2. LA FIESTA

Eugene Caputo daba una fiesta. Los Wanderers se reunieron en Burke Avenue.

—Bien, Perry, te toca entrar otra vez.

—¿Cómo es que me toca siempre a mí?

—Porque tienes pinta de puto degenerado cuarentón.

—Igual que tu madre.

—Porque tú no tienes.

—Pues la tuya lleva un colchón pegado a la espalda, para servicios rápidos en la cuneta. ¡Píllame antes de que se enfríe!

—Vamos, Perry, tienes que ir tú, eres el que parece mayor.

—De acuerdo, de acuerdo… ¿Qué será esta vez? Dos botellas de Tango, una de Seven…

—Y otra de vodka.

—¡Uf…!

—¡Joder!, yo no pienso beber esa meada con sabor a naranja.

—Vale, vale, pillaré una de vodka.

—Vamos a ver, eso serán dos, tres, cuatro, cuatro con cincuenta.

—Muy bien, somos cinco, así que toca a… a… ¿Quién tiene un lápiz?

—Noventa centavos cada uno, gilipollas.

—Muy bien, sacad la pasta.

—Mierda… Solo tengo un billete de cincuenta pavos.

—Sí, seguro; no sabes ni contar hasta tanto.

—¿Ah, sí? Es más pasta de la que tu viejo ve en una semana.

—¿Ah, sí? Tu madre cobra esto por abrirse de patas.

—¿Ah, sí? Tu madre cobra lo mismo por cerrarlas.

—Venga, vamos, no tenemos toda la noche.

Una vez conseguida la priva se separaron para ir a recoger a sus novias. Richie fue de vuelta al barrio, a buscar a C.

—¿Sí? ¿Quién es?

—Soy Richie.

El padre de C abrió la puerta, miró a Richie con párpados resecos y soltó un gruñido. Richie pasó por su lado y cruzó el recibidor del estrecho apartamento, hacia el cuarto de C. La chica estaba ante al espejo, encrespándose el pelo con un peine. Richie se quedó observándola desde la entrada.

La fiesta era en el sótano recubierto de madera de Eugene. C y Richie llegaron temprano. Solo estaban Terry, la chica de Eugene; Ralph, el primo que Eugene tenía en Queens, y la novia de Ralph, Anne.

—Hey.

—Hey, Richie, te presento a Ralph.

—¿Qué tal?

—¿Qué tal?

—Y esta es C.

Se saludaron todos con un gesto. Eugene llevó a Richie al tocadiscos.

—Mírate esto —le dijo, pasándole una pila de singles.

Richie les echó una ojeada: «Soldier Boy», «Ten Commandments of Love», «Sealed with a Kiss», «Patches», «Tell Laura I Love Her», «Tears on my Pillow» y otras diez de las canciones más lentas que uno pueda imaginar. Eugene le dio un codazo y dijo:

—¡Va a ser una noche de sobeteo!

—Eh, ¿sabes qué me dijo C? Me dijo que iba tan caliente que en cualquier momento… ¡se suelta del todo!

Eugene se dio un manotazo en la frente.

—¡No me jodas!

—¿Por qué no? ¡Bájate los pantalones!

—Eh, que te den por el culo.

—Pórtate bien y dejaré que me huelas el dedo.

—Eh, fíjate en esto. —Eugene hizo girar el interruptor principal y todas las luces se apagaron excepto una pequeña bombilla roja en un rincón—. Ambiente…

—¡Eh, basta ya!

Eugene volvió a encender las luces.

—Lo dejaremos para después, cuando vayan todas calientes.

—Eh… ah… Escúchame… si la cosa va bien entre C y yo, ya sabes, ¿me dejarás tu habitación?

Eugene frunció el ceño.

—¿De veras crees que vas a llegar tan lejos?

—Quizá más lejos incluso.

—Vale, de acuerdo, pero no uses mi cuarto a menos que sea realmente necesario.

—No te preocupes por eso —le dijo Richie, dándole un golpecito en el hombro.

Sonó el timbre. Eugene subió de cuatro en cuatro los desvencijados peldaños del sótano. La escalera traqueteó de nuevo un minuto después, cuando cinco tíos y cuatro chicas bajaron dando voces y chillando. Cada tío llevaba una botella bajo el abrigo. Le pasaron todos la priva a Turkey, que se puso a trabajar con la coctelera, preparando destornilladores de Seven y cubatas de ron y Coca-Cola.

—Eh, Turkey, ponle ese afrodisíaco que te di, ja, ja —dijo Joey, riéndose y apretando los hombros de su chica.

Mientras esperaban las bebidas, empezaron todos a picar patatas fritas, M&M’s, pretzels y Fritos.

—Eh, tío, anoche fui con Margo a ver West Side Story en el Valentine. ¿La has visto? —preguntó Buddy.

—Sí, y me moló mucho.

—Sí, a mí me molaron los Jets.

—Sí, pero el tío más enrollado era Bernardo.

—Sí, es guapo.

—Ah, mi culo sí que es guapo.

—¿Viste las camisas y las chaquetas que llevaban los puertorriqueños?

—Acabo de pillarme una chaqueta en Alexander’s como la de Rico.

—A mí me gustó Tony. Era enrollado.

—Sí, molaba mucho.

—Sí, pero ¿qué me decís de las tetas de aquella puertorriqueña?

—Perry, eres un cerdo.

—¿A quién te refieres? ¿A Natalie Wood?

—No, tío, a la otra.

—Natalie Wood, el sueño de un carpintero.

—Plana como una tabla y fácil de echarle un clavo.

—A mí me gustó Richard Beymer; es guapo —dijo Margo.

—¡Ja! Teníais que haber visto a Margo gimoteando al final de la peli.

—No sabía que Margo gemía —bromeó Joey.

—Las bebidas están listas —anunció Turkey desde la otra punta de la habitación.

Los tíos se abalanzaron sobre el bar móvil.

—Eh, ¿sabéis qué? Deberían haberle pedido a los Wanderers que fueran la pandilla de los blancos en esa película.

—Sí, Perry habría sido A-Rab, Joey podría ser Action, Richie habría sido Riff, Turkey habría sido Baby John.

—¡No! Turkey habría sido Anybody’s.

Todos se rieron, excepto Turkey.

—Yo podría haber sido Tony —aseguró Buddy.

—Sí, seguro, mi culo habría hecho mejor de Tony —dijo Richie.

—A mí me habría gustado ser Bernardo —afirmó Joey.

—¿Por qué? Era un puertorriqueño.

—No es un puertorriqueño de verdad. Ese George Chakiris es italiano.

—No, no lo es; es judío —dijo Perry.

—¡Y una mierda! Es demasiado guapo para ser judío.

—Quizá le hicieron un apaño en la nariz —replicó Perry.

—Quizá le hicieron un apaño en la polla —dijo Joey.

—Quizá le hicieron un apaño con una buena mamada —añadió Richie.

—En la vida no hay nada como una buena mamada, no hay nada mejor, que yo sepa —cantaron al unísono los tres.

—Y ahora, señoras y caballeros, hagan el favor de levantarse para el himno nacional —anunció Eugene, en posición de firmes junto al tocadiscos.

Un piano lleno de ruido estático dio entrada a la voz gutural de Dion.

Soy el tipo de tío que nunca sentará la cabeza.

Allí donde estén las chicas bonitas, bueno, ya sabes, allí estaré yo.

Las beso y las amo porque para mí son todas iguales.

Las aprieto contra mí y las abrazo, ellas no saben siquiera mi nombre.

Me llaman el Nómada; sí, el Nómada.

Voy dando vueltas y vueltas y vueltas.

Después del tema de los Wanderers, Eugene puso un montón de singles, mezclando las canciones lentas con las rápidas en una proporción de dos a una. La fiesta había empezado. El primer disco fue el de los Marcels, «Blue Moon». Ningún tío quería bailar aún, así que C y Pat, la chica de Perry, empezaron a bailar slop. Entonces Margo, la chica de Buddy Borsalino, y Barbara, la chica de Joey Capra, se pusieron a bailar. Los tíos se iban poniendo a tono, especialmente Perry, que engullía Sevens tan rápido como podía. El siguiente disco era una lenta.

C y Richie estaban solos en la pista. Perry empezó a lanzarle M&M’s a la cabeza a Richie.

—Basta ya, gilipollas.

Perry se rio y continuó bebiendo. Media hora después estaban casi todos bailando. La mayoría de los tíos ya iban colocados, excepto Turkey, que nunca bebía. Eugene tenía a Terry en el regazo en un rincón del sofá, y se daban el lote. Turkey giró el interruptor principal y la habitación se iluminó de un rojo tenue. Algunas chicas chillaron en fingida protesta, pero nadie le pidió a Turkey que volviera a encender las luces. Joey y Barbara tomaron el otro rincón del sofá. Buddy y Margo se arrellanaron en una gran butaca. Ralph y Anne se conformaron con la escalera. Los únicos que seguían bailando eran C y Richie. Alguien apagó la luz roja y la sala se quedó a oscuras, como el interior de un armario.

C y Richie empezaron a morrearse. Él apretó la rodilla entre las piernas de ella, y ella respondió con un suave movimiento de rotación.

—¿Quieres subir al cuarto de Eugene? —le susurró Richie a C en la oreja.

—¿Qué hay allí?

—¿Has visto alguna vez su colección de rock?

—Sí. —Richie trató de llevarla hacia la escalera. Ella se resistió—. Eh, podemos besarnos aquí abajo.

—No hay espacio —Richie le metió la lengua en la oreja a C–. Vamos.

La cogió de la mano, pero ella vaciló.

—¿Estás seguro de que a él no le importará?

—Claro, me ha dicho que no hay problema.

Se movieron a tientas en la oscuridad. Al subir a ciegas por la escalera cayeron encima de Ralph y Anne. Resolvieron quién era de quién, y Richie y C continuaron escaleras arriba.

En la cocina, Turkey se estaba preparando un bocadillo. Perry vomitaba en el lavabo. Richie y C encontraron la habitación de Eugene y se encerraron dentro. Las luces estaban apagadas. Se sentaron en la cama y empezaron a besuquearse. Richie hizo que C se tumbase y se puso encima. Empezaron a apretarse el uno contra el otro, con un lento movimiento mecánico. Richie le metió a C la lengua en la oreja otra vez y le puso la mano sobre sus pequeños pechos. Gimiendo, ella le pasó la mano alrededor del cuello. Él le desabrochó la blusa y le recorrió con los dedos el contorno del sujetador. Trató de deslizar un dedo por debajo del sujetador, pero estaba tan ceñido como un cepo metálico. C se irguió y se lo desabrochó. Richie empezó a acariciarla y lamerla como los tipos de las pelis francesas. Se restregó un poco más contra ella, le deslizó la mano bajo la falda y notó la humedad de la ropa interior de C. Ella alargó la mano entre las piernas de Richie y le frotó un poco la polla. Él se bajó rápidamente la cremallera y se la sacó. Mientras ella le acariciaba los huevos, él le subió la falda por encima de la cintura y deslizó una mano por debajo de las medias de C. Le pasó suavemente los dedos por el espeso vello rizado y de repente hundió el dedo medio en la carnosa humedad. C gemía y se revolvía como un pez en un anzuelo. Richie exploró con el dedo, buscando el clítoris. Tommy Tatti decía que era como una canica lubricada, pero Richie no encontraba la maldita cosa parecida a una canica. Sabía cuándo estaba cerca porque ella se ponía a jadear y le apretaba los huevos. Eso dolía, pero era una buena pista. Trató de quitarle las medias, pero no consiguió hacerlas pasar de las rodillas. Richie le apartó a C la mano de la polla y trató de metérsela dentro. C paró de golpe. Él notó la tensión de C e intentó introducirle otra vez los dedos, para ver si seguía húmeda.

—No —dijo ella, cruzando las piernas.

—¡Por Dios! Venga, que no me voy a correr dentro.

—Aún no.

—¿Qué quieres decir con «aún no»? ¿Dentro de media hora? ¿O quieres decir dentro de cinco años? No sé qué quieres decir con aún no.

—Simplemente, aún no.

Richie se irguió, se miró la erección y se dejó caer de nuevo.

—¡Joder, me voy a morir!

Trató de lamerle la oreja, pero ella volvió la cara.

—Te lo haré con la mano.

—¡Fantástico! Eso puedo hacerlo yo solo. Para eso no te necesito.

C se puso a llorar. La erección de Richie fue bajando por momentos, como por la descompresión de un gato hidráulico.

De repente oyeron voces y gritos. Richie se abrochó la bragueta y salió de la habitación, dejando sentada en la cama a C con la ropa puesta de cualquier manera. Las luces del sótano estaban encendidas. Las chicas chillaban histéricamente. Perry estaba tumbado en el sofá y tenía media cara cubierta de sangre. Los Wanderers gritaban por la ventana; otros tíos respondían a gritos desde fuera y lanzaban piedras contra la casa.

—Son los Pharaohs —dijo Joey Capra, levantando la vista hacia Richie.

—¡Vamos a por ellos! —dijo Richie, corriendo hacia la puerta.

Turkey lo detuvo.

—Tienen cadenas. Perry ya ha salido.

Eugene bajó por la escalera con dos bates de béisbol y un látigo de tienda de souvenir.

—¿Estás loco o qué? ¡Hay ocho tíos ahí fuera! —dijo Joey.

Eugene dejó caer su arsenal al suelo.

—¡Fantástico! ¿Qué cojones hacemos, entonces? ¿Dejar que derriben la casa?

—Lla… llamad a la policía —dijo Anne entre sollozos.

—¡No! —Richie estaba lívido de rabia—. ¡No vamos a llamar a la policía por los putos Pharaohs! —Abrió la puerta de golpe—. ¡Antone! ¡Te voy a partir el puto culo!

—¡Sal, Gennaro! ¡Sal aquí fuera!

Una piedra se estrelló contra la puerta, por encima de la cabeza de Richie. Eugene lo arrastró al interior.

—Los voy a matar, los voy a matar —gemía Perry.

Una piedra entró volando por la ventana y esparció una lluvia de cristales en la sala. Richie agarró una botella de cuarto y la lanzó hacia la ventana. En su furia falló y la botella se rompió contra la pared.

—Eso ha sido de gran ayuda —dijo Ralph.

—¡Eh, esperad! —Turkey cogió una botella medio llena de ron y Coca-Cola—. ¡Esto! —Miró a los otros y dijo—: Coged una botella cada uno y subid conmigo.

—¿Qué?

—Hacedlo.

Cogieron una botella cada uno y subieron la escalera corriendo detrás de él. Turkey salió del lavabo con un rollo de papel higiénico.

—Coged un poco de papel y metedlo en la boca de la botella, así.

Desenrolló dos palmos de papel y los embutió en la botella, dejando un poco colgando fuera. Todos hicieron lo mismo.

—¡Vamos! —Corrió hasta la habitación de Eugene—. ¡Mierda! ¡La puerta está cerrada!

C abrió la puerta. Se había vestido y tenía los ojos rojos. Entraron todos corriendo por su lado. Richie se paró, cruzó un momento una mirada con C, y entonces ella bajó por la escalera corriendo. La ventana daba a la parte delantera de la casa; estaban justo encima de los Pharaohs. Turkey abrió con cuidado la ventana hasta la mitad y les hizo un gesto a los otros para que se apartaran. Se sacó un encendedor del bolsillo y prendió el papel higiénico de su botella. Se pegó a la pared y lanzó la botella por la ventana, como una granada. La botella se rompió contra el pavimento y estalló en una lengua de fuego. Los Pharaohs chillaron. Los pantalones de Antone se encendieron en llamas y él se puso a correr en círculos ante su aterrada pandilla, hasta que tuvo la sangre fría de quitarse los pantalones. Turkey, todavía pegado a la pared, sostenía el encendedor en alto. Richie acercó a la llama su botella y la arrojó por la ventana, contra los de abajo. Esta vez los Pharaohs huyeron. Las luces de todo el bloque se encendieron.

Los Wanderers bajaron uno tras otro por la escalera. Eugene y Richie salieron fuera, a esperar a la policía. Buddy Borsalino llevó a Perry al hospital. Cuando los polis llegaron, Eugene les dijo que estaban celebrando una fiesta en casa y aparecieron unos borrachos que querían colarse. Les mostró la ventana rota. No tenía ninguna explicación para el fuego. No sabía quienes eran aquellos tipos. Richie añadió que tenían acento puertorriqueño y que quizá era gente de Simpson Street.

Cuando los polis se fueron, Eugene y Richie entraron otra vez en la casa. C se había ido. Anne dijo que Turkey la había acompañado a casa. Richie dijo:

—Que la jodan.

Turkey hacía honor a su nombre. Estaba en todos los cuadros de honor de la escuela, pero los otros chicos listos se apartaban de él porque Turkey era un pavo de lo más raro. Tenía una cara como la del Ángel Francés, un cuerpo grueso y corpulento, la piel amarillenta como de dientes podridos, y solía vestir de color gris sucio. Los Wanderers también pensaban que era un tío raro, pero no estaban acostumbrados a su inteligencia. Sabía de cosas como astronomía e historias de guerra. Coleccionaba parafernalia nazi (a pesar de que era judío) y hablaba alemán. Sabía dibujar. Una vez le hizo a C un retrato a lápiz en una hoja de cuaderno, y todos juraron que era lo bastante bueno para estar en un museo. Sabía cantar. Cantaba «Some enchanted evening» como Robert Goulet y no le daba vergüenza cantar en público. Por esto salía de vez en cuando con los Wanderers. Todos sabían que sus padres eran unos tarados, que su hermana era una auténtica zorra que follaba por diez centavos, que su casa estaba llena de pañuelos de papel y revistas guarras.

Esa noche, Turkey caminaba despacio y en silencio bajo la luz de las farolas, terriblemente consciente de la presencia de C a su lado. Al marcharse C de la fiesta, él había salido corriendo instintivamente tras ella. C lloraba. Él se ofreció a acompañarla a casa. «Puede que los Pharaohs anden todavía cerca», le dijo. Ella no le respondió. Unas manzanas más allá, dejó de llorar. De vez en cuando sollozaba. Andaba sin mirar a Turkey, sin levantar la mirada del suelo. Turkey se estrujó los sesos para encontrar algo que decirle. Llegaron a Big Playground.

—¿Lo has pasado bien esta noche?

Ella se puso a llorar otra vez; sus sollozos desgarraban a Turkey. C se dejó caer en un banco y él se sentó, no muy cerca, a su lado.

—Lo siento, C. Solo trataba de conversar.

Ella alzó sus ojos llorosos hacía Turkey, se limpió la nariz y sonrió con bravura.

—Eres muy amable, Turkey. Gracias por acompañarme a casa —Turkey puso el brazo sobre el banco, detrás de los hombros de C–. Voy a subir a casa.

—Te acompañaré arriba —dijo él, levantándose.

—No, no hace falta, puedo subir sola. Gracias por acompañarme. De verdad, eres un encanto.

C le sonrió y echó a andar a casa.

Turkey se quedó en el banco, observando la ventana en sombras del dormitorio de C, hasta que la luz se apagó.

—Lo siento.

—¿El qué?

—Lo del sábado.

C se examinó las uñas.

—¿Lo del sábado?

—Ya sabes qué.

—¿Qué?

—¡No seas cabrona, joder! —soltó Richie, en voz más alta de lo que quería.

Unos chicos pararon su partido de baloncesto, para observar el espectáculo del banco. Richie sabía que C sería rencorosa cuando él se disculpara, así que había ensayado durante media hora lo que iba a decirle, pero había levantado demasiado la voz, y su tono había sido demasiado frío, y la había cagado.

—¿Cabrona? ¿Por qué no, Richie? ¿Con quién, si no, querría salir un cabrón como tú?

Richie se quedó impresionado. El guión de C era mejor que el suyo.

—Esto me duele, C; me duele de verdad. —Richie se hizo el dolido.

Los chicos volvieron a su partido de baloncesto.

—Oh —dijo ella con un mohín—. Richie está dolido.

Richie se irguió y echó una ojeada a Big Playground. C se quedó sentada en el banco, cruzó las piernas y continuó estudiándose las uñas.

—No puedo hablar contigo —dijo él, a nadie en particular, mientras exploraba la cancha de baloncesto con la mirada—. Nunca podré.

—Lo estás haciendo —dijo ella, con retintín.

Richie se sentó otra vez.

—Mira, dije que lo sentía y no te lo voy a repetir. Si no te gusta, me devuelves la puta pulsera que te regalé y lo dejamos.

—¿Es así como te disculpas, Richie? ¿Llamándome cabrona y diciéndome que si no me gusta puedo devolverte tu puta pulsera?

Ella alzó al fin la mirada y Richie vio que tenía lágrimas en las mejillas. Algo se encogió dentro de él.

Noche del viernes.

—Vamos, C.

—¡No!

C se dio la vuelta y se quedó boca abajo. Richie se tuvo que conformar con acariciarle la espalda y agarrarle el culo.

—Mira —dijo él, tratando de llegar a un acuerdo—. Solo te la meteré… este poquito —añadió, estrechando el espacio entre sus dedos. C se quedó inmóvil como un cadáver—. Muy bien, olvídalo.

Richie empezó a vestirse, pero ella no se movió. Richie se puso los calcetines y los zapatos, luego se puso la camiseta. Pero ella no cedió hasta que oyó el sonido metálico de la bragueta que se cerraba.

C se giró y Richie, con los calcetines, los zapatos y la camiseta puestos, se lanzó entre las piernas de ella igual que una gaviota descendiendo en picado sobre una almeja en el océano. Los pantalones de Richie yacían en el suelo, con la bragueta cerrada. Mientras Richie se debatía con frenética determinación entre los muslos de ella, hubo una tremenda explosión y la habitación se llenó de humo. C chilló. Richie se levantó de un salto, con el corazón desbocado y su erección encogiéndose como la secuencia acelerada de una flor que se abre, reproducida al revés. Un humo denso y acre llenó el aire. C se agarró a la manta con fuerza y con los ojos desorbitados de un caballo despavorido. Richie vio los restos de un petardo junto a la puerta. Al otro lado de la puerta, Dougie y Scottie se reían como idiotas. La ira de Richie puso la película marcha adelante otra vez y una rabiosa erección emergió. C asió de la camiseta a Richie, antes de que este abriera la puerta de golpe y ahogara en la bañera a los dos críos, como si fueran gatitos.

Lenny Arkadian tenía una tienda de letreros pintados en Olinville Avenue. Los Wanderers se dejaban caer a veces por la tienda, porque Lenny era un tipo joven, que renegaba como un marinero y se sabía los mejores chistes guarros. Era un sujeto grande, fofo y ruinoso, que había ganado un concurso de dobles de William Bendix en el instituto. Solía ir cubierto de pies a cabeza de pintura roja, el único color que usaba para sus letreros. Desde que abrió, la junta de sanidad había declarado insalubre su tienda seis veces. No era un logro pequeño, pues lo único que había allí era un banco de trabajo salpicado, unas cuantas resmas de cartulina blanca y una pirámide de latas de pintura roja. Lenny tenía las seis citaciones enmarcadas y colgadas alrededor de su notificación de expulsión de la Escuela de Diseño de Rhode Island. Se consideraba un artista, un follador y un tipo con personalidad, en este orden. Cuando estuvo en la marina en Tánger se había hecho tatuar en la polla un poste de barbería, soltaba pedos de hasta quince segundos y le importaban una mierda los negocios. Si tenía público era capaz de cualquier cosa. En una ocasión, con los Wanderers por allí, entró en la tienda una viejecita que quería un letrero. Lenny se puso a cuatro patas y empezó a ladrar y aullar y a morderle los zapatos a la señora, hasta que la echó a la calle. Entonces la emprendió con ellos, gruñendo, rugiendo y deslizándose por el suelo igual que un cangrejo, hasta que Joey le vació un bote de cuatro litros de pintura roja en la cabeza. En cinco minutos, las paredes, el suelo, las resmas de papel blanco y todos los presentes estaban pringados de rojo. Lenny se cargó el trabajo de dos días y cincuenta pavos en letreros acabados, pero todo el mundo lo pasó en grande. Desde aquel día Lenny era conocido por Hombre Lobo.

—¡Hombre Lobo!

—¡Gennaro!

Cuando las campanillas sobre la puerta sonaron, Lenny no se fijó en quién entraba, y Gennaro irrumpió y lanzó los libros de texto sobre el banco de trabajo. Lenny tenía el brazo metido hasta el sobaco en una barreño y estaba mezclando pintura roja con un tenedor de madera para la ensalada. Llevaba una sudadera rígida de pintura seca y unos pantalones grises.

—¿Has visto a Eugene? —preguntó Richie.

—Estaba aquí hasta hace diez minutos. Me han dicho que el sábado tuvisteis una fiesta de la hostia. ¿Cómo no me invitasteis?

—Había luna llena.

—Ah, tíos, con vosotros me descojono. —Hizo una mueca cuando la pintura le llegó al hombro—. Por cierto, Gennaro, he oído que mojaste. No me lo creo, pero eso es lo que me han dicho.

—No mojé. ¿Quién te lo ha contado? ¿Eugene?

—Sí, me ha dicho que echaste un polvo en su cuarto.

—Cierto, mi puño se hizo polvo en su cuarto. —Tras limpiarse la sudadera y la mano y dejarlas razonablemente secas, Lenny extendió una cartulina blanca sobre el banco de trabajo—. Estuve así de cerca, Lenny. —Richie juntó el pulgar y el índice hasta que casi se tocaron—. No sé, creo que voy a hacerme monje —dijo, moviendo tristemente la cabeza.

—Gennaro, no querría que te sintieras peor de lo que estás, pero tengo que contarte lo que me pasó anoche.

Hablaba mientras trabajaba, escribiendo cuidadosamente los detalles de unas rebajas de mantelería en los almacenes Lipschitz, al final de la misma calle. Richie rio. Sabía que iba a oír una buena historia.

—Anoche salí con una chica, una enfermera del hospital Jacobi. Ya sabes cómo son las enfermeras. La mitad de las operaciones que salen mal y el paciente muere es porque el médico está demasiado cansado para sostener recto el bisturí, porque ha estado en, yo qué se, en la sala de desinfección, desinfectando a las enfermeras, ¿no? Esto es un hecho. Sí, lo leí en el Argosy. De todas formas, Rochelle, la chica con quien salí anoche, tal como te decía, Rochelle, creo que tuvo la culpa de la mitad de las operaciones que fueron mal en el Jacobi.

—¡Eh, que te jodan! Mi madre era enfermera.

—Bueno, vale, también sé cosas de ella. De todas formas, a esa Rochelle me la ligué en Manny’s anoche. Ya sabes, usé los viejos trucos de siempre y te juro que en quince minutos ya estaba de vuelta en casa, y en veinte, yo diría que en veintisiete minutos, le estaba comiendo la almeja como si fuera la última cena. —Richie no acababa de creerse el cronometraje de la historia, pues Lenny vivía en Westchester y solo el trayecto era de media hora—. Y te puedo decir que debí de dar en la diana, porque nunca en la vida me habían rociado con tanto jugo de almeja. Quiero decir que la barbilla me chorreaba igual que este pincel.

Lenny mojó el pincel en el barril. La pintura goteó obscenamente en el suelo y sobre sus zapatos de lona azul.

—Entonces tengo una idea. Me levanto y cojo un cuchillo de mantequilla y un pedazo de pan de molde, ya sabes, el que te fortalece el cuerpo de doce maneras diferentes y todas esas gilipolleces. Bueno, pues cojo el cuchillo y un poco de pan, le meto el cuchillo en el potorro y saco una buena porción de jugo de almeja y la extiendo sobre el pan. —Para demostrarlo, Lenny se pasó lentamente el pincel húmedo por la palma de la mano, de un lado a otro—. Así, ¿lo ves? —Richie meneaba la cabeza estupefacto—. Y así seguí hasta que tuve una buena ración de coño esparcida en el bocadillo. Entonces doblé el pan y me lo comí. ¿Y sabes qué me dice la zorra de los cojones cuando acabo? Me dice «Lenny, no tenías que haber hecho eso… Tengo gonorrea».

—¡Puaj!

—«Tengo gonorrea» —repitió Lenny, con un mueca, mientras terminaba el nuevo cartel.

—Hombre Lobo, cuesta creerte.

—Sí, eso es lo que dijo tu madre cuando terminé con ella. —Antes de que Richie pudiera protestar, Lenny continuó—: De todas formas, Gennaro, en cuanto a tu problema, has ido a parar al mejor sitio para buscar ayuda. Te garantizo que si sigues las órdenes del buen doctor, tu virginidad aparentemente incurable habrá desaparecido en menos de una semana.

—¿Me estás vacilando? —dijo Richie, entornando los ojos escéptico.

—No te vacilo. Quizá no lo resolvamos en el primer tratamiento, pero así y todo… —Lenny se encogió de hombros y se quedó mirando a Richie.

—Cuéntame.

—A ver, ¿estamos hablando de la señorita Denise Rizzo, alias C?

—Sí, claro.

Lenny acabó el letrero y lo sostuvo en el aire, para examinar el trabajo.

—Venga, dime —suplicó Richie.

—Paciencia, tío. Has esperado dieciséis años para eso, así que puedes esperar cinco minutos más. Yo también tengo que ganarme la vida.

Richie suspiró y levantó los ojos al cielo.

—Es un buen letrero, ¿no crees? —dijo, sosteniéndolo frente a Richie.

—Lenny… —imploró Richie.

—¿Sabes cuánto gana ese gordo cabrón de Lipschitz al año? ¿O a la semana? ¿O al día? —Richie se rascaba la cabeza. Con fuerza. Se mesaba el pelo—. Yo tampoco lo sé, pero apuesto a que un montón —dijo Lenny.

Richie se levantó para irse.

—Una zanahoria untada con vaselina —añadió Lenny rápidamente.

—¿Me hablas a mí?

—Una zanahoria untada con vaselina, se la metes entre las piernas. Le dará una idea de lo que es la cosa de verdad.

—¿Me hablas a mí? —dijo Richie, señalándose el pecho con el dedo.

—Asegúrate de que se la metes por el lado bueno. Un plátano es demasiado blando. Puede romperse por la mitad y entonces, ¿cómo quedas tú?

—Tú no eres un hombre lobo; tú eres un…

—Una vez conocí a una chica con un músculos tan fuertes en el coño, que podía coger con él una zanahoria de encima de la mesa y hacerla desaparecer. Claro que una banana sin pelar también servirá pero a veces las puntas son demasiado ásperas. Mira, el truco para echar un polvo es ser delicado.

Al día siguiente, Richie se fue de compras. Solo quería una zanahoria, pero para que la cajera no sospechara, compró un kilo de naranjas, medio de nabos y cuatro lechugas iceberg.

Todos los viernes por la noche los padres de C iban a la reunión del club de sus primos, y los viernes por la noche, Richie se colaba en la habitación de C, para su competición semanal de lucha libre. Hasta el momento, C permanecía imbatida, pero esta vez, Richie subía al ring armado con un puño americano. El precalentamiento fue como siempre. Con las luces apagadas y la televisión encendida, él le quitó la blusa y el sujetador mientras sonaba el tema principal de Seventy-Seven Sunset Strip. Le quitó el vestido y las bragas con el tema de Twilight Zone, y cuando llegó la melodía de Shock Theater de Zacherle ya estaban enzarzados en un combate a muerte en el que todo valía, aunque lo único que C tenía que hacer para ganar era conseguir un empate.

—Eh, C…

—¿Mmm?

—Ahora mismo vuelvo.

Richie se levantó y cogió a tientas la zanahoria, que había deslizado dentro de uno de sus calcetines mientras se desnudaba. La dejó caer en el bolsillo de sus pantalones y se dirigió al lavabo. La luz le hacía entornar los ojos mientras registraba el botiquín de los Rizzo en busca de vaselina. Tenían un bote de tamaño familiar. Richie untó la zanahoria con una buena cantidad de vaselina, hasta darle un brillo viscoso mate. Se guardó la zanahoria en los pantalones, apagó la luz y volvió al dormitorio. Su plan era metérsela mientras la penetraba con los dedos, aprovechando la oscuridad para emplear el viejo ardid. Richie se volvió a desnudar y dejó el consolador orgánico al alcance de la mano. Mientras se trabajaba a C con los dedos, como experto de la penetración dactilar que era, y mientras una rubia tetuda era devorada por los hombres cucaracha de Marte en Shock Theater, Richie agarró el resbaladizo vegetal con la otra mano y estaba a punto de cambiar el dedo medio por el alimento, cuando C encendió la luz y lo pilló con las manos en la masa.

—Solo quiero… ¿Qué diablos es eso? —Los ojos de C se abrieron con incredulidad.

—¿Qué? —dijo Richie alelado, con la mano paralizada y la zanahoria a quince centímetros de la nariz de C.

—¡Eso!

—¿Esto?

—¡Eso!

—Ah, esto. Eh, es una zanahoria. Es… eh… ¡deliciosa! —Richie le dio un buen bocado, masticó con entusiasmo, se limpió una pizca de vaselina de la barbilla, y con una mueca en la cara, como la de una mula comiendo mierda, le ofreció la zanahoria a C–. ¿Quieres un poco?

—¡Lenny! ¡Cabrón!

Eran las tres de la mañana, pero Lenny cogió el teléfono al primer timbrazo.

—¿Quién es? Suena como la voz de Gennaro. —Lenny estaba completamente despierto—. Gennaro, dile hola a Dolores. —El teléfono cambió de manos y una voz ronca de mujer dijo «Hola».

—Déjame hablar con Lenny —dijo Richie, por una vez ni contento ni impresionado.

—¿Qué hay, Gennaro?

—Yo, tú, Dolores y mi cena, cabronazo.

—¿De qué me estás hablando?

—De zanahorias glaseadas.

—No era para que te la comieras, tarugo. Ven el lunes y hablamos. —Lenny colgó el teléfono antes de que Richie pudiera replicar.

—Gennaro, ¿cuántas veces te lo tengo que decir? Yo estoy de tu lado —dijo Lenny, pasándole el brazo por los hombros a Richie.

—Eres un hombre lobo de verdad, ¿lo sabes?

—Muy bien, se acabó, basta de majaderías con amateurs; ahora vamos en serio.

—¿Qué quieres decir?

Richie sintió una rigidez inquietante en el estómago.

—Ahora mismo vuelvo.

Lenny salió de la tienda. Richie se quedó sentado en el banco de trabajo, con la sensación de estar en la mesa de operaciones de un médico. Cinco minutos después, Lenny regresó.

—Hora de ir a cosechar higos.

—¿Qué quieres decir? —El almuerzo de Richie le estaba bailando un mambo garganta arriba.

—Qué quiero decir, qué quiero decir… ¿Qué crees tú que quiero decir?

Lenny colgó el cartel de «Volveré a las…» en la puerta, y puso a las cuatro y media las manecillas móviles del reloj.

—¿Qué vas a hacer? ¿Cerrar la tienda? Vamos, Lenny, no pierdas dinero por mí.

Lenny se echó la chaqueta al hombro.

—¿Vienes conmigo? —dijo con una sonrisita.

Richie se encogió de hombros, respiró hondo estremeciéndose de nervios y salió de la tienda tras él. Andaba detrás de Lenny, mirándole los pantalones grises, el gran culo, las anchas espaldas y el remolino de pelo rubio. Lenny se sintió observado y se volvió hacia Richie con una sonrisa, le hizo un gesto para que caminara al lado de él y le pasó el brazo por el hombro.

—Eh, Lenny, no necesito un condón o algo así, ¿verdad?

—Qué va, relájate. Todo irá bien.

Se pararon delante de una verdulería y Lenny entró. «¡Una puta verdulería!», murmuró Richie para sí. Todas las mujeres que salían tenían pinta de zorra. Todos los chicos de reparto eran chulos. Un coche patrulla se detuvo y un poli entró en la tienda. Richie cruzó la calle corriendo, se metió en una pizzería y esperó la llegada de un furgón policial. El poli salió masticando un plátano. El soborno, pensó Richie, y cruzó la calle otra vez. Lenny salió con una pequeña bolsa verde en la mano.

—Vamos —dijo Lenny, echando a andar.

Richie rehusó la mandarina que Lenny le ofrecía. Caminaron seis manzanas, hasta una tranquila calle residencial, de viejas casas de madera de dos plantas. Lenny llevó a Lenny al porche de una casa amarilla y marrón y abrió la puerta. Subieron por unas angostas escaleras de madera. Richie se sentía como si hubiera esnifado pegamento y se apoyaba en la barandilla para no caerse. Cuando llegaron al rellano encontraron seis puertas.

—¿Rhonda? —gritó Lenny, echando un vistazo a varias habitaciones.

—Aquí, Lenny —dijo una voz, desde la habitación del final.

Lenny le puso una mano en el hombro a Richie y le dijo:

—Okey, yo me voy. ¡Aquí tienes al chaval! —gritó.

—Okey, hazlo entrar.

—Hasta luego, campeón —se despidió con un guiño Lenny.

—¡Eh! ¿Me guardas los libros? —pidió Richie, implorando con la mirada.

—Claro.

Lenny cogió los libros, lanzó otro guiño y se fue. Richie llamó a la puerta.

—Entra. —Rhonda yacía en ropa interior en una cama sin hacer y leía un ejemplar de Cosmopolitan. Levantó la mirada—. Hola —dijo con una sonrisa—. Soy Rhonda.

A Richie le entraron ganas de disculparse.

Rhonda bajó las piernas de la cama, se sentó y dio unas palmadita a su lado, sobre la sábana.

—Siéntate.

Richie se sentó.

Ella le bajó la cremallera de la parka y empezó a quitarle la ropa, mientras le hablaba con voz suave y tranquila.

—¿Cómo te llamas?

—Gregory.

—¿Tienes novia?

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Mary.

—¿Es guapa?

—No.

—¿Te gusta ir a la escuela?

—Sí.

—¿Qué quieres ser de mayor?

—Buzo.

Rhonda le puso la mano en los calzoncillos y jugueteó con su polla. Él la miró por primera vez. Tenía unos treinta años, era rubia y tenía unas tetas bonitas. Le recordaba a una enfermera.

—¿Me ayudas a quitarme el sujetador?

Se puso de espaldas a él, mirándolo por encima del hombro. Richie le desabrochó el sujetador y sintió en los dedos el calor de la espalda de Rhonda. Esperó que no le pidiera que le quitara las medias también. Ella se levantó, se despojó de las medias y se quedó frente a él. Richie se levantó. Rhonda le bajó los calzoncillos.

—¿Quieres que me ponga encima o quieres ponerte tú encima? —preguntó ella.

—¿Eh? ¿Cómo? No sé… Lo que tú creas mejor.

—Lo haremos contigo encima.

Rhonda se tendió, separó las piernas y se acercó las rodillas al pecho.

—¡Viajeros al tren!

Mientras volvía a la tienda, Lenny se preguntaba si había obrado correctamente. Joder, el chaval ya es mayorcito. Yo lo hice a los doce años y no me dolió nada. Rhonda es buena chica y cuidará de él. Lenny llegó a la tienda a las cuatro. El letrero decía «Volveré a las cuatro y media». Lenny se encogió de hombros y se fue a Manny’s, a dos manzanas de allí. El bar estaba desierto.

—¿Cómo va todo, Lenny?

—Tirando. Ponme un Jack Daniels, John. —El camarero le sirvió un chupito de whisky en un vaso con hielo—. Eh, John, ¿cuántos años tenías cuando echaste el primer polvo?

—Treinta y seis.

—No, venga, en serio.

—¿Estás buscando rollo? —La voz de John bajó varias octavas mientras ponía la bebida delante de Lenny.

—No, no. ¿Sabes esos chavales que se pasan el día en mi garito? Acabo de llevarme a uno a ver a una puta que conozco en Colden Avenue.

—¿Primera vez?

—Sí. El chaval tiene dieciséis años. Ya es lo bastante mayor, ¿no? Quiero decir, joder, yo tenía doce años cuando me estrené.

—Yo tenía veintiuno —dijo John—. En Japón; yo estaba en las tropas de ocupación, nunca lo olvidaré. En Tokio, el paquete de cigarrillos costaba seis pavos y medio. En la base, nosotros los conseguíamos por diez centavos. Te ibas al Madame Soo’s o al Blue Moon y tenías una chica por cinco pavos. —John se rio—. Le dábamos una cajetilla a la madame y ella nos daba una chica y un dólar cincuenta de cambio.

—¿Y tenías veintiún años?

—Sí. Una chica muy guapa, se llamaba Sooky.

—A los veintiuno yo ya había pillado gonorrea dos veces. —Lenny terminó su chupito e hizo un gesto para que le sirvieran otro—. ¿Crees que dieciséis es demasiado joven?

—¿Qué chaval es?

—Richie Gennaro.

—Conozco a su viejo. Viene por aquí de vez en cuando.

—¿Y qué tal es?

John se encogió de hombros.

—Es un buen tipo. Se toma su trago y mira las peleas.

—Eh, no se lo cuentes, ¿vale?

—¿Que no le cuente qué?

Lenny dejó caer un dólar y medio en la barra.

—Cuídate.

John se despidió con un breve gesto mientras la caja registradora se abría con un ruido seco y metálico.

Lenny volvió a la tienda, remató dos letreros de «Rebajas» y se dispuso a cerrar. Al apagar las luces, las campanillas de la puerta sonaron. Gennaro estaba en la entrada.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó Lenny con suavidad.

—Bien… bien. —Richie avanzó en la penumbra, hacia el banco de trabajo—. Lenny… —Lenny se oía el corazón, retumbándole en los oídos—. ¿Me das los libros?

—Claro, chaval. —Richie los recogió y se encaminó hacia la puerta—. Eh, Richie… —Richie no se giró, pero se detuvo, con una mano en el pomo de la puerta—. ¿Te ha gustado?

—Ha estado bien.

—Ya no eres virgen, pues. Y ya no tendré que oír más bobadas sobre el tema —dijo Lenny, con una risa floja.

—No.

Richie salió por la puerta.