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LOLA

La extrañeza

Está nublado y han bajado las temperaturas.

Lola bebe el café de un trago y fisgonea la calle desde la ventana de la cocina. Tiene tres llamadas perdidas que no piensa responder. Dos son de su madre y una es de Alicia. Quieren saber dónde está, dónde se mete, por qué se ha marchado sin decir nada a nadie. Quizá han llamado al ambulatorio y les han respondido que ya no trabaja en Barcelona. O quizá han pasado por el piso y los vecinos —entrometidos— les han relatado con pelos y señales que el miércoles hizo el traslado de todos sus muebles en una furgoneta destartalada de dos chicos marroquíes. Pone el móvil en silencio y decide que las ocho de la mañana no son horas para dar explicaciones a nadie ni para desgañitarse inútilmente. Lo hará por la tarde, ahora tiene que apresurarse para encontrar alguna prenda de abrigo y salir volando hacia el trabajo. Y aunque lo intenta, desiste enseguida, el piso es un caos de cachivaches, bultos y maletas. No sabe dónde ha guardado la ropa y necesitaría tiempo, y sobre todo paciencia, para revolverlo todo en búsqueda de la gabardina verde que vete a saber adónde ha ido a parar.

Antes de cerrar la puerta coge un paraguas, que encuentra por casualidad, y se mira a hurtadillas en el espejo que ha dejado apoyado de cualquier manera contra la pared del recibidor. Se ve más delgada y más pálida que de costumbre. Se aprieta el cinturón, los pantalones le quedan anchos, y se alborota el pelo rubio, corto, despeinándose habilidosamente con los dedos y ahuecando los rizos para que tengan un aspecto más natural. Y a pesar del corrector de maquillaje no hay forma de disimular las ojeras. Natural, duerme poco y mal. Sin embargo, no la afean. ¿Te pintas los ojos de azul?, le soltó Alicia, envidiosa, al poco de conocerla. Ojos de meiga, canturreaba su madre Carmiña acunándola de niña. Ojos de anjana susurraba Mario en la cama. Ojos mentirosos, le reprochó Oriol, clarividente.

Si tuviera valor se los arrancaría, como Edipo.

Baja las escaleras veloz y se reprocha —la culpa no la abandona nunca— su maldita tendencia a improvisar. En efecto, al salir a la calle tiene un escalofrío y se lamenta por no haber cogido ni un triste jersey. Imposible, no hay tiempo, concluye al consultar el reloj y descubrir que es tardísimo. Y sabe premonitoriamente que llegará tarde al trabajo.

Últimamente tiene pensamientos negativos. Está negativa, lo reconoce. La entristece empezar su nueva vida una mañana desapacible de octubre que amenaza lluvia. Tiene la sospecha de que el azar, no su pesimismo, se conjura con la meteorología y envía nubes del norte cargadas de iones negativos. Una vez leyó que la tramontana agravaba las depresiones y disparaba de forma escandalosa los índices de suicidios. O quizá se lo inventa. Tal vez el pesimismo sea sólo un catalizador de su extrañeza, como los dolores reflejos.

Hace un día tan sólo que hizo el traslado a Mataró y todo le resulta extraño. Aún no se ha apropiado de la fotografía del paisaje urbano y se siente, desde su subjetividad, en una ciudad extranjera. Puede resultar absurdo porque apenas se ha desplazado unos kilómetros de Barcelona. Mataró está muy cerca, dicen todos, está aquí mismo, en la esquina. Y desde hoy reside en la capital del Maresme, luminosa, vital, marítima. Pero se siente lejos de casa. No reconoce el aire denso, impregnado de yodo, ni la luz otoñal que se filtra bajo las nubes e intuye que si extiende las manos no podrá alcanzar ninguna imagen, ningún objeto, ningún nombre.

Todo está demasiado lejos.

La ciudad despierta ajetreada y el centro se llena de coches, de niños cargados con mochilas escolares, de bares repletos de clientes que saborean el primer café del día.

Lola duda y se detiene, no sabe si girar a la izquierda o continuar por su derecha. Aún no ha elegido el camino que hará cada día de casa al trabajo y le duele la ausencia de rutina. Y le escuece el frío. Y le molesta el paraguas.

Pronto deja atrás el centro y emprende el camino hacia los suburbios. Sube un par de callejuelas empinadas flanqueadas por verjas, antiguos chalés de veraneo. Cruza una gran avenida de palmeras que desemboca en una rotonda excesiva, decorada con una escultura de líneas soviéticas, y camina un trecho cuesta arriba por una rambla de plátanos centenarios alfombrada de hojas amarillentas que crujen bajo sus pies. El sonido de una infancia ya lejana.

Al levantar la vista intuye el tímido reflejo del sol entre la neblina que reverbera en el agua y se descompone en los siete colores mágicos. El espejismo, empapado de luz, la reconforta. El mar está ahí, detrás de las nubes, omnipresente. El mismo mar que lame la arena de las playas de Barcelona y Sitges.

Apresura el paso hacia el edificio del ambulatorio, tres pisos de obra vista con ventanas rectangulares, y cruza la puerta de entrada sin fijarse siquiera en el grafiti ostentoso que la decora.

Definitivamente llega tarde.

La chica de rizos negros de la recepción atiende a una mujer magrebí con tres chiquillos ruidosos. De pronto, como si tuviera ojos en el flequillo, levanta la mirada por encima de los llantos de los niños.

—¿Eres la nueva doctora de pediatría? ¿María Dolores Quirós?

—Lola —la corrige sin poder contenerse.

No soporta que la llamen María Dolores, pero nunca tiene tiempo para el trámite del cambio de nombre. Resulta disuasorio.

—Tercera planta. Te están esperando. ¡Tienes una cola!

La mala conciencia la sacude como el frío, como la certeza de que estropea todo lo que toca.

—Lo siento, me he perdido.

Le falta tiempo para hacer la comprobación de los ascensores, que suelen estar averiados, y opta por subir las escaleras de dos en dos. A punto está de torcerse el tobillo. No tiene claro el tamaño de los escalones y en la segunda planta tropieza con una enfermera pelirroja. Ambas se tambalean ridículamente unos instantes.

—Lo siento —dice disculpándose la enfermera.

—Perdona, pero llego tarde —se excusa, atolondrada.

Y sale disparada antes de averiguar cómo se llama. En esta pequeña fracción de segundo se ha fijado en que bajo las mechas caoba de la pelirroja se esconde un montón de canas. Es una mujer de edad indefinida y sin nombre. Una información intrascendente, incluso estúpida, pero al alcance de cualquier persona que trabaje en el CAP.

Excepto ella.

Y a punto de acometer el último tramo de escaleras se derrumba. Ha perdido el convencimiento que conlleva cualquier cambio y se arrepiente de la decisión precipitada de cambiar de piso y de trabajo.

¿Qué he hecho? ¿Dónde estoy?, se pregunta, sabiendo que lo que querría es abarcar de un vistazo un mundo familiar próximo, cálido, donde cada rendija y cada rincón fuera una vieja fotografía de su álbum. Un mundo blando, como el sofá de casa. La palabra que añora suena mucho mejor en inglés: confortable. Los ingleses, un pueblo práctico y viajero, hacen confortables sus vidas allí donde vayan, llenándolas de cortinas, de alfombras y de colchas de ganchillo. Lanza un suspiro al atar cabos y ser capaz de nombrar por fin a la carencia, las ausencias resultan difíciles de bautizar. Añora la confortabilidad. Quisiera recuperar su hogar confortable, su pareja confortable, su trabajo confortable. Y en cambio, en su nueva vida todo huele a ropa por estrenar, a sábanas apelmazadas y a zapatos que llagan la piel.

Las novedades son crudas y hacen llorar, como las pinturas y la cebolla.

Siente un escozor en los ojos y la vergüenza de inaugurar su primer día de trabajo con una llorera absurda que generaría compasión y estupor. De ninguna manera. Lucha contra el picor de la garganta, deja la mente en blanco y empuja decidida la puerta de la tercera planta.

A estas alturas de la vida sabe que todo es pasajero, que las impresiones más subjetivas, aquellas que creíamos eternas, duran tan sólo unos instantes y las próximas nunca serán las mismas. La experiencia no la exime, sin embargo, del abandono que la ahoga, de la tristeza que la persigue desde hace semanas.

Oriol la ha dejado.

Después de siete años de convivencia hizo la maleta de un día para otro.

—No soporto las mentiras —dijo antes de partir.

Y cerró la puerta tras de sí con un chasquido seco. Un mutis perfecto, espectacular, redondo, rematado por la frase y el golpe. Lola aún oye el ruido de la puerta retumbando dentro de su cabeza, como la banda musical de una película atascada, y la sentencia en forma de frase lapidaria que la inculpa.

—No soporto las mentiras.

¿Por qué?, se preguntó obsesivamente la primera noche que pasó en blanco. ¿Una omisión es una mentira? ¿Quería una excusa y la ha encontrado? Seguro que vuelve, se repetía. No puede ser que se haya ido, se decía cada vez que se acostaba sola. Y quiso creer que todo había sido una pelea ácida con un probable final feliz. No esperaba disculpas ni grandes discursos, le bastaba con el teatro que servía para reconciliarlos: una escapada de fin de semana y un buen polvo con el te amo al final. Aunque fuera una farsa le daba lo mismo, era la música, la sinfonía de la pareja lo que la enamoraba.

Esperó en vano. Oriol no volvió y ella, enferma de ausencia y abandono, hizo las maletas, cerró el piso y pidió el traslado a Mataró. Sin darse un respiro. Un impulso, como todos los que la empujan a hacer cosas que no desea.

El conserje, barrigudo y afable, sale del cuarto de la limpieza armado con cubo y escoba y la saluda maquinalmente. Lola frena el impulso primero de pararse a charlar con él. Le apetece hablarle del yeso de la pared del nuevo piso y pedirle su opinión sobre el tamaño de las brocas para hacer los agujeros. Necesita hacer agujeros, muchos agujeros para colgar muchas cosas. Menuda tontería. Y sin embargo no se atreve a ser la primera en romper el hielo ya que ignora —porque no lo sabe aún— si el conserje es un fanático de los taladros o abomina del bricolaje.

Al chocar con la imagen de los pacientes sentados en sillas de plástico y oír el alboroto de los niños persiguiéndose por el pasillo, la invade el pánico y lo confunde con la extrañeza. Sensaciones a flor de piel, como la lluvia, como la nieve, como el sudor que la empapa. Unos desconocidos, sus nuevos pacientes son una pandilla de desconocidos, grita en silencio, estremecida por el descubrimiento. Y esta sencilla verdad le duele tanto que desea dar media vuelta y volver a casa.

¿Adónde?, se pregunta asustada de repente. ¿A qué casa?

Oriol se ha ido y ella se ha trasladado a Mataró.

Está fuera de juego. Ha cambiado de mundo. No entiende los chistes, no distingue a las pacientes de las trabajadoras de la casa, no sabe dónde están los lavabos ni la cafetería y nadie la quiere.

Quizá el orden y la gradación de los despechos no sean los adecuados, pero así, mezclado y confuso, todo constituye una maraña de ultrajes caóticos.

Su nueva enfermera se presenta con un: «Hola, soy Julia», y la invita a almendras tostadas. Lleva los bolsillos de la bata blanca llenos a rebosar de bolsas de golosinas mordisqueadas. Es morena, impetuosa y habla muy deprisa. Casi no se la entiende con la boca llena de almendras. Las mastica con deleite, de dos en dos, como si pasara hambre y en ello le fuera la vida. Lola no tiene hambre, pero acepta una por cortesía.

Mientras se pone la bata blanca con gestos torpes, y pregunta a Julia cuánta gente la espera, se obsesiona con la idea de que la consulta huele a sándwich frío de aeropuerto.

Todo concuerda. Todo encaja. Mataró huele a cubo de playa olvidado en la arena y su nuevo piso huele a sushi.

Abre la ventana y busca con desesperación el mar.

Está ahí, al fondo. Omnipresente.

—Olga Ruiz, pase por favor —se oye a Julia con voz enérgica.