—Sea como sea, a los catorce años me di cuenta de que cuando me empalmaba, la polla iba hacia abajo en lugar de hacia arriba. Un día nos la estábamos pelando todos juntos en casa de Gennaro y vi que todos se empalmaban hacia arriba y yo era el único que se empalmaba hacia abajo. Así que pensé, hostia, estoy mal hecho, ¿sabes? Y flipé, quiero decir que pensé que a menos que pusiera a la chica cabeza abajo y la abriera de piernas para yo, imagínate, bajarme hacia ella, no habría manera de echar un polvo. ¿Qué coño sabía yo? Debía de tener catorce años.
—¿No hablaste nunca de eso con nadie?
Nina se cubrió con la colcha los hombros desnudos y descansó la cabeza en el hombro de Eugene.
—Bueno, esa era la putada. Mi padre… quiero decir, desde los doce años, yo aparecía en casa con una chica, después de ir al cine o lo que fuera, y él me decía… ¡Eh, campeón! ¿Has pillado, hoy?, ya sabes. Y al principio yo ni siquiera sabía… ¿Pillado qué? Y entonces él me contaba todas esas historias de cómo a los doce años una profesora se la había chupado, y cómo se pasó por la piedra a dos chicas el día de su confirmación, y chorradas así. De modo que cuando yo tenía trece años ya iba diciendo ¡Sí, he echado un polvo! ¡Sí, me hizo una mamada!, ¡qué te parece! Ya sabes, y en realidad yo ni siquiera les metía mano en las tetas ni nada. Así que cuando tenía quince años, mi viejo pensaba que yo me pasaba el día follando. Si te digo la verdad, yo era tan virgen como el día que nací, pero no podía ir y decirle… Eh, papá, creo que mi polla va en la dirección equivocada, y me acojona porque creo que eso significa que no puedo follarme a ninguna chica. Porque él me habría dicho ¡Qué cojones dices! Pensaba que te estabas tirando chicas desde el año que naciste. ¿Me has estado tomando el pelo todo este tiempo? Yo estaba demasiado avergonzado para decírselo, y tampoco se lo podía contar a los colegas porque cuando empecé a contarle a él que follaba, empecé a contárselo a ellos también. Traté de contárselo a mi vieja, pero en estas cosas ella es una tocapelotas, porque cree que mi viejo se folla todo lo que se mueve. Quiero decir, de alguna manera no se lo reprocho, que lo piense. Mi padre solía incluso traerse mujeres a casa a la hora del almuerzo. Cuando yo era crío, a casa venían tantas tías o parientas con mi padre que yo perdía la cuenta. Yo le contaba a todo el mundo que tenía la familia más grande del Bronx. Una vez me peleé con un chaval de cuarto grado, Silvio Rusciano. Ese chaval tenía algo así como catorce hermanos o hermanas. Nos peleamos sobre quién tenía la familia más grande. Me dio una hostia en toda la nariz y yo pensé que me había quedado sin cara. Llego a casa, sangrando, y mi madre empieza a chillarme que tengo que ser un hombre y me empuja por la puerta y me dice que no vuelva a casa hasta que le dé una paliza al chaval ese. Y una mierda, ¿sabes? El chaval aquel podía meárseme en la oreja y yo no iba a pelearme con él ni con un puto tanque a mi lado. Sea como sea, ella me tuvo fuera de casa todo el día y yo estaba sentado en la escalinata, esperando a que mi padre volviera.
Eugene se echó a reír.
—Tu madre está pirada —dijo Nina.
—No, bueno, es buena gente —contestó Eugene apagando la luz.
—No, no lo es, Eugene. Y tu padre es un capullo y un gilipollas.
—Bah, no es mal tipo. Sea como sea, yo llevaba desde los catorce años creyendo que era impotente. Cuando ya tenía edad para follar, ya sabes, a los quince o dieciséis, lo que hacía era llevármelas a la cama y hacía de todo, y quiero decir de todo, ya sabes, juegos preliminares, pero no se la metía porque tenía miedo de que, no sé, de que no funcionara. Era un palo, porque ellas se ponían calientes de verdad y querían follar, y entonces yo tenía que insultarlas o… ya sabes, hacer cualquier cosa para que se les quitaran las ganas, se cabrearan conmigo y se largaran. Era una putada. No podía… no podía salir con una chica que me gustara, porque si ella quería follar yo tenía que hacer que se cabreara conmigo. Si estamos en la cama y ella se larga, no es mi culpa si no follamos, y mi reputación sigue intacta y nadie sabe mi secreto. Lo tenía todo pensado.
Eugene encendió otro cigarrillo y colocó bien la almohada. Nina se apoyó en el codo y acarició con su larga cabellera el cuello de él.
—Entonces, hace unos tres meses, conocí a una chica en un bar. Me la llevo a casa de Buddy y empezamos a revolcarnos… y de repente ella me coge la polla y antes de que yo pueda decir o hacer algo, se la mete dentro. Eso es todo lo que hizo. Y así fue como me curé y me salvé y todas esas gilipolleces… cursilerías. —Se volvió hacia Nina—. Solo que aún no me he salvado. ¿Has oído alguna vez esa frase, «millas por hacer antes de dormir»? Ese soy yo, millas por hacer antes de dormir. El sexo importa una mierda. Quiero decir, me gusta acostarme contigo, Nina, y te amo como nunca he amado a nadie, pero ser un hombre no es solo eso, ¿sabes? Yo pensaba que el día que echara el primer polvo se acabarían los problemas y las preocupaciones. Pero a veces, ahora, me siento peor que antes. Ya no soy un crío, tengo que empezar a moverme, a tomar decisiones.
—¿Y qué vas a decidir?
—No lo sé. Quizá vaya a la universidad. Quizá me case. ¿Tú quieres casarte?
—No.
—¿Por qué diablos no?
—Me gustas demasiado.
Nina le dio un breve beso en la boca, se inclinó y alargó la mano para coger un cigarrillo de la mesita de noche. El paquete estaba vacío. Nina se levantó de la cama y encendió la luz.
—¿Adónde vas? —preguntó él.
—Voy a buscar cigarrillos —respondió, poniéndose el vestido por encima de la cabeza.
—Son las doce y media, ¿adónde vas a ir?
—La tienda de dulces de la esquina está abierta…
—¿Quieres que te acompañe?
—No hace falta. Volveré en un segundo.
—¡Eh! ¿Vas a ir sin ropa interior?
—Sí, volveré en un segundo.
—¿Por qué no te pones ropa interior? —preguntó Eugene, con una sensación de ligero enfado.
—Hace calor ahí fuera.
Eugene se recostó y la puerta de entrada se cerró de un portazo. Menuda estupidez había dicho. ¿Quieres casarte? ¿Por qué diablos no? Hostia. Eugene hizo una mueca. Vio los zapatos de Nina encima de la alfombra. Eran de gamuza gris, suaves al tacto de la palma de la mano. No tenía solución, todo lo que tuviera que ver con Nina Becker lo hacía sufrir. Con solo tocar sus malditos zapatos se le entrecortaba la respiración. Eugene se incorporó. Si los malditos zapatos estaban ahí, es que ella iba descalza por la calle. Vio el sujetador colgando de la silla del escritorio y las medias hechas un ovillo en el asiento. Saltó furioso de la cama. Nina llevaba quince minutos fuera. Eugene se puso los pantalones. Descalzo y desnudo de cintura para arriba bajó a la calle y se quedó en el porche. Era tarde y la calle estaba en silencio. Avanzó unos pasos por la acera y echó un vistazo a la calle. Desde allí veía la tienda de dulces. Las luces estaban apagadas. Soltó una maldición y empezó a andar por la calle. Corría un aire fresco. Las ramas de los árboles se mecían como hojas de palmera empujadas por la brisa. Un gato blanco agazapado sobre un cubo de la basura se quedó mirando cómo pasaba. Eugene se sintió raro andando sin zapatos y sin camisa. Oyó risas en una de las casas. La tienda de dulces estaba cerrada, una verja metálica tapaba la puerta. Eugene miró en la oscuridad: el reloj de pared marcaba la una. Miró a ambos lados de la calle. A Nina no se la veía por ningún lado. Estúpida zorra de los cojones. Miró atrás, por donde había llegado. Quizá se habían cruzado y no la había visto. Echó a andar al trote de vuelta a casa, se paró y fue otra vez hacia la tienda de dulces. La habría visto volver, a la chupapollas de los huevos. No sabía dónde buscarla. Tal vez se había ido a casa. Y una mierda. Se metió en la lúgubre entrada de un viejo edificio de apartamentos, al lado de la tienda de dulces. Silencio total. Un espejo gastado y un ascensor. Se quedó allí unos minutos, pensando dónde más podía buscar. Quizá debería acercarse a la tienda de dulces de Radcliffe Avenue. Ya tenía la mano en la puerta cuando vio un pasillo detrás del ascensor. Eugene decidió explorarlo. Encontró un estrecho hueco con buzones y a un negro enorme, con pantalones de peto cortos, de rodillas sobre una mujer blanca. Lo único que Eugene veía de ella eran unas piernas abiertas. Del torso del cuerpo de él se escurría sangre.
—Disculpa —farfulló Eugene.
El tipo negro se giró impasible hacia Eugene. La mujer estaba inmóvil debajo de él. Terrible silencio. A Eugene le pareció ver algo brillante. Cuchillo. Negrata. Violación. Durante un terrible segundo, Eugene se quedó quieto, sin saber si saltar adelante o atrás. Oyó un gemido tenue y trémulo. Cuchillo. Negrata. Eugene se dio la vuelta y huyó hacia la entrada. La parte de detrás de los ojos le escocía de pánico. Vio que había un apartamento en la planta baja. Alargó la mano para llamar al timbre, se contuvo y salió corriendo del edificio. La calle estaba desierta. A dos manzanas de distancia vio a una pareja que andaba en dirección a él. Echó a correr hacia ellos y paró. A la mierda, no iban a hacer nada. No se lo podría explicar. Al otro lado de la calle vio una cabina telefónica. Corrió, sacando calderilla del bolsillo, esparciendo monedas de cinco y diez centavos y de cuarto de dólar por el suelo. ¿Operadora? Policía. Rápido. Vengan rápido.
—Perdone. ¿Qué dice?
Eugene vio que el tipo salía del edificio. El tipo vio a Eugene en la cabina y echó a andar a paso rápido hacia Burke Avenue. Eugene dejó caer el teléfono y corrió otra vez hacia el edificio. En el mismo instante en que abrió la puerta oyó a Nina chillando histérica. Salió tambaleándose de detrás del ascensor, desnuda, con el vestido colgando de una pierna. Eugene cogió a Nina. Nina se estremecía y gritaba y con sus trémulos dedos le tiró del pelo. Las piernas de Eugene flaquearon.
—Cálmate, cálmate —balbuceó él.
Ella sollozaba entre jadeos.
—¡Oh, Dios! ¡I-iba a m-matar-me! ¡Me-e hab-bría ma-atado!
—Cálmate, cálmate. —Eugene la abrazó y le acarició instintivamente el pelo—. ¿Te ha hecho daño?
—¡Lle… llevaba una na… navaja de afeitar! —chilló ella. El terror y las lágrimas rebosaban de su garganta—. Me… me hab-bría m-matado. —Nina soltó un gemido agudo y estuvo a punto de caerse.
Eugene la sostuvo fuerte y la ayudó a andar hasta los peldaños cerca del ascensor. Se puso en cuclillas delante de ella y la aguantó.
—¡Nina! ¡Nina! ¿Te ha hecho daño?
—¡Lle… llevaba una navaja de afeitar! —Nina dejó caer la cabeza sobre el brazo de Eugene y luego se irguió—. ¡Me dijo que… que me… m-mataría, lle-vaba u-una cuchilla!
—Cálmate, cálmate. —Eugene vio las líneas rojas a lo largo del lado derecho del cuello de Nina.
—Al… alguien llegó. Al… guien lle… llegó y luego se… se fue. No… no di… dijo nada y se… ¡se fue!
Eugene apretó los dientes y se estremeció. Cobarde, gallina, cobarde, cagueta, bragazas, cobarde, cobarde, cobarde.
—Pe-pero él se asustó y se fue. ¡Me… me habría matado, Eugene!
Nina se desplomó sobre el pecho de Eugene. Él le acarició el pelo. Cuchillo. Eugene recordó en un destello cómo había mirado abajo y lo había visto encima de ella. Recordó el terrible silencio. Y luego el leve gemido. El quejido. Aquella escena y aquel gemido se revolvían dentro de él como imaginarios anzuelos clavados en sus entrañas. Nina se quedó semidormida entre sollozos. Eugene la ayudó a ponerse de pie, le puso el vestido y la sacó a la calle. Nina andaba a trompicones, con un brazo flácido rodeando el cuello de Eugene. Cobarde. Bragazas.
Cuando los padres de Eugene llegaron a casa a las tres de la mañana, lo encontraron sentado en la escalinata, delante de casa.
—¿Qué haces levantado? —le preguntó su padre.
Eugene se encogió de hombros.
—No puedo dormir.
Sus padres se quedaron ante él, cogidos del brazo.
—¿Has tenido una cita, esta noche?
Eugene hizo una mueca y respondió:
—Ya entraré.
Sus padres entraron en casa. Eugene trató de llorar. Una canción le vino a la cabeza. «Walk Like a Man», de los Four Seasons. Se dio cuenta de que si un día empezaba a llorar, nunca pararía. Se levantó, exhaló un suspiro y entró en casa. Su madre estaba en la cocina preparando café. Oyó a su padre en el lavabo del piso de arriba.
—¿Mamá? —Ella lo miró sin decir nada—. Tengo que hablar contigo. Esta noche ha pasado algo.
Ella arqueó las cejas y siguió preparando café.
—Te escucho.
—Han violado a mi chica.
—¿Qué? —Su madre se quedó quieta.
—Estábamos en casa y ella ha bajado a comprar cigarrillos. Como no volvía, he ido a buscarla y he pillado a un negrata violándola, al lado de la tienda de dulces. La ha arrastrado al interior de una casa.
—¡Tú estabas allí!
—Sí, y…
—¿Qué has hecho?
—Lo he visto y…
—¿Qué has hecho?
Eugene levantó las manos y empezó a tartamudear.
—He… he visto que…
—Eugene… ¡qué has hecho!
Sus labios eran una rendija blanca, los ojos una franja delgada.
—Lo he visto y… le había puesto una navaja de afeitar en la garganta.
—Eugene… ¡qué has hecho! —preguntó ella, con los dientes apretados y las venas del cuello hinchadas como raíces.
—He llamado a la policía.
—Has huido.
—He llamado a la policía.
—Has huido —dijo pronunciando sentencia—. Un negrata… estaba violando a tu chica, ¡y has huido!
—¡No!
Las lágrimas manaron y le resbalaron por la cara. No conseguía recobrar el aliento. Su madre lo miró con desprecio.
—¿Dónde está ella?
—Lla… llamé a… a su p-padre.
Desfallecido de dolor, Eugene se dejó caer en una silla de la cocina, con la respiración entrecortada.
Su madre acabó de preparar el café. Él la miró como si esperara ayuda de ella, que movía la cabeza en un gesto de desdén.
—Ve arriba y tómate un baño —le dijo.
—¿Qué? —preguntó, agarrándose a cada palabra de ella.
—Hazlo —respondió, despachándolo con un aspaviento de asco.
Eugene obedeció sin rechistar y subió tambaleándose por la escalera, se cruzó con su padre sin decir nada y entró en el lavabo.
Eugene se quedó aletargado en una bañera humeante. Las lágrimas iban y venían. Con las manos quietas sobre los muslos, observó una gota de agua condensada en una cañería, debajo del lavamanos. La puerta del baño se abrió y su madre entró en albornoz. Se apoyó en el lavamanos, se cruzó de brazos y le dirigió a Eugene una mirada feroz.
—Algún día, hijo mío, aprenderás que los dos mayores goces de ser hombre son darle una buena paliza a alguien y recibir una buena paliza de alguien. Buenas noches.
Salió del baño y cerró la puerta.
Eugene se quedó otra vez mirando la gota de agua. Cuando finalmente la gota se desprendió de la cañería, Eugene cerró la mano y se dio un puñetazo en la cara.
Eugene pasó toda la noche tendido en la cama, mirando la pared. A las seis y media de la mañana oyó que su madre se levantaba. Estaba aterrado de que entrase en la habitación. Cuando, media hora después, la oyó salir de casa, Eugene se levantó, se vistió y se fue con el coche de su padre a casa de Nina.
—Lo odio —dijo ella con los dientes apretados. Estaban los dos sentados en el pequeño comedor, ante una mesa llena de sobras de un desayuno ligero—. ¡Odio a ese hijo de puta!
Meneando la cabeza, dejó escapar una risa forzada.
Eugene miraba al suelo.
—Tenía que haberle saltado encima —dijo él.
Nina se pasó con cuidado los dedos por los cortes de la garganta.
—¿Qué quieres decir?
—Que fui yo quien entró cuando él estaba encima de ti… y huí.
—¿Qué? —Nina no parecía comprender.
—Soy un cobarde de mierda, y huí. —Nina le tocó la mano—. Me quedé allí mirando, Nina… y salí por patas como un puto cobarde.
—Cariño… —Nina buscó sus ojos con la mirada, pero Eugene no levantaba la vista del suelo—, si le hubieras saltado encima, tal como crees que deberías haber hecho, yo no estaría aquí ahora. Me habría matado en dos segundos, y quizá a ti también.
Eugene se encogió de hombros.
—O quizá yo a él.
—Eugene, no lo entiendes.
—¡No! ¡Eres tú la que no lo entiende! —Eugene se levantó y descargó un puñetazo contra la pared—. ¿Crees que cualquiera de mis colegas habría huido?
—¡Si tuvieran un poco de cerebro en la cabeza lo habrían hecho! Eugene, cuando te vio se asustó. Si te hubieras quedado, habría tenido que atacar a alguien. Quizá a mí. Quizá a ti. Quizá a los dos. Cuando te largaste, fue eso lo que le hizo escapar. ¡Fue por eso por lo que se marchó, Eugene! —Señaló las marcas de cuchilla en el cuello—. Mira esto, míralo.
Eugene le dio una ojeada al cuello de Nina, hizo una mueca y apartó la mirada.
—No lo entiendes —repitió él.
—¡Y un carajo que no! ¡Yo no te importo! ¡Lo único que te importa es tu orgullo de mierda! Si me hubiese cortado la cabeza de cuajo, no te habría importado.
—No lo entien…
—¡No vuelvas a decir eso! ¡Lo entiendo mucho mejor de lo que tú nunca lo entenderás!
Eugene salió del apartamento y bajó por la escalera.
—¡No reconocerías a un hombre de verdad, aunque apareciera uno y te mordiera el culo! —gritó Nina desde arriba de la escalera.
Nina entró corriendo en el apartamento, dio un portazo y lloró hasta que las heridas del cuello empezaron a escocerle.
Eugene bajó corriendo las siete plantas de escaleras. Acababa de tomar una decisión que seguro que Nina no entendería nunca.
Querido Richie:
Saludos desde Beantown[3]. Perry y yo hemos venido aquí para conseguir papeles de la marina mercante y largarnos. Perry quiere ir a África y yo quiero ir a Japón, así que hemos llegado a un acuerdo y nos iremos a Arizona (ja, ja). Nos fuimos después de la boda. Supongo que Buddy estará pillando (ja, ja). Escribiremos desde cada puerto y enviaremos fotos. Saluda de nuestra parte a Buddy y Eugene, pero no al comemierda (Emilio).
Tu amigo
Joey, «tu colega Wanderer» Capra
PD: Estamos en un motel, puerta con puerta con una pilingui. Lo juro ante Dios. Esta noche pillamos.
PPD: No te folles coñitos resecos.
Richie le dio la vuelta a la postal y vio el dibujo de una gran olla amarilla llena de alubias rojas superpuesto a una fotografía de la ciudad Boston. Una leyenda arqueada como un arcoíris sobre el cielo decía: ¡NO SABES NI PAPA DE NADA HASTA QUE LLEGAS A LA CIUDAD DE BOSTON![4]
Richie soltó una maldición. Big Playground estaba desierto. Eran las diez de la mañana del sábado. Releyó la postal. ¡Mierda!, gritó, golpeando el banco de madera. Tres menos. ¿Por qué cojones no se lo habían contado a nadie? Me habría ido con ellos. Mecagoenlahostiahijodeputacabrón. Iba a ser un día tórrido de la hostia. El encargado del parque estaba barriendo las canchas de balonmano. Richie observó sus movimientos lentos y mecánicos. En la otra punta de las canchas de baloncesto vio a Buddy y a Despie, que entraban en el campo de recreo por el agujero de la valla.
—¡Hey!
—Hey, ¿cómo va?
—Normal. ¿Qué tal la vida de casados?
Los dos sonrieron.
—Normal.
Buddy sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su camisa Banlon. Despie llevaba rulos en el pelo y medio kilo de maquillaje negro en la cara. Llevaba un vestido de rayón rojo sin mangas. No parecía embarazada.
—Me voy a ver a C —dijo, despidiéndose con la mano.
Se cruzó de brazos y echó a andar, con sus zapatos bajos sueltos tableteando en el pavimento. Buddy se sentó con un suspiro.
—¿Cómo va todo? —preguntó Richie, dándole una palmada en la rodilla.
—Va bien. ¿Y cómo te va a ti?
—Nada especial. Mira esto —dijo, tendiéndole la postal a Buddy.
Buddy la leyó y sonrió.
—Joder.
—¿No te parece una putada? —preguntó Richie, ceñudo.
—Es algo.
¿Qué coño quería decir ese «es algo»?, pensó Richie empezando a cabrearse.
Buddy se pasó los diez minutos siguientes observando al encargado del parque, que barría las canchas de balonmano. Richie echaba chispas en silencio.
Despie regresó.
—Quiero irme, Buddy.
—Nos vemos, Richie. —Buddy se levantó, soltó un bostezo y entornó los ojos hacia el cielo.
Richie se quedó mirando cómo se iban por el agujero de la reja metálica.
Llegaron unos niños con una pelota de baloncesto y empezaron a jugar, lanzando la pelota al aire y mirando cómo rebotaba. Ninguno de ellos podía hacerla llegar al tablero, y mucho menos encestarla en la canasta. Randy, el hermano de Richie, apareció a toda velocidad en el campo de recreo, agachado sobre una reluciente bici de carreras negra de diez marchas y frenó en seco delante de su hermano mayor.
—Mamá dice que vayas a hacer la compra —dijo, sacándose del bolsillo de los pantalones de peto varios billetes arrugados.
—¡Ve tú!
—Ha dicho que vayas tú.
—Y una mierda. No pienso ir.
—Me da igual.
Randy trató de darle los billetes a Richie, pero Richie no los cogía. Randy había crecido diez centímetros en los últimos pocos meses y su cuerpo se estaba formando grande y fuerte. Richie tenía miedo de que su hermano fuera en poco tiempo más grande que él. Randy dejó caer los dólares a los pies de Richie.
—Una barra de pan blanco, cera de suelo y dos litros de leche —le dijo, montando otra vez en la bicicleta.
—¡Vete a la mierda! ¡No pienso ir!
Randy se encogió de hombros.
—Pues no vayas.
Y se largó, cruzando el campo como un torpedo humano.
—¡Puta mierda! —exclamó Richie, mientras se agachaba para recoger el dinero.
Más niños fueron llegando al campo de recreo y al poco rato el lugar estaba lleno de chavales que jugaban al baloncesto, al balonmano, montaban en bici o corrían a pie. Richie se disponía a levantar el culo e ir al supermercado, cuando Eugene apareció con el pelo más corto que Richie había visto en la vida.
—¿Qué cojones has hecho, tío? —preguntó Richie.
Eugene se echó a reír y se sentó. Se reclinó en el banco y colocó las manos sobre los listones de madera. Tenía el pelo tan corto que parecía calvo por los lados.
—Pareces un huevo —se burló Richie.
—Vete a la mierda.
—Hostia, cuando Nina te vea echará a correr —dijo Richie.
Eugene miró hacia el otro lado.
—¿Dónde te habías metido, toda la semana? —preguntó Richie—. Te he llamado seis veces.
Eugene parecía agotado. Tenía la cara hinchada y franjas oscuras debajo de los ojos.
—Mira esto. —Richie le tendió la postal.
Eugene no la cogió, pero le echó una mirada.
—Ya lo sé.
—¿No te parece una putada?
Eugene se encogió de hombros.
—Puedo entenderlo.
—¿Qué quiere decir que puedes entenderlo? Yo creo que es una putada.
—Richie, no es una putada. Está bien hecho. Quiero decir, tenemos que empezar a hacer algo. Tenemos que empezar a movernos. Ya no somos niños.
—Como Buddy, ¿no?
Eugene se encogió de hombros.
—Cada uno a su manera.
—Volverán —dijo Richie amargamente.
—¿Y vas a esperarlos aquí sentado?
—Tengo cosas que hacer —respondió Richie, defendiéndose.
—También yo.
Eugene sacó de la cartera un papel doblado y se lo tendió. Richie resopló pensando en la primera cosa que tenía que hacer, que era ir al Safeway para su madre. A medida que iba leyendo, abría más los ojos.
—¡Qué cojones…! —exclamó, mirando incrédulo a Eugene.
—Me voy el día después de la graduación.
—¿Por qué los marines, por Dios? —Eugene se quedó en silencio—. ¿Por qué los putos marines? ¡Estás como una puta cabra! ¡Si quieres matarte cómprate una navaja de afeitar, joder!
—Richie: algún día aprenderás que los dos mayores goces de ser hombre son darle una buena paliza a alguien y recibir una buena paliza de alguien.
—¡Y puedes también comerme la polla! ¡Es la cosa más estúpida que he oído en la vida!
Eugene se levantó para irse. Richie se quedó mirando cómo salía del campo de recreo.
—¡Además, pareces un capullo, con ese corte de pelo!
Eugene siguió andando. Su figura se fue haciendo más y más pequeña. Por un instante, a Richie le pareció que Big Playground estaba lleno hasta el borde de las verjas, con millones de maníacos de diez años que gritaban a todo pulmón. Se sentó otra vez en el banco y se tapó las orejas con las manos.