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LOLA

La cicatriz

La cicatriz, del color de la carne, le hiere los ojos como un cuchillo.

Una rosa arrancada, piensa Lola inmediatamente al imaginar la ausencia del pequeño clítoris y compararla —no es lo mismo, no tiene comparación, lo sabe— al vacío que sintió cuando el pasado verano Oriol cortó su rosa amarilla.

—¿Dónde está mi rosa? —le preguntó enseguida.

—En la basura.

Tanto le daba a Oriol el brillo dorado en la terraza, las noches de mayo, el estallido de fiesta, el tacto de terciopelo de los pétalos.

Oriol no acostumbraba a preguntar. Cortó la flor y la tiró. Taxativo, profiláctico, tijeras en mano.

La muerte de la rosa la afectó. La imaginaba agazapada entre los restos de pescado y las mondas de melocotón, empalagando los desechos con su olor espeso de jarabe caducado.

Un clítoris no es una rosa, musita en silencio Lola mientras su mano blanca palpa con suavidad el vientre negro de la muchacha y se extraña del color de su piel.

Unos minutos antes ha entrado una mujer africana, una presencia deslumbrante, empujando un cochecito de bebé y acompañada de una adolescente delgaducha que contemplaba el mundo con ojos de mujer.

—Aminata Marong, es gambiana, muy maja —le ha susurrado Julia, masticando una almendra tostada—. Si necesitas algo, estoy aquí al lado.

La madre, alta, joven, guapa, hablaba despacio y se ha hecho entender sin problemas.

—Le duele aquí abajo, cuando hace pipí.

Un diagnóstico bastante sencillo, probablemente una infección de orina, ha deducido Lola. Pero ha optado por hacerle una exploración para descartar una vulvitis. La chica se negaba a bajarse las bragas y tenía el terror instalado en los ojos. Razón de más, se ha dicho, para insistir en ello. Probablemente le duela tanto que quiera evitar cualquier contacto.

Se equivocaba, la vulva estaba pulida, tensa, rosada, sin inflamación, un leve enrojecimiento alrededor de la uretra y basta. Pero no estaba entera. Faltaba el clítoris.

Excisión tiene una connotación aséptica, neutra, incluso limpia. Es sólo una palabra arbitraria, se repite en silencio, como en una cantinela.

Se está distrayendo.

Quiere concentrarse en el diagnóstico de la jovencita gambiana, quiere pensar sólo en el dolor que le provoca la micción, en la febrícula, pero no sabe por qué la memoria —traidora— le devuelve una y otra vez su rosa perdida asociada a la ausencia de Oriol y del clítoris de la chica. Se le hacía un nudo en la garganta cada vez que salía a la terraza y contemplaba su lugar vacío. La rosa no estaría nunca más. En su lugar quedó un tallo amputado. Un tallo inútil.

Otra vez siente un escozor incómodo en los ojos y teme que de un momento a otro una lágrima con vida propia se deslice mejilla abajo y la traicione.

Desde la separación, sospecha que su cuerpo actúa por su cuenta, sin pedirle permiso.

—¿Te hago daño? Si te hago daño grita —insiste.

Seguro que la entiende. Seguro que va al instituto y habla el castellano a la perfección. Pero la chica no contesta. Está inmóvil, acostada sobre la camilla impoluta, con la camiseta arremangada a la altura del ombligo y el resto del cuerpo desnudo. Ha hecho el cambio hace un par de años, el pubis de mujer, los pechos jóvenes, las caderas redondeadas. A primera vista, le calcula unos catorce o quince años. Desde su perspectiva, aún es una niña. Tiene los ojos anormalmente abiertos, y, al fijarse mejor, ve los dedos crispados agarrarse a los bordes de la camilla. Está muerta de miedo o quizá se siente indefensa. La desnudez es una forma de indefensión.

La piel bruñida y oscura, casi negra, vibra bajo sus manos. Los músculos en tensión, elásticos, dispuestos a saltar como una pantera. De repente, sin previo aviso, la chica cierra las piernas y la madre la reprende en una lengua desconocida.

—¿Me puedes ayudar a sujetarla por favor? —le pide Lola.

La madre viste ropa luminosa, una túnica estampada hasta los pies que luce con elegancia, tiene la piel tersa y los dientes blancos. Bonita y sensata, piensa Lola, y le agradece la actitud respetuosa con que la deja hacer. La mujer se coloca a su lado y se hace cargo de la pierna derecha de su hija, abriéndola poco a poco.

De los pasillos les llega un rumor de llanto y algún grito de los que esperan. Lola prescinde y se abstrae del mundo que queda fuera de la consulta. Los años la han enseñado a no precipitarse y a disfrutar de la intimidad arañada tras un tabique. Es una lástima que sea tan delgado que filtre la angustia de quienes están fuera esperando, pero sabe cómo cortar con las interferencias molestas y volcarse egoístamente sobre el paciente de turno. Dentro de las cuatro paredes rudimentarias del consultorio detiene el tiempo y se produce el milagro. Los pacientes la escuchan, la miran a los ojos con devoción y esperan sus palabras. Magia. Cuantas más fracciones de tiempo les regala, más ancha es su sonrisa.

—¿Cómo te llamas?

No importa que no conteste. Pregunta para relajarla e invitarla a abrir las piernas de nuevo. Quiere indagar un poco más en este cuerpo mutilado. Quiere explorar la cicatriz con la esperanza de encontrar un error, una equivocación humana.

Y lo hace a conciencia.

Sujeta la pierna izquierda con firmeza y observa la herida.

Ninguna duda. Una excisión. El clítoris ha sido seccionado, cortado de raíz, comprueba con el corazón encogido. Ha sido eliminado como un objeto inservible que molestaba, un apéndice que no era necesario conservar.

Ya ha cicatrizado, una cicatriz torpe y antigua, y a pesar de todo limpia, que ha dañado levemente la uretra.

Lo más probable es que la intervención haya sido hecha tres o cuatro años antes, deduce, o quizá más. La chica gime y hace un intento de escabullirse. La siente revolviéndose inquieta como una serpiente. Está alterada. La madre la tranquiliza con una caricia. Lola le muestra las manos desnudas para calmarla y continúa con su exploración inútil.

Se le ocurre que hay mujeres que no pueden disfrutar del sexo y que muchos hombres lo ignoran. Oriol quizá nunca se sintió afortunado por la pasión que compartían. Ella sí. Era consciente de que su deseo no era rutinario, circunstancial. Sin embargo, a pesar de la pasión, el deseo y el sexo, Oriol se fue.

Debe levantar la vista para respirar. Necesita llenarse los pulmones de aire, de oxígeno.

—¿Cómo te llamas? —pregunta de nuevo.

La chica no contesta y vuelve a cerrar las piernas inmediatamente.

—Binta —responde la madre por ella.

—¿Te pasa muy a menudo?

La madre vuelve a responder por la hija.

—A veces.

Lola intenta diluir la trascendencia de sus gestos y se fuerza a actuar maquinalmente, como si estuviera en una consulta rutinaria.

—Tienes que beber mucha agua. ¿Ya lo haces?

Binta continúa inmóvil como una estatua.

—Más adelante ya comprobaremos cómo tienes los riñones, por si acaso.

Saca un frasco estéril del cajón y lo ofrece a la muchacha con voz neutra, procurando ser amable.

—Muy bien, Binta. Ya está, no te molestaré más. Ahora irás al baño, harás un pipí en este bote y mañana volverás a verme. Te recetaré un antibiótico para la infección.

Binta tiembla mientras se viste con los ojos bajos y la mandíbula tensa.

Es un animalillo asustado.

Una chica de catorce años sin clítoris.

Un ángel mutilado.