8. PERRY: DÍAS DE FURIA

Joey miraba dibujos animados en la sala de estar. Sus libros de texto estaban desparramados sobre la gran mesa de mármol. Oyó que la puerta del ascensor se abría en la entrada y el estómago se le encogió instintivamente. Al otro lado de la puerta, unas llaves y calderilla cayeron al suelo. Alguien masculló una maldición. Joey apagó el televisor. La puerta se abrió e hizo caer la bici de Joey, que estaba aparcada en el recibidor. Emilio tropezó con ella y aterrizó sobre las ruedas, que giraban enloquecidamente. Se puso en pie tambaleándose, cogió la bicicleta y la mandó rodando a la otra punta del apartamento. Entonces se volvió hacia su hijo, que permanecía atónito en el centro de la sala de estar.

—¡Te dije que quitaras ese trasto de ahí!

Joey se quedó mirando a su padre, ex Míster Nueva York, con sus tatuajes de anclas, su espeso bigote a lo italiano antiguo, su nariz ganchuda, los ojos encendidos por el alcohol y el odio por el alfeñique de su hijo. Joey respiró hondo y emprendió el largo camino, por delante de Emilio, hacia su habitación.

—¿Adónde vas? —preguntó Emilio.

—Voy a recoger la bici —balbució Joey.

—¿Qué? —Emilio se puso una mano en la oreja, como para oír mejor, y entornó los ojos, amenazadoramente cerca de Joey—. ¡Habla como un hombre!

Joey no sabía si era mejor no hacer nada o cubrirse la cara ante un posible ataque. Si levantaba las manos, se buscaría problemas. Si no oponía resistencia, su padre podía derribarlo en un segundo, pero, hiciera lo que hiciera, no podía pasar por el lado de su padre sin responder; eso sería un suicidio.

—Voy a recoger la bici.

—¿Qué? Creo que tengo un grave problema de oído —dijo Emilio, acercando la oreja a la boca de Joey.

—¡Voy a recoger la puta bici! —gritó Joey.

No tuvo más que una fracción de segundo para maldecirse por haber perdido los estribos: una masa carnosa se estrelló contra su nariz y lo dejó sentado en el suelo, sangrando a borbotones por las fosas nasales. Ese era el golpe favorito de Emilio: la palma de la mano plana contra la nariz.

—¡Dios! —Emilio miró a su hijo—. ¡Sangras como una nena! —Cruzó el recibidor hacia su dormitorio y le dio a la bici de Joey una patada de propina—. Si la veo aquí cuando me levante —dijo, señalando la bici—, te voy a hacer una corbata con ella.

Joey se quedó inmóvil en el suelo, hasta que la puerta del dormitorio se cerró de un portazo. Entonces fue al baño, sacó dos bastoncillos de algodón del botiquín, los mojó en agua fría y se puso uno en cada agujero de la nariz, hasta que dejó de sangrar.

Joey pedaleó las siete manzanas que había hasta la casa de Eugene.

—Qué hay, tío.

—¿Cómo va, Joey? Eh, ¿qué es eso que tienes en la camisa?

—¡Ah!, me he manchado con un helado de chocolate.

—¿Qué te trae?

—Oye, ¿me podrías guardar la bici un par de días en tu sótano?

—Claro, tío. Eh, te sangra la nariz.

Joey se limpió la nariz con el dorso de la mano. Nunca llevaba pañuelo.

Al día siguiente, después de clase, Joey invitó a los colegas a casa, para que probaran el licor casero de su viejo.

—Es material del bueno. Está hecho con albaricoques —dijo Joey, ofreciéndole una copa a Eugene.

Los demás se sirvieron cada uno su copa.

—¡Puaj! —Richie engulló con dificultad.

También a los otros les costó beberse el áspero brebaje.

—Cuanto más bebes, más bueno está —dijo Joey tras la tercera copa.

Al rato, ya estaban todos mamados.

—¡Eh, tío! —dijo Buddy riendo—, ¿dónde está Míster América?

—Está sobando, el musculitos de los cojones —respondió Joey con una mueca de desdén.

—Bueno, tampoco es tan mal tío —dijo Perry.

—Bueno, tampoco es tan mal tío —repitió Joey, haciendo burla de Perry—. Me gustaría cortarle las pelotas y hacérselas tragar.

—Eh, no digas eso, tío; es tu padre —dijo Perry.

—¿Ah sí? Lo dices porque tu viejo ya murió, Perry.

Se pusieron todos tensos. Nadie había hecho nunca ningún comentario sobre el hecho de que Perry no tuviera padre. Joey estaba realmente borracho.

—Me cambiaría por ti cualquier día de la semana, Perry —dijo Joey.

A Perry se le hincharon las venas del cuello.

—Cualquier día de la semana, tío —repitió Joey.

—Eh, Joey —dijo Richie, dirigiéndole una mirada fulminante a Joey—. ¿Por qué no cierras el pico?

Durante diez minutos hubo un tenso silencio. Lo que podía haber sido una borrachera entre amigos se había convertido en un velatorio.

—Mi viejo no es mejor que el tuyo —dijo Eugene—. Se cree Marlon Brando. Se pasa el puto día en el lavabo, cepillándose el pelo. Se folla más coñitos que tías hayas besado tú nunca.

—Venga, hombre —replicó Buddy—. No me vengas con gilipolleces.

—¿Ah, sí? Tendrías que haber visto la bronca de anoche, tío. Mi vieja iba a echarlo a la calle. Dinky estaba cagada de miedo. No está bien que los padres se peleen delante de una niña de ocho años. Me la tuve que llevar a comprarle un tebeo, solo para sacarla de casa. Lo pagué de mi bolsillo. No quiero que mi hermana acabe con úlcera, tío.

Los Wanderers se quedaron en tenso silencio.

—Mi madre es legal —dijo Perry.

Se volvieron todos hacia él y se lo quedaron mirando. Después de lo que Joey había dicho, miraban a Perry como si estuviera desnudo. Nadie se había atrevido a preguntarle a Perry acerca de la muerte de su padre. Perry era el Wanderer más grande; medía más de metro ochenta y pesaba más de noventa kilos. Perry miró a su alrededor, confundido por el abrupto silencio y la extrañeza con que los Wanderers lo miraban. No sabía que estaban todos esperando que empezara a hablar de cómo murió su padre. Cada uno se imaginaba una muerte diferente: a tiros, de cáncer, por una explosión, en la guerra, nada tan vulgar como el ataque al corazón que se llevó al hombre cuando Perry tenía doce años.

—Mi madre es legal —dijo Perry—. El verdadero cabronazo es Raymond. —Los miró a todos. Querían más. Perry continuó, indeciso—: Desde que se casó con esa hija de puta judía y se fue a vivir a Long Island, no ha dejado de partirle el corazón a mamá.

Todo el mundo conocía a Raymond júnior, el hermano mayor de Perry. Raymond era la celebridad del barrio, porque era casi millonario y no tenía ni treinta años.

—Mi madre me lleva al puto Long Island todos los meses, a ver a los hijos de Raymond. Volvemos siempre en el puto tren y mi madre llora siempre porque esa estúpida rubiales de los cojones piensa que mi madre es una especie de mafiosa que va a corromper a sus hijos. Raymond es un puto calzonazos. —Perry tomó otro sorbo de licor—. Y no me importa la pasta que tenga.

El sonido de unas zapatillas que se arrastraban por el linóleo rompió el hechizo. Emilio apareció en la entrada, con unos calzoncillos holgados, rascándose los huevos y con los ojos medio cerrados de sueño. Sus ojos fueron pasando lentamente de un Wanderer a otro, hasta que finalmente se pararon en Perry.

—Eh, tú; esta es mi casa —dijo, señalando con un grueso dedo a Perry—, así que vigila tu lenguaje. Esta es una casa de Dios. —Todos miraban los increíbles bíceps que sin esfuerzo mostraban los brazos de Emilio en cada movimiento—. Aquí no quiero tacos.

Se hurgó la nariz distraídamente mientras escrutaba a Perry, y se preguntó si aún sería capaz de zurrarle la badana a un grandullón con tanta facilidad como veinte años atrás.

—¿Acaso tu padre no te enseñó modales? —Emilio se apoyó contra el marco de la puerta y tensó el cuerpo de una manera casi seductora. Sus palabras eran de enfado, pero la expresión de su cara era afable y tranquila—. ¿Es que se te ha comido la lengua el gato? Te he hecho una pregunta.

Los ojos de Joey fueron de su padre a Perry y luego otra vez a su padre. Perry asió con fuerza las orejas del sillón acolchado. Los otros Wanderers se quedaron clavados en el asiento.

—Ese es el problema con vosotros, con los niños malcriados de hoy. —Levantó la mano por encima de la cabeza y acarició el dintel de la puerta, moviendo todos los músculos del brazo—. Los padres no se atreven a darles un cachete para que entren en razón.

Perry se levantó un poco, sin dejar de asir las orejas forradas de blonda del sillón. Emilio sonrió, escrutando otra vez a Perry: prefería a los tipos grandes.

—Tu padre debe de ser un mequetrefe, porque…

No acabó la frase. Perry cruzó como un rayo la habitación. Emilio se quedó quieto y preparado, saboreando de antemano la sensación de su puño de hierro hundiéndose en carne tierna. Pero Perry no se acercó lo bastante para que lo zurraran, porque Joey sabía de lo que era capaz su padre y placó al gran Wanderer en cuanto se movió. Emilio se quedó con el puño cerrado, observando cómo su escuálido hijo trataba de contener al furibundo gigante. Los otros Wanderers se lanzaron también sobre Perry. Este bramaba de furia y frustración, mientras sus amigos impedían que se pusiera de pie.

—¡Perry! —gritó Joey—. ¡Te matará, tío! ¡Te va a matar!

—¡Dejadme! ¡Dejadme! —Perry trataba de zafarse, con el rostro rojo de rabia, pero los Wanderers no lo soltaban.

Emilio soltó una risita. Joey levantó la mirada cuando su padre se dio la vuelta para salir de la estancia. Con un gruñido, Joey se puso de pie de un salto, agarró una botella de vino y se la rompió en la cabeza a su padre. Los Wanderers salieron corriendo y se llevaron a Perry. Eugene cogió a Joey de la mano y le dio un tirón que casi lo levanta del suelo.

—¡Vamos, tío!

Huyeron escalera abajo hacia la luz del día y echaron a correr hacia el parque. Emilio Capra dormía en un charco de sangre y de licor de albaricoques casero. Los Wanderers se sentaron en el muro de piedra que rodeaba el parque, aspirando aire frío con sus extenuados pulmones.

—Eh… Joey —Richie hacía esfuerzos para recuperar el aliento—. No tenías que… ha-haber hecho eso.

Joey miraba hoscamente el suelo.

—Ojalá tenga los putos sesos desparramados por el suelo.

Perry cogió a Joey por la solapa de la camisa, lo levantó y lo empujó contra la pared.

—No digas nunca eso —lo amonestó Perry, con una mirada glacial—. No olvides que es tu padre.

Perry se fue a casa turbado. Estaba confuso y enfadado. Le hubiera gustado darle una buena tunda al cabronazo de Emilio, aunque de alguna manera este le gustaba. Lamentaba haberse cabreado con Joey, pero no tenía ganas de disculparse. A la mierda. Su madre no había vuelto aún del trabajo. Se dejó caer en la cama y escuchó a Babalu en la radio. Media hora después oyó a su madre entrando en casa. No tenía ganas de hablar, así que apagó la radio y fingió que dormía.

—¡Perry! Vamos, cariño, tienes la cena en la mesa.

—No tengo hambre —respondió Perry, dándose la vuelta en la cama.

—Vamos, se va a enfriar.

—No tengo hambre.

—¿Quieres que te la traiga en una bandeja?

Perry dio un suspiro, se levantó y fue a lavarse la cara.

—Voy a ver a Tillie —dijo ella, saliendo de casa con un portazo.

Perry se sentó a cenar: hamburguesas y tres montoncitos de puré de patata. Sonó el teléfono.

—¡Mamá! ¡Coge el teléfono! —Perry recordó que su madre estaba en casa de la vecina—. ¿Diga?

—¿Perry?

—Hola, Ray.

—Hola, ¿está mamá?

—Se ha ido a ver a Tillie.

—Bien. Eh, oye, tienes que hacerme un favor.

—¿Cuál?

—Eh… Se supone que mamá viene a vernos el domingo.

—¿Y…?

—Bueno, vamos a tener visitas y… eh…

—No queréis que mamá vaya.

—Eso es. Quiero decir… Qué coño, ya nos verá en Navidad, dentro de dos semanas, de todas formas.

—¿Y entonces? Voy a llamarla y se lo cuentas.

—¡Eh, Perry! Eh… mejor se lo dices tú.

—¿Por qué no tú?

—Eh, ya sabes cómo es. Me tendrá horas al teléfono.

—De acuerdo.

—Invéntate una buena excusa.

—Claro.

—Cuídate, chaval. —Ray colgó.

—Puto cabronazo —murmuró Perry.

—¿Era el teléfono? —preguntó la madre de Perry, que acababa de entrar en casa.

—Sí.

—Sí, pero ¿quién era?

—Ray.

La cara se le iluminó.

—¿Cómo está mi cariñito?

Perry se puso tenso de ira.

—Tu cariñito está bien. Tu cariñito dice que está ansioso por verte el domingo.

La madre de Perry se sentó a la mesa como en trance. Sus ojos irradiaban felicidad. Era una mujer bajita y gorda y con una cara tan asexuada que, vestida con la ropa adecuada, parecería un anciano. Perry había salido a su padre: grande y fuerte, pero con una delicada cara de niño, redonda, con mofletes y boca ligeramente saliente. Pero tenía los ojos de su madre, azul marino y hundidos en las comisuras, que le daban a Perry un aspecto mucho mayor y más gastado de lo que se esperaría de sus diecisiete años.

—¿Sabes qué? —empezó su madre con una sonrisa—. Tengo sesenta años. No me quedan más que un par de años de vida, pero cuando mi cariñito me llama desde muy lejos, solo para decirme que está ansioso por verme, no me importa si me muero mañana. Siempre que pueda ver a mi cariñito el domingo.

—¿Queda puré?

Su madre fue a la cocina, cogió la cuchara de helado de la encimera y la metió en la olla. Dejó caer la bola de puré en el plato de Perry y tomó asiento.

—¡Eh! ¡Qué gracioso! —dijo con una sonrisa.

—¿El qué?

—Si me muero mañana, ¿cómo voy a ver a Ray el domingo? ¡Ja, ja!

—Deberías salir en televisión, mamá.

—Sí, en el programa de Ed Sullivan —propuso ella.

—Yo pensaba más bien en Queen for a Day.

Esa noche, Perry tuvo una pesadilla; soñó que estaba tendido en la cama. Oía el apagado sonido metálico de una campanilla en la habitación de su madre y saltaba de la cama, con su pijama de rayas empapado en sudor.

—Pe-rry, Pe-rry, Pe-rry —decía ella, con voz débil y áspera.

Perry cerraba los ojos, tratando de apaciguar su acelerado corazón.

—Espera, mamá, ya voy.

Encendía un cigarrillo, exhalaba con fuerza y entraba en la habitación de ella. El hedor de excrementos humanos le atacaba las fosas nasales. Su madre estaba tendida en la cama, una vaga colección de carne y sábanas húmedas.

—Pe-rry, Pe-rry, Pe-rry, ese hombre ha estado aquí, ¿verdad?

Perry apartaba el cubrecama. Su madre yacía en un charco de diarrea. Perry se pellizcaba entre los ojos y apretaba los dientes.

—¡Dios mío! Ahora mismo vuelvo, mamá.

Perry entraba en el baño y cogía una toalla y un pequeño balde de plástico azul. Al volver sacaba un cubrecama limpio del armario y ponía a su madre boca abajo, le quitaba de debajo la sábana sucia, con la que hacía cuidadosamente una bola que arrojaba por la ventana. Luego volvía al lavabo a buscar una esponja para limpiar la funda de hule. Al volver, su madre se había ensuciado fuera del hule.

—¡Por Dios, joder! ¡Te lo has hecho en el colchón! ¡Maldita sea! ¡Se acabó! ¡Ahora te aguantas y te quedas así!

Perry frotaba furiosamente con la esponja, pero la mancha no se iba. Arrojaba la esponja en el cubo. Abría todas las ventanas de la habitación; el hedor le arrancaba lágrimas de los ojos. Entonces iba al otro lado de la cama, donde ella yacía inmóvil boca abajo, le quitaba el camisón sucio a su madre y lo tiraba en el cubo. Bajaba un momento la mirada al cuerpo desnudo de ella, descarnado y exangüe. Le separaba las piernas delicadamente y apartando la vista le limpiaba el culo con una toalla.

—Pe-rry, ese hombre iba a hacerme daño, ¿verdad? —preguntaba su madre, rompiendo a llorar.

Perry se echaba a llorar también. Luego se iba a su cuarto, sacaba el treinta y ocho del cajón del tocador, lo dejaba sobre el escritorio y se sentaba. Al secarse las lágrimas de las mejillas se olía mierda en las manos. Por mucho cuidado que pusiera al limpiar a su madre, por grande que fuera la toalla que usara, al acabar, sus manos olían siempre igual.

La campanilla otra vez. Perry cogía el arma. Su madre seguía en la misma posición.

—¡Oh, Dios mío!

Perry apuntaba el arma a la cabeza de ella con ambas manos, cerraba los ojos y disparaba. El tiro fallaba su objetivo y esparcía por todas partes una nube de plumas de almohada.

Ella se quedaba inmóvil, Perry dejaba caer el arma a sus pies descalzos. Entonces ella giraba tranquilamente la cabeza hacia Perry.

—¿Dónde está Raymond? Quiero ver a Raymond.

—¡Ar-nold! ¡Ar-nold!

Los ojos de Perry se abrían más.

—¡Eh, Ar-nold!

Salió de la cama y se acercó a la ventana. Abajo, frente al edificio, había dos chicos sentados sobre la valla verde de madera. Llamaban a un amigo. Una cabecita apareció en una ventana, dos plantas más abajo.

—Venga, tío, son las doce y media.

La cabeza desapareció, una puerta se cerró de golpe. Perry se sentó en el alféizar de la ventana. Era un día frío y soleado. Escupió y observó cómo su saliva bajaba girando hasta llegar al pavimento. El timbre de la puerta sonó.

—Eh, tío, son las doce y media.

Perry se rascó el culo por encima del pijama y con ojos somnolientos miró a Joey.

—Entra.

—¿Qué quieres hacer hoy, tío?

—No sé. Eh, ¿me haces un poco de café?

Perry se fue al lavabo. Al salir, Joey le había preparado el café y estaba en el comedor, comiéndose un bocadillo de mortadela.

—¡Como en tu casa! —dijo Perry, con una sonrisita.

Joey abrió un refresco.

—¿Qué pasó con tu viejo? —preguntó Perry.

—Nada —contestó Joey.

—¡Qué!

—Sí, nada.

—No tiene sentido. —Perry se sentó y bebió café.

Joey se encogió de hombros.

—Bueno, que yo recuerde, es la primera vez que le devuelvo el golpe, ya me entiendes.

—¿Ah, sí?

—Sí, así que… no sé, quizá ahora me tenga respeto, ¿me entiendes?

—Aun así, me gustaría zurrarme con él. No lo tomes a mal.

Perry se sirvió un poco más de café.

—No —dijo Joey—. Quítatelo de la cabeza.

—Bah, no es un tipo tan duro.

—Perry, conozco a ese mamón. Te molería a palos.

—Bueno, pero dile que se aparte de mi camino.

Joey hizo un gesto de pena con la cabeza.

—Mira, tío, no hay nada que hacer, así que creo que me voy a ver a mi primo. Tengo que ir a recoger unas cosas. Nos vemos luego.

Perry se quedó en silencio durante veinte minutos, sosteniendo taciturno la taza de café, sin beber.

—¿Perry?

Su madre entró por la puerta, con el carrito de la compra lleno. Perry se escabulló por la cocina a su cuarto. Se vistió rápido y salió de casa antes de que ella se quitara el abrigo.

Se dio un paseo hasta Big Playground. No había nadie, excepto Turkey.

—Hey —Turkey saludó con la mano.

—Hey. ¿Qué hay? —A Perry no le gustaba Turkey, no le apetecía especialmente estar a solas con él.

—Nada.

A solas con cualquiera de los Wanderers, Turkey se cohibía. Un grupo grande estaba bien, pero un solo tío le daba ganas de salir corriendo.

—¿Haces algo? —Perry se metió las manos en los bolsillos del abrigo y encorvó los hombros por el frío.

—Bueno, tengo que ir al centro. Quiero pegarle un vistazo a una librería que han abierto.

—¿Cómo vas a ir?

—En tren.

—Voy contigo. —Por mucho que Turkey no le gustara, Perry no quería quedarse solo pensando en Emilio.

—Vamos.

La seguridad de Perry asombró a Turkey. Turkey no sería nunca capaz de abordar a alguien y decir «Voy contigo» así como así.

Echaron a andar hacia la estación del tren. Turkey se sentía obligado a darle conversación a Perry, pero todos sus intentos fueron en vano. Habló del cráneo que había visto en venta en la calle Cuarenta y Seis, pero Perry solo frunció el ceño y miró al otro lado de la calle. Mencionó los brazaletes nazis que le acababa de comprar a un tío de Radcliffe Avenue, pero fue como si Perry no estuviera siquiera allí.

En el tren, Perry pensó en las posibilidades de pegarse con Emilio. Eso lo puso nervioso, así que se devanó los sesos buscando alguna otra cosa en que pensar. Le vino a la cabeza Debbie Luloff, la chica de pelo naranja del baile en la Bronx House. Quizá debería pedirle una cita. Se imaginó sumergiéndose entre sus enormes pechos y quedándose allí una semana, quizá con provisiones de comida y agua.

—… y tiene también la banda sonora original de La guerra de los mundos.

—¿Qué?

—Los tiene todos.

—Turkey, ¿de qué cojones me estás hablando?

—Lowell Tucker, un tío del village, tiene todos los…

—Turkey, no me interesa. Me has hecho perder el hilo. Cállate.

Turkey se preguntó por qué había pensado que tenía que entretener a Perry. En Times Square, Perry bajó del tren sin siquiera despedirse. Turkey se sintió dolido pero aliviado.

Perry deambuló entre los cines de pelis guarras de los callejones de Broadway. Aunque no tenía dieciocho años podía entrar en las librerías «21 años o a casa» porque era un tipo grande. En un estrecho quiosco de paredes llenas de tableros, examinó una revista titulada Pajas. Una de las chicas era clavada a Debbie Luloff. Fuera encontró una cabina telefónica.

—¿Diga? —La voz de una mujer mayor.

—Hola, ¿está Debbie?

—¿Quién la llama?

—Un amigo de la escuela.

—¿Cómo te llamas?

—Perry.

—¿Qué quieres de Debbie?

—Ah, tengo que pedirle los apuntes.

—Bueno, pues Debbie no los tiene. Lleva en cama toda la semana.

—Bueno, ¿puedo…?

La señora colgó.

—Puta cabrona —murmuró Perry.

Con una mezcla de rabia, vergüenza y calentura, vagó por las calles. Un escaparate le llamó la atención:

LIBRERÍA TROPICAL JACK’S

PELÍCULAS – PELÍCULAS – PELÍCULAS

Cabinas individuales

¡¡¡Con SONIDO!!!

Pintada a tamaño natural en unas ventanas blancas había la silueta de dos chicas desnudas con grandes tetas. Perry atravesó bajo unas luces brillantes la sección de revistas guarras, pasó junto al cajero y se metió en un oscuro pasillo con cabinas con cortinas a ambos lados. Por toda luz había una bombilla roja sobre cada cabina: encendida si estaba ocupada, apagada si estaba libre. Perry escogió una cabina, entró y corrió la cortina. Le pegó un vistazo al interior, un espacio cuadrado con una caja de madera en una pared, una ranura para echar monedas y dos mirillas. Insertó un cuarto de dólar. La pantalla se iluminó y el espectáculo empezó. Perry apretó los ojos contra las mirillas. Dos adolescentes se manoseaban mecánicamente durante unos tres minutos, desde diferentes ángulos. Desde algún lugar de la cabina, un pequeño altavoz reproducía una voz de mujer, «Ohhh… oh… ohhh», intercalada con una voz de hombre, «Oh, nena… sí, nena… oh, nena».

Perry se planteó si se la pelaba o no. Algunos debían de hacerlo: ¿por qué, si no, eran cabinas individuales? La imagen de la pantalla se fue. Salió de la cabina y se metió en la siguiente. Insertó un cuarto de dólar. Perry soltó un gruñido: dos tíos montándoselo. Miró de todas formas. Se acariciaban el pecho uno a otro. Luego, un primer plano de lenguas fundidas en una. Luego, unos culos ligeramente peludos se revolcaban sobre la cama. A pesar de toda su protesta mental, Perry estaba excitado. No enseñaban la polla. Le pareció ver una fugazmente, pero no podía asegurarlo.

Se metió en la siguiente cabina. Insertó un cuarto de dólar. Dos bolleras. Eso ya estaba mejor. Enseñaban el felpudo. Primer plano de unos labios pintados lamiendo una teta. Perry empezó a frotarse frenéticamente la verga por encima de los pantalones.

Se metió en la siguiente cabina. Se había quedado sin cuartos de dólar. Echó dos monedas de diez centavos y una de cinco. No ocurrió nada. Perry renegó esparciendo escupitajos. Salió furioso hacia la sección de revistas, para que el tipo de la caja registradora le devolviera el dinero, pero tan pronto dejó la penumbra de las cabinas y llegó al resplandeciente escaparate, se avergonzó y perdió la erección. El tipo de la caja registradora era un chico apuesto y de pelo largo. Perry salió de Tropical Jack’s y se fue a casa.

—Hola, Perry, ¿te has divertido? Vamos a comer pronto.

Perry apartó a su madre y pasó. La idea de comer le revolvió el estómago. Ella le fue corriendo detrás, parecía Lou Costello en bata.

—Perry, ¿qué te pasa? ¿Estás enfermo?

—Déjame tranquilo, ¿vale?

—Seguro que estás enfermo, ven aquí.

Le puso en la frente una mano húmeda con olor a carne cruda. La mano fría y el olor de comida le dieron náuseas a Perry.

—Déjame ya, ¡por favor!

Su madre empezó a farfullar. Perry esquivó las carnosas garras y se encerró en el cuarto de baño. Ella se puso a chillarle desde el otro lado de la puerta.

—¡Pe-rry! ¡Pe-rry, abre la puerta!

—¡Lárgate!

—¡Perry, sal aquí fuera y deja que te tome la temperatura!

Andando de un lado a otro en el lavabo, Perry se imaginó al tipo de la caja registradora viéndole en ese momento y riéndose.

—¡LÁRGATE DE UNA PUTA VEZ!

Le dio un puñetazo a la puerta y sus nudillos enrojecieron. Oyó un grito ahogado. Un silencio mortal. Un jadeo entrecortado. Una sirena empezó a sonar desde el fondo de la garganta de ella. El alarido le llenaba a Perry los oídos, los ojos y la boca. Perry no sabía qué taparse primero, se pegó las manos a las orejas y chilló:

—¡CÁLLATE CÁLLATE CÁLLATE CÁLLATE!

La sirena caminó hacia la cocina y compitió con un estrépito de paellas y ollas.

Sudando, Perry se dejó caer en el asiento del váter, respiró con fuerza y se secó la cara con la manga. Luego se levantó y se peinó. Encendió un cigarrillo y volvió a sentarse en el váter. La acumulación de humo en aquel reducido espacio lo asfixiaba. Seguía con el abrigo puesto. Se levantó y arrojó la colilla en la taza.

—¡PUTA MIERDA!

Bajó con un golpe la tapa del váter y se metió en su habitación, lanzó el abrigo al suelo, se quitó la camisa empapada y se limpió los sobacos con ella. Luego se echó colonia en los sobacos, se puso una camiseta limpia y entró en la cocina.

—Lo siento, mamá, no me encontraba bien.

Ella se volvió hacia él, con ojos de sufrimiento, rojos como carne rasgada.

—Oh, Perry, Perry. —Su madre se echó a llorar otra vez, estrechando con fuerza la cintura de su hijo.

Perry devolvió torpemente el abrazo. La sofocante sensación de las lágrimas de su madre en el pecho le daban náuseas y trató de zafarse de ella.

—Vale, mamá, vale, lo siento, mamá. Eh, lo siento, ¿vale?

—Nunca pensé que viviría para oír a mi hijo pequeño, a mi niño… diciéndome cosas feas como esta. Perry, ya soy una anciana y pronto me reuniré con tu padre allá arriba. —La mujer se soltó y amonestó a Perry con el dedo—. Y él me preguntará cómo me han tratado los chicos en estos últimos años… —Su voz se transformó en un susurro ahogado—. Y se lo voy a tener que contar, Perry —siguió diciendo, desaprobando con la cabeza.

Volvió a asirse a Perry, sollozando con grandes berridos. Perry no podía respirar. De repente ella paró, acercó su cara llena de lágrimas a la de él y le tocó suavemente la mejilla.

Perry se imaginó metiéndole la lengua en la boca a su madre, agarrándole aquellas gordas y grandes tetas, retorciéndoselas y estrujándoselas, rasgándole aquella apestosa bata y clavándole la polla con tanta fuerza que le rompía las putas costillas.

—Perry, tienes la cara muy caliente. Tienes fiebre, métete en la cama.

—Vamos, mamá, no estoy enfermo.

Se zafó de los brazos de su madre y se vio la mancha húmeda que tenía en el pecho. Fue a su cuarto otra vez a cambiarse la camiseta. Ella le fue detrás.

—Perry, por favor, deja que te tome la temperatura.

—¡No! —Ella rompió a llorar nuevamente—. Vale, vale, tómame la temperatura.

Su madre le dio un beso.

—Tiéndete.

Mientras ella iba al cuarto de baño, Perry se bajó los pantalones y se tendió boca abajo en la cama. Su madre volvió con un tarro de vaselina y un termómetro. Al entrar ella, Perry se cubrió el culo con el borde del cubrecama. Su madre se rio.

—Míralo, a Don Importante.

Se sentó junto a él, sacudió el termómetro, le puso una gota de vaselina en la punta y trató de retirar el cubrecama que le tapaba el culo a su hijo. Perry le arrebató el termómetro de la mano y sostuvo con fuerza la colcha.

—Dame el maldito chisme ese. Me lo pondré yo mismo.

Ella se levantó sonriendo.

—Don Importante, te conozco desde que…

Empezó a salir de la habitación y se giró justo cuando Perry retiraba el cubrecama:

—Te conozco desde que…