Joey Capra era siciliano. Bajo, nervudo, siempre en movimiento, parpadeando, fumando o mascando. Una nariz ganchuda y una postura extraña le daban el aspecto de una coma. Nunca paraba, estaba siempre en marcha, botando sobre la planta de los pies, incluso cuando no andaba. En cualquier instante, como un correcaminos, salía disparado, necesitaba SALIR y VOLAR. Era puro nervio y energía, un trabajo de precisión, obra de su padre, Emilio Capra, Míster Nueva York en 1940, que en cualquier momento, a lo largo de los años, estallaba de repente con un golpe, una patada, un bofetón o una palabra que dejaba a Joey temblando durante una semana. Y Joey aprendió a esquivar, capear, zafarse, zigzaguear y danzar, para evitar el dolor. Parecía un gamo: reflejos instantáneos ante el menor sonido, sensible al mínimo cambio en el ambiente; siempre preparado para salir zumbando, pegar un salto o escapar de un brinco. En resumen, era un manojo de nervios y un excepcional corredor en fútbol americano, el mejor de la liga; una liga con seis equipos de North Bronx, sin patrocinadores ni árbitros, en la que competían los Stingers, los Paragons, los Velvet Sharks, los Imperials, los Red Devils y los Del-Bombers. Los equipos los formaban las diferentes pandillas y sus amigos no pandilleros. Los Wanderers eran los Stingers, con Buddy, Eugene, Richie, Perry, Joey y algunos no fijos, como George y Vincent Tasso, Lenny Mitchell, Jo-Jo Kelsey, Ralph Arkadian, el hermano pequeño de Lenny, Ed Weiss, Ray Rodriguez, Peter Rabbit y otros. Todos los sábados se celebraban tres partidos en diferentes parques del Bronx —Bronx Park, Van Cortlandt y Macoombs—, y cada equipo llevaba una procesión de amigos no jugadores, padres, novias y vecinos varios.
Y Joey Capra era el favorito de todos como el mejor halfback de la liga, un siciliano rápido y escurridizo, capaz de escabullirse entre las líneas defensivas como gelatina entre los dedos de la mano.
Excepto por su grueso mostacho, Emilio Capra era clavado a Kirk Douglas. Rasgos afilados, ojos de obsidiana, una línea blanca por boca y abundante pelo negro en ondas peinado hacia atrás. Cuello, brazos, piernas y torso abultados como los de un levantador de pesas enfurecido. Joey era flaco y sus músculos parecían atrapados entre la piel y el hueso. Tenía cara de halcón, pero sin el poderoso destello en las comisuras de la boca y de los ojos. Entre padre e hijo había un perpetuo juego de corre que te pillo. Cuando Emilio se encontraba en casa, Joey nunca estaba sentado, sino en cuclillas; nunca andaba, sino que trotaba. Cerraba siempre su puerta, dormía con un ojo abierto y las dos ventanas también. Emilio era la rana, Joey la mosca. Emilio se quedaba inmóvil y seguía a Joey con la mirada; de repente arremetía con un rápido zurdazo, con un rápido derechazo. Fingía que leía el periódico y, cuando Joey trataba de pasar a hurtadillas, estiraba el pie como una serpiente; Joey trastabillaba pero no acababa de caer, recuperaba el equilibrio y escapaba cabrioleando triunfante a su cuarto. Emilio esperaba a la siguiente ocasión.
Perry era zaguero; lento, pero imparable, como un camión Mack rodando cuesta abajo. Era íntimo amigo de Joey igual que Pequeño Juan y Robin Hood. Había sido envidia a primera vista: Perry deseaba la ágil velocidad de Joey; Joey el volumen y la potencia de Perry.
—¿Quieres que peloteemos un poco?
Perry y Joey volvían a casa andando desde la estación del tren elevado, en una bastante agradable tarde de viernes de noviembre.
—Venga, sí.
Dejaron sus libros de texto y se hicieron unos bocadillos en casa de Perry.
—No me gusta la idea de jugar mañana contra los Del-Bombers.
Perry arrancó la mitad de un bocadillo de jamón y ketchup.
—Quizá no les guste a ellos jugar contra nosotros mañana —dijo Joey.
Los Del-Bombers eran un equipo formado exclusivamente por negros del North Bronx cercano a Mount Vernon.
—¿A que no te gustaría tener a Terry Pitt encima en una melé? —preguntó Perry.
—Pitt es un pedazo de mierda. No me pillaría ni con una red de pescar atunes.
Joey era un gallito cabrón.
—No estés tan seguro.
—¡Eh! ¿Qué estás diciendo? Les vamos a dar un palizón. —Joey le dio unas palmaditas tranquilizadoras en la rodilla a Perry—. Venga, tío, no seas marica.
—Ya te gustaría.
—Lo sé.
—Chúpame un huevo.
—Ya te gustaría.
Sacaron la pelota de rugby del cuarto de Perry y fueron hacia el ascensor. Perry llevaba unos botines de raso y tacón con suelas duras y sonaba por el pasillo como un caballo de tiro.
—¿Por qué no te pones unas deportivas?
Perry se dio la vuelta para ir a cambiárselas, pero el ascensor llegó.
—¡Bah! A la mierda.
De camino a Big Playground se iban pasando la pelota, con Perry corriendo delante de Joey, y Joey corriendo delante de Perry. Jugaron en las canchas de baloncesto, que eran anchas, largas y estaban desiertas.
—¡Pase largo! —dijo Perry, acelerando como un quarterback. Joey corrió por el pavimento y recogió el pase de Perry al estilo de Willie May.
—¡Tittle se la pasa a Shofner! ¡Ensayo! —gritó Perry, recibiendo el pase de Joey.
Se pasaron los siguientes treinta minutos corriendo en ángulos oblicuos uno frente al otro, recibiendo pases buenos y malos, pronunciando los nombres de grandes quarterbacks, ends, halfbacks y linebackers.
—¡Un momento! —gritó Joey, trotando hacia el banco—. Tiempo de descanso. No quiero quedarme muerto.
—Vamos —dijo Perry—. Un pase largo más.
—Olvídalo.
—Vamos. —Le lanzó la pelota a Joey—. Tíramela. Pase largo.
Perry corrió cuanto pudo, mirando por encima del hombro, esperando el pase de Joey. Este lanzó el balón en una espiral alta. Perry alargó los brazos para hacer una buena recepción (Bart Starr a Marv Fleming, Unitas a Berry), pero sus resbaladizos zapatos se deslizaron en el frío suelo, las suelas sonaron como patines de ruedas sobre el pavimento y se le doblaron las piernas. Fue resbalando hasta chocar violentamente contra la valla de tela metálica de la cancha, un segundo antes de que la pelota llegara al mismo punto de la valla. Perry se retorcía en el suelo y gritaba. Joey se acercó corriendo.
—¡Ay, Dios mío, me la he roto, ay, Dios mío! —Las lágrimas le llenaban la cara y le resbalaban hacia las orejas. Con los dientes castañeteando de dolor levantó el brazo derecho, con una mano que colgaba demasiada flácida—. ¡Ay Dios mío, aaay!
—Chissst. —Joey se quedó mirando horrorizado la muñeca rota de Perry—. Apóyala en el suelo.
—¡Ay, me duele, Joey, me duele, me duele!
—Chissst.
Joey ayudó a Perry a levantarse. Salieron por una abertura triangular de dos metros de altura que alguien había recortado en la malla metálica y llamaron un taxi para ir al hospital Jacobi.
—¡¡¡AAAAAAH!!!
La madre de Perry se arrancó una buena mata de pelo cuando su hijo y Joey entraron en la cocina dos horas más tarde, con el brazo de Perry enyesado desde la punta de los dedos hasta el codo. Perry, más calmado después de tomarse dos comprimidos de Nembutal, apenas oía los chillidos de su madre. Joey tampoco sentía dolor, pues había tomado Nembutal de la caja que el médico le había dado a Perry. La madre de Perry había empezado a ponerse nerviosa una hora antes, al no presentarse Perry a cenar. Llamó a las casas de los amigos de Perry, luego a la policía y estaba a punto de llamar al depósito de cadáveres cuando los dos entraron en casa tambaleándose, envueltos en una nube de tranquilizantes. Se la quedaron mirando con benevolencia, mientras ella corría en círculos alrededor de su hijo, contemplando horrorizada la escayola.
—Tranquilízate, mamá, solo es una muñeca rota; no tengo cáncer.
Ella continuó corriendo alrededor de Perry, con la mirada en el techo, dando lentas palmadas, pidiendo ayuda divina.
—¡Ayúdame, San Antonio! ¡San Antonio, ayúdame! ¡Me voy a morir, ME VOY A MORIR! ¡¡¡AAAAAAH!!!
Joey soltó una risita.
—Mamá…
—Solo es una muñeca rota —le explicó ella a la nevera.
—Mamá…
—No te preocupes, solo es una muñeca rota —le aseguró ella a la cena de Perry, dos hamburguesas frías y grasientas.
—Mamá…
—Solo es…
—¡MAMÁ! —gritó Perry.
Ella se irguió de golpe, como si la hubieran abofeteado.
—Mamá, solo es una muñeca rota. He ido con Joey al hospital Jacobi y el médico ha dicho que dentro de dos semanas estaré recuperado. —Metió la mano sana en el bolsillo de sus pantalones de peto y sacó un Nembutal—. Toma. El médico ha dicho que te tomes esta pastilla, o mi muñeca se pondrá peor.
Joey se sentó a la mesa para cenar. Su madre llevó vino para Emilio, se sentó también y esperó a que su marido empezara a comer. Emilio estaba de bastante buen humor, porque acababa de cobrar y sus dos semanas de vacaciones comenzaban el lunes siguiente. Joey y su madre esperaron a que Emilio cortara un pedazo de bistec, masticara y engullera y empezara con una segunda porción, antes de hacerlo ellos.
—Hoy ha habido un incendio en Bathgate —dijo Emilio, vaciando de un trago medio vaso de vino—. Se ha llevado a dos chavales. —Partió un pedazo de pan de una barra larga—. Han quedado más hechos que esto —añadió, dándole al bistec unos golpecitos con el tenedor.
Luego se bebió el vino que quedaba en el vaso, mientras Joey y su madre guardaban silencio. A menudo tenían que escuchar las historias de terror de Emilio durante la cena. Emilio era bombero, y siempre comparaba el cuerpo abrasado de alguien con algo que tenía en el plato.
—Eh —miró a Joey—, ¿tienes partido de fútbol mañana?
—Claro —respondió Joey, sin levantar la mirada.
—¿Qué? —Emilio dejó los cubiertos sobre la mesa y se quedó mirando a su hijo.
—Sí —dijo Joey, haciendo sisear la ese. Emilio le asió la barbilla y se la levantó, hundiendo los dedos en la mejilla y la mandíbula de Joey—. Sí. Mañana juego al fútbol.
Joey tenía miedo, porque no estaba seguro de qué quería su padre. Emilio apretó con más fuerza y apuntó con el dedo a la nariz de Joey.
—Mírame cuando me hables.
Joey trató de cruzar la mirada con los ojos encendidos de su padre, pero estaba aturdido de dolor.
Emilio volvió a su cena. La madre de Joey había aprendido a no inmiscuirse en sus conversaciones.
—¿Y de qué juegas? ¿De masajista? —Emilio se rio de su propio chiste.
Esta vez Joey no tuvo problema para mirar a su padre a la cara.
—De halfback.
—¿Contra quién jugáis…? ¿Contra un equipo de tullidos? —Emilio soltó una risotada y dio palmadas en la mesa—. De tullidos —repitió, con una risita, antes de volver a su comida.
Joey se contuvo y no se levantó, aunque había perdido el apetito.
—Joey, termina tu cena —dijo su madre, casi susurrando.
—Sí, termina tu cena para que te pongas fuerte y grande y mañana ganes a los tullidos.
—¿Por qué no vienes mañana a verme jugar? —replicó Joey, con una mezcla de ira y orgullo. Emilio se lo miró con aire burlón—. A las doce y media en el campo de French Charlie.
A Emilio no se le ocurrió qué contestar, así que se rio entre dientes, farfulló algo sobre tullidos y siguió comiendo en silencio.
Las noches de los viernes que precedían al partido de un sábado eran la mejor parte de la temporada de fútbol. Cada equipo era festejado con un desfile de antorchas, con banderas, cánticos y multitudes en su propio barrio. Si eran barrios colindantes, a menudo una procesión topaba con otra y se desencadenaba una guerra nuclear. Esto había ocurrido en la temporada anterior, entre los Velvet Sharks de Olinville Avenue y los Red Devils de Gun Hill Road. Al día siguiente se suspendió el partido, porque todos los zagueros de los Red Devils y la mitad de la defensa de los Velvet Sharks estaban en el hospital.
A las diez, los Stingers se reunieron en Big Playground. Joey y Eugene llevaban la bandera desplegable, un pedazo de tela de seis metros de longitud y dos de altura, sujeto en cada extremo a un palo de fregona. La sostenían entre dos por las calles, extendiendo la tela de manera que obstaculizaban la vía. Había veinte jugadores del equipo, cincuenta o sesenta chavales más jóvenes, algunos tipos mayores que vivían en el barrio, unos cuantos adultos curiosos y varios chicos neutrales de pandillas que no jugaban al fútbol. Estaban todos los Stingers, excepto Perry, noqueado por los Nembutal y que no iba a poder jugar al día siguiente. Se distribuyeron fregonas, escobas y bates de béisbol. Joey echó gasolina de mechero en las fregonas y las escobas y encendieron las improvisadas antorchas. El tenue sonido de docenas de llamas fue ahogado por un tremendo rugido de la multitud cuando la bandera fue desplegada. Era una preciosidad. Lenny Arkadian la había rehecho. La bandera decía STINGERS en letras rojas que goteaban. Junto a cada ese, Lenny había pintado una abeja gigante de color negro y amarillo, de rostro ceñudo y barba de una semana, con guantes blancos en puños apretados. Las abejas llevaban grandes puros entre sus dientes afilados, y aguijones que les salían del culo, como cimitarras doradas. Para las caras, Lenny se había inspirado en la del Pájaro Loco de los adhesivos de Honda Racing.
Joey y Perry tenían que llevar la bandera, pero Joey no quería llevarla sin Perry, así que se reclutó a los hermanos Tasso. George y Vincent Tasso eran gemelos, no eran Wanderers, pero había consenso en que eran buena gente. Eran los receptores del equipo; altos y veloces y con manos como guantes de béisbol. Joey se puso delante de la bandera desplegada, de las rugientes antorchas y de la rugiente multitud. Levantó las manos y se hizo el silencio, excepto por el crepitar de las llamas.
—¡DADME UNA ESE!
—¡ESE!
—¡DADME UNA TE!
—¡TE!
El público rugía cada letra a todo pulmón.
—¿QUÉ DICE ESO?
—¡STINGERS!
—¿QUÉ DICE ESO?
—¡STINGERS!
—¡MÁS ALTO, CABRONES!
—¡STINGERS!
—¡MÁS ALTO, PANDA DE TULLIDOS!
—¡STINGERS!
—¡¡¡MÁS ALTO!!!
—¡STINGERS! ¡STINGERS! ¡STINGERS! ¡STINGERS!
Joey gritaba y berreaba, y la multitud desfiló por la calle entre cánticos, antorchas llameando y la bandera bien alta. Joey bramaba y rugía, con las venas del cuello henchidas de sangre y odio, y todos se imbuyeron de su pasión y le devolvieron rugido por rugido. Incluso los más pequeños echaban espuma por la boca.
—¡STINGERS! ¡STINGERS! ¡STINGERS! ¡STINGERS!
Cada cinco metros captaban a unos cuantos más, gente que ni siquiera sabía quiénes eran los Stingers, pero era arrastrada a la radiactiva red de emoción. Desfilaron por Burke Avenue y cruzaron White Plains Road. Joey los hizo parar delante de su edificio.
—¡STINGERS! ¡STINGERS! ¡STINGERS!
Con los ojos enrojecidos, Joey alzó la vista hacia las ventanas de su apartamento.
—¡MÁS ALTO!
Gritó hasta no oírse a sí mismo, pero nadie apareció en las tres ventanas del tercer piso, a pesar de que en casi todas las otras ventanas había alguna cara. Desfilaron dos veces por el barrio y la gente se empezó a cansar. Joey seguía gritando, pero los otros ya no le devolvían con tanta fuerza los gritos, y en cada esquina había gente que se marchaba. Finalmente, los Tasso plegaron la bandera y las antorchas fueron apagadas.
—¡STINGERS! ¡STINGERS! —Joey era el único que cantaba.
—Vamos, Joey, es hora de irse a dormir.
—¡VENGA, TÍOS!
—¡EH, JO-EY! —Eugene le chilló en la oreja. Joey parecía borracho—. Vamos, Joey, son las once y media de la noche.
Se fueron todos a casa. Joey se quedó mirando el final de la calle. Intentó dar un último grito, pero tenía la garganta reseca como la suela de una alpargata. Fue tambaleándose a casa. A ver qué decía el musculitos. Su padre debía de estar cagado de miedo. No se había acercado a la ventana porque tenía miedo, mucho miedo. Tullidos, seguro, vaya que si sonaban como tullidos. Las cosas van a cambiar, por aquí. Joey encontró una nota de su madre sobre la mesa de la cocina.
Joey:
Hemos ido al cine. Volveremos tarde.
Besos,
Mamá
—Menuda mierda de película —declaró Emilio. Sentado en el pequeño comedor, encendió un cigarrillo y estudió el culo de su mujer mientras ella preparaba café en la cocina. Las doce y media de la noche—. Era una guarrada.
Su mujer no contestó. Nunca sabía qué contestarle a su marido. Había pasado dieciocho años pisando huevos.
—Era pura pornografía —dijo él, quitándose una migaja del bigote. Ella trajo el café y una caja de bollos—. ¿Y la nata?
Su mujer trajo la nata, se sentó y sacó un cigarrillo de la cajetilla de Emilio. Él la agarró de la mano.
—¿Dónde están los tuyos?
—Me olvidé de comprar.
—¿Te olvidaste de comprar? Tenías un paquete entero esta mañana.
—Desaparecieron.
—¿Desaparecieron? ¿Qué quieres decir con «desaparecieron»? ¿Se marcharon? ¿Salieron del paquete, bajaron por el ascensor y se fueron en tren a alguna parte?
Ella empezó a sentir un ligero dolor de cabeza detrás de los ojos.
—Me los fumé.
—Ah, te los fumaste —replicó él, como si acabara de comprenderlo.
—¿Me das un cigarrillo, por favor? —pidió ella, con la mano aún atrapada bajo la de él y el paquete debajo de las dos.
—Fumas como una chimenea. —Ella no respondió. El dolor de cabeza iba creciendo—. Eres una especie de yonqui, ¿sabes? Lo mismo que un adepto a las drogas. Eres una adepta al tabaco. —Ella se cogió la frente con la mano libre—. ¿Lo ves? ¡Te falta la dosis! —Emilio retiró la mano—. Adelante, yonqui, ten tu dosis.
Mientras ella se encendía el cigarrillo, él se sirvió café. Se quedó sorprendida de que le sirviera café a ella también.
La madre de Joey era una mujer guapa. Tenía la piel tersa y suave como la de una veinteañera y unos ojos castaños, claros y grandes. El miedo y la tensión constantes en su vida doméstica la mantenían esbelta. Había gracia y elegancia en sus maneras. Nunca levantaba la voz. La única vez que había desafiado a su marido, la única vez que se encaró con él, recibió tan tremenda paliza que tuvo que guardar cama durante una semana. Ella sabía que su marido no era un cobarde maltratador de mujeres. Se pegaba con quien fuera, hombre, mujer o niño, con la misma furia y violencia. Había olvidado qué llevo a la paliza, pero a Emilio le gustaba recordarle «lo que ocurrió la vez que te pasaste de la raya».
Emilio vio que su esposa tenía una de aquellas jaquecas que a veces la hacían llorar de dolor. Se sintió culpable y decidió ser un poco más amable.
—Eh, yonqui, ¿quieres otra dosis?
Emilio le tendió el paquete, pero ella rehusó con una sonrisa. Aún se estaba fumando el primero. Él dejó el paquete en la mesa y fue al baño.
Emilio se desnudó y se metió en la ducha. Le gustaba sentir el agua en el cuerpo. Adoraba su cuerpo. Aún hacía ejercicio con pesas en el parque de bomberos cada dos días. Salió de la ducha y se contempló en el espejo grande de la puerta del baño. Sus músculos y su polla parecían siempre más grandes en el espejo, aunque sabe Dios que no necesitaba un espejo para que parecieran grandes. Había mantenido, tanto como era posible en un hombre de cuarenta y ocho años, el físico que le había hecho ganar el título de Míster Nueva York veinte años antes. Tenía una cintura de solo ochenta y un centímetros, de pecho medía ciento veinte y medio, los bíceps se mantenían en cuarenta y seis, y la polla en veintitrés, aunque fluctuaba entre veintiuno y veinticinco. Conocía a tipos musculosos con una polla del tamaño del dedo meñique del pie. Había muchos tipos así. Pero no él. Estaba dotado como un reloj de pie. Emilio se masajeó la polla hasta que se le puso dura. Tensó todos los músculos, flexionó los bíceps, observó cómo danzaban y observó cómo los muslos se ondulaban a las órdenes de su mente. Hizo que sus pectorales rotaran bajo la piel. Su erección se endureció: veinticinco centímetros, por lo menos.
Su esposa esperaba pacientemente a que él saliera del baño. Esperaba que no estuviera entretenido en una de sus rutinas de culto al cuerpo. A veces duraban media hora. Ella tenía la vejiga débil, y el café le daba ganas de mear. Una vez que Emilio estaba en el lavabo, le entraron unas ganas tan terribles que se bajó las bragas y se sentó en la pileta de la cocina. Entonces apareció él, como si hubiera estado esperando para pillarla. Estuvo dos años metiéndose con ella por aquello. En una ocasión, en una fiesta, se lo contó a sus amigos. Se sintió tan avergonzada que estuvo una semana sin ir a la lavandería o de compras. Dejó para siempre las partidas de mahjong del miércoles. Habían pasado diez años, pero aún se estremecía cuando lo recordaba. Siguió esperando, escuchando sonidos que indicasen que Emilio estaba a punto de acabar.
Emilio se acarició el cuerpo con la toalla. Se puso una mano bajo las pelotas y estimó su peso. Albóndigas, eso es lo que eran; un par de albóndigas, dos pelotas de carne. Debían de pesar una libra cada una. Quizá una libra y cuarto. Se palmeó las nalgas. No se movían. Estaban tensas y duras. Y eran pequeñas. Cuando estaba en la Marina, una fulana le había dicho que tenía un culo atlético. Y Emilio se aseguró de que su culo se mantuviera bonito y atlético desde entonces. Pensó en Joey. Tenía que admitir que Joey tenía también un culo atlético, pero eso apenas contaba, porque el resto de él era condenadamente esmirriado. La única vez que vio a su hijo con una erección, casi vomitó. No podían ser más de trece centímetros, quizá catorce.
Cuando a la mañana siguiente Joey se despertó, estaba seguro de que tenía cáncer de garganta. Se quedó sentado en la cama, con las manos en el cuello, como el que se acaba de tomar un trago de whisky casero. Fue tambaleándose hasta el lavabo, levantó la tapa del váter, pero no el asiento, y echó una meada. Tragar era una agonía. Cogió la vaselina del botiquín, sacó un poco y se la puso en la boca. Apoyado con una mano en cada lado del lavamanos, le entraban arcadas a la vez que engullía. No recordaba si para el dolor de garganta su abuela usaba vaselina, Vicks VapoRub o Bengay, pero se imaginó que todos sabían igual.
Emilio escuchaba la radio en albornoz mientras se fumaba un cigarrillo y miraba por la ventana del comedor. Las nueve y media. El sol de la mañana de sábado salpicaba el reluciente hule rojiblanco y dibujaba una franja de brillo en el mentón, el cuello y el semidesnudo pecho de Emilio. Joey se trajo una taza de café y se sentó en calzoncillos en la otra punta de la mesa. Emilio le echó un fugaz vistazo a su hijo y volvió a mirar la calle y las vías del tren elevado, que estaban al mismo nivel que la ventana. Joey tomaba sorbos de café y miraba a su padre. Se moría por un cigarrillo, pero no se atrevía a pedirlo.
—¡Jo-ey! ¡Jo-ey!
—¡Bajo en cinco minutos!
Entró como un rayo en su habitación, embutió el equipo en una bolsa de lona y se puso una sudadera sin mangas y unos pantalones de peto negros. Se echó la bolsa al hombro, entró otra vez en el comedor y engulló de pie el resto de café.
—A las doce y media en French Charlie —le dijo a su padre.
Emilio no se giró. Joey se quedó unos instantes mirándole la espalda a su padre y luego salió de casa.
Emilio vio a su hijo salir del edificio. Buddy, Eugene, los Tasso y Richie esperaban a Joey sentados en el banco, con las bolsas de lona esparcidas por el suelo. Eugene le lanzó la pelota a Joey, que la atrapó con una sola mano y la hizo voltear en la espalda. Un perfecto pase en espiral. Emilio sintió que un extraño enojo crecía en su interior; un vacío y una inquietud causados por la visión de los seis chicos. Encendió otro cigarrillo y apagó la radio. Se sintió un poco mejor cuando los vio subir por la colina hacia Bronx Park. Su enojo se transformó en confuso aburrimiento. Oyó a su mujer en el baño, se metió en el dormitorio, se vistió rápidamente y salió de casa.
Hacía buen día y decidió dar un paseo por Allerton Avenue. El tren elevado rugía encima de él, pero Emilio había dejado de oírlo desde hacía años, desde que se mudó al barrio. A veces su vida entera parecía estar hecha de ruidos —trenes elevados, sirenas, alarmas, gritos desde ventanas en llamas—, pero a él no le importaba demasiado el ruido; al menos lo prefería a los silencios de su vida. Compró el Daily News en la esquina de White Plains Road y Allerton Avenue, bajo la escalera de la estación del tren, y se fue andando por Allerton hacia el parque. A una esquina de la entrada se paró. No tenía intención de ir al parque y ver el partido. Iba a leer el periódico y fumarse un cigarrillo. Se sintió como si tuviera que convencer de tal cosa a un público imaginario en su cabeza. Había borrado de su mente el partido; él iba simplemente a dar un puñetero paseo. Se enfadó otra vez. Maldijo a Joey, ese pequeño cabrón. Uno no puede siquiera ir al parque un sábado por la mañana, a relajarse un poco. Emilio dobló el periódico, se lo metió bajo el brazo y se encaminó otra vez hacia White Plains Road. Se fue a casa, llegó hasta el ascensor, dio media vuelta y salió hecho una furia otra vez a la calle. Con la cara enrojecida como un furúnculo colorado, se dirigió de nuevo al parque. Pasó diez minutos sentado en un banco, con la mirada fija en la página de deportes, sin que un solo resultado o una sola foto quedaran registrados en su iracunda cabeza. Lanzó el periódico hacia el estrecho sendero pavimentado para las bicicletas y lo hizo rodar como una bola de planta rodadora. Luego le dio una patada furiosa a una hoja que tras hacer una pirueta en el aire se le enredó entre las piernas, traída por el viento. Se fue de vuelta al quiosco, pero no tenía adónde ir. El enojo fue desapareciendo, transformado otra vez en desconcertante aburrimiento. No quería ir a casa, pero no había nada que hacer. Pensó en acercarse al parque de bomberos. Pensó en dar un paseo por Westchester. Pensó en ir a Brooklyn a visitar a sus padres. Todo le parecía increíblemente aburrido y falto de sentido y estúpido y de todos modos a la mierda Joey, esa rata canija y escuchimizada, esa boñiga de rata.
Diez y media. Emilio estaba en la barra junto a Lenny Arkadian en el Manny’s. A Lenny y al camarero John no les gustaba Emilio. Los ponía nerviosos de la misma manera que la mayoría de matones ponen nerviosa a la gente. No les gustaba pero procuraban ser amables con él.
—¿Cómo le va a tu chaval? —preguntó Lenny, haciendo girar el hielo en su bebida.
Emilio miró hacia otro lado, disgustado. Lenny se encogió de hombros. John pasó distraídamente el trapo por la barra, bajo la tenue, casi mortecina luz de su bar, y preguntó:
—¿A qué hora es el partido, Lenny?
—A la una, John,
—A las doce y media —dijo Emilio, que seguía sin mirarlos.
—¿Vas a ir?
—No. —Fue un sonido cortante que dejaba zanjada cualquier posibilidad de debate. Lenny sintió alivio. No quería ver el partido con Iván el Terrible—. ¿Sabéis por qué no voy? —retó Emilio a Lenny y a John—. Os diré por qué… Os voy a decir por qué…
Lenny pasó el dedo por un arañazo que había en el mostrador. Deseaba que Emilio se fuera o se cayera muerto o algo así.
—Porque… —Emilio se giró hacia ellos, apuntando con un dedo como si fuera un arma— porque ese chaval, ese pequeño cabrón…
El dedo titubeó, se cerró en un puño y Emilio volvió a su cerveza. Lenny y John se miraron extrañados.
—¿Juega Ralphie? —preguntó John.
—Sí, y el chaval corre como un corcel. Lo van a poner de halfback —dijo Lenny con orgullo.
—¿En serio?
—En serio. Hace años que no lo ves.
—Hostia, déjame pensar cuándo fue la última vez… La última vez él tenía… trece, quizá catorce años.
—Coño, te vas a quedar parado.
—¿Se ha vuelto grande?
—Grande y veloz. Lo van a poner de halfback.
—Así que veloz también, ¿eh?
—Corre las cien yardas en diez dos.
—Joder, eso es rápido.
—Sí.
—Menudo corcel.
—No es cierto —dijo Emilio, apartando la mirada otra vez.
—¿El qué? —preguntó Lenny.
—El halfback es Joey. —Emilio se irguió en su asiento, de espaldas a su público.
—Pero… —empezó a decir Lenny.
—El puto halfback es Joey. —La voz de Emilio sonó alta y rotunda.
Lenny iba a decir que en el equipo había dos halfbacks —su hermano pequeño y el hijo de Emilio—, pero decidió que no valía la pena. Cualquier cosa que dijera iba a ser un problema. A la mierda. A la mierda Emilio. Gilipollas de los cojones. Lenny dejó caer un dólar en la barra y le dijo adiós con la mano a John. Al pasar junto a Emilio dio un respingo, como si medio esperara un puñetazo en la nuca.
El Bronx Park era una llanura de malezas, sauces llorones y cenagales que se extendía por kilómetros en todas las direcciones. La única zona lo bastante despejada como para jugar a la pelota era el campo de French Charlie, una parcela rectangular de tierra casi pelada por varias generaciones de tacos de botas de fútbol. Parecía una alfombra oriental vieja. Nadie sabía quién era French Charlie. Unos decían que había sido un granjero de la zona, antes de que esta se convirtiera en Bronx Park, pero a menos que cultivara mosquitos y ratas eso no parecía probable. Otros decían que fue un asesino que vivía en el bosque y mataba a la gente que paseaba por el parque en la década de 1890. Una noche los polis lo acorralaron, pero al no conseguir que saliera del bosque le pegaron fuego al lugar. Se lo dio por muerto, aunque nunca encontraron el cadáver. Con el paso de los años la zona calcinada se conoció con el nombre de campo de French Charlie. La razón de que él se llamara French Charlie, en lugar de simplemente Charlie, se debía a que todas sus víctimas eran mujeres, pero lo más probable es que también esa leyenda fuera una patraña.
French Charlie estaba rodeado de un pequeño bosque de sauces y de otros árboles de forma menos reconocible. Cuando los equipos de fútbol llegaban para un partido, dejaban sus bártulos en la línea que separaba el bosque del campo y se cambiaban detrás de los árboles.
Cuando los Stingers se presentaron, los Del-Bombers ya se habían puesto el uniforme y estaban haciendo flexiones y carreras cortas de entreno en la otra punta del campo. La vestimenta Stinger era una camiseta lisa verde, hombreras, coquilla, casco y ajustados pantalones de peto negros. La mitad del equipo tenía botas con tacos; la otra mitad llevaba deportivas Converse. Los Del-Bombers no eran más ricos que los Stingers, pero tenían uniformes porque Winston Knight y Raymond Firestone habían atracado una tienda de deportes el año anterior y se habían llevado de todo, desde vendas hasta protectores dentales, suficientes para veinticinco tíos. De hecho, los Del-Bombers eran en general más pobres, si no por otra razón, porque eran negros.
Joey tiró su bolsa de lona al tronco de un árbol y bostezó. Los Del-Bombers parecían enormes. Deseó que Perry pudiera jugar. Pero Perry iba escayolado desde la punta de los dedos hasta el codo. Richie y los Tasso empezaron a pasarse la pelota. A lo lejos, Joey vio a Jo-Jo y a Ralph con bolsas de lona. Diez minutos después aparecieron Peter Rabbit, Ed Weiss y Lenny Mitchell. Faltaba una hora hasta que empezara el partido. Nadie decía nada. Los Del-Bombers acabaron su precalentamiento y abandonaron el campo.
—¿Alguien quiere correr? —preguntó Joey.
Joey, Buddy y Ralphie empezaron a dar vueltas alrededor del campo. Joey se sentía tenso. Se sentía rápido también. En la tercera vuelta empezó a correr haciendo zigzagueos. Ralphie hizo lo mismo. Buddy volvió trotando a donde estaban los Stingers.
—¿Qué tal te encuentras, Joey? —preguntó Ralphie.
—Bien. Les vamos a dar un buen palizón.
—Fijo.
Corrieron dos vueltas más. Joey vio a Perry entre los otros y dio un grito de alegría. Perry llevaba su camiseta de Stinger.
—Eh, tío, ¿vas a jugar?
—Qué va, solo he venido por si hay pelea.
—¿Cómo tienes el brazo?
—Fastidiado —respondió Perry, encogiéndose de hombros.
Aparecieron cuatro Stingers más. Cada vez que llegaba uno, los Stingers se sentían más sueltos, un poco más relajados. Poco después aparecieron los hinchas de su barrio, y cuando se presentaron las chicas, C, Margo, Laine, Anne y otras, llegó el momento de que los Stingers montaran su numerito.
Lo primero que tenían que hacer era vestirse. Ese era un ritual importante, porque ponerse el uniforme era el único espectáculo que podían ofrecer antes del partido. Cada jugador tenía su propia especialidad. A Joey le gustaba salir desnudo de cintura para arriba a temperaturas de bajo cero, mientras se preparaba las hombreras. Tensaba el estómago sin contraerlo, hinchaba el pecho y desfilaba ante las chicas en una oleada de excitación, asegurándose de que el viento le diera en el pelo de cierta manera, para poder fruncir heroicamente el ceño, como un musculoso vikingo en la proa de una nave de ataque en algún lugar del mar del Norte. Su espectáculo era muy efectivo: ver a un tipo semidesnudo en invierno equivalía a ver a una chica en bikini en medio de Manhattan. Joey era un maestro de la colocación de la coquilla y del ajuste de las pelotas. Su numerito consistía en desabrocharse la bragueta, bajarse los calzoncillos hasta el perímetro de los rizos del vello púbico y dar un gran espectáculo en la inserción de la coquilla protectora blanca con forma de diamante. Con una mano metida hasta el antebrazo en los pantalones, se removía las pelotas, se recolocaba la polla y hacia una pequeña danza de ajuste para protegerse bien las partes de la violencia de la tarde. Si a Richie le gustaba fruncir el ceño heroicamente, la expresión de Joey era una mueca de labor hercúlea, era como si estuviera moviendo dos balas de cañón dentro de sus calzoncillos. Otros tíos hacían duetos de choque de hombreras. Igual que cabras monteses dándose topetazos con la cabeza, se ponían uno frente al otro y se embestían con los hombros, para que las almohadillas encajaran mejor. Luego sacudían los hombros y los movían en pequeños círculos, en señal de que estaban ya preparados. La especialidad de Perry era la más impresionante. A Perry nunca le gustó realmente ser un tipo grande, excepto en el fútbol, y antes de un partido le encantaba parecer el doble de grande y malo de lo que era. Después de ponerse las hombreras rodeaba con los brazos un árbol grande y embestía el tronco con los hombros, para encajar las almohadillas. El árbol entero temblaba y las nueces, ardillas, hojas, nidos de pájaro y cualquier cosa que hubiese allí arriba, llovían sobre los hinchas. El año anterior, Perry se había dejado llevar tanto que se dislocó el hombro y se perdió cuatro partidos.
En el centro del campo, Richie y Ray Rodriguez, los dos capitanes de los Stingers, se encontraron con Leslie Frances y Toby Barret, los dos capitanes de los Del-Bombers, y se estrecharon la mano.
—Suerte, tío.
—Suerte.
Volviendo a la línea de banda, Richie le hizo a Ray un comentario sobre los negratas. Ray, el único puertorriqueño que jugaba en uno u otro equipo, no supo si cabrearse con él o darle la razón.
A cincuenta metros de los hinchas estaba Emilio Capra, solo. Vio que Joey jugaba de halfback y que Ralphie Arkadian no jugaba siquiera en la línea ofensiva. Vio a Lenny Arkadian con el resto de gilipollas que vitoreaban a todo trapo y resistió la tentación de ir a preguntarle qué tal le iba al halfback de medio pelo de su hermano pequeño.
Ese era el día de Joey. Estuvo iluminado cada vez que tocó la pelota, y cerca del final de la primera mitad había acumulado más de ciento veinte yardas. Ed Weiss, el quarterback, lanzaba como Y. A. Tittle, y los Tasso tenían manos de oro. La defensa contenía bien y de momento nadie había resultado herido. Los Stingers ganaban por catorce a seis. Con uniforme completo o no, los Del-Bombers habrían tenido que asaltar unas cuantas tiendas de deporte más para tener buen aspecto ese día.
Lenny Arkadian divisó a Emilio a unos veinte metros más allá de la hilera de árboles que servía de frontera. Le dio un codazo a Perry.
—¿Conoces a aquel tipo?
—¿Emilio?
—Es un auténtico capullo.
Perry se encogió de hombros, tenía por costumbre no hablar de los padres de los colegas.
Al salir del campo en el intermedio, Joey divisó a su padre a diez metros de distancia del resto de la gente. A pesar de sí mismo, Joey se conmovió, pero resistió el impulso de correr hasta Emilio y preguntarle qué le había parecido su actuación en el campo. A la mierda. Joey ya sabía cómo lo había hecho. Como siempre. Insuperable. Fue andando hacia el resto del equipo, dejó caer el casco junto a las bolsas de lona, le gorreó un cigarrillo a C, y con el rabillo del ojo miró cómo su padre lo miraba con el rabillo del ojo.
La botella de Tango de Perry pasó de mano en mano. Joey echó un trago y pasó por delante de Emilio hacia el campo de los Del-Bombers. Le pasó la botella a un par de tíos y estuvo faroleando con uno de Tully. Al ver a su padre en el campo, Joey tuvo un repentino deseo de que Emilio hablase con el resto de la gente. Durante un extraño momento, Joey se sintió deprimido y apenado por él. Recogió la botella de Tango y empezó a andar hacia su padre.
Ray Rodriguez estaba tomando un refresco solo y seguía debatiendo si tenía que cabrearse con Richie, cuando un enano salió del bosque y agarró la pelota de fútbol. Ray persiguió y placó al enano. La pelota salió volando, el enano cayó al suelo. Ray se puso de pie y levantó al ladrón por el cuello de la chaqueta.
—¿Qué te crees que haces, eh? —Bofetada—. ¿Eh? —Bofetada—. ¿Eh? —Bofetada.
El enano trataba de esquivar las bofetadas, y entonces sacó una anticuada navaja de afeitar y apuntó a la cara de Ray. Este se asustó y cayó de culo. El enano le saltó encima y estaba a punto de sacarle los ojos a Ray cuando una pelota de fútbol le hizo caer la navaja de la mano. Se puso de pie de un salto, le pisó la entrepierna a Ray y desapareció en el bosque. Joey y Ed Weiss se acercaron corriendo a Ray y lo ayudaron a ponerse de pie.
Joey andaba hacia su padre cuando vio a Ray Rodriguez zurrando a un enano. Entonces vio un destello metálico y a Ray cayendo. Pensó que el enano había matado a Ray. Tuvo un ataque de pánico, soltó la botella de Tango y corrió ligeramente hacia aquella escena irreal. Ed Weiss estaba lanzando pelotas contra el tronco de un árbol. Como pitcher había conseguido tres juegos en blanco para los Evander Tigers y lanzaba el cuero ovalado con la velocidad de una pelota de béisbol. Iba a sacar otra pelota de una bolsa de lona que tenía a los pies para lanzarla contra el árbol cuando vio a Ray Rodriguez en el suelo a veinte metros de él. Tenía encima a un chiquillo. Primero pensó que Ray estaba jugueteando con alguno de los niños que asistían al partido, pero luego vio el cuchillo. Ed cogió una pelota y la lanzó en dirección al destello.
Ray temblaba mientras Ed y Joey lo ayudaban a ponerse de pie. Varios Del-Bombers y Stingers se acercaron.
—¡Mierda! ¿Qué coño ha pasado? —preguntó Perry.
—No lo sé. Vi a ese… Creo que era un enano… Cogió el balón y…
A Ray le temblaban las manos.
—Y un huevo un enano —dijo Toby Barret, acercándose al grupito con la navaja en la palma de la mano.
—Oh, mierda… Los Ducky Boys. —Joey sintió que el estómago se le encogía.
Los Ducky Boys eran asesinos despiadados que atacaban siempre en manada, para compensar que pocos de ellos pasaban del metro y medio de altura.
—¿Estás seguro?
—Sí, tío… Mira esta puta navaja.
—Oh, Dios. —Ray cerró los ojos y se agarró la frente.
—¿Crees que van a volver?
—Fijo.
—Quizá no.
—Bueno, no pienso quedarme a averiguarlo.
—¿Qué ocurre? —C asomó la cabeza entre el grupo.
—Nada.
—Pírate.
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Qué ha pasado? —Richie y Jo-Jo acababan de llegar.
—Ducky Boys.
—¿Qué?
—Ray acaba de zarandear a un Ducky Boy.
—Richie, me voy a casa —anunció C.
Richie no le hizo caso.
—¿Dónde se ha metido?
—En el bosque.
—¿Crees que van a volver?
—Siempre lo hacen.
—¿Y qué? Aquí juntamos cincuenta tíos —dijo Perry. Los otros se lo miraron como si se hubiera roto la cabeza en lugar de la mano. Perry se rio, blandiendo la escayola en el aire—. Yo estoy preparado.
—Que alguien se lo lleve a casa antes de que se haga daño —dijo Jo-Jo.
—¿Seguimos el partido o no?
—Yo no me la voy a jugar —dijo Raymond Firestone.
—Lo que pasa es que no os gusta perder —dijo Perry.
—Cabronazo, de la zurra que os vais a llevar, tendréis que cagar por el otro lado.
—Pensaba que te ibas a casa —continuó Perry.
Raymond no supo qué decir.
—Venga, ¿qué os pasa, panda de maricas? —retó Perry.
Nadie respondió. Seguía llegando gente que quería saber qué pasaba. Cuando estaban casi todos en el centro del campo, Perry gritó:
—¡Okey! ¡Se acabó el descanso! ¡Que empiece el espectáculo, joder!
Y se fue hacia la línea de banda. Los otros se miraron unos a otros, se encogieron de hombros y fueron a buscar los cascos.
Joey vio a su padre entre el resto de espectadores. Se sintió mejor. Se preguntó qué había pasado con la botella de Tango. Se preguntó qué haría su padre si los Ducky Boys se presentaban. Al recoger el casco, los ojos de Joey y de Emilio se encontraron. Joey hizo un breve gesto de saludo con la mano, pero Emilio desvió rápidamente la mirada. Joey se puso tenso, cogió el casco y salió al campo.
Emilio había visto que la gente se concentraba en el centro del campo y se había acercado un poco, a ver qué pasaba. Al empezar a dispersarse la multitud había oído algo sobre una pelea y unos patos. Lo único que sabía es que si esos negratas empezaban una pelea o algo les iba a zurrar la badana. A la mierda los patos.
Ray Rodriguez era alto y veloz. Era un defensa lo bastante bueno como para jugar con cualquier equipo de instituto de la ciudad, pero, igual que Ed Weiss, en su colegio no había equipo de fútbol, por esto jugaba con los Stingers. El peligro del que se había salvado por los pelos en el intermedio había redoblado su frenética velocidad en la segunda parte, y jugaba como un profesional. Seguía viendo aquella navaja delante de su cara y a aquel Ducky Boy sentado encima de él con una mirada turbia que denotaba una conciencia y una inteligencia del tamaño de un guisante. Los Del-Bombers lanzaron un pase largo y Ray rebasó a Leslie Frances, interceptó el pase en la zona final y consiguió un touchback. Al atrapar el balón resbaló en la hierba húmeda y dio con la rodilla en el suelo. Se giró hacia el exterior del campo y al levantar la mirada se encontró la cara del Ducky Boy que había tratado de matarlo. Estaba a diez metros de distancia, apoyado en un árbol, mirando inexpresivamente a Ray. Este se quedó inmóvil. El Ducky Boy le hizo señas para que se acercara. Ray se levantó y reculó hacía uno de los postes de gol. El Ducky Boy se pasó el pulgar de un lado a otro del cuello y apretó los dientes. Ray se giró y echó a correr.
—¿Qué te pasa?
—¡Están aquí!
Los ojos de Richie se abrieron más.
—¿Dónde? —Ray señaló la zona del final. No había nadie—. ¿Dónde?
—No hablo en broma, Gennaro, joder. Estaba allí.
—¿De qué va esto?
—¿Qué pasa?
—Ray ha visto al tipo aquel.
—No me lo invento. Me largo a casa.
—Eh, vamos tío. El partido está a punto de acabar.
—Me da igual, como si… ¡Eh! ¡Ahí está! —No solo había vuelto el Ducky Boy, sino que había seis o siete más junto a los postes de gol—. Adiós. Vosotros podéis quedaros, si queréis.
—Son solo seis. Podemos con ellos.
La gente empezó a marcharse. Los jugadores de fútbol se congregaron en el centro del campo, con Perry en medio.
—Escuchadme, no pienso huir de unos enanos.
—No son enanos. ¿Por qué no te bajas del burro, Perry?
—A ti sí que te voy a bajar del burro, gilipollas. Yo no me largo.
Perry estaba sorprendido de su propia bravuconería. No sabía por qué se ponía tan terco.
—¡Oh, Dios mío, mirad! —exclamó Eugene.
Los seis Ducky Boys se habían convertido en cientos, alineados entre el bosque y el campo de fútbol. El resto de hinchas recogieron los trastos y se largaron corriendo hacia la entrada del parque, todos excepto Lenny Arkadian y Emilio Capra.
—¡Me cago en Dios! —Richie se abrochó el casco.
—Creo que mi madre me llama —dijo uno de los Del-Bombers.
—Tengo sed, ¿quién quiere ir a tomar una Coca-Cola? —preguntó Ed Weiss.
Cerca de veinte jugadores de fútbol abandonaron su ropa de calle y echaron a correr detrás de los hinchas.
—Qué cojones —dijo Eugene—, larguémonos de aquí.
Eugene quería salir corriendo, pero su miedo a la violencia era menor que su miedo al desprestigio.
Joey vio que su padre y Lenny se acercaban andando.
—Quedémonos —dijo, con una tremenda sensación de entusiasmo.
Perry rodeó con el brazo enyesado el cuello de Joey.
—Los maricas pueden irse a casa. —Con cada sensación de temor, Perry se ponía más vocinglero y envalentonado.
—¿Qué pasa? —Lenny tenía el aspecto de un tipo grande y duro. Vio a la tribu de Ducky Boys al fondo del campo—. ¿Son colegas vuestros? —Lenny sintió decepción y alivio de que su hermano pequeño hubiera desaparecido.
Se quedaron unos treinta tíos, incluyendo a Perry, Joey, Richie, Raymond Firestone, Eugene, Buddy y cerca de la mitad de los Del-Bombers y de los Stingers.
—¿Dónde está mi hermano? —preguntó Vincent Tasso.
—Se ha pirado.
—¡Mierda! —exclamó Vincent, con aspecto dolido.
Emilio se acercó a ellos, se quitó el abrigo y mostró un físico que dejó a todo el mundo callado. A Joey le dieron ganas de llorar.
—¿Quiénes son esos tipos? —preguntó Emilio, con aire de indiferencia y desinterés.
Nadie contestó.
Emilio se encogió de hombros, se fue hacia un árbol, arrancó una rama gruesa y empezó a balancearla con desidia. Volvió con el grupo y se echó la porra al hombro. Perry, impresionado, le hizo un guiño a Joey. Este se abrochó el casco y se ajustó las hombreras. Otros, imitando a Emilio, arrancaron ramas de árbol. Los Ducky Boys permanecían inmóviles, esperando a ver quién se quedaba y quién huía. Entonces empezaron a avanzar, casi andando en formación, como una banda de música. Unos llevaban bates de béisbol, otros cadenas y antenas de coche. Joey se acercó un poco a su padre. Emilio exhaló con fuerza por las fosas nasales y asió más fuerte la porra. Los jugadores de fútbol no sabían si dispersarse o hacer piña, y empezaron a chocar unos con otros, gritando consignas. Perry practicaba golpes en el aire con la escayola. Joey corrió hacia los árboles. Trató de arrancar una rama, pero no consiguió separarla del tronco. Volvió corriendo con las manos vacías y se puso entre su padre y Perry. Ray Rodriguez se había quedado porque Richie había hecho un comentario sobre putos negros cobardes cuando la mitad de los Del-Bombers había huido hacia la colina, sin aparentemente tener en cuenta que a la mitad de los Stingers les había entrado una sed repentina más o menos en el mismo momento.
—¿Qué cojones hago yo aquí? —preguntó Lenny.
—¡A por ellos, Hombre Lobo! —se rio Perry.
Al llegar a la mitad del campo, los Ducky Boys rompieron filas y atacaron, blandiendo todo lo que llevaban. Los jugadores de fútbol estaban en inferioridad numérica en una proporción de cinco a uno, pero los Ducky Boys eran pequeños. Emilio salió corriendo a su encuentro y le dio con el garrote a uno en la cara. De las fosas nasales del crío emergió un chorro de sangre que se esparció por los brazos de Emilio. Este tumbó a cinco o seis Ducky Boys antes de que alguien lo cazara por detrás con un bate de béisbol y lo derribara entre un mar de ratas que soltaban espumarajos por la boca.
Doce Ducky Boys se lanzaron contra Perry y Lenny porque eran los más grandes. Perry blandía su escayola como la quijada de un asno e iba acumulando víctimas a sus pies. Lenny agarró a un Ducky Boy por las piernas y lo usó como garrote, blandiéndolo bocabajo contra los agresores.
Joey, inspirado por Emilio y por el miedo, no lo hacía mal para lo pequeño que era, hasta que vio caer a su padre. Entonces fue alcanzado en la cara por una antena de coche, y un telón de sangre y piel lo cegaron. Perry vio que Joey caía y, soltando bramidos iracundos, se abrió paso entre los Ducky Boys, rompiendo huesos y cabezas hasta manchar de rojo toda la escayola. Le quitó a Joey a varios Ducky Boys de encima, lo puso de pie de un tirón y lo empujó hacia la seguridad del bosque. Pero Joey no veía nada, fue directo hacia un Ducky Boy que lo esperaba y fue derribado de nuevo bajo una lluvia de patadas y golpes. Perry agarró al Ducky Boy y le estampó la cabeza contra un árbol. El yeso se rompió y el dolor punzante en la muñeca lo hizo llorar.
Raymond Firestone, boxeador de competición amateur, lo tuvo fácil hasta que una cadena de coche le rompió los dedos y él cayó de rodillas, contemplando incrédulo cómo se hacía añicos el sueño de su vida.
Richie, Eugene y Buddy se defendían espalda contra espalda en triángulo, pero por alguna razón no interesaban a nadie, para gran alivio de ellos.
Bajo una montaña de Ducky Boys, Emilio sacó los puños y consiguió finalmente hacer sitio para incorporarse. Agarró a un Ducky Boy y, apoyándose en él, se puso de pie de un salto. Había perdido su garrote pero no estaba herido, excepto por el chichón en la base del cráneo. Agarró a otro Ducky Boy que llevaba una cadena de coche y le rompió el brazo con un rápido giro. Emilio se enrolló la cadena de coche en la mano y usándola como unas boleadoras rompió costillas y piernas. Un rato después seguía intacto e invicto.
Ray Rodriguez le dio a Richie un puñetazo en la nariz.
Lenny encontró la porra de Emilio y, cuando se cansó de voltear a su Ducky Boy, lo lanzó y usó el palo, pero perdió el equilibrio, le echaron todos encima y de repente las cosas se pusieron feas.
Joey yacía bocabajo y gimoteaba. Pensaba que se había quedado ciego y que su padre estaba muerto. Pero Emilio seguía batallando y Joey solo tenía un corte superficial en la frente. Por primera vez en la tarde sintió un desesperado e intenso terror. Estaba demasiado asustado para levantar la cabeza y trató de huir arrastrándose bocabajo, moviéndose lentamente sobre la fría hierba. Topó con las anchas raíces de un árbol y se agarró con todas sus fuerzas a la base del tronco.
La sangre se filtraba desde el interior de la escayola rota de Perry. Trizas de gasa le colgaban en tiras del brazo. El dolor superó su bravuconería y Perry fue tambaleándose hacia el bosque, aullando de angustia. Escondido del resto, se sentó en el suelo, se agarró el brazo y se quedó meciéndose adelante y atrás.
Raymond Firestone yacía hecho un ovillo y se quejaba en voz baja, con la mano fracturada contra el pecho. Había perdido un zapato y tenía medio casco fuera de la cabeza.
Después de darle a Richie un puñetazo en la nariz, Ray Rodriguez se sintió mucho mejor y se fue a casa corriendo.
Después de recibir un puñetazo en la nariz, Richie se fue a casa corriendo.
Cuando Buddy y Eugene vieron que Richie se iba corriendo, se fueron a casa corriendo.
Lenny estaba fuera de combate y soñaba con que pintaba kilómetros de tela con un pincel del tamaño de un mondadientes.
Entre caídos y huidos, Emilio era el único que seguía luchando. Cuando los Ducky Boys vieron que el único contra quien combatían era el maníaco del látigo de acero, decidieron que su tarea había acabado y empezaron a esfumarse tan rápido como habían aparecido. Emilio corrió tras ellos como un gladiador demente. La ardiente hinchazón en la base del cráneo lo empujaba a embestir y derribar todo lo que se moviera.
Después de que los Ducky Boys se fueran, Stingers y Del-Bombers emergieron tímidamente del bosque. Joey se incorporó sobre la hierba. La sangre se había secado, y excepto por la herida lacerante sobre los ojos y los escalofríos de miedo, se encontraba más o menos bien. Vio a su padre, de espaldas a todos, solo en medio del campo. Exultante, Joey hizo un esfuerzo para ponerse de pie y corrió hacia él. Un instante antes del contacto, Emilio se dio la vuelta y le dio a Joey un puñetazo en el vientre. Joey hizo un sonido parecido a un gruñido y cayó de rodillas. Se quedó mirando imperturbable a Emilio y vomitó pequeñas porciones de una sustancia oscura y nauseabunda.