7. LA MUERTE DE HANG ON SLOOPY

En diciembre, en un arrebato ebrio de fervor patriótico, diez de los Fordham Baldies más duros se alistaron en la Marina. Eso implicaba un trayecto de seis metros, de una punta de la isleta en forma de riñón donde los Baldies haraganeaban a la otra punta, donde había una oficina de reclutamiento de la Marina instalada en un remolque. El oficial de reclutamiento llevaba más de un año viendo por la ventana de su oficina a la chusma de cazadora negra, y maldecía el día en que se alistó para servir al Tío Sam. La idea de contribuir a un mundo más seguro para la democracia, para que esos pequeños —no tan pequeños, realmente— capullos pudieran pasar los días y las noches golfeando, bebiendo de botellas metidas en bolsas de papel marrón, lanzando miradas lascivas a las mujeres, tocándole el culo a alguna de vez en cuando y, en general, aterrorizando a la gente decente, lo ponía enfermo de rabia.

El día que entraron tambaleándose en el remolque, su primera reacción fue sacar su pistola del cuarenta y cinco del cajón del escritorio. Cuando se dio cuenta de que lo que querían, los diez cayéndose y trastabillando alrededor de su mesa, con los párpados entornados y un aliento que olía como la parte trasera de una destilería, era alistarse, sacó la documentación, se apresuró a pedirles que firmaran y los puso de patitas en la calle con un «Al menos no vais a necesitar que os rapen el pelo, ja, ja, ja». La Marina necesitaba a esos cabrones tanto como necesitaba lanchas salvavidas de plomo, pero al menos desaparecerían de la isleta, y de su vista para siempre.

Más tarde, cuando se les pasó la borrachera, volvieron para decirle que todo había sido una broma. Él había estado rezando para que hicieran eso.

—Lo siento, muchachos.

—¿Qué quiere decir, lo siento, muchachos? No tengo veintiún años.

—No hace falta. Ja, ja, ja.

—Vamos, no fastidie.

—No; esas son las reglas.

—Mi madre se morirá, sin mí.

—Tenías que haberlo pensado antes.

—¿Qué ha dicho de mi madre?

El oficial sacó su cuarenta y cinco. Todos se callaron.

—Y ahora largaos de aquí. Y no os preocupéis, la Marina os convertirá en hombres. Ja, ja, ja.

Se quedaron todos mirando hoscamente su cara de palo, su pistola de acero pavonado, refunfuñaron y se fueron.

Después de los exámenes el único rechazado fue Terror. Intentó atacar al psiquiatra cuando el hombre le preguntó si alguna vez había tenido sueños húmedos con su madre. Después de que tres policías militares sacaran a Terror a rastras del despacho del loquero, el psiquiatra escribió en la ficha de Terror: «El único uniforme que este individuo debería llevar es una camisa de fuerza». Pero la exoneración oficial de Terror fue por razones físicas: era asmático. Eso resultaba irónico, pues Terror tenía la fuerza de dos hombres, manos grandes como palas y la cabeza del tamaño de un casco de buzo. Era un hijo de puta pendenciero y podría haber disfrutado en una guerra.

Así que Terror volvió a la isleta, con Joey DiMassi, Cookie Scalisi, que estaba tratando de vomitar mientras los otros firmaban, y diez o veinte caras más, que iban cambiando.

Ese era el fin de los Fordham Baldies, y Joey DiMassi lo sabía. El corazón y el nervio ya no estaban: Jay-Jay, Butler, Peter DiLuca, Fat Sally, los hermanos Martin, Big Chief, Gussie; hasta el negrata de la pandilla, Roger —aunque nadie, excepto Terror, se atrevía a llamarlo negrata, porque para ser negrata y estar en los Baldies tenías que ser el doble de duro que un tipo blanco—, todos habían desaparecido. Por lo menos no se habían llevado a Terror, aunque Terror se lo ganase con su impredecible comportamiento alborotador. Además, los nuevos no eran lo mismo. Los antiguos que no se habían alistado empezaron a desbandarse porque muchos de sus amigos ya no estaban. Joey sabía que sus días como Baldie estaban contados, y que cuando él se marchara sería el fin. El corazón y el nervio ya no estaban, y él era el cerebro. Sin cerebro no había pandilla.

Una pared baja de hormigón rodeaba la isleta. Cuando los Baldies se cansaban de estar de pie, se sentaban en el suelo, con la espalda contra la pared, y miraban el constante flujo de viandantes que cruzaban andando la isleta, hacia Alexander’s y otras tiendas más pequeñas.

Sábado, 14 de febrero, noche del Día de San Valentín. Terror, Joey, Hang On Sloopy y Cookie estaban sentados con la espalda contra la pared, ebrios de Tango, cada cual con su propio resentimiento. Cookie se hurgaba la nariz, hacía pelotillas con los dedos y se las lanzaba a las piernas de los viandantes. Terror se divertía con eso, pero no decía nada. En cambio, Joey DiMassi se cabreó y le dio una colleja a Cookie.

—¿Qué pasa contigo? —Joey tenía los ojos encendidos.

Cookie hizo una mueca.

—Venga, Joey, tío, ¿de qué vas?

—¿Es que no tienes modales? —Joey se lo miraba con irritación y desdén. Terror se reía por lo bajo—. ¿Te gustaría que te lanzara mocos?

—Vale, vale.

—¡No tenéis remedio, tíos! —gritó Joey.

—Okey, ¡ya basta! Mierda, vosotros no… no… —Cookie buscaba la palabra.

Terror levantó una pierna y soltó un pedo hacia el pavimento. Eso hizo tronchar de risa a Cookie y a Sloopy. Terror se reía tontamente, como un chiquillo. Joey se puso de pie, se sacudió el polvo de detrás de sus pantalones y echó a andar.

—¿Adónde vas? —preguntó Terror.

—Lejos de vosotros, panda de cerdos. —Joey se quedó de pie de espaldas a ellos, observando Fordham Road.

—¿Vas al cine?

—Sí.

—Voy contigo —dijo Terror, levantándose con esfuerzo.

—No lo hagas por hacerme un favor.

Joey echó a andar hacia el Loew’s. Terror iba detrás, como si fuera el gorila mascota de Joey.

—¿Qué peli echan?

Mondo Cane.

—¿Es italiana? —Joey no contestó—. ¿De qué va?

Cookie y Hang On Sloopy observaron cómo Joey y Terror desaparecían cuesta abajo. Empezó a nevar y cada vez hacía más viento.

—Joder, ¿qué quieres hacer, Sloop?

Cookie tomó otro trago de Tango y escupió un poco de bilis. Sloopy le cogió la botella y le dio un buen sorbo.

—¿Qué hora es?

Cookie miró por encima del hombro el gran reloj del Dollar Savings Bank, a tres manzanas de distancia.

—Las nueve y media.

Sloopy le dio otro tiento a la botella y se la pasó a Cookie. Este le limpió el gollete con la manga. La idea de beber de las babas de Sloopy le daba náuseas. La boca de Hang On Sloopy parecía puesta en su cara con un abrelatas. Era un hoyo pálido y sin labios, con dientes multicolores que iban en cuatro direcciones diferentes. Tampoco Cookie era un guaperas, pero todos los días daba gracias a Dios por no parecerse a Sloopy. La cabeza de Sloopy era un cráneo estrecho envuelto en piel. No tenía nariz excepto por dos anchas fosas nasales, y sus orejas eran del tamaño de una moneda de cuarto de dólar. Los ojos eran azul pálido, lo cual no estaba mal en una cara normal, pero unos ojos bonitos en la cara de Hang On Sloopy resultaban horrendos. Tommy Tatti decía que era como si alguien le hubiera borrado la cara a Sloopy con una goma gigante y hubiera dejado el trabajo a medias. Pero lo que Dios no acabó en cuanto a rasgos faciales, lo había sustituido por una galaxia de espinillas; no de las que salen de la noche a la mañana, sino unas de color pardo oscuro, permanentes y hundidas en la piel, que habían ido anidando durante años, del tipo que resistirían un rayo láser. Y el toque final era la cabeza afeitada de Hang On Sloopy, al rape como todos los Baldies.

El viento levantaba la nieve. Cookie y Sloopy se pusieron de pie, se alzaron el cuello de su cazadora de Fordham Baldies y se sacudieron, para entrar en calor. Las cazadoras de los Fordham Baldies eran más apropiadas para la primavera, pero tanto si nevaba como si no, ellos tenían clase. Seda negra con ribete amarillo en las mangas. La parte trasera era una obra maestra. Entre los omóplatos ponía «Fordham» en letra gótica. Debajo de las letras había el dibujo de una calavera sonriente, con un sombrero de copa, como el de quien va a salir de noche por la ciudad. Debajo del cráneo se cruzaban dos bastones de marfil con punta plateada. De fondo había unas llamas naranja y rojo y debajo de todo se leía «Baldies» impreso con el mismo tipo de letra esmeradamente elaborada.

—¡Bah, mierda! ¡Venga, vamos a algún sitio!

Echaron a andar por Fordham hacia la estación de tren de la Tercera Avenida. Sloopy entró en una tienda de licores y compró otra botella de Tango.

Cada 14 de febrero el centro social del Bronx House organizaba un baile de San Valentín. El gimnasio estaba engalanado con banderolas de crepé y cada tres metros había grandes corazones de cartón colgados a lo largo de las paredes. Las chicas que llevasen pulseras de tobillo pagaban la mitad, siempre que fueran acompañadas por un novio que pudiera demostrar que su nombre era el grabado en la pulsera, y siempre que ambos tuvieran carné de miembro de la Bronx House. Corrían rumores de que Dion o Johnny Maestro and the Crests iban a estar presentes, y los Wanderers decidieron ir; Richie y Buddy con sus novias; Perry, Joey y Eugene, solos. Una vez dentro, se fueron los cinco directos al retrete, a peinarse y a acicalar sus ya congelados tupés o flequillos, a codazos con otros veinte tíos para conseguir un buen puesto delante del espejo. Buddy y Richie salieron cuando la banda se preparaba para tocar. Los otros tres se quedaron a mear. Joey y Eugene acabaron antes, y Joey se subió la cremallera y le dio un empujón a Perry, que estaba meando y se salpicó los pantalones de sarga gris claro, desde el muslo hasta la rodilla. Eugene y Joey se largaron riendo y dejaron a Perry maldiciéndolos y sacando de la máquina expendedora fajos de toalla de papel marrón, que parecía papel de lija. Se frotó furiosamente la mancha, con la desagradable sensación de humedad del pis en la pierna. Cuando finalmente llegó a la pista de baile, Joey y Eugene estaban bailando. Perry estaba disgustado. La chica de Joey era una verdadera putilla, lo cual no era del todo malo, pero la de Eugene era borde de verdad. Cuando la música paró, Joey se puso a hablar con su pareja de baile, pero ella se largó. Perry se sintió mejor.

—Joder, menuda putilla —dijo Joey a la defensiva.

—Te he visto con peores.

Perry y Joey observaron con ansia a Eugene, que hablaba y reía con su chica, como si fueran viejos amigos. La música empezó otra vez y Eugene y su chica empezaron a bailar.

—Cojones con Eugene.

—Ese tío debe de cepillarse los dientes con afrodisíaco.

La siguiente canción era una lenta. Con cierto pánico contenido, los desparejados se abrieron paso entre la multitud e invitaron primero a las chicas bonitas, luego a cualquier cosa sin rabo, a bailar. Joey consiguió chica enseguida. Perry fue despedido antes de llegar al centro de la pista. La canción estaba casi acabando y Perry empezó a sudar. Se fijó en Joey, que bailaba cerca de él, pero no se restregaba con su pareja. En cambio, Eugene se arrimaba como para necesitar un condón. Al lado de Perry apareció una chica que sonreía hacia el techo, con las manos cogidas una con otra delante. Tenía el pelo naranja y las tetas más grandes que Perry había visto nunca. Le dio un golpecito en el brazo y le dijo:

—Perdona… —Ella no lo advirtió. Perry se sintió como si todo el mundo le mirara—. Perdona… —Ella sonrió bobamente—. ¿Bailas?

Ella le pasó los brazos alrededor del cuello y se pegó a él. Y sí, la chica se restregaba con él, y sus tetas eran como dos bolas de fuego apretadas en el pecho de Perry. Él puso la pierna entre las de ella durante dos compases, y luego ella puso una pierna entre las de él durante dos compases. Joey lo vio. Y Perry estaba en el cielo. Demasiado pronto acabó. Se separaron y Perry preguntó:

—Ah… ¿vas al Columbia?

—Sí. ¿Tú también?

—No. Al Tully.

—¿Conoces a un tipo que se llama Steve?

Y así siguieron. Tres bailes. Luego otra lenta. En un delirio de recién descubierta pasión se olvidaron del fregoteo de dos compases y se quedaron parados, frotando frenéticamente una entrepierna con otra. Perry estaba tan empalmado que quería meterse en el lavabo y hacerse una paja, pero tenía miedo de que ella encontrara a otro antes de que él volviera. Perry le sonrió a la chica mientras esperaban, sudorosos, el siguiente baile. Ella alzó la vista hacia Perry.

—¿Eres judío?

Cataclismo.

—Ah… no. —Entonces se vio que del cuello de ella colgaba una estrella judía, lo bastante pesada como para matar. Y matar es lo que hizo.

—Uh… disculpa. Voy a ver dónde están mis amigas.

Ella sonrió. Perry se quedó quieto y hundido.

—No era tu tipo —dijo Joey—, pero era guapa.

Eugene y su chica se daban el lote junto a una pared. Richie y Buddy no contaban; tenían novia.

La banda era una mierda. Little Domenick and the Sharktones. Tres macarroni y dos negratas. No armonizaban de ninguna manera. El batería tocaba con una sola baqueta, porque había perdido la otra. Eugene y su ligue ganaron el concurso de twist, y Buddy y Despie quedaron segundos; toda una victoria para los Wanderers. Richie y C se besuqueaban en un rincón. Joey y Perry se quedaron en el centro de la pista, sin molestarse siquiera en invitar a ninguna chica a bailar. Dos egos destrozados, rechazados un total de veintiséis veces. Perry ahuecó las manos delante de la cara, para comprobar su aliento. Joey fingió que se miraba la camisa por detrás, y comprobó sus sobacos.

Hang On Sloopy y Cookie cogieron el tren elevado hacia Pelham Parkway. En el vagón se terminaron la botella de Tango. Cuando bajaron llevaban una buena curda. Vieron a dos que iban al Bronx House y las siguieron, emitiendo sonidos de succión y haciendo discretas preguntas sobre su vida sexual, su patrimonio familiar y sus prácticas en el lavabo. Las chicas aceleraron el paso bajo la tormenta, con los Baldies tambaleándose como dos yetis retrasados un par de metros detrás de ellas. En la última manzana, las chicas echaron a trotar, buscando el refugio de las resplandecientes luces y el gentío.

—¿Quieres que entremos? —propuso Sloopy.

—No. —Cookie se cohibía por su cabeza pelada—. Habrá demasiados judíos.

—Chorradas. Vamos.

—Paso.

—Oye, tío…

—No me da la gana. ¿Estás sordo?

—¡Que te jodan!

Sloopy entró resuelto y dejó a Cookie fuera en la nieve.

En el instante en que entró, la gente se apartó a su paso. Era mayor, estaba borracho y su cabeza rapada y su cazadora de Baldie eran más obvias que una bandera de Estados Unidos. Ajeno a todos los que lo rodeaban, empezó a bailar solo, como un mono, encorvando los hombros con los ojos cerrados, moviendo la cabeza al ritmo de la música. Joey le dio un codazo a Perry.

—Mira quién está aquí.

—Ay, Dios; menudo gilipollas.

Sloopy se cayó al suelo, se puso de pie y siguió bailando.

—¿Quién lo ha dejado entrar? —preguntó Eugene con el brazo rodeando el cuello de su nueva amiga. Joey y Perry se quedaron mirando a la nueva adquisición que Eugene incorporaba a la larga lista de sus conquistas—. ¡Ah, sí! Fred, estos son mis colegas. Esta es Fred.

—Mi nombre de verdad es Frederika, pero todo el mundo me llama Fred —explicó ella con una sonrisita.

Joey y Perry asintieron con una expresión necia.

Eugene miró hacia el techo. Fred había contado eso cinco veces en las dos últimas horas. Perry observó que la chica llevaba uno de esos termómetros judíos que cuelgan en el portal de las casas. Se preguntó si Eugene le habría dicho que era rabino. Eugene parecía más italiano que el Papa.

—Eh, Eugene —empezó Perry—, ¿vas a ir a misa mañana?

—¿Qué?

—Que si vas a ir a misa, ya sabes, a la iglesia, a misa.

—¿De qué me hablas? —Eugene no había ido a misa desde hacía cuatro años.

—Yo creo que cualquier buen católico…

Perry no terminó la frase porque una chica se puso a chillar justo detrás de él. Se giró como un rayo y vio que Hang On Sloopy había agarrado a la chica de pelo naranja e intentaba besarla. Ella chillaba y trataba de zafarse de él con el brazo extendido, como en las películas. Estaban rodeados de tíos que le tenían miedo a Sloopy, así que en lugar de intervenir, revoloteaban como mariposas alrededor de la pareja. Sin pensar en los pros y los contras, Perry se abrió paso a empujones entre la multitud, agarró a Sloopy por la cintura y lo levantó en el aire. Sloopy aterrizó de pie y se quedó mirando atónito a Perry. Perry era un tipo grande, Sloopy era esmirriado, todo fachada.

Apretó los dientes y amenazó con el dedo a Perry.

—¡Te voy a matar, hijo de puta!

Perry sabía que podía con Sloopy, pero tenía miedo de los Baldies. Pasara lo que pasara, no podría ir a Fordham Road nunca más.

Sloopy se escabulló por la puerta, sin dejar de amenazar con el dedo y maldecir a Perry. A Perry le entraron náuseas de temor. La chica de pelo naranja corrió llorando con sus amigas al lavabo. Joey se acercó a confortar a Perry.

—Ahora sí que la has hecho buena —Perry meneó la cabeza—. Ahora la has hecho buena de verdad.

Sloopy avanzó tambaleándose por la nieve, con lágrimas de rabia congelándosele en las mejillas. Tenía tanto frío que le dolía la espalda. Tropezó con un bordillo y se partió el labio.

—¡MIERDAAA! —Un prolongado quejido de agonía reverberó entre hileras de edificios durmientes—. ¡JOOODER! —Un rugido en armonía con el ruido del tren elevado, justo encima de él.

—¡LA PUTAAA! —La sangre le manchó la parte delantera de la cazadora.

Una ventana se abrió en algún lugar cercano:

—¡Cállate ya, cabrón!

Sloopy se irguió y se quedó de rodillas.

—¡Bésame el culo, chupapollas! —chilló, antes de ponerse a reír como un imbécil.

Otra ventana con una luz amarilla en el interior se abrió: el edificio de cinco plantas parecía un gigante guiñando el ojo.

—¡Cállate de una vez, capullo!

—¡Chúpame la polla! —Sloopy se levantó, se sacó el rabo y meó hacia arriba en el aire. Cuando acabó separó las piernas y empezó a zarandearlo como si fuera un puro de goma. Un tiesto se estrelló en el suelo, sobre el manto de la nieve que seguía cayendo.

—¿Quién ha tirado eso?

—¡Lárgate o llamo a la poli!

Sloopy gritó algo, pero su voz fue ahogada por otro tren.

Un huevo le dio en la cabeza y le salpicó la cara y la cazadora. Sloopy se puso a bramar a los edificios. Rugió con lágrimas, y en su furia empezó a romper ventanas a pedradas. Bajó por Allerton Avenue, corriendo y rompiendo escaparates. Corrió al parque y rompió cristales de coches. Aullando como un indio enloquecido corrió entre ventisqueros de nieve y saltó por encima de bancos hasta que llegó a Webster Avenue. Ya fuera del parque se sentó exhausto en un banco, cerca de una gran iglesia. Jadeando, escuchó su corazón, que latía como un coche necesitado de revisión. La lengua le colgaba fuera como a un perro y Sloopy empezó a quitarse restos de huevo con las uñas. Su cazadora estaba echada a perder, completamente echada a perder.

Bobby Cuddahy era un Ducky Boy, y como la mayoría de Ducky Boys era irlandés, no llegaba al metro sesenta y cinco y estaba loco. Webster Avenue era territorio Ducky Boy. Los Ducky Boys deambulaban por su terruño como dinosaurios enanos, descerebrados y sin miedo a nada. Solo respetaban a monjas y a curas. Peleaban contra cualquiera y contra todos y nunca perdían. Nunca perdían porque se contaban por cientos. Cientos de locos irlandeses achaparrados, con crucifijos tatuados en los brazos o en el pecho, locos con esa aterradora y ligeramente bizca mirada de la escoria urbana unidimensional y semihumana, convertida en máquina de matar. Y eran gente chunga: usaban cadenas de moto, antenas de coche y el «bastón de andar de Webster Avenue», un bate de béisbol tachonado con cuchillas.

Sus auxiliares femeninas eran peores aún. Atacaban a tíos solos o a grupos de tíos. Usaban antenas de coche y en un solo trallazo podían abrir una mejilla y dejar jirones de piel colgando por el cuello.

Periódicamente, la nación Ducky Boy atacaba y devastaba un vecindario. Ni los Ducky Boys ni sus víctimas sabían cuándo o por qué. Era más una catástrofe natural, un irreflexivo impulso en masa, un capricho de las secreciones glandulares, que algo planeado o siquiera mencionado. Podían estar tranquilamente tomando cerveza en la escalera de un porche, y una hora después, un complejo de viviendas sociales, un instituto o una zona de recreo, parecían Londres tras el bombardeo, con sirenas y heridos gimiendo incluidos. Y luego los Ducky Boys volvían a beber cerveza en la escalera del porche, como si no se hubieran movido de allí. No se guiñaban el ojo, ni bromeaban ni chismeaban. Las heridas no les importaban. Simplemente, sangraban. O iban tranquilamente a confesarse, cubiertos de sangre. Confesaban cosas como haber usado el nombre del Señor en vano, o haberse tirado un pedo en público. Y tampoco el padre O’Brian prestaba atención a la sangre: escuchaba sus bisbiseos y les mandaba rezar unos cuantos avemarías. Si estaba de un humor particularmente bueno o malo, se llevaba al penitente a un pequeño patio trasero de cemento y le administraba diez azotes con una antena de coche. Nadie se quejaba. Apenas eran capaces de comunicarse verbalmente. Conversar era algo desconocido entre ellos. Lo único que hacían igual que el resto de la raza humana era ir a misa. Iban seis, siete, a veces diez veces por semana. Adoraban al padre O’Brian, antigua estrella del fútbol del equipo de la universidad de Fordham, a quien, a diferencia de la mayoría de sacerdotes de zonas pobres, no le importaba un carajo lo que hiciera la juventud, siempre que asistiera a misa. Creía en la confesión y en el castigo corporal. El padre O’Brian había sido uno de los primeros Ducky Boys de principios de los años cincuenta, y había sobrevivido.

El padre O’Brian vio que Bobby Cuddahy se levantaba y se iba. El sacerdote estaba sobre un taburete rígido bajo el altar, frente a ocho Ducky Boys sentados en el banco de la primera fila. Como cada noche de sábado, los únicos asistentes a la misa de medianoche eran los Ducky Boys. O’Brian se colocaba frente a ellos como en un aula, y ellos se lo quedaban mirando inexpresivamente. Se quedaban así durante una hora. O’Brian suspiraba, tragaba flema y hacía crujir los nudillos. Los Ducky Boys se hurgaban la nariz, se miraban la uñas o bostezaban. A veces los Ducky Boys se marchaban, a veces O’Brian se marchaba. Aquel sábado, Bobby fue el primero en marcharse, y quince minutos después se marchó el resto. O’Brian vio cómo sin mediar palabra y sin ninguna señal se levantaban y desfilaban en silencio hacia la puerta y salían de la iglesia. O’Brian miró el reloj. Las doce y media. Se preguntó adónde iban. Echó de menos ser un Ducky Boy. Se preguntó si se iban a casa o iban a matar a alguien. Echó de menos ser una estrella del fútbol. Echó de menos estar borracho.

Hang On Sloopy emergió de las sombras cuando Bobby Cuddahy dobló la esquina de la iglesia

—¡Eh, tú! ¡Ven aquí! —gritó Sloopy.

Bobby levantó la mirada hacia la mezcla de sangre, huevo, espinillas y dientes en tecnicolor que componían el cráneo de batalla campal de Sloopy.

—¡Tú! ¡Ven aquí! —Sloopy era quince centímetros más alto que Bobby. Seguía borracho y no se había dado cuenta de que estaba en Webster Avenue—. ¡Ven aquí! No te voy a hacer daño.

Una extraña media sonrisa se dibujó en los gruesos labios de Bobby mientras se acercaba a Sloopy.

—¿De dónde vienes? —preguntó Sloopy con una mirada torva.

Bobby no contestó; simplemente se lo quedó mirando con su leve sonrisa.

—¿Vas al instituto, eh? —El aliento de Sloopy salía en bocanadas de vaho. Los dientes le castañeteaban. Había dejado de nevar, pero el frío de medianoche era mortal—. ¿Vas al instituto?

Sin decir nada, Bobby reculó un poco y salió del pequeño círculo de luz proyectado por la vieja farola de hierro. Sloopy lo asió del brazo.

—¿Quieres una mamada, chaval? Vamos, no estoy borracho, lo digo en serio. ¿Quieres una mamada? Podemos ir al parque.

Sloopy le retorció el brazo a Bobby. Las fosas nasales de Bobby se ensancharon. Un brillo fugaz pasó por delante de la cara de Sloopy, y este sintió que un ribete cálido de sangre le entraba en la boca. Dio un grito y soltó el brazo de Bobby. De repente se dio cuenta de dónde estaba y de quién era Bobby probablemente.

Los ojos de Bobby brillaron. Enarboló su anticuada navaja con mango de nácar y repitió:

—¿Mamada?

Sloopy echó a correr por Webster Avenue. Seis Ducky Boys le iban detrás, blandiendo indolentemente bastones de andar. Sloopy corría más rápido; ellos siguieron al mismo ritmo. Emitían unos sonidos parecidos a la risa e iban gritando «¿Mamada?». Sloopy corría como un personaje de dibujos animados. Cuando miró otra vez atrás ya eran diez. Iban apareciendo de los portales, del parque, de las aceras. Sloopy llegó a una valla alta de tela metálica y saltó sobre ella. La fuerza del salto hizo que la reja se bamboleara adelante y atrás. Trepó por la reja, haciendo con cada paso el sonido que harían unas armaduras entrechocando. Cuando alcanzó el extremo, a cuatro o cinco metros de altura, y montó a horcajadas en la estrecha barra metálica, justo debajo de él había veinte Ducky Boys que hacían silbar bastones en el aire, iban de un lado a otro y arrancaban antenas de los coches sin aparentemente prestarle ninguna atención a Sloopy. De vez en cuando, uno de ellos miraba arriba y decía «¿Mamada?».

Sloopy estaba más que aterrorizado. Era el fin. Las puntas de alambre de la malla metálica que sobresalían de la barra en que estaba montado se le clavaban en las ingles. Al otro lado del parque vio luces aisladas, en casas de bloques de apartamentos. Deseó poder esfumarse mágicamente en la negrura y reaparecer junto a una de aquellas luces —en un sofá, una silla, una cama—, a salvo. Miró abajo. A su izquierda, los Ducky Boys seguían pululando, ajenos a él. A su derecha, un fino manto de nieve desaparecía en la oscuridad. Apenas podía distinguir la patibularia silueta de un poste y un tablero de baloncesto. Un campo de recreo. Estaba en la valla de un área de recreo. Forzando la vista vio otra valla en la otra punta del campo de recreo. Más allá, ruidos sordos y luces que pasaban a toda velocidad: la avenida. Una posibilidad que reavivó su pánico. Si conseguía descolgarse hasta el suelo, escabullirse entre la oscuridad, trepar por la otra valla, correr hasta la avenida… Miró a su izquierda de nuevo. Nadie lo miraba. Hazlo. Levantó una pierna. Se le había dormido de no moverla del sitio y por el frío. Cuando empezó a descender por el lado interior de la reja, un Ducky Boy se abalanzó contra la verja, se agarró con manos y pies a la tela metálica y con el bastón le lanzó una estocada a la cara. Sloopy se soltó despavorido y cayó de cabeza desde cuatro metros de altura. Golpeó con la frente el hielo y el cemento. Las pupilas le rodaban bajo los párpados.

Los coches que circulaban por la nieve medio derretida hacían un sonido amortiguado al bajar por la colina, y los reflejos de sus luces se proyectaban en las paredes y el techo del dormitorio de Perry. Este, tendido en la cama y con las manos en la nuca, contemplaba cómo las cambiantes sombras de los faros iluminaban la puerta de su armario y su tocadiscos, se movían de un lado a otro, subían y desaparecían a medida que los coches dejaban atrás su edificio. No podía dormir: pensaba en Sloopy. Pensaba en Terror. Pensaba en Debbie, la chica de pelo naranja, cuyo coñito huesudo había tenido clavado en la polla pocas horas antes. Perry se empalmó, empezó a hacerse una paja, pero su mente divagaba. Pensó en los Baldies y la polla se le marchitó en la mano, como una flor muerta. Se mordió las uñas pensativamente. Pensó en Terror. Podía enfrentarse a la mayoría de los Baldies, pero no a Terror, y Terror iría por él. Con Joey DiMassi, Perry estaría a salvo. Joey era el único que podía controlar a Terror. Y Joe era un buen tipo, entendería lo ocurrido y contendría a Terror. Quizá Joey decidiría que Perry tenía que pelear con Sloopy. A Perry no le importaría. No le pegaría demasiado fuerte, luego ayudaría a Sloopy a levantarse, le tendería la mano; lo pasado, pasado está, y todas esas chorradas. Quizá los Baldies apreciarían sus maneras y le ofrecerían unirse a ellos. Él declinaría, por supuesto, pero se lo agradecería y le juraría amistad eterna a Joey. Terror rezongaría pero admiraría la clase de Perry. Quizá hasta le ofrecería un trago de Tango. Sí. Pensó en las tetas de Debbie y empezó a hacerse una paja otra vez. Pero ¿y si Sloopy iba directamente a Terror, sin decírselo a Joey? Terror sabía que Joey se interpondría, así que mantendría el secreto entre él y Sloopy, iría a Big Playground y le abriría a Perry el cráneo contra un poste, con la misma facilidad que la madre de Perry partía un melocotón. La polla le flaqueó.

El Ducky Boy que abatió a Sloopy fue el único que lo vio caer. Los otros estaban de espaldas a la verja. Cuando la cabeza de Sloopy golpeó el suelo con un escalofriante ¡crack!, se dieron la vuelta y se quedaron mirando la figura inmóvil. Como un batallón de paracaidistas, treparon lentamente por la verja y se dejaron caer por el otro lado. Contemplaron el cuerpo mientras lo pinchaban y lo zarandeaban ligeramente con sus bastones, y luego le dieron la vuelta y lo dejaron de espaldas al suelo.

Bobby pasó el bastón por la mejilla de Sloopy y dejó una fina línea de sangre. Los Ducky Boys se miraron unos a otros durante un largo minuto, luego Bobby se agachó, levantó a Sloopy y lo dejó sentado. Le quitó la cazadora manchada y la camiseta y con cuidado tendió a Sloopy, desnudo de cintura para arriba, otra vez en el suelo. Entonces volvieron a trepar por la verja, con la cazadora de los Fordham Baldies colgando del cinturón de Bobby Cuddahy, como una cabellera.

La noticia de la muerte de Hang On Sloopy se extendió como una onda sísmica por los campos de recreo, las tiendas de dulces y los descampados de North Bronx. Todo el mundo se convirtió en filósofo. Algunos empezaron a hablar en susurros por primera vez en la vida. El Daily News le dedicó ocho centímetros de texto:

CADÁVER CONGELADO, HALLADO EN BRONX

El cuerpo semidesnudo, acuchillado y magullado de un joven de 19 años, identificado como James Sloop, con domicilio en el número 2332 de Valentine Avenue, ha sido hallado esta mañana en un campo de recreo entre la calle 203 y Webster Avenue, en Bronx. Aparentemente, murió de frío durante la noche. La policía está investigando la posibilidad de un ajuste de cuentas.

—Ha sido cosa del destino —dijo Eugene.

—¿Qué sentido tiene todo? —preguntó Richie, negando con la cabeza—. Somos motas de polvo en una aspiradora. Es como… cualquier cosa que haces, cualquier cosa que sientes, es como…

—Como una mierda, tío. A ti te podía haber pasado lo mismo —opinó Joey, haciendo chascar los dedos.

—Justo igual que a Sloop —dijo Perry, con aire taciturno.

—Lo que quiero decir es que ¿para qué ir a la puta escuela? Te pasas ocho horas con los deberes de mates y luego, de camino a clase, un negrata te apuñala en el corazón y se acabó —afirmó Richie.

—Sí, los deberes no sirven para una mierda —añadió Buddy.

—Sloopy no era mal tipo —dijo Eugene.

—Hang On Sloopy —soltó Perry, con expresión ausente.

—Ni siquiera sabía que se llamaba James, hasta que lo leí en el periódico.

—Tu nombre de verdad es Mario, ¿verdad, Buddy?

—¿Cuál es el nombre real de Turkey?

—Ira.

—¿Ira?

—Sí.

—Menudo gilipollas.

—Bah, es buen tipo.

Eugene encendió un cigarrillo.

—Dame fuego —dijo Joey, desviando la mano de Eugene.

—A mí también —dijo Buddy.

—Eh, eso son tres con una sola cerilla.

—¿Y qué?

—Da mala suerte.

—Con todo lo que ha pasado, ¿tengo que preocuparme por la mala suerte? —preguntó Buddy.

—¿No has oído nunca lo de los tres soldados?

—¿Me vas a contar un cuento?

Richie no hizo caso de Eugene y empezó:

—Era de noche, ¿vale? Y había unos tipos en una trinchera. En Alemania, supongo, no sé. Sea como sea, uno enciende un cigarrillo y un francotirador ve la llama, ¿vale? Entonces el tío le da fuego a su camarada y el francotirador tiene tiempo para apuntar. Entonces le da fuego al tercero y… ¡Bang!

Richie apuntó con el cañón de un fusil imaginario hacia Eugene y disparó.

—¿Eran americanos o boches?

—¿Cómo cojones voy a saberlo?

—Cambiemos de tema —dijo Perry.

—Pillemos una Coca-Cola —dijo Richie.

—Hagamos algo —dijo Eugene.

Los Wanderers haraganearon por White Plains Road, buscando algo que hacer. Se pararon en la pizzería Pizza World y compraron Coca-Colas. Luego fueron al desierto aparcamiento de Safeway, al otro lado de la calle. Las luces fluorescentes en lo alto estaban encendidas, y si no hubiera habido hielo ni nieve habrían jugado un partido amistoso de fútbol. Nadie se bebía su Coca-Cola, hacía demasiado frío para disfrutar de un refresco.

—¿Alguien me quiere comprar la Coca-Cola?

—¿Cuánto?

—Un cuarto de dólar.

—Vete a la mierda. Cuesta quince centavos.

—De acuerdo. Quince centavos.

—No.

Eugene puso el pulgar en la boca de su botella, la removió y roció a Richie. Entre risas, echaron a correr y resbalaron por el hielo. Richie se cabreó y en lugar de zarandear la botella, se la tiró directamente a Eugene. La botella le acertó de lleno en la cabeza y dejó a Eugene noqueado en el suelo. Todos se pararon. Eugene yacía boca abajo en la nieve.

—¡Eres un puto gilipollas! —le chilló Perry a Richie.

—No quería hacerlo, ¡lo juro!

Se agacharon todos alrededor de Eugene. Enseguida volvió en sí. Quejándose, se dio la vuelta y se quedó mirando las caras de sus amigos y las luces en lo alto.

—Lo siento, Eugene, ¿estás bien?

Eugene miraba a Richie como si no estuviera seguro de saber quién era.

—Ayudadme a levantarlo.

Cogieron a Eugene por los sobacos y lo pusieron de pie. A Eugene le temblaban las piernas, como a un borracho.

—¿Estás bien?

Eugene parecía aturdido.

—Cógela —le dijo Richie a Eugene, tendiéndole la botella de Coca-Cola, que no se había roto en el lanzamiento—. Cógela, dame cinco segundos para correr y luego me la tiras, ¿vale?

Eugene miró la botella que le habían puesto en la mano y la dejó caer en el suelo. Los miró a todos uno por uno y se frotó la cabeza.

—Quiero irme a casa.

Una expresión preocupada recorrió el semblante de los Wanderers. Eugene empezó a andar hacia la salida del aparcamiento. Los otros se apiñaron a su alrededor.

—¿Estás bien?

—¿Te encuentras bien?

—Sí… sí. —Su voz, poco más que un susurro muy somnoliento, sonaba como si se acabara de despertar.

—Acompañémoslo a casa —dijo Richie, que se sentía culpable y angustiado por la ausencia de enfado y de deseo de venganza en Eugene.

—No, no, estoy bien. Solo que… nada. —Eugene hizo un débil gesto de despedida con la mano, como si lo desestimara todo y se marchó.

Se quedaron mirando cómo bajaba por Burke Avenue. Parecía que ya no se tambaleaba.

—Eso fue una verdadera estupidez, Richie.

—Bueno, cojones, empezó él.

—Sí, bueno, pero no tenías que tirarle la puta botella a la cabeza.

—Dije que lo sentía.

—¿Y si ahora tiene un tumor cerebral?

—¿Qué? —Richie sintió frío en el estómago—. No puedes tener un tumor cerebral por eso.

Perry continuó con su enfado justiciero.

—¿Ah, no? Bueno, si Eugene tiene un tumor cerebral, ¿qué les vas a decir a sus padres? ¿Que empezó él?

Richie se imaginó el funeral. El padre de Eugene, exasperado de dolor ante la tumba, arremetiendo ofuscado contra él, para matarlo. Richie se echó a llorar.

Eugene se encontraba bien. Solo había pasado unos segundos desvanecido. Él sabía que se encontraba bien. Físicamente. Pero algo le había pasado al recobrar el conocimiento, cuando no sabía si estaba soñando o estaba despierto, cuando en lugar de a los Wanderers, vio una pintura de los Wanderers; cuando, encima de sus irreales rostros, vio las luces gigantes del aparcamiento, y en aquel momento se dio cuenta de que, igual que Sloopy, él, Eugene Caputo, iba a morir. Y eso hizo que se cagara de miedo. No era dolor lo que le hizo temblar las piernas, sino terror.

Su impulso reflejo de protección fue ver la televisión. Y con feroz concentración miró la tele durante horas y horas, hasta que sintió los músculos del cuello como un alfiletero. Y cuando solo quedaban cartas de ajuste, apagó el televisor y encendió la radio. Cuando la estación de radio acabó la transmisión, encendió su tocadiscos, se vistió con su mejor ropa y se puso a ensayar bailes, como si mientras pudiera oír a Kookye Byrnes o Cousin Brucie o Mad Daddy o Babalu o Murray the K o Dion o Frankie Valli; mientras hubiera algo que sonara a bop del bueno; mientras hubiera algo que valiera la pena, que le recordara la vigencia y el arrojo de ser un diecisieteañero enrollado, entonces estaba a salvo. A las seis de la mañana se derrumbó, temblando de cansancio. Era inútil. No podía eludirlo, por mucho que bailara. No podía meterse dos dedos en la garganta y vomitarlo, como en un exceso de Tango. La muerte era para siempre. Se quedó dormido y soñó que era una estrella del rock and roll.