AMINATA
El ahora
Aminata despierta a los niños uno a uno. Un roce leve en la mejilla, con delicadeza, los dedos ágiles, largos, oscuros, deslizándose como una pluma sobre la piel. No es efusiva. Sólo les hace cosquillas mientras susurra con voz melosa que el desayuno está listo.
Ahora es más fácil, ahora ya no tiene que levantarse una hora antes para ir al pozo, llenar el da de agua y llevarlo con una sonrisa y la cabeza gacha a las abuelas, las madres y las tías. Ahora ya no tiene que moler el mijo de pie durante horas. Ahora no tiene que verter la harina en la olla hirviendo y remover con cuidado, procurando que no se pegue, que no se espese demasiado deprisa, dejándola cocer lentamente mientras le añade el azúcar, la leche y el yogur. Ahora ya no aplasta grumos grandes como garbanzos y duros como piedras, ni se quema la mano, ni le escuecen las palmas llenas de ampollas y surcadas de pequeñas cicatrices rosadas. Ahora, sin embargo, tampoco ríe con las primas y hermanas en la cabaña que hace las veces de cocina persiguiendo cucarachas sobre la arena caliente, los pies descalzos, las piernas delgadas, los callos en los dedos y el corazón abierto a las expectativas.
Ahora ultima el trabajo en pocos minutos. Sólo necesita llenar los vasos de leche del marido y los tres hijos —el pequeño no cuenta todavía— y echar un puñado de cereales comprados en el supermercado. Añora, no obstante, el aroma dulce del morró y cada año, durante el Ramadán, cocina una olla para la familia. Es una ocasión que les transporta a los seis muy lejos, mar adentro, hacia las tierras cálidas y fértiles que los pequeños no conocen, su África natal, el lugar mágico donde de una semilla caída por azar nace un baobab.
Aminata aún suspira por su baobab. De niña se relamía con el zumo de su fruto. Dulce y ácido a la vez, refrescante.
—El baobab es más viejo que todos los hombres del poblado juntos —le decía el abuelo, su babu.
A los ojos de los niños, el viejo baobab era la frontera que los separaba del cielo, el refugio de la lluvia, del viento, del sol. Estaba antes de que ellos nacieran y continuaría vivo una vez murieran. Una garantía de inmortalidad.
El edificio donde vive en Mataró no tiene ni veinte años y apenas le ofrece un techo de vigas de hierro sobre su cabeza que retumba con los pasos de los vecinos. Y a pesar de los años transcurridos no se resigna a escuchar el ruido metálico de las puertas de los frigoríficos, el chirrido de las camas, los gritos metalizados de los televisores, el rumor del agua colándose por las tuberías.
El baobab era silencioso y discreto.
—El desayuno —repite.
Binta y Lamin abren los ojos enseguida. Son dos terremotos que no engordarán nunca, siempre diligentes, siempre en movimiento. Fatou, en cambio, la pequeña, es blanda y esponjosa como el algodón. Reacciona a las cosquillas de su madre con un suspiro y se sumerge profundamente en el sueño, mecida por fantasías dulces que le dibujan una sonrisa en los labios. Aminata la contempla embobada. Fatou es un cachorrillo ávido de mimos.
—¡Fatou! ¡Levántate! —la sacude Binta, ya vestida, más tajante que la madre.
—Por favor, déjame dormir un poco más, una pizquita —suplica frotándose los ojos llenos de legañas.
—No, no te dejo. Fuera de la cama —niega Binta, estirando las sábanas y dejando los muslos carnosos de Fatou al descubierto.
Aminata no interviene. Binta es la hermana mayor y juega bien su papel. Aunque sospecha que la mueven los celos. Binta es demasiado estricta con la pequeña, no le deja pasar ni una, la lleva de la mano a la escuela, la vigila como una madre y la regaña agriamente si se ensucia en el arenero del patio o si se tira del pelo con Mireia, su amiga. Aminata la oye gritar por las tardes, sentadas las dos en la mesa del comedor, mientras la obliga a preparar el dictado que la maestra le pide día sí y día también. Fatou es perezosa y alegre. Prefiere cantar y bailar a leer y escribir. Es una suerte que Binta se ocupe de ella porque Aminata, que se crio y creció río arriba, en la selva, no sabe de letras ni de números. No fue nunca a la escuela y cuando se casó con su primo Abdoulieu, doce años mayor y con el sueño de emigrar a Francia, y fue a parar a Bakau, donde sí había escuelas y maestros que enseñaban inglés, ya era demasiado mayor.
Aminata está orgullosa de Binta, pero no tendría nada de extraño que estuviera celosa de su hermanita. Tiene catorce años y, si bien piensa y siente como una chica, a veces, aún mira con ojos de niña, da respuestas de niña y sufre despropósitos de niña.
Binta es lista como el águila. Los maestros dicen que es muy buena estudiante y si los maestros lo dicen seguro que es cierto. Binta disfruta con un libro en las manos. Cuando recorre ágilmente con la vista aquellas hormigas alineadas en busca del hormiguero, que Aminata no sabe interpretar y que se llaman letras, los ojos le hacen chiribitas y vuela lejos, extasiada, la mirada perdida, la sonrisa errática, los pensamientos flotando alrededor de palabras, ideas, mundos y personajes que ella, analfabeta, no puede ni siquiera imaginar.
Aminata se enorgullece de la inteligencia de su hija y fomenta su devoción por el estudio. Es la única de la familia. Binta es amiga de los libros, como otros lo son del río, los hipopótamos o de la lluvia.
Lamin es más zascandil y, aunque el profesor comentó que tenía facilidad para los números y las matemáticas, sus notas lo desmienten. Se pasa el día en la calle pegando patadas a la pelota con su bota ortopédica, y maneja dinero a hurtadillas. Lamin es un afortunado. Aminata sabe muy bien que se ha salvado por los pelos de ser un inválido.
Y Fatou, la pequeña Fatou, es una gatita hogareña que se acomoda en el sofá, entorna los ojillos y pide una caricia al primero que pasa. A sus seis años que tiene, ha robado el corazón a su padre Abdoulieu. Por las noches se acurruca en su regazo mientras mira el televisor y ronronea en busca de una sonrisa, de una palabra amable. Abdoulieu no esconde sus preferencias y, aunque es innegable que se siente orgulloso de Lamin, el hijo mayor, con quien ve el fútbol y entrena los domingos por la tarde, tiene debilidad por Fatou. Ousman es apenas un bebé que ya arranca sonrisas cómplices. Ha aprendido a caminar a gatas y su curiosidad infinita lo anima a probarlo todo. El pequeño Ousman se mete el mundo entero en la boca y luego lo escupe haciendo muecas como un payasito. Sus hermanos ríen. Abodoulieu también. Ousman es gracioso, pero Fatou es la niña de los ojos del padre y quizá por eso Binta esté dolida.
Esta mañana Binta tiene mala cara y no quiere desayunar. No se queja nunca por nada, como ella. Es casi una mujer, pero Aminata sabe que su hija mayor no está bien aunque no le toque sangrar porque no son los días. Le pregunta si le duele algo. Binta niega y se levanta para ir al váter con urgencia. De regreso tiene los ojos rojos y la piel blanquecina. Aminata adivina lo que le pasa, ya lo ha sufrido antes.
—¿Te escuece?
Binta asiente sin darle importancia.
—Te llevaré al médico —decide.
Aminata lo ha soltado sin pensarlo y enseguida se da cuenta de que ha tomado una buena decisión porque Binta destensa la mandíbula y se relaja. Su Binta, siempre tan voluntariosa, tan sufrida, se ha suavizado y ha perdido la dureza de la expresión. Parece más inocente, más niña.
—¿Tú y yo? ¿Solas?
Aminata se disculpa.
—Nos tendremos que llevar a Ousman.
A Binta no le importa empujar el cochecito de su hermano pequeño. Al revés, le hace ilusión que crean que quizá sea la madre, aunque no lo parezca, porque a pesar de la altura tiene aspecto de adolescente. Aminata caza al vuelo la chispa de los ojos de Binta y ratifica que ha hecho bien, a pesar de que la visita al ambulatorio le acorte la mañana. Ir al médico significa perder dos horas por lo menos. No puede aplazar el trabajo pendiente ni un minuto. Se levanta de golpe y pide a Binta que la ayude a ordenar la casa, a cambiar los pañales al pequeño y que acompañe a sus hermanos a la escuela. Ella, mientras tanto, dejará lista la comida.
Hace tiempo que sospecha que las hijas necesitan hacer cosas junto a las mujeres de la familia, pero no sabe cómo componérselas en el día a día para arañar fragmentos de tiempo y regalárselos, como hoy. Un tiempo que cuando ella era niña se deslizaba naturalmente alrededor de las tareas del hogar: cocinar, ir a la fuente, moler la harina, plantar los cacahuetes, el mijo, el arroz, cosechar las verduras, hervir el agua, lavar las calabazas.
Binta no ha disfrutado de este privilegio. Llegó a España cuando tenía siete años, justo la edad en que las niñas africanas dejaban atrás los juegos de la infancia y entraban en el mundo de las mujeres adultas. Binta no tuvo esa oportunidad. Es rebelde, es lista, es inquieta e imprevisible. Y eso asusta a Aminata. ¿Aprenderá a ser una mujer? Sólo la tiene cerca a ella, piensa a menudo, sobrecogida por el peso de la responsabilidad de educar a una hija en solitario. En la ciudad extranjera no hay primas, hermanas, madres ni abuelas. Alguna amiga como Sarjo, la vecina, y para de contar. Cocina sola y se traga los disgustos sola. No tiene familia para apoyarla en todas y cada una de las decisiones que debe tomar, que son muchas y muy difíciles. Está tan desamparada…
Pero pronto su hija se hará mayor, entenderá que es una mandinga y Aminata tendrá una amiga.
Ojalá.
Hoy irán madre e hija de la mano a la consulta del médico. Se sentarán cada una en su silla, enhiestas, con la cabeza erguida y las piernas juntas. Sentirá la presencia de Binta a su lado y quizá Binta querrá explicarle alguna anécdota del instituto.
Da lo mismo. No es importante. Las palabras a veces no son necesarias. Da igual si no quiere hablar, lo esencial es que se harán compañía mutuamente y respirarán el mismo aire. Como dos mujeres.