritar hasta quedarme ronca, el dolor que mordía, que quemaba, que se hundía en la carne y se quedaba allí, al acecho, como la garra traidora del leopardo, escondido entre los pliegues de mi cuerpo a la espera de que yo fuera a hacer pipí o saltara o corriera, para salir de improviso a atacarme y clavarse a traición en mi sexo.
Casi me había olvidado hasta que hoy, por culpa de la médica nueva, lo he vuelto a recordar todo.
He recordado la sangre, el cuchillo y la ngansimbah.
No me ha gustado nada la visita al ambulatorio.
La doctora era guapa y joven, tenía el cabello rubio, corto, la piel clara y los ojos muy azules, como el mar en diciembre, casi transparentes. Eran unos ojos inquietantes, unos ojos líquidos, mágicos, de chamán. Me quería hipnotizar con sus ojos de agua. Llevaba una bata blanca y se llamaba Lola. Era hermosa y encantadora, pero engañaba. A mí no. La doctora es cruel como la ngansimbah que me acarició el cabello y me sonrió con la boca desdentada prometiéndome un regalo si me portaba bien. La doctora también ha pretendido ser simpática y me ha preguntado cómo me llamaba y cómo me iban los estudios.
No le he querido contestar.
Madre sí. Se ha dejado engatusar por la bruja de la bata blanca y los ojos claros. Le ha hecho cuatro mimos a Ousman y madre se ha ablandado como una calabaza en remojo. Le ha prometido que mañana volveremos a recoger los resultados del análisis de orina.
Yo no. Una vez en la calle he dicho a madre que tengo un examen muy importante y que si no voy la profesora de matemáticas no me dejará volver a entrar en clase.
Madre me ha creído. Ella no ha ido nunca a la escuela y no sabe cómo funciona. A veces me irrita que madre sea tan ignorante que no me pueda ayudar con los deberes y no entienda las preguntas que le hago ni los números que escribo. Otras veces pienso que tal vez sea mejor así, de esa forma no husmea en mi mochila y me deja a mi aire, convencida de que soy sensata y adulta. Sí, prefiero que madre no sepa leer, que no domine la lengua de los españoles, que no escuche las canciones, que no mire la tele, que no lea libros ni periódicos y que se trague todas las mentiras que le suelto.
Ahora estoy enfadada porque se ha estropeado mi día. Tan contenta como estaba esta mañana por ir al médico con madre, ella y yo solas.
Cuando se ha ofrecido a acompañarme no me lo podía creer. Me ha hecho tanta ilusión que he lavado y vestido a Ousman en un suspiro, me he puesto el abrigo a toda prisa, he acompañado a Lamin y a Fatou a la escuela y he vuelto a casa a la carrera, jadeando. Madre estaba terminando de preparar la comida y me ha invitado a probar el arroz. Es muy importante que una mujer sepa exactamente el punto de cocción del arroz, me ha insistido, basta con un pequeño grano, tienes que masticarlo y adivinar si ya está en su punto. El secreto es que no puede crujir demasiado ni deshacerse.
No sé cómo lo consigue, pero el arroz de madre siempre está riquísimo.
Y hemos salido a la calle empujando el cochecito de Ousman. Parecíamos dos amigas, sin Fatou, que siempre está en medio agarrada a las piernas de madre y poniéndome la zancadilla. Hoy no. Qué felicidad.
Le he explicado a madre que haremos una excursión a Tarragona para visitar la ciudad de los romanos y ella me ha confesado que no conocía a los romanos, pero que si padre conservaba el trabajo tal vez un día iríamos todos juntos a Tarragona con una cámara de fotografiar y les haríamos fotos. Me he reído mucho porque madre no podía entender que los romanos estuvieran muertos y que ya no hubiera romanos en ninguna parte. ¿Entonces, a quién vais a ver?, me ha preguntado repentinamente seria. A nadie, vamos a ver los lugares donde vivían los romanos. ¿Y ellos no estarán para recibiros?, se ha extrañado. ¿No os harán ninguna fiesta de bienvenida? Le he contestado que no, naturalmente, y entonces ella me ha explicado que cuando era niña sólo viajaba para ir a visitar parientes y asistir a bodas y nacimientos. Caminaba días y días a través de la selva con el hatillo en la cabeza, a rebosar de regalos, y los pies descalzos. A veces navegaba río arriba, en barca, y veía hipopótamos, cocodrilos y águilas pescadoras. Las orillas del río, atestadas de mosquitos, era donde abrevaban las bestias de la selva, las hienas, los babuinos, los gamos. En la temporada de lluvias hacía mucho bochorno, llovía a cántaros y los caminos quedaban embarrados e intransitables. Pero valía la pena porque al llegar al poblado de los parientes siempre eran recibidos con una gran fiesta y les ofrecían benechin, que es el arroz con pescado que cocinan los pueblos de la orilla, les invitaban a beber juntos el fruto del baobab y mataban un cabrito cada noche en su honor. Eran días de alegría. Las mujeres pintaban las manos y los pies de la novia con henna, llenaban calabazas de agua y cocinaban. Madre era una niña y las niñas comían hasta la saciedad, jugaban, escuchaban las historias maravillosas de los griots y cantaban y bailaban al son de los tambores.
Madre vive en otro mundo y en otro tiempo. Añora su casa, porque su casa no es el piso que tenemos en Mataró, su casa es la casa de su padre, de sus hermanas, sus primas, sus tías y sus abuelas. De su madre no. Madre no quiere hablar nunca de su madre. La abuela se llamaba Rama e hizo algo malo antes de morir. Murió joven. Madre no quiere que la nombre ni que le pregunte cosas de ella. Se le empañan los ojos y le tiemblan las manos. La casa verdadera de mi madre Aminata es Tunkarakunda, la casa de los Tunkara, la casa de su babu, río arriba, donde quiere regresar algún día para morir y ser enterrada cerca de su baobab. Madre me habla a menudo del baobab y de su sombra, y de su susurro, y del sabor del zumo que preparaba mama Mai con su fruto, un jarabe espeso y dulce que cocinaba con la pulpa, mucho azúcar y agua hervida.
Me hubiera gustado probar el arroz de madre en el comedor de casa, ella y yo solas, y continuar charlando y escuchando sus historias de Gambia. Pero la ilusión había desaparecido.
La médica de ojos líquidos lo ha estropeado todo.
Estaba tan enfadada que he preferido ir al instituto, a clase de geografía. Antes, sin embargo, he hecho una cosa muy fea. He gritado a madre que la comida del comedor del instituto era más sabrosa que la suya.
No ha llorado, pero me ha mirado con ojos tristes.
Le ha dolido, lo sé, y ahora estoy arrepentida.
Estaba rabiosa.
Estaba enfadada porque no quería recordar nunca más a la ngansimbah, el cuchillo ni la sangre.
Yo no quería recordarlo.