En el instituto Leander Tully había ocho mil chicos y ninguna chica. Era probablemente el colegio más duro de la ciudad. Estudios Sociales 326 era una clase especial para escoria. Los estudiantes eran alborotadores escogidos, y aunque en teoría era una clase de historia, se suponía que el profesor enseñaba disciplina. En anteriores años, la clase la daban consejeros de orientación profesional, pero después de que uno de ellos fuera apaleado por sus estudiantes, pasó a ser dada por profesores de gimnasia.
Ese año habían elegido al señor Sharp. El señor Sharp era un tipo alto, enjuto y atlético, con cara de halcón y hombros caídos. Era joven, de treinta y pico años, y no le preocupaba la tarea que le habían encomendado. En su adolescencia había sido caudillo de los Red Wings, la pandilla más temida de la ciudad de Nueva York después de la guerra. A sus alumnos no se lo contaba, no porque se avergonzara de ello sino porque los Red Wings eran notorios «cazanegros» y la mitad de sus alumnos eran de color. Algunos de ellos quizá tenían hermanos mayores que recordasen a los Red Wings, y no estaría bien que supieran que su profesor se había deleitado partiendo cabezas lanudas. Además, lo pasado, pasado está, y en ese momento se llamaba señor Sharp.
Por alguna extraña razón administrativa, los treinta y cinco estudiantes de la clase 326 eran de color o italianos, excepto por un judío. Una clase similar, Estudios Sociales 381, estaba compuesta de irlandeses y puertorriqueños, con algunos polacos y alemanes. El señor Sharp no entendía la lógica de tal cosa, pero no le preocupaba. Los puertorriqueños no le gustaban.
Se sentó detrás de su mesa mientras los alumnos iban entrando, dejaban caer los libros en los pupitres y el culo en el asiento, como si acabaran de dar diez vueltas en el gimnasio. Los de color se sentaban en la parte izquierda del aula, los blancos en la derecha. El señor Sharp no asignaba asientos porque sabía que de todas formas los alumnos se iban a sentar con los de su grupo.
El aula se componía de seis hileras de anticuadas combinaciones de asiento y pupitre clavadas en el suelo, la silla y el escritorio del señor Sharp y una pizarra. Las paredes estaban desnudas. Sharp no era partidario de colgar trabajos manuales o gráficos. Además, ¿qué iban a querer ver esos tipos en la pared? ¿Una alegoría en viñetas de cómo enviar a alguien al hospital? O quizá retratos de gánsters. Una vez recortó imágenes de una silla eléctrica, de una cámara de gas, de un pelotón de fusilamiento en acción y de un patíbulo. Incluso había escrito un título, «La mejor manera de morir», pero descartó la idea en el último momento.
El aula se iba llenando. Sharp abrió su registro y leyó en voz alta el nombre de los estudiantes que no veía.
—¿Rocco?
—No está.
—¿Capra?
—No está.
—¿Jenkins?
—No está.
—¿White?
—No está.
—La Guardia, quita los pies del pupitre.
Perry sonrió, miró al público a su alrededor y movió poco a poco los pies.
—Ya huele lo bastante mal aquí —dijo Sharp.
—Jaaa, ja, ja.
—¡Buuuuuu!
Perry se irguió y cuando Sharp se dio la vuelta le hizo una peineta con el dedo.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —exclamó Boo-Boo. Era de los Viceroys, una pandilla de color—. Señor Sharp, debería haber visto lo que La Guardia acaba de hacer.
—¡Buuuuuu!
—¡Cierra el pico, imbécil! —gritó Perry, dirigiéndole una mirada asesina a Boo-Boo.
—¡Buuuuuu! ¡Pelea! ¡Pelea! ¡Pelea!
—¿Me vas a pegar? —le preguntó Boo-Boo, sacando el mentón hacia Perry.
—Ya basta, ya basta, callaos los dos.
—¡Nos veremos luego! —murmuró Perry en voz alta.
—Cuando quieras. —Boo-Boo se levantó y le hizo a Perry un corte de mangas, la manera italiana de decir «Jódete». Todos rieron.
Sharp decidió empezar la clase.
—Ya basta. ¿Quién sabe qué semana es esta?
Joey Capra entró en clase y dio un portazo.
—Capra —dijo Sharp, poniendo una marca en su registro—, ven a la hora o no vengas. —Joey se encogió de hombros y se dispuso a marcharse—. ¡Capra! ¡Siéntate!
Con turbación fingida, Joey se apresuró a llegar a su sitio y se sentó junto a Perry. Joey miró sonriendo a su alrededor entre la risa general.
—Eh, señor Sharp, esos chicos blancos se están poniendo díscolos.
En una ocasión, un profesor llamó «díscolo» a Ray Barret, a este le había gustado la palabra y la usaba dos veces al día.
Cinco o seis tipos blancos se levantaron del pupitre profiriendo amenazas y haciéndoles la peineta a los del otro lado. Los tipos de color los miraban con ojos desorbitados y los nudillos en la boca, fingiendo estar cagados de miedo.
La puerta se volvió a cerrar con un portazo y Curly White entró contoneándose. Andaba como si tuviera un disco girando sobre la cabeza, moviendo las caderas a derecha e izquierda a cámara lenta, con los ojos casi cerrados y chasqueando los dedos. Los tipos de color lo recibieron con grandes vítores. En una grosera imitación, Joey Capra, con los ojos cerrados y moviendo los labios, empezó a menear el culo y los hombros al fondo del pasillo. Los blancos lo vitorearon.
—Capra, te quedarás castigado.
Los de color vitorearon.
—Ya basta, si no calláis os vais a quedar todos castigados. —Sharp empezaba a cabrearse—. White, te digo lo mismo que a Capra. Ven a la hora o no vengas.
Curly se sentó tapándose la cara con la mano y espió a Sharp entre los dedos separados.
—Vaya, tío, lo que quiero es irme a dormir.
Todos lanzaron gritos de aprobación.
—Muy, bien, White. Estás castigado.
—¡Baaah, tío! ¡Mier-da! —Hizo un gesto de asco con la mano y se dio cuenta de que acababa de cometer un gran error.
—¡Buuu!
—Muy bien, White, te acabas de ganar la tarjeta rosa.
—¡Baaah, tío! Estaba solo bromeando.
—Pues yo no.
Tarjeta rosa significaba expulsión temporal. Se quedaron todos respetuosamente callados ante la sentencia dictada.
—Sigamos. —Sharp examinó las caras de su ejército de inadaptados—. ¿Quién sabe qué semana es esta?
—Semana de la fraternidad —dijo entre dientes Curly White, enfurruñado con la mano en la cara.
Sharp se quedó impresionado.
—Muy bien, White.
—¿Me va a quitar la tarjeta rosa, señor Sharp?
Sharp no hizo caso y escribió «Semana de la fraternidad» en la pizarra. Luego escribió «Todos los hombres nacen iguales».
—¿Alguien sabe quién dijo esto?
—Tu madre —farfulló Perry.
Sharp no lo oyó, pero los que rodeaban a Perry estallaron en risas. Perry se agachó un poco en la silla, tratando de no reírse de su propia gracia. Debajo de la cita, Sharp escribió «A. Lincoln».
—Abraham Lincoln.
Un silencio de aburrimiento se hizo en el aula. Sharp probó con un enfoque más radical. Escribió los números del uno al cinco en la pizarra. Encima de los números escribió: «Raza, Credo, Color».
—Bien —dijo, escrutando con la mirada las caras de moderado interés—. Quiero ver cuántas razas, credos y colores de piel tenemos en esta aula. Que se levanten todos los judíos.
Dushie Melnick, el más pequeño de la clase, se levantó azorado. El señor Sharp escribió «Judío» y un garabato ilegible al lado de la palabra.
—Bien, ¿cuántos italianos tenemos?
Media clase se levantó, vitoreando y chillando, con las manos cogidas sobre la cabeza, como campeones de algo. Los tipos de color se taparon la nariz y los abuchearon. Ricky Leopoldi empezó a cantar un aria.
—¡Ya basta! ¡Ya basta! ¡Ya basta!
Joey gritaba como en un partido de fútbol.
—Ya vale, ¡sentaos! —gritó Sharp.
Poco a poco, la delegación italiana se fue sentando, felicitándose unos a otros. Sharp se había olvidado de contarlos, pero no pensaba pedirles que se levantaran otra vez, así que escribió «Italianos: 18».
Sharp se maldijo. Había sido una idea estúpida.
—Bien. ¿Cuántos…? —Pensó en qué palabra usar—. ¿Cuántos de color?
Los tipos de color se levantaron de un salto, vitoreando y gritando el doble que los italianos. Bailaron por el pasillo, entrechocando los nudillos entre ellos. Los italianos también se levantaron, abuchearon e hicieron pedorretas. Sharp descargó un diccionario contra el escritorio. Sonó como una explosión. Se quedaron todos quietos.
—Bien —dijo Sharp con suavidad. Vio que Curly White no estaba de pie con el resto de su gente—. Que todo el mundo se siente.
Se sentaron todos, entre murmullos de risa y de alborozo.
—White, ¿acaso no hemos dicho ningún grupo que encaje contigo?
Curly seguía con el rostro oculto y las piernas le colgaban en el pasillo.
—Soy esquimal.
—Ja, ja, ja.
Solo para demostrar que no era un tipo estirado, Sharp escribió «De color: 15», y debajo, «Esquimal: 1». Curly White respondió con una sonrisa.
Un pensamiento asaltó a Sharp. En su época de Red Wing era conocido por liderar con la temeridad de un kamikaze ataques contra pandillas armadas. Era a menudo poseído de una sensación de locura, de un desprecio por el peligro que hacían de él uno de los tipos más temibles en una pandilla muy temible. Con el paso de los años se había sosegado, pero de vez en cuando le daba un ramalazo de aquella antigua locura, de la temeridad suicida que le había hecho ganar el apodo de «Jap» en la adolescencia. Y en este momento mandaba Jap. Con una floritura de borrador eliminó a Dushie Melnick y al pueblo judío y dejó el universo a los italianos y a la gente de color.
—Muy bien, italianos o de color. ¿Es así como habla la gente? —Miró al lado blanco de la clase y siguió—: Quiero decir, ¿es así como hablan vuestros viejos? ¿Dicen «de color»?
Los italianos se rieron por lo bajo, intrigados, tratando de descifrar adónde quería llegar Sharp.
—¿Y vosotros? —preguntó, dirigiéndose a la parte izquierda del aula—. ¿Qué decís fuera de clase? ¿Italianos? —Los de color rieron a carcajadas—. Digamos las cosas claras. —Estuvo a punto de decir llamemos al pan, pan y al vino, vino[2], pero no lo hizo. Se volvió hacia la pizarra, puso la tiza en su superficie y dijo—: Dadme algunos nombres.
Hubo un tenso silencio. Entonces Perry dijo:
—Negrata.
Se oyeron resoplidos y el sonido de la tiza escribiendo en la pizarra. Perry bajó la mirada a su pupitre.
—Comepizzas —dijo uno de los Dukes.
Miradas fulminantes.
—Cara de berenjena —dijo Peter Udo.
—Sorbeespaguetis —replicó Ray Barret.
—Mandril —dijo Ricky Leopoldi.
—Cobaya del pantano —dijo Curly.
Los tipos de color dieron palmadas.
—¡Conejo de la jungla! —gritó Perry, levantándose del asiento.
Se oyó un coro de síes en el lado blanco.
—¡Bachicha!
—¡Tostado!
—¡Italianini!
—¡Arrojalanzas!
—¡A ti sí que te voy a arrojar una lanza, hijoputa!
Jap escribía tan rápido como podía. Se reía como un loco por lo bajo, pero nadie lo oía. Estaban todos chillando otra vez, unos frente a otros, como dos ejércitos enemigos separados por un barranco.
—¡Putos negros de mierda!
—¡Grasientos macarronis blancuzcos!
—¡Pañuelo de cuatro nudos!
—¡Tu madre!
—¡Porque tú no tienes!
—¡Que te jodan!
—¡Dilo otra vez!
—¡Que te jodan!
Revuelta. Perry dirigió el ataque. La primera víctima fue Dushie Melnick, que fue alcanzado en la cabeza por un cuaderno. Peter Udo se llevó una patada en los huevos. Los libros volaron. Curly White pateó a Joey, quien de todas formas ya estaba fuera de combate. Perry estuvo a punto de echar a Ray Barreto por la ventana. Boo-Boo saltó sobre la espalda de Perry y le aporreó la cabeza. Sharp observaba la pelea, tratando de decidirse entre ponerse del lado de los blancos o apalearlos a todos. Decidió parar la pelea. De una embestida tumbó a seis, asió a Perry por la nuca y a Boo-Boo por la solapa de la camisa y los levantó en el aire. Su repentina violencia paró la contienda. Sharp dejó caer a los dos, tras descartar la idea de hacer chocar una cabeza con otra. Todos volvieron al sitio, andando o arrastrándose. Sharp se enderezó la corbata y se echó el pelo atrás. Lo miraban todos anonadados.
—¡Puaj! —Sharp recobró el aliento y se metió la camisa en los pantalones—. Tíos, sois un atajo de gilipollas, todos y cada uno de vosotros. —Los repudió a todos con un gesto—. No tenéis ni pajolera idea de lo que es pelear.
Se rieron todos, incómodos ante sus palabras.
—Sí, exactamente, os he llamado gilipollas, panda de capullos… ¿qué os pensáis? ¿Que vivo en un escritorio? Sí, yo también estuve en una banda y podíamos plantar cara a una escuela entera como esta. Y me comía a tíos como vosotros en el desayuno. Mierda.
—Respiró ruidosamente por la nariz y añadió—: Eso es.
Borró el revoltijo de garabatos de la pizarra. Se sentía bien. Todos estaban disfrutando.
—Eh, señor Sharp, ¿no va a quitarme la tarjeta rosa? —preguntó Curly con un deje de sarcasmo en la voz.
El señor Sharp se acercó contoneándose hasta el pupitre de Curly, imitando su pavoneo, igual que había hecho Joey.
—Oh, mierda, ¿cómo no le iba a quitar la tarjeta rosa a mi coleguita?
Los blancos reían tan fuerte que a algunos se les escapaban las lágrimas. Los negros no le veían la gracia. Entonces Sharp se volvió hacia el otro lado de la clase, haciendo un gesto con la mano, tocándose las yemas.
—¡Eh, eh, eh! ¿Qué os hace tanta gracia, aturdidos sesos de espagueti?
Sharp fue bamboleándose por el aula, con expresión zafia y embrutecida, gesticulando y gruñendo. Todos se desternillaban de risa; todos menos Dushie Melnick, que esperaba aterrorizado ser el siguiente.
Entonces le tocó a Dushie. El señor Sharp frunció los labios, arqueó las cejas, fue arrastrando los pies hasta Dushie y se sentó a su lado. Le pasó el brazo alrededor del cuello y puso la cara a dos centímetros de la nariz del chaval.
—Dime, Dushie, ¿no te parece gracioso todo esto? ¿Qué podría ser más gracioso?
Dushie soltó una risita nerviosa.
En ese momento alguien llamó a la puerta. Un chico negro entró en el aula, pavoneándose más como Sharp imitando a Curly que como Curly.
—¡Hey, Earl!
—¡Hey, colega!
Earl saludó con la mano a sus amigos mientras se acercaba al señor Sharp. El señor Sharp fue a su encuentro, bailoteando como él, arrastrando el pie izquierdo. El chico no sabía que la imitación del señor Sharp del pavoneo había sido muy apreciada entre los Red Wings. En aquellos tiempos se conocía por Paso del Chupapollas. Cuando Sharp era adolescente ese paso era casi algo involuntario, como respirar.
—¿Qué es lo que quieres, encanto? —preguntó Sharp.
La clase entera aulló de risa. Earl se quedó perplejo. El señor Sharp cogió el papelito blanco de la mano de Earl.
—Es una nota para Perry La Guardia. ¿Hay algún Perry La Guardia aquí? —preguntó Earl.
—¡Sííí, tenemos a un Perry La Guardia! Eh, chavalote, ¿qué has hecho esta vez?
Perry se fue con Earl.
—¿Qué le pasa a ese tío? —preguntó Earl.
—Ah, nada, es buen tipo.
Oyeron varios arranques de risa que venían de la clase.
—¿Qué ocurre? —preguntó Perry.
—Ah, no lo sé, ha venido una señora a verte.
Entraron en el despacho del director y Perry vio a su tía junto al reloj registrador. Llevaba un abrigo y tenía la cara surcada de lágrimas.
—¡Rosie!
La mujer abrazó a Perry y se sorbió las lágrimas.
—¿Qué ocurre, tía Rosie?
Ella se sonó la nariz y se llevó a Perry al pasillo. Igual que la madre de Perry, era bajita y rechoncha y tenía la misma cara de anciano. Perry se asustó.
—Pe-rry, tu mamá ha tenido un accidente.
Perry sintió un escalofrío. Las piernas le temblaron como si pendieran de un solo nervio. Cogió por los codos a su tía.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está mi madre?
Tía Rosie dejó escapar un hondo aullido de pena. Perry empezó a chillar de rabia y la zarandeó.
—¿Qué ha ocurrido?
—Ha muerto.
Perry vio cómo las paredes subían en el pasillo y lo siguiente que supo es que estaba sentado en el suelo, con las piernas estiradas delante. Tía Rosie hacía sonidos como «mmm», pegada a su pañuelo. Perry sacudió la cabeza y levantó los ojos hacia Rosie.
—¡Cállate! —bramó Perry.
Se sentía completamente racional, muy calmado. Sabía que tenía que salir sin demora del colegio, así que volvió a la clase del señor Sharp, a recoger el almuerzo que guardaba en una bolsa de papel marrón, en su pupitre. A mitad del pasillo se volvió y gritó «¡Cállate!» otra vez. Abrió de un empujón la puerta, avanzó a grandes zancadas hacia su pupitre y sacó la bolsa.
—Eh, paisano, ¿te vas a comer el almuerzo tan temprano?
Perry se irguió y habló con voz calmada:
—Cállate, mi madre ha muerto.
Se quedó allí parado, tratando de meter la bolsa en el bolsillo de sus pantalones, pero no cabía. Un silencio de consternación se hizo en el aula. Perry embutió un tercio de la bolsa en el bolsillo y salió con paso firme al vestíbulo. Balanceaba los brazos adelante y atrás, dando largas zancadas. Joey corrió por el pasillo y alcanzó a Perry. Perry siguió andando con paso firme, con la vista al frente.
—Perry, no lo dices en serio, ¿verdad?
—Hola, Joey.
—¡Perry!
Joey le asió el brazo y le hizo perder el compás. El almuerzo cayó del bolsillo de Perry. Este lo recogió y trató de metérselo en el bolsillo de la camisa, que se rasgó. Finalmente le dio la bolsa a Joey.
—No te lo comas, Joey; solo guárdamelo. —Marchó a paso firme hasta el despacho del director, donde su tía, el señor Kaufman, su consejero y la enfermera de la escuela lo esperaban—. Hola, señor Kaufman, ¿se ha enterado de lo ocurrido?
El señor Kaufman tenía una cara áspera y surcada de cráteres, con labios descoloridos y ojos casi transparentes.
—¿Cómo te encuentras, Perry?
—Bien, gracias. ¿Cómo se encuentra usted?
—¿Quieres tenderte?
—No, gracias, pero me gustaría beber un poco de agua.
Fue con paso resuelto a la fuente, tomó un sorbo, se secó los labios y regresó.
—He perdido mi almuerzo. ¿Podría prestarme cincuenta centavos? Se los devolveré mañana.
Entre las siete y media y las nueve de esa mañana hubo un apagón en cuatro edificios del complejo de viviendas sociales. La madre de Perry se encontraba sola en un ascensor detenido entre plantas. Llamó al timbre de alarma. Nadie acudió y ella se quedó atrapada con un estridente pitido de sirena durante noventa minutos. Cuando el ascensor finalmente se movió, ella subió a su apartamento y sufrió un ataque al corazón. Pesaba más de ochenta kilos y apenas medía metro y medio de altura. No había nadie en casa. A las once horas una vecina se la encontró tumbada en el vestíbulo. La vecina fue corriendo a casa, a buscar un trapo húmedo, pero la madre de Perry ya había muerto.
Perry se mudó a Nueva Jersey, a vivir con su tía, que fue quien organizó el funeral, así que los Wanderers no fueron invitados, pero sí que fueron a la casa de Trenton, a expresar sus condolencias. Buddy no pudo conseguir el coche de su padre y tuvieron que coger un autobús desde Port Authority. Se reunieron en Big Playground. Estaban de un humor extraño. Era día de escuela y excepto por unas madres y sus bebés, el campo de recreo estaba desierto. Parecía un horrible día festivo. Joey, Richie y Buddy esperaban a Eugene sentados en un banco, enderezándose la corbata, alisándose el pelo, inspeccionando arrugas.
—Hey.
Eugene se presentó con un traje verde iridiscente. El resto vestía de negro.
—¿Adónde crees que vas? ¿A un baile de fin de curso?
Eugene se miró.
—¿Qué cojones dices?
—No puedes ir así a un funeral.
—¡Eh! —exclamó él, cabreado—. Es un traje de cien pavos.
Eugene vestía siempre elegante.
—Fantástico. Serás el alma de la fiesta.
Fueron andando en silencio hacia el tren elevado. Eugene seguía examinándose el traje y se sacudía suciedad, hebras y polvo imaginarios. Todos parecían enojados y de mal humor. El viaje en autobús fue largo y aburrido. Joey llevaba en el regazo una cajita envuelta como para regalo.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó Richie.
—Dulces.
—¿Dulces?
—Sí, dulces.
—¡Joder! Tú y Diamond Jim formaríais un buen equipo. —Hizo un gesto con la cabeza, en dirección a Eugene—. Tendríamos un verdadero circo, con disfraces de payaso y refrescos y de todo.
—Ja, chúpamela —dijo Eugene.
—Sácatela —lo retó Richie.
Eugene vigiló si alguien en el autobús miraba mientras se iba desabrochando la bragueta. Sin dejar de vigilar la parte delantera del autobús, se levantó del asiento y se la sacó. Se sentó de nuevo rápidamente y se la guardó. Tuvieron que contenerse para no prorrumpir todos en risas histéricas.
—Hostia, Eugene, un traje de cien pavos. Uau, tú sí que tienes clase.
El malhumor se había esfumado. Se rieron con ganas.
—Sigo diciendo que no se llevan dulces a un funeral —insistió Richie.
—¿Qué coño llevas, entonces? —preguntó Buddy.
—No lo sé, pero no dulces, de eso estoy seguro —Joey frunció el ceño y examinó la caja—. Pues bueno… —dijo, suspirando y rompiendo el envoltorio—. ¿Quién quiere un dulce?
Era una caja pequeña y se acabó en quince minutos. Ya más animados, bajaron del autobús y cogieron un taxi, pero cuando el taxi se detuvo delante del nuevo hogar de Perry, los estómagos se encogieron, las corbatas fueron enderezadas y la suciedad imaginaria fue limpiada de nuevo. Tuvieron una breve discusión sobre la propina y luego echaron a andar por una estrecha senda de hormigón entre dos grandes patios de césped, que llevaba al apartamento. Perry los recibió delante de la casa. Estaban asustados. Perry les estrechó la mano en silencio. Nunca se habían estrechado la mano antes, y de nervioso que estaba, Joey le estrechó la mano a Eugene. Perry llevaba una camisa blanca sin chaqueta. Parecía más viejo, enojado y su rostro era todo hosquedad.
—¿Cómo te sientes, tío? —medio susurró Buddy.
—Bien —respondió Perry con una fugaz sonrisa—. Quedémonos aquí fuera —dijo, extendiendo la mano izquierda, como para interceptar a quien tratara de entrar en la casa.
—Claro.
—Escuchad, eh… gracias por venir. —Se frotó la frente con la palma de la mano—. ¿Tenéis hambre o algo?
Se acordaron con remordimiento de los dulces.
—No.
—No, gracias.
—Os puedo preparar unos bocadillos.
—No hace falta.
—Bueno, pues sentémonos.
Se sentó pesadamente en la escalinata y los otros hicieron lo mismo. Perry apoyó los codos en las rodillas y reposó la cabeza en las manos. Se quedó ensimismado, mirando al otro lado de la calle.
—Aaach. —Encorvó la espalda, estiró los brazos hacia delante y bostezó—. ¿Cómo va por el barrio últimamente? —preguntó.
Los otros se encogieron de hombros. Joey se quedó mirando las franjas amarillo grisáceo de sudor en los sobacos de Perry.
La puerta de entrada del apartamento se abrió y una osa parda cargada de maquillaje salió lloriqueando, seguida por una compañera silenciosa. Perry se giró, suspiró y se puso de pie.
—Vamos, cálmate, tía Mary.
—¡Aaau! —gimió ella, como preludio de más lágrimas, y ahogó a Perry con un abrigo de imitación de piel.
—Eres un chico muy valiente. —Apretó a Perry contra su pecho y con su arrugado pañuelo de papel manchado de pintalabios dejó un borrón rojo detrás de la camisa blanca de Perry—. Tu mamá te quería muchísimo.
—Sí… y a ti también, tía Mary.
El marido de ella apartó la mirada y encendió un puro del tamaño de un torpedo.
—No puedes esperar, ¿no, Lou? Tienes que fumar ahora mismo.
—Bah, cállate —respondió él, y lanzó un salivazo certero contra un arbusto.
—Perry… —dijo tía Mary, sosteniendo con los brazos extendidos a Perry—. Perry… en nuestra casa tienes comida y cama cuando quieras. Te prepararé un… ¡Aaay!
Su marido levantó los ojos al cielo y dejó escapar una sonrisita.
—Claro que sí. —Perry le dio diplomáticamente unas palmaditas en el brazo, se soltó y le tendió la mano a su tío—. Lou…
Tío Lou sonrió y le estrechó la mano a Perry.
—Ven cuando quieras, muchacho. —Le hizo un guiño a Perry y cuando este retiró la mano se encontró un billete de veinte dólares plegado en un grueso cuadradito.
Sus tíos se fueron andando hasta el coche y a Perry y a sus amigos les llegó flotando por el aire un asomo de discusión hasta la escalinata.
—Esa es mi familia —dijo Perry, sentándose con expresión desdeñosa. Desplegó el billete, lo extendió ante él y se giró hacia los Wanderers—. Casi vale la pena, ¿no creéis?
Los otros sonrieron avergonzados.
—Eh, Perry —dijo Joey, frunciendo el ceño—, ¿vas a vivir aquí?
—Sí —respondió Perry, mirando al suelo.
—Vas a estar muy lejos, tío.
—Lo sé.
—¿Y la escuela?
—No lo sé. Por aquí cerca hay una escuela —respondió, arrugando distraídamente el billete—. ¡Eh! —Lo miraron todos sobresaltados—. ¡Ni se os ocurra olvidaros de mí!
—¿Qué quieres decir?
—Sí, ¿estás de broma?
—Eres nuestro colega, tío.
—De acuerdo —dijo él.
Se quedaron sentados en silencio, unos pensando cómo harían para ir a Trenton cada semana; Perry planeando viajes a Nueva York. Pero por dentro todos sabían que era el fin de Perry como Wanderer. De repente, como para certificar este hecho y varios otros hechos, Perry hundió furiosamente la cara entre las manos y se echó a llorar. Las lágrimas le resbalaban entre los dedos y le bajaban por los antebrazos.
Con un nudo en la garganta, se sentían todos impotentes. Joey se esforzaba por contenerse, pero le asomaron las lágrimas. Richie fue el siguiente, luego Buddy. Solo Eugene no sabía llorar, pero giró la cara.
—Eh, tíos —dijo Richie entre sollozos, al cabo de un rato—. Parecemos una panda de maricas.
—Bah, cállate —dijo Buddy.
Perry dejó de llorar y se quedó con la barbilla apoyada en los nudillos y la mirada puesta en el vacío.
—No me lo puedo creer —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.
Joey se dio cuenta de que Perry tenía enrojecidos e hinchados los nudillos de la mano izquierda. Le dio un golpecito suave a su amigo en el brazo y le preguntó:
—Eh, ¿qué te ha pasado en la mano?
Perry se miró los dedos como si acabara de descubrir que al final de su muñeca había algo. Echó atrás la cabeza y dejó escapar una sonrisita, pero no dijo nada. Se quedaron todos en silencio durante largo rato. De repente, Perry levantó el puño, con los dedos índice y medio extendidos y firmemente pegados.
—Estábamos así de unidos… ¡Quiero decir así de unidos!
Agitó el puño para mayor énfasis, se levantó y se puso a andar de un lado a otro, delante de ellos.
—Hostia, Perry, lo sentimos, tío… ¿Qué podemos decir? —preguntó Eugene con voz débil.
—¿Qué podéis decir…? Era una santa… amaba a todo el mundo… se pasaba el día llorando por cualquiera… por gente con problemas que ella apenas conocía… dos semanas después de la muerte de mi viejo, la vecina de abajo perdió a su marido… Mamá no sabía siquiera su apellido… pero durante cinco semanas bajó cada noche a su casa… le ayudaba con la limpieza… cocinaba para ella… y Mamá estaba sufriendo también. No creáis que no. Los dos primeros meses desde la muerte de mi viejo, ella dormía en el salón, porque no podía siquiera tenderse en la cama donde había dormido con papá. A veces, yo entraba y la sorprendía hablando con él, como si papá estuviera allí. Pasó mucha pena, esos últimos años, no creáis que no.
—También por Raymond, ¿no? —sugirió Richie.
—No mientes siquiera el nombre de ese mamón. Hostia, te lo digo yo, lo que le hicieron él y esa zorra a mamá, no quiero ni hablar de ello. —Perry escupió en la hierba, al lado de la escalinata—. Era una buena mujer, Richie. Una buena mujer. Cada mes se moría por ir a Long Island a ver a sus nietos, y cada puta vez salía llorando de aquella casa; Raymond y esa zorra hacían que se sintiera miserable, como si fuera una inmigrante de los bajos fondos, ¿sabes? Y yo le pedía siempre, «Mamá, este mes no vayas… solo este mes». No… ella olvidaba lo que había pasado la vez anterior. Cada mes lo olvidaba.
Perry estiró los brazos por encima de la cabeza y soltó un bostezo.
—Ah… ¡y el funeral! Tía Rosie y yo tuvimos que encargarnos de todo… ese cabrón ni siquiera se presentó al velatorio… incluso llegó tarde al cementerio. ¿Sabéis qué hizo el capullo ese? El tío va y llega tarde, ¿vale? Aparece con su Cadillac fardón a mitad del funeral… y su mujer no tiene siquiera la decencia de bajar el culo del maldito coche… él se acerca a mí, me rodea el cuello con el brazo y me dice… «Estoy destrozado, Perry, destrozado. Quería tanto a esa mujer. Oh, Dios, ¿qué voy a hacer, qué voy a hacer?» Tuve que contenerme con toda mi fuerza de voluntad para no partirle la cara allí mismo. Me di la vuelta para quitarme su mano de encima, me fui al otro lado de la tumba y me puse frente a él, ¿vale? Entonces traen el ataúd y yo le miro la cara y está llorando un poco también. Quiero decir, la mayoría de familiares lloraban, sobre todo las viejas viudas, amigas de mamá. Entonces traen el ataúd y lo dejan junto a la fosa y antes de que alguien pueda detenerlo, Raymond corre hasta el ataúd, se tira encima y empieza a gritar, «¡Mamá, Mamá, perdóname, perdóname!». Y yo me quedo allí temblando, temblando de rabia.
Perry empezó a estremecerse, con las manos en alto, que temblaban también. Tenía el rostro contraído en una mueca de intensa furia.
—¡Hubiera matado a ese cabrón! Me dieron ganas de saltar sobre la tumba y romperle los brazos. ¡Resulta que ahora lo siente! ¡Ahora! Y todas esas ancianas que gritan y chillan, se le echan encima sollozando: «Qué buen hijo que es, qué buen hijo, cuánto quería a su mamá». Os lo aseguro, me puse tan… tenso que casi me parto un diente. Me quedé allí y yo lloraba también, pero que Dios me perdone, porque no lloraba por mamá. No sé por qué, pero cuando ayudaron a Raymond a levantarse me entraron náuseas. Entonces, cuando bajaron el ataúd y echamos un poco de tierra encima, la gente empezó a marcharse y yo me acerqué a Raymond y le pasé el brazo por el cuello. Él me dijo: «Perry, yo amaba a esa mujer, la amaba de verdad». Y yo contesté: «Claro, Raymond, claro, y ella te amaba a ti también», y entonces le pedí que diéramos un paseo juntos y él contestó: «Me encantaría, Perry, pero tengo que ir al despacho», y entonces se mira el puto reloj. Yo me estaba conteniendo, estaba calmado, y le dije: «Solo un minuto, Ray, solo un minuto. Quiero contarte algo que mamá dijo antes de morir». Bueno, entonces fuimos andando a un sitio rodeado de árboles, donde nadie podía vernos y me encaro con él y le digo: «Ray, tengo algo para ti, de parte de mamá», y le pegué tan fuerte en la puta mandíbula, que casi me rompo los nudillos. —Perry alzó entonces su grueso puño—. ¿Y sabéis qué hizo entonces ese cabrón? —preguntó, retando a sus amigos.
No querían saberlo. Estaban destrozados por la súbita furia de Perry. Se quedaron todos mirándose los zapatos. Querían irse a casa. Perry era un extraño.
—Os voy a contar lo que hizo ese… ese cagón. Se quedó sentado con el culo en el suelo, porque sabía que si se levantaba lo iba a tumbar otra vez. Entonces va y se saca el puto talonario y extiende un cheque a nombre de Rosie, para pagar el funeral. Sí, ahí sentado sobre la puta yerba extiende un cheque de quinientos pavos. ¿Sabéis qué hice?
Nadie contestó.
—Os voy a contar lo que hice. Cogí el puto cheque, lo rompí en pedazos y se lo tiré a la cara. —Perry le clavó un grueso dedo a Richie en el pecho—. ¡No lo va a arreglar con dinero!
Richie se frotó abstraídamente el pecho, allí donde Perry le había clavado el dedo. Perry fue andando hasta el borde de la acera, a cinco o seis metros y se quedó mirando el cielo, que oscurecía rápidamente.
—Ahora ella está allá arriba y dice: «Perry, ¿por qué peleas? Es tu hermano, yo perdono, perdona tú también».
Alzó fugazmente la mirada al cielo, con el ceño cada vez más fruncido. Se giró y volvió furioso a la escalinata. Los Wanderers se pusieron de pie de un salto y se apartaron asustados. Perry agarró el pomo, abrió la puerta de un tirón y se volvió hacia ellos.
—Nunca, ¡JAMÁS!, lo voy a perdonar.
Y desapareció.