Mi curiosidad por el mundo senegambiano y su cultura se remonta a los años ochenta, a partir de la llegada de los primeros inmigrantes al Maresme. La novedad que supuso su presencia en un país como el nuestro, poco acostumbrado por entonces a las diferencias étnicas y culturales, avivó mi curiosidad. Mi vocación antropológica —que siempre quedó en eso, en vocación— me hizo seguir con interés las noticias aparecidas en prensa sobre los primeros casos de ablación e inicié un proceso de recopilación de artículos periodísticos. Años más tarde concebí la idea de escribir un film acerca de ese tema y profundizar en el difícil encaje de los recién llegados africanos enfrentados a la cultura occidental. Y, sin embargo, ¿cómo iba a narrar las vicisitudes de un colectivo desconocido para mí sin un trabajo de campo previo? La falta de tiempo me hizo posponer ese ambicioso proyecto que cada vez iba adquiriendo más fuerza. Hasta que, gracias a Anna Soler-Pont, mi agente literaria, a su pasión y a su entusiasmo por el tema, decidí que bien se merecía una novela.
El fruto del baobab comenzó a ser algo más que un sueño cuando comencé mi tarea de documentación. Me adentré, no sin titubeos, en un mundo complejo, el de las relaciones entre senegambianos y occidentales desde todos los prismas posibles, entrevistando a personal sanitario, educativo, cultural, policial, a asociaciones de inmigrantes y, sobre todo, a mujeres senegambianas dispuestas a narrar su experiencia en primera persona. Durante ese proceso fui perfilando mis personajes femeninos y sus avatares y adquiriendo la certeza de que me movía en un territorio de arenas movedizas. A punto estuve de lanzar la toalla en más de una ocasión, pero superé mis miedos y continué adelante decidida a reflejar en la propia historia las contradicciones que detectaba en los testimonios desconcertantes —y a veces opuestos— de las personas implicadas. Un historia sin buenos ni malos, ambigua y tintada de grises, esas tonalidades que difícilmente complacen a los lectores acostumbrados a finales rotundos en blanco o negro.
El fruto del baobab comenzó en el despacho de Anna SolerPont, que me ofreció mis primeras lecturas, y continuó en el Hospital General de Mataró, donde Anna González, trabajadora social, prima y amiga, me ofreció la oportunidad de entrevistar a mis primeros contactos: Anna Cabot, pediatra y con una larga experiencia a sus espaldas como especialista y estudiosa de la población del África Subsahariana, y Eva Cham, mediadora senegambiana y gran mujer respetada por su comunidad. Gracias a Eva Cham y a su influencia tuve la oportunidad de recopilar de primera mano experiencias de vida de mujeres inmigrantes gambianas. Me puso en contacto con Jeni, Janika y Joko, que me narraron sus vidas, sus recuerdos, sus impresiones y sus sueños. Testimonios muy valiosos por su autenticidad y por su verdad indiscutible. Gracias a todas por su generosa colaboración.
Eso sólo fue el principio. Luego, gracias a Adriana Kaplan, antropóloga de la UAB, con más de dieciséis años de trabajo de campo en Gambia y fundadora del Observatorio de la Mutilación Genital Femenina, tuve ocasión de acceder a su concienzudo estudio sobre la cultura senegambiana (De Senegambia a Cataluña, 1998) y entrevistar a personas vinculadas a la atención primaria de Mataró y con una amplia experiencia en el trato con mujeres inmigrantes. Pediatras como Aurelia Llorens, trabajadoras sociales como Margarita García o Aina Mangas o enfermeras del ámbito de la ginecología como Isabel González me dedicaron su tiempo, me regalaron su sabiduría y respondieron a todas mis preguntas indiscretas con amabilidad y profesionalidad. En especial, Aina Mangas, antropóloga, que me facilitó, además, el acceso a su tesina, Un cruce de miradas (2010), y a todo su material inédito. Felicito desde estas páginas a Adriana Kaplan y a su equipo interdisciplinar del Observatorio de la Mutilación Genital Femenina por su difícil labor y su compromiso con los derechos de la mujer desde una perspectiva respetuosa e integradora.
Mis investigaciones en este ámbito incluyeron también entrevistas a la cabo de los Mossos d’Esquadra del Área Norte de Barcelona Lucía Galindo, cuyas informaciones me resultaron muy útiles, y a la cirujana plástica especializada en cirugía genital femenina doctora Patricia Montull, que me ayudó a despejar muchas dudas. A ambas mi más sincero agradecimiento por su amabilidad y su tiempo.
Naturalmente, mi proceso de documentación necesitaba de un viaje al lugar de procedencia de mis personajes. Durante el verano de 2010 viajé a Gambia acompañada por mi marido y mi hijo Víctor y allí tuve ocasión de conocer a Adama, Awa y Maalang, que me permitieron entrar en sus casas y en los recovecos de sus vidas. A Lamin e Ivette, que nos invitaron a su boda. A Gustavo y a su familia, que nos acogieron en la escuela de Kergallo. A Jaume Sadurní, a su mujer y a los voluntarios de la asociación Amics de Gàmbia, que tanto aman ese país y a sus gentes. A Lamin Nje, nuestro guía y protector, que nos llevó a lugares maravillosos y respondió con paciencia a todas nuestras curiosidades, y a tantos y tantos personajes sin nombre que me brindaron la oportunidad de ver, oler, tocar y percibir un mundo que desde ese mismo momento se convirtió en un universo tangible de rostros sonrientes y túnicas luminosas.
La novela ya existía, pero tras ese viaje tomó cuerpo. La escribí a lo largo del otoño de 2010 y el verano de 2011 y, una vez finalizada, comenzó la tarea de mejorarla y reescribirla. Y eso fue posible también gracias a la colaboración de muchas personas.
Un cálido agradecimiento a todos los lectores y lectoras de mis sucesivos originales que han asumido la ingrata labor de leer mis borradores y aportarme sus puntos de vista y sus consejos. El primer original fue leído y comentado por: Anna Soler-Pont, mi agente literaria y alma máter del proyecto; Mireia de Rosselló, buena amiga y gran lectora; Marta Carranza, mi hermana y amiga, con quien he compartido toda una vida y a quien dedico esta historia; Marce Redondo, mi marido y compañero de viaje; Júlia Prats, mi hija y mi más feroz crítica, y Anna González, prima, ahijada, amiga y colaboradora indispensable. La lectura de la segunda reescritura la sufrieron Reina Duarte, editora y amiga, que me regaló sabios consejos, Carmen Fernández, guionista, escritora y amiga, que realizó una muy acertada disección analítica de la novela. Y la tercera y última recibió las observaciones atentas de Gisela Pou, escritora, guionista y mi amiga del alma, que fue muy condescendiente; de Alba García, experta en legislación y feminismo y vecina de San Feliú, y de Àngels Juvert, amiga de juventud y pediatra con una larga experiencia a sus espaldas.
He dicho y repetido que Anna Soler-Pont ha sido la promotora, instigadora y responsable de que esta idea germinase y llegase a buen puerto. Gran conocedora de la realidad africana, defensora de los derechos de las mujeres, a ella le agradezco especialmente su pasión y su fe inquebrantable en esta historia construida a partir de emociones, las suyas y las mías.
A mi editora, Berta Noy —también escritora—, un aplauso por su valentía al apostar por esta historia comprometida, por su optimismo contagioso y por su humanidad. Ha sido muy fácil trabajar a su lado y compartir sus risas y sus buenos consejos.
Y, por último, mi agradecimiento de siempre a la familia que me soporta de cerca y de lejos: Marce, Júlia, Maurici y Víctor. Ya saben que, a pesar de mis arrebatos, les quiero mucho. Sin su presencia y su cariño —además de sus consejos y lecturas—, escribir sería un ejercicio doloroso.