6. SUPERSEMENTAL

Eugene Caputo pasó sus labios resecos por los no especialmente extraordinarios pezones de Barbara Berkowitz, deslizó la boca por sus costillas, llegó al ombligo, y entonces titubeó antes de aventurarse en la espesura. Esperaba que la mano de ella le apartara la cabeza, pero Barbara estaba paralizada por la expectación, así que él continuó bajando, hasta que las fosas nasales se le hundieron en vello púbico y luego más abajo aún, hasta que percibió con la lengua y la nariz aquel olor acre y penetrante.

—¡Oooh! ¡Eu… gene! ¡Eu… gene!

El hedor y los sonidos de éxtasis de Barbara le dieron arcadas a Eugene. Se irguió y se quitó de la punta de la lengua varios pelos como briznas de tabaco.

—¡Dios, Barbara! ¡Deberías usar algún tipo de desodorante ahí abajo!

Ella se incorporó, con la cabeza ligeramente ladeada y una mirada inquisidora y estupefacta, como si él le acabara de decir «Tus padres han muerto».

—¿Qué? —chilló desde su cuello constreñido, con ojos refulgentes de humillación.

—Oh, mierda, no llores —suspiró él.

Como si lo hiciera para fastidiarlo, ella se puso a llorar tan fuerte que sonaba realmente como «¡Buaaah!».

Él meditó si era mejor consolarla, acariciándole la cabeza, o simplemente encender un cigarrillo.

—Eh, mira, Barbara, es perfectamente normal que las chicas huelan ahí abajo —dijo él, dando una larga calada y dejando ir un anillo de humo. Ella arqueó la espalda y se subió la falda—. Además, tampoco hueles tan mal. Una vez se lo comí a una chica que atufaba como si tuviera animalitos muertos metidos entre las piernas. —Eugene se rio al recordarlo.

—Eugene —dijo ella fríamente, con cara de funeral y una mirada asesina—, cállate la puta boca y llévame a casa.

Él se encogió de hombros, arrancó el motor y salió hacia una calle desierta. Condujo en silencio. Cuando llegaron a la casa, ella salió y dio un portazo como si con la onda expansiva quisiera hacer trizas el coche. Eugene hizo una mueca, se inclinó hacia el asiento del pasajero y gritó por la ventanilla, a la espalda de ella.

—Ha sido un placer conocerte, Barbara. Buenas noches.

Cuando Eugene llegó a casa, su padre aún estaba viendo la tele. Eugene se dejó caer en el sofá y empezó a deshacerse la corbata.

—¿Cómo te ha ido, campeón?

—Treinta y cuatro —contestó Eugene, sin dejar de mirar la pantalla.

Su padre sonrió y encendió un Marlboro. Le ofreció uno a su hijo, de una pitillera de plata, con las iniciales A.C. grabadas con letras afiligranadas, como de una cubertería Luis XIV. Eugene lo rechazó y se puso entre los labios uno de sus Kools.

—Así que treinta y cuatro, ¿eh? —Eugene miraba la tele—. A tu edad, yo ya llevaba cuarenta y seis. Te vas acercando. —Eugene se encogió de hombros y ahuecó innecesariamente las manos alrededor del encendedor de su padre—. ¿Quieres café?

—No, me voy al sobre. Mañana tengo escuela.

—Hasta luego, pues, campeón.

Su padre le dio un golpecito a un imaginario sombrero, como saludo a Eugene, y cambió de canal.

Eugene se miró la cara en el espejo del baño. Tenía un cutis aceitunado claro, mezcla del moreno mediterráneo de su padre y de la piel cobriza libanesa de su madre. El pelo era negro azabache con un brillo azulado. Tenía el nacimiento del pelo bajo y recto, y el cabello, parecía más cuidado que cortado. Con la yema de los dedos se examinó los poros de la piel. No había en ella ninguna imperfección, ni siquiera una espinilla. Tenía ojos un poco abultados, pero no saltones como los de Gennaro. Eran ojos caídos como los de Robert Mitchum, del color de un licor seco, como el del buen ron añejo. Tenía la nariz recta y afilada, y labios finos y perfectamente definidos por una casi invisible línea de un tono algo menos aceitunado. Se echó atrás para contemplar la cara entera: una verdadera obra de Miguel Ángel, solía decir su abuela. Se masajeó la cara y el cuello con el jabón azul que sus abuelos le habían mandado de España por su cumpleaños. Antes de acostarse, se sentó en el escritorio y abrió su libretita negra, en la página que decía T. E.: «Todo excepto…». A una larga lista de nombres de chica seguían iniciales que iban desde F. E. P. H. C., que significaba «Frotamiento entre sus piernas, hasta correrme», hasta P. («Paja»), L. («Lamida»), M. («Mamada») o P. C. P. («Paja con el pie»). Escribió Barbara Berkowitz en la L. y pasó a la siguiente página, titulada DIAL, que leído al revés era LAID[1]. El resto de la página estaba en blanco, tan inmaculada de tinta como su cara lo estaba de espinillas.

La mañana siguiente, Los Wanderers se reunieron en la plataforma del tren elevado, todos ellos con cazadora negra con reborde amarillo y la palabra «Tully» escrita en letras amarillas en la espalda.

—¿Dónde cojones se ha metido Caputo? —preguntó Buddy.

—Estará durmiendo —contestó Richie.

—Sí, recuperando energía —dijo Perry con un dejo de envidia.

—Ese tío va a palmar de tanto polvo.

—Debe de follar más que Elvis Presley.

—Más que Al Capone.

—Sí, pero no debería faltar tanto a clase —dijo Perry.

—¡Bah! ¿Qué importa? ¿Qué preferirías tú? ¿Sentar el culo en clase o sentarte en la cara de Barbara Berkowitz? —preguntó Buddy.

—Preferiría sentarme en tu cara, tontolaba.

Buddy le hizo ruidos de succión a Perry y este lo persiguió por la plataforma hasta que llegó el tren.

—Eu-gene, Eu-gene. —Su hermana pequeña le tiró del hombro y él se giró en la cama y miró con los párpados entornados a la niña—. Al se ha vuelto a olvidar de despertarnos. Son las diez —rezongó ella.

Eugene se incorporó, se frotó la cara y estiró la mano sobre el escritorio para coger un cigarrillo.

—Oh, mierda.

Su hermana iba vestida. Salió de la habitación y entró en la cocina para prepararse el desayuno.

—Dinky, ¿Al ha dejado las llaves del coche? —gritó Eugene.

—No lo sé —respondió gritando ella también.

—Bueno, pues, ¿por qué no las buscas? Te llevaré a la escuela —le dijo, rascándose las pelotas, tendido en la cama.

—Sí, están en la mesa.

—Muy bien.

Se levantó de la cama, y estaba empalmado como todas las mañanas, y como cada vez que estaba empalmado, la polla apuntaba recto abajo entre sus piernas. Se la miró, ya ni sorprendido ni consternado, sino con desesperada resignación, con una pasiva sensación de fatalidad. Fue tambaleándose al lavabo y por pura costumbre trató de levantarla hacia una posición más natural. Tan pronto lo soltó, el miembro saltó como un resorte a su posición anterior, apuntando inflexiblemente hacia el suelo, como una varita de zahorí que acaba de descubrir un océano subterráneo. Eugene meó, se aseó, se lavó los dientes y se vistió. Llevaba una camisa amarilla abotonada hasta el cuello y gemelos dorados, pantalones color cacao ajustados, calcetines de rayón y botas de media caña, de gamuza marrón.

Dinky estaba en el comedor comiendo cereales con sabor de chocolate. Eugene entró con dos tazas de café y un cigarrillo colgando de la comisura de los labios. Puso una taza delante de su hermana y se sentó.

—¿Al te ha dejado algo de dinero hoy? —preguntó ella.

Eugene sacó cinco dólares de la cartera.

Dinky levantó una manita, queriendo decir que con eso le bastaba.

—Al me dio uno de cinco ayer —dijo ella dando sorbos de café—. ¿Me pasas un poco más de azúcar?

—No, se te picarán los dientes. ¿Has hecho los deberes?

—Sí.

—Déjamelos ver.

Dinky se apartó de la mesa y cruzó remilgadamente el salón, donde tenía los libros apilados en la mesa. Eugene se rio entre dientes. Estaba encantado con su hermanita de ocho años, que tanto se esforzaba en ser una quinceañera. Cuando se agachó, Eugene vio un destello blanco.

—Dinky, se te ven las bragas. Ponte bien el vestido.

Ella se plantó ante Eugene con las manos en la cintura, dando golpecitos en el suelo con la punta del zapato y mirándolo fijo con cara de enojo.

—Eu-gene —dijo con voz severa y de sermón.

Eugene se rio. Ella volvió a la mesa con un libro blanco y negro de redacciones, y lo abrió para él. Mientras Eugene examinaba la aritmética, ella tenía un brazo rodeándole el cuello y una mano en la cintura, y estudiaba la cara de él, buscando cualquier señal de que se había equivocado en los deberes.

—¿Qué tal lo he hecho? —preguntó Dinky.

—Bien… bien… A ver… eh… ¿cuánto son ocho más seis?

Ella entrecerró los ojos y miró el techo, moviendo los labios.

—Catorce.

—¿Y qué has puesto? —Eugene señaló un problema.

Ella se inclinó sobre el libro, sin quitar el brazo del cuello de su hermano.

—Oh, mierda —dijo ella.

Eugene se irguió de golpe y miró fijamente.

—¡Eh!

—¿Qué? —preguntó Dinky con los ojos muy abiertos.

—Ya sabes qué —dijo él amenazadoramente.

Dinky se encogió de hombros y se quedó mirando los zapatos.

—Tú lo dices, y Al lo dice muchas veces… Anoche se lo dijo a mamá, y dijo mierda dos veces por teléfono, y esta mañana, cuando te has levantado, has dicho «Oh, mierda».

Se puso a imitarlo frotándose los ojos. Eugene soltó una risa.

—Pero yo soy mayor que tú, y puedo decir lo que quiera.

Ella se quedó impresionada.

—¿Puedes decir «joder»?

Eugene la agarró fuerte por los codos.

—Dinky, si te vuelvo a oír diciendo una palabrota, te voy a dar una buena zurra en el trasero y te voy a lavar la boca con jabón.

Ella se enfurruñó. Eugene temía que se pusiera a llorar, así que le soltó los brazos.

—¿Cuándo seré lo bastante mayor? —preguntó Dinky.

—¿Mayor para qué? —dijo él con un vago temor.

—Para decir lo que quiera.

—Nunca —contestó él, con el vago temor ya instalado en su interior.

La llevó en coche a la escuela pública, aunque estaba en la misma calle, a solo cuatro manzanas de casa, y le dijo:

—Dame un beso.

Ella le plantó un beso apático en la mejilla y se despidió.

—Hasta luego.

—Hasta luego.

Él aparcó en la acera y esperó a que su hermana subiera la escalera de la entrada principal.

Eugene condujo por la carretera que cruzaba el parque y paró delante del Tully. La gigantesca y grisácea fábrica que ocupaba una manzana entera y pasaba por ser un instituto, lo llenó de angustia. Las once de la mañana. Si entraba tendría que ir a ver al encargado de retrasos y luego a Mulligan. A Eugene lo habían enviado ya cuatro veces a su despacho por llegar tarde, y Mulligan le iba a partir el culo. Últimamente la escuela era un verdadero coñazo. Eugene pasó las manos por el volante y encendió otro cigarrillo. A la mierda. Se fue con el coche por Jerome Avenue y se compró una empanada en un puesto de comida. Llegado este punto, era mejor no aparecer en todo el día que hacerlo al mediodía. Podía sacarle a Al una nota que dijera que estaba enfermo. De todas maneras, no se encontraba demasiado bien. Se sentó en una mesa del fondo y estuvo observando tres moscas que se daban un banquete con una pizca de mostaza seca. Eugene cerró los ojos y arrugó la cara. A los pocos segundos tenía dolor de cabeza y compuso mentalmente una nota para que la firmara su padre.

Apreciado señor Mulligan de los huevos:

Le ruego que disculpe a mi hijo, el Campeón, por haber faltado ayer a clase. Tenía una migraña de mil pares de cojones.

Al «El Jefe» Caputo

Eugene sacó la cartera y se puso a hojear sus documentos de identidad y sus fotos. Siempre lo hacía cuando estaba jodido, para asegurarse de saber quién era. Encontró el número de Barbara Berkowitz. Barbara iba a clases de media jornada en Evander, lo cual quería decir que ya estaría en casa. A Eugene le iría bien una buena mamada. Si la llamaba primero, probablemente ella se lavaría la almeja con un fervor de premio a la mejor ama de casa. Entonces quizá él le haría un trabajo decente con la lengua. Pero ¿y si ella quería follar? El viejo demonio de siempre se instaló a horcajadas en su corazón y apretó. No pudo terminarse la empanada. Le entró un dolor de cabeza de verdad. Desde el día en que se juntaron todos para hacerse una paja en grupo, en casa de Gennaro, tres años atrás, y vio que todos se empalmaban hacia arriba y él se empalmaba hacia abajo, se quedó convencido de que nunca follaría. Estaba mal construido. La chica tendría que ponerse cabeza abajo y él tendría que bajarse hacia su coño. En los dos últimos años había tenido muchas oportunidades de follar, pero siempre había tenido miedo de no poder meterla como una persona normal. Cuando el polvo parecía inminente, él insultaba de mala manera a la chica y ella se cabreaba y se iba. Eso salvaba la reputación de semental de Eugene, pero le atacaba los nervios.

—Eh… ¿Barbara?

—¿Sí?

—Ah, hola, soy Eugene.

Silencio. Buena señal. Si ella realmente no quisiera verlo, ya habría colgado.

—Mira… eh… Siento lo de ayer. Me pasé de la raya.

Un sonido enojado de aliento, más un bufido que un suspiro.

—Ah, ayer mi abuelo se estaba muriendo, y yo estaba alterado.

—¿Ah, sí? —Y más calmada, añadió—: ¿Y cómo está hoy?

—Ha muerto.

Un suspiro. Barbara se había tragado el anzuelo con la caña entera.

Mientras Barbara le devoraba ruidosamente la verga, Eugene se echó atrás y estudió las fotos que había en la pared, todas recortadas de la revista 16. Fabian, Frankie Avalon, Neil Sedaka, Bobby Rydell y Johnny Tillotson. La hostia. Dejó escapar un eructo. A él le gustaban Dion, los Four Seasons, los Dovells y algunas de las nuevas estrellas de Motown, como Smokey Robinson y los Miracles, Marvin Gaye y Mary Wells. Ese nuevo chico ciego, Little Stevie Wonder, tampoco estaba mal. Eugene meditó si era poco educado encender un cigarrillo.

La madre de Eugene, a pesar de ser guapa, no tenía el aplomo y la confianza que algunas mujeres bonitas poseen. Sospechaba siempre que su marido la engañaba. Y era cierto, generalmente. Las batallas eran constantes y épicas. Discutían en el dormitorio, en la mesa, en la calle, en el coche, delante de los vecinos, delante de desconocidos y delante de sus hijos.

Eugene recordó la vez que, cuando tenía diez años, bajó al sótano para no presenciar la gran pelea en la que se habían enzarzado sus padres en el piso de arriba. Se sentó como un viejo en la gran mecedora tapizada y estuvo meciéndose furiosamente, adelante y atrás. Luego su padre bajó por la escalera de madera al sótano, apuntó airadamente con el dedo a su hijo, y le dijo: «Este es mi consejo, Eugene; nunca te cases para pillar conejo». Dos años más tarde, Eugene se enteró de lo que significaba conejo, pero solo en ese momento empezaba a entender la frase entera.

Esa noche, después de la cena, los Caputo, excepto Dinky, sacaron cada uno un cigarrillo. El ritual era siempre el mismo: Al le ofrecía a Eugene un Marlboro de la sofisticada pitillera de plata; Eugene lo declinaba y encendía un Kool, y su madre, Eleanore, le daba caladas a un Parliament metido en una boquilla de marfil. Excepto por los platos sucios, había más ambiente de partida de póquer de mucho dinero que de cena familiar.

—¿Cómo te ha ido hoy en la escuela? —preguntó Al.

—Bien —respondió Dinky.

—¿Y a ti, Campeón? —Al miró a Eugene.

—No he ido. —Eugene se metió los dedos en el fondo de la boca y extrajo un trozo de bistec de una muela.

—Eugene, ese hábito tuyo es repugnante —dijo su madre sin alterar la voz.

—¿Por qué no has ido?

—Dolor de cabeza —contestó él secamente, observando la comida que tenía en la yema del dedo.

—Por el amor de Dios, usa un mondadientes, al menos.

—Así que dolor de cabeza, ¿eh? ¿Cómo se llama la chica?

Eugene siguió comiéndose el bistec.

—No, de verdad, me dolía la cabeza —dijo, como si le importara una mierda si Al lo creía o no.

—¿Treinta y cinco? —Al le guiñó un ojo.

Eugene se encogió de hombros.

Eleanore saltó y miró fijamente a Al.

—¿Treinta y cinco? ¿Treinta y cinco qué?

Al apagó su cigarrillo.

—Olvídalo.

—No, no y no, señorito, quiero saberlo. Soy tu madre. ¿Treinta y cinco fulanas, quizá?

Al le lanzó una mirada que le habría parado el corazón a cualquiera, pero ella solo estaba empezando.

—Bueno —dijo ella con una sonrisa y encogiéndose de hombros—, supongo que es lo que cabía esperar. —Encajó otro Parliament en la boquilla y siguió—: De tal palo, tal astilla, ¿no?

Le sopló a Al una pequeña voluta de humo a la cara, cuyos ojos ardieron entre la niebla que le envolvía la cabeza.

—¿Quién diablos te crees que eres? ¿Bette Davis?

—¿Quién diablos te crees que eres? ¿Humphrey Bogart?

—¡Zorra!

—¡Viejo verde!

—¡Tocacojones!

Ella se irguió ligeramente en el asiento, con la voz temblando de cólera.

—¡Putero!

—¡Ja! ¡No me ha hecho falta pagar por eso en toda mi vida! —exclamó encendiendo con una floritura otro cigarrillo.

—¡Oh, oh! ¡Oh, oh! —dijo ella, riéndose teatralmente hacia un imaginario tercero sentado en el sitio que Dinky había dejado vacante en algún momento entre «zorra» y «putero»—. ¡Él nunca ha tenido que pagar por eso!

Eugene encendió otro cigarrillo. Esa era incluso mejor que la anterior vez.

Tus senos son dorados montecillos de margarina,

tus pezones son como cerezas; si la bomba atómica

cayera encima de nosotros en este preciso instante

ahí es donde mi cabeza se refugiaría.

Con el entrecejo fruncido, Buddy repasó su poesía. Tachó «senos» y escribió «pechos». Tachó «montecillos» y escribió «terroncillos». Tachó «bomba atómica» y escribió «bomba de hidrógeno».

Sonó el timbre.

—¡Mamá! —bramó él—. ¡Mamá, abre la puerta! ¡Mierda!

Se levantó del escritorio y trotó por el estrecho vestíbulo de linóleo. Ojeó por la mirilla pero no vio a nadie.

—¿Sí? —gritó, sin abrir la puerta.

—¿Cree usted en Dios? —preguntó una aguda voz nasal.

—¡Putos testigos de Jehová! —masculló—. ¡Largaos, soy judío!

Estaba volviendo a su cuarto cuando quienquiera que fuera el del otro lado de la puerta empezó a llamar estruendosamente.

—¡Dios!

Buddy cogió un paraguas y abrió la puerta de golpe, blandiendo el paraguas como una lanza. No había nadie. Avanzó indeciso un paso hacia la entrada.

—¡Buuu! —le gritó Eugene a la oreja a Buddy, saltando desde su escondite.

Buddy dio un brinco atrás y casi se clava el paraguas en la cabeza.

—¡Me cago en Dios, Eugene! —Buddy dejó caer el paraguas al suelo y se agarró el corazón.

—¿Cómo te va, tío? —preguntó Eugene con una sonrisa—. ¿Tienes goteras en casa? —Recogió el paraguas y entró en el apartamento.

Buddy lo siguió.

—Estás pirado de cojones, ¿lo sabes?

—Díselo a los marines. —Eugene entró en la habitación—. ¿Qué hacías?

Buddy se coló rápido en el cuarto y cogió el poema del escritorio.

—Eh, ¿qué es eso?

—Ah, nada.

—Borsalino, si las patrañas fueran boñigas ya tendrías las muelas marrones —dijo Eugene mirando a su alrededor.

—Sea como sea, cabrón, casi me matas del susto —replicó Buddy tratando de desviar el tema de conversación mientras se metía el poema en el bolsillo.

—No cambies de tema. ¿Qué era eso? ¿Un poema de amor?

—Cabrón de mierda; vienes a casa y me quieres mandar con un infarto al hospital.

—¿Por qué no me lees tu poema? —dijo Eugene acomodándose en el escritorio—. Vamos, yo mismo soy un poeta bastante bueno; te ayudaré.

Buddy se quedó mirando a Eugene durante un largo minuto, se encogió de hombros y se sentó con las piernas cruzadas en la cama.

—De acuerdo, haz como si fueras Despie, ¿vale?

—Venga, venga, lee de una puta vez el poema. —Eugene se puso las manos en la nuca y se contoneó de forma seductora.

Buddy sacó el arrugado papel, lo alisó sobre la cama y se aclaró la garganta siete veces.

—¿Estás preparado? —preguntó.

—¡Venga!

—Ejem… Tus senos son dorados terroncillos demargarina… eh… tuspezonessoncomocerezas… Ah… no, espera… Uh, sí, sí, la bomba atómica… Ah… cayeraencimadenosotrosenesteprecisoinstante… ahíesdonde… micabeza… serefugiaría. ¿Qué te parece?

Eugene no pudo contestar porque se estaba muriendo de risa. Movía de un lado a otro la cabeza sin decir nada con la cara roja. Se agarró el estómago y al tratar de recuperar el aliento sorbió mocos por la nariz. Unos segundos después respiró extenuado, se sostuvo la frente con la mano y estalló en sonoras risotadas. Buddy frunció el ceño y examinó el papel. Le dio la vuelta y lo miró por detrás, por si había ahí un chiste que no había visto.

—¿No te ha gustado?

—No… no… —Eugene trató de calmarse—. Ha sido muy conmovedor.

Empezó a reír otra vez, meciéndose adelante y atrás en la silla, hasta que esta cayó de espaldas, Eugene se fue al suelo y se quedó con los pies en alto como la señal de la victoria.

—¡Enhorabuena, cabrón! —le dijo Buddy ayudando a Eugene a ponerse de pie.

—¡Oh, Dios! —Eugene respiró hondo para parar de reír y se frotó la nuca—. ¡Eso sí que es un poema, Buddy! ¡Me ha hecho caer de la silla! —Se limpió una lágrima del ojo y dijo—: Basta de tonterías, vámonos a algún lado.

—¿Adónde quieres ir?

—Tengo el coche. Vayamos a Yonkers.

—¿Dónde? Hoy es martes.

—No sé. ¿Nos pasamos por el Papo’s?

—No tengo documentación de adulto.

—Aquí tienes una.

Eugene le mostró una documentación falsa.

—Pero es martes, de todas formas —objetó Buddy.

—Es el mejor día. Solo las más calenturientas salen los martes.

—No sé.

—Venga, aún no estás casado. No se lo diré a Despie.

—No es por esto.

—Sí que lo es. Te espero abajo.

Antes de que Buddy pudiera protestar, Eugene salió del apartamento.

—¿Hola?

—Hola.

—Hola, cariño, ¿qué haces?

—Bah, nada. —Buddy sostenía el teléfono entre la cabeza y el hombro—. Te he escrito un poema.

—¿De verdad?

—Sí. ¿Quieres oírlo?

—¿Por qué no vienes y me lo lees?

Buddy se abatió terriblemente al pensar que Eugene lo esperaba en el coche.

—Uh, ahora mismo no puedo, tengo muchos deberes.

—De acuerdo, pues ven mañana.

—Vale… Despie…

—¿Sí?

—Te quiero.

—Yo también.

—Chao.

—Chao.

—Oh, Despie…

—¿Sí?

—Ah… mi teléfono se ha escacharrado, así que no me llames después, porque el timbre no suena.

Hubo un largo silencio.

—De acuerdo.

—Chao.

—Chao.

Eugene estaba sentado al volante y comprobaba su aliento con las manos ahuecadas ante la cara. El poema de Buddy no le había dado risa, sino celos. Por lo que sabía, Buddy no se tiraba a Despie, pero envidiaba a Buddy por tener a una chica en la que pensaba lo bastante como para escribirle un poema. Y si Buddy no follaba, tampoco lo hacía Eugene, así que ¿cuál era la puñetera diferencia?

Buddy abrió la puerta del coche y Eugene dio un respingo.

—Vamos —dijo Buddy.

Eugene condujo por White Plains Road por debajo de las vías del tren elevado, hacia la Bronx River Parkway.

—¿Sabes qué, Buddy? He estado pensando en tu poema.

—Ahórrate el comentario.

—No, de verdad.

—Vete a la mierda, Eugene.

—Me ha gustado.

—Seguro.

—Tiene sentimiento.

—¿Me tomas el pelo?

—¿Para qué quiero yo tu pelo?

—Vete a la mierda.

—Eh, no; no quería decir eso. Estaba bromeando. ¡De veras que me ha gustado!

—Piérdete.

—¡Eh, escúchame, tontolaba! ¡Te estoy elogiando, cojones!

Papo’s era una caja de zapatos metida en Central Avenue, en Yonkers, rodeada por un campo de minigolf, un drive-in con una tienda de ropa Robert Hall, una tienda de zapatos Knapp, una crepería Aunt Jemima, once gasolineras y la Rickey’s Clam House. Papo’s estaba junto a una avenida principal de cuatro carriles, que parecía un inacabable árbol de Navidad tendido de lado, adornado con luces de tráfico, fluorescentes colgantes y neones refulgentes.

—Venga, larguémonos, aquí no hay nadie —le susurró Buddy a Eugene, mientras un retirado de la lucha libre profesional estudiaba en la puerta el falso documento de identidad. Movía los labios en silencio mientras trataba de calcular la edad de Buddy, restando del año en curso la supuesta fecha de su nacimiento.

—Bah, a la mierda. ¿Tienes dieciocho años?

—¡Claro! ¿No sabes leer?

Le devolvió la documentación a Buddy y saludó con la cabeza a Eugene. Este devolvió el saludo y se llevó a Buddy al interior del bar.

—Eh, aquí no hay nadie, Eugene.

—Cierra el pico; aún es temprano. ¿Qué quieres beber?

Antes de que Buddy contestara, Eugene pidió dos Seven and Seven. El camarero se parecía a Gorilón, el de los cómics Archie.

El lugar consistía en una larga barra, seis o siete mesas de naipes cubiertas con manteles y una pista de baile de seis por seis metros, con una máquina de discos en un lado y un pequeño quiosco de música en el otro. Las paredes estaban llenas de caricaturas de los asiduos, hechas a lápiz y a pastel; caras alargadas y peinados exagerados, con nombres como Tony, Gino, Ralph, Diane, Pat —cerca de una docena de Pats—, Rosemary, Dominick y Vinny. En la zona de las mesas en penumbra, más allá de la barra, parejas recién formadas se metían mano en los concurridos fines de semana.

—¿Cara o cruz? —dijo Eugene, lanzando una moneda al aire.

—Cara.

—¡Cabrón!

Eugene le pasó el cuarto de dólar a Buddy, que fue a la máquina de discos y estudió la selección. Puso tres de sus favoritas, «Spanish Harlem» de Ben E. King, «Ya-Ya» de Lee Dorsey y su tema predilecto entre todos, «Little Diane» de Dion. Cuando la primera larga y vibrante nota de guitarra flotó en la sala, Buddy dio un respingo, se sentó y cerró los ojos. Acompañando la vibrante guitarra, Dion no cantaba sino que gemía de angustia:

D-I-I-I-A-N-N-E, dentro de mí me haces llorar.

D-I-I-I-A-N-N-E, sin tu amor me moriré.

D-I-I-I-A-N-N-E, me haces enloquecer, D-I-I-A-N-E.

Buddy vació de un sorbo la mitad de su bebida.

Aaay… Escucha mi corazón (D-I-I-A-N-E)…

Aaay… Me lo desgarras de emoción (D-I-I-A-N-E)…

Aaay… En mi corazón, Di-Ane (D-I-I-A-N-E)…

Eugene tuvo que coger a Buddy para que no se cayera del taburete, en un desvanecimiento de entusiasmo musical. Al principio de salir juntos, cuando Despie se lo hacía pasar mal, en aquellos días de agonizante anhelo y falta de confianza en sí mismo, Buddy había hecho sonar una y otra vez «Little Diane» en el tocadiscos, y la letra había adquirido tal supercarga de significado que el simbolismo de la canción era casi insoportable.

—Larguémonos —dijo Buddy, arrastrando a Eugene hacia la puerta.

Buddy quería volar a los brazos de Despie y besar, abrazar y follar hasta el amanecer.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¿Adónde vas? —le frenó Eugene—. Relájate, ¿vale? —dijo, mirando fijo a Buddy—. ¡Joder! Acábate la copa, por lo menos.

—No tengo sed.

—De acuerdo. Te voy a decir qué haremos. Esperaremos… quince minutos… y si no aparece ningún culito por la puerta, nos vamos, ¿okey?

Buddy se miró el reloj.

—Quince minutos.

—Hostia, eres un chollo, ¿sabes?

Pasaron quince minutos y ningún culito apareció. Al salir, Football Eddie les estampó un pavo azul en la mano, para que pudieran volver a entrar sin pagar. En el aparcamiento, un Volkswagen se detuvo junto al coche de Eugene y de él salieron dos chicas.

—¡Eh! ¡Eh! ¿Estás viendo eso? —Eugene agarró el brazo a Buddy.

—No estoy ciego. Venga, vámonos a casa. —Buddy alargó la mano hacia la puerta del coche, pero Eugene le agarró el otro brazo.

—Volvamos dentro.

—Tengo que hacer deberes.

—Vamos, no seas así.

Arrastrando a Buddy por los brazos, Eugene lo hizo entrar otra vez en el bar. Le mostraron los pavos azules a Football Eddie y Eugene se dirigió, con Buddy detrás, a la mesa de la chicas.

—¡Hola! —Se sentaron con ellas, pero la luz era demasiado tenue para verlas bien.

—¿Qué tomáis?

—¿QUÉ?

—¿Qué tomáis?

—¿QUÉ?

Las chicas se ajustaron en el pelo lo que parecían auriculares de transistor. Buddy y Eugene intercambiaron una mirada.

—¿Qué… es… lo… que… que-réis… to-mar?

WHISKY —chillaron las dos.

Eugene le pidió cuatro whiskys a un nuevo camarero llamado Crazy Salad Face, con un tinte gangrenoso en la piel.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó Buddy de mala gana.

—¿QUÉ? —preguntaron ambas al unísono.

—Larguémonos de una puta vez de aquí —le dijo Buddy a Eugene.

Una de las chicas hizo otro ajuste en el auricular en la oreja.

LO SIENTO —dijo la chica, como si quisiera hacerse oír en medio de un huracán—. HEMOS COMPRADO ESTOS AUDÍFONOS HOY MISMO Y NO FUNCIONAN BIEN.

—¿QUÉ? —preguntó Buddy.

Eugene le dio un codazo. La otra chica se quitó el audífono y le dio un par de golpecitos. Al ponérselo otra vez se oyó un pitido agudo y los cuatro saltaron de la mesa.

—Vamos, Eugene, paso de beber con robots —dijo Buddy, levantándose.

YA FUNCIONA, AHORA —dijo la chica.

Buddy se quedó de pie, pero Eugene lo hizo sentar de un tirón. Una de las chicas le guiñó el ojo a Buddy, y a Buddy le pareció ver la punta de la lengua asomando fugazmente en la boca, como la cabeza de una serpiente.

YO SOY NANCY —dijo la chica del audífono atronador—, Y ESTA ES MARIE.

Marie era la del guiño.

De repente, Buddy se interesó mucho.

Crazy Salad Face metió una moneda en la máquina de discos e hizo sonar «Patches».

—¿QUIERES BAILAR? —invitó Buddy a Marie.

Eugene se quedó un momento desconcertado, pero se recuperó rápido, le cogió la mano a Nancy y con la cabeza le hizo un gesto en dirección a la pista de baile. Esas chicas no bromeaban, joder. Se pegaban a la entrepierna, mordisqueaban orejas y lamían cuellos. Buddy trató de lamerle a Mary la oreja, pero se encontró con un pedazo de transistor de plástico en la lengua. A la luz de la pista de baile, las chicas no salían muy bien paradas. La piel de Marie parecía una pizza y Nancy era bizca. A Eugene le dolía bailar con una chica tan poco apetecible como una bizca, pero si él bizqueaba también, Nancy parecía normal. Buddy iba demasiado pasado para que una cosa u otra le importara. Él seguía royendo cables de transistor y le daba a Marie una pequeña descarga con cada bocado.

Después del baile, Buddy cogió a Eugene y dijo:

AHORA MISMO VOLVEMOS, CHICAS.

Y se llevó a Eugene al retrete.

—¿Qué haces, gilipollas? —le preguntó Eugene.

—Oye —Buddy tenía los labios resecos—, ¡llevémonoslas a casa!

Estaba tan excitado que cuando fue a apoyarse en la pared metió la mano en el urinario.

—No, son dos adefesios.

—Vamos, Eugene; mis padres no están. Sé que podemos mojar.

Buddy se limpió la mano en un toallero giratorio.

—Bah, tío, ¿es que no tienes orgullo?

—Gilipolleces, tío. Mi orgullo está aquí —dijo, agarrándose el paquete.

—No sé… —Eugene bizqueó ante el espejo.

—Vamos, vamos, ¿qué dices? ¿Sí o no?

Antes de que Eugene pudiera responder, Buddy ya tenía a las chicas de camino al coche.

Una de las razones de que Eugene consiguiera tantas chicas era su actitud. No se permitía jamás sentir algo por una hembra, porque si se implicaba con una, tarde o temprano tendría que follar, y entonces se iría todo al carajo. También tenía miedo de que una chica le gustara realmente y él tuviera que ofenderla para salvarse, así que se mostraba siempre con esa actitud de todo me importa una mierda, y nunca babeaba por ninguna mujer, como hacían algunos enfermos de amor que conocía. Tenía un perfecto control de su impulso sexual; no podía permitirse no tenerlo. A las chicas les gustaba; su actitud distante era un reto para ellas. Por supuesto, muchas pensaban que era un engreído, y sus anteriores «conquistas» lo odiaban, pero la verdad del caso es que Eugene estaba simplemente cagado de miedo.

Eugene yacía desnudo encima de una chica desnuda, y sorda como una tapia sin el audífono, que colgaba de la mesita de noche de los padres de Buddy como un tubo intravenoso usado, y él no podía escaquearse hablando, porque ella no oía nada de lo que decía. Ella lo sostenía encima con brazos de hierro, y la puta erección de Eugene apuntaba hacia abajo como siempre. Y él sabía que esa chica no aceptaría un «No» por respuesta. De repente, ella estiró la mano hacia la entrepierna de Eugene, le cogió la polla y se la acercó al coño. Y adentro fue, y Eugene dejó de ser virgen.

El primer pensamiento de Eugene tras el sobresalto de la consumación fue el recuerdo de un viejo capítulo de la serie La Pandilla, en el que Dicky tenía tortícolis. Los padres de Dicky se pasaban todo el capítulo llevando a su hijo a especialistas, pero al final Dicky se curaba dándose simplemente tirones en la cabeza.

Eugene se quedó sin moverse cinco minutos dentro de ella, disfrutando de la idea de adónde había finalmente llegado. Nancy se meneaba impaciente debajo de él.

Buddy se sentía como si llevara toallas húmedas en lugar de ropa interior. Marie se había pasado media hora estudiando sus trofeos de bolos. Mientras él la perseguía por la habitación, ella se concentraba en cualquier cosa, desde la pintura de la pared, hasta el cuaderno en su escritorio. Pensó en Eugene en la habitación de al lado y en qué haría él en un caso así. Justo cuando Buddy llegaba a veinte en la cuenta atrás de veintiocho, que estaba haciendo antes de abalanzarse sobre Marie, Eugene y Nancy entraron en la habitación cogidos de la mano y con aspecto ligeramente drogado.

—Hijo de perra —murmuró Buddy—. Lo ha hecho otra vez.

—Qué, campeón, ¿qué hay de nuevo? —Al llevaba un esmoquin bordado en rojo y con solapas de seda negra.

Eugene saltó por encima del respaldo del sofá y aterrizó de culo en el cojín. Respiraba con fuerza.

—¡He echado un polvo!

—¡Bien! Treinta y cinco, ¿verdad?

—¿Qué?

—Treinta y cinco, ¿no?

Al le ofreció a Eugene un cigarrillo de la pitillera.

—¿Treinta y cinco? —Eugene discurrió sobre el número, como si fuera un nuevo concepto de vida moderna—. ¿Treinta y cinco? ¡Cincuenta! ¡Cien! ¡Qué importa!

Volvió a saltar por encima del sofá y salió del salón.

Se sentó jadeando en el escritorio y abrió rápidamente el libro negro por la página DIAL. Escribió en grandes letras NANCY LA BIZCA. Entonces tachó la palabra DIAL y escribió LAID. Volvió a la página «todo excepto…» y paseó la mirada lentamente por la lista de nombres, con la expresión del hambriento que lee un menú.