11. EL DÍA DE LA BODA DE BUDDY BORSALINO

Una noche, solo en el coche, camino de casa de Despie, después de dejar a los colegas tras una partida de bolos, Buddy vio a una putita rubia esperando el autobús bajo el tren elevado.

—¿Te llevo a algún lado?

Era una chica de pelo rubio blanquecino, apilado en la cabeza como unas natillas, con piernas carnosas y una expresión de desdén en la boca.

—Piérdete.

—¿Quieres follar?

Buddy quemó rueda riéndose, se saltó un semáforo en rojo y esquivó por centímetros una camioneta. Consideró la posibilidad de dar la vuelta a la manzana. No, sí, no, sí, no, sí, sí. A la segunda la encontró con un monstruoso macarroni con cazadora de cuero y sin dientes. La chica señaló a Buddy, el gran bola de sebo avanzó pesadamente hacia el coche y Buddy salió disparado de nuevo, saltándose semáforos y tomando curvas como un piloto de acrobacias borracho, riéndose aterrorizado.

Buddy, sentado en un taburete giratorio con el plástico rajado, bajo una sucia luz de la tienda de caramelos Pioneer, mecía en la mano una taza de café demasiado caliente. Observaba cómo Maxie apilaba platos en una bandeja de plástico gris; la luz del techo hacía de sus gafas sin montura unos cegadores reflectores. Maxie era un pirado de cojones. Buddy había entrado en Pioneer por lo menos cuatro veces por semana, desde que tenía edad para cruzar la calle solo, y en todos esos años Maxie no había dado señales de conocer a Buddy ni una sola vez.

Buddy pensó en Despie y saboreó la sensación en su interior. Alguien hizo sonar «Any Day Now» de Chuck Jackson en la máquina de discos y Buddy sintió que el estómago se le encogía hasta alcanzar el tamaño de una canica.

Cualquier día de estos… mi pájaro lindo,

te habrás ido volando.

Las cosas iban mal otra vez y él había vuelto a sus antiguas costumbres: se fumaba dos paquetes al día, echaba siestas de ocho horas, no comía y buscaba significados ocultos en cada nueva canción que oía. Buddy levantó la vista hacia el reloj Pepsi de la pared. Las diez menos diez. Le quedaban quince minutos para llegar cinco minutos tarde, tal como hacía todos los viernes por la noche, solo para demostrarle a Despie lo tranquilo que un hombre puede llegar a ser.

Cuando llegó a la puerta, Buddy se dispuso a besar a Despie, pero ella giró la cabeza y él acabó lamiéndole la oreja.

—¿Qué quieres hacer esta noche? —preguntó Buddy, con el ceño fruncido.

Despie se encogió de hombros.

—Me da igual.

—¿Quieres ir al Duke?

—Si quieres.

—¿Quieres quedarte en casa?

—Si quieres, nos quedamos.

—¿Quieres ir al Nathan’s?

—Te he dicho que me da igual. ¿Estás sordo?

Condujeron el coche en silencio hasta el Nathan’s. Allí, bajo una mortecina luz blanca, Buddy contó el número de moscas que despegaban y aterrizaban en su pequeña mesa de formica. Despie se fue a hacer un pis. Se tomaron un refresco de mosto cada uno, dieron una vuelta por las máquinas de millón y se fueron a casa.

Al doblar con el coche hacia Sprain Parkway, Buddy apretó el acelerador, con un ojo en la carretera y otro en Despie. Ella soltó un bostezo y sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa de Buddy.

—¿Quién te crees que eres? ¿Steve McQueen?

Algo confundido, Buddy aminoró.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

—¿Qué te pasa a ti? —replicó ella.

—Nada, pero ¿qué te pasa?

Ella no hizo caso, puso la radio a todo volumen y miró por la ventanilla, moviendo la cabeza y las piernas al ritmo de una canción que ambos odiaban.

—Esta noche he hecho doscientos cinco puntos a los bolos.

Nada.

—Joey ha hecho doscientos veinte.

El humo del cigarrillo de Despie rebotó en el parabrisas hacia Buddy.

—¿Qué te pasa? ¿Tienes la regla o qué?

Despie se giró de golpe, con expresión de furia.

—¡Qué más quisieras!

—¿Qué diablos se supone que significa eso?

Despie puso la radio tan fuerte que Buddy ya no reconocía las canciones.

A las dos de la mañana, Buddy estaba borracho y solo en la oscuridad, encorvado sobre la mesa de la cocina, con la cabeza apoyada en el antebrazo y un cigarrillo colgando flácido entre los dedos. Hizo un agujero en el hule de su madre. El apenas perceptible sonido de una frágil radio de transistores flotaba en la cocina. Pensó en Humphrey Bogart en Casablanca, sentado a solas en aquella mesa, emborrachándose a altas horas de la noche y perdiendo la chaveta por Ingrid Bergman. Ya no quedaban cubitos de hielo. Se sirvió un cuarto whisky en una taza de leche, añadió igual cantidad de agua fría del grifo y retomó su postura en la mesa. No conseguía recordar cuál era la canción que desquiciaba a Humphrey Bogart. Discurrió sobre cuál podría ser la canción para Despie y él. Le había dedicado «You’ve Really Got a Hold on Me» de Smokey Robinson a Despie en la radio. Esa era. Su canción. Pensó en la dolorosa dulzura de la voz de Smokey Robinson. Tomó un largo trago de whisky y casi vomitó. Sonó el teléfono.

—¿Sí?

—¿Sí qué?

—¡Despie!

—Estoy cabreadísima contigo.

—¿Por qué?

El whisky le escocía en los dientes y le hacía arder las orejas.

—¡No te importo una mierda!

—¿De qué estás hablando?

—Olvídalo.

—¿Que olvide qué?

—¡No es asunto tuyo!

Despie colgó con un golpe el teléfono. Buddy se tambaleó. No podía creer que estando solo fuera capaz de emborracharse tanto. Tomó otro trago. El teléfono volvió a sonar. Buddy se cayó y se golpeó la cabeza.

—Ah, joder… ¿Sí?

Se quedó tendido en el suelo: le dolía como si le hubieran clavado un picahielos en la frente.

—No te casarías conmigo ni que me matara.

—¿Qué?

—Eso pensaba.

—¿Qué te pasa ahora?

—No sabes lo que es el verdadero amor. —A Buddy los ojos le daban vueltas por la nuca—. No sabes lo que es el verdadero amor… ¿verdad que no?

—¿Qué?

Los ojos habían vuelto a su lugar; era la cocina la que daba vueltas.

—¿Quieres que te diga lo que el verdadero amor significa para mí?

—¿Qué?

—Verdadero amor significa estar con la persona que amas, tanto en las duras como en las maduras.

—¿Qué hora es?

—¿Y sabes qué significa verdadero amor, especialmente para una mujer? ¿Sabes cuál es el auténtico signo de verdadero amor en una mujer? Verdadero amor en una mujer significa querer un hijo del hombre a quien ama.

—Sí, lo sé. ¿Son realmente las tres y media?

Las manecillas del reloj de la cocina se habían cogido de la mano.

—¿Y sabes qué significa verdadero amor en un hombre? Verdadero amor en un hombre es desear que la mujer que lo ama tenga un hijo con él. ¿No crees que el verdadero amor es esto, eh?

—¿Qué? Claro que sí.

Buddy decidió que la manera segura de vomitar era pensar en un helado de frambuesa con capa de chocolate.

—¿Me amas, Buddy? Quiero decir, ¿sientes verdadero amor por mí? Porque yo siento verdadero amor por ti y me gustaría saber si tú también sientes verdadero amor por mí.

—Sí, claro.

Buddy contempló la posibilidad de meterse un dedo en la garganta y acabar de una vez.

—Me alegro de oírlo, Buddy. Me alegro mucho de oírlo…

Buddy se imaginó una copa de helado de frambuesa de dos metros de altura y notó un gusto a bilis en el fondo de la lengua.

—… porque estoy embarazada.

—Eh…

—Me alegro mucho de oírlo, porque posiblemente me mataría ahora mismo, después de colgar el teléfono, si no estuvieras conmigo en esto y si no fuéramos a casarnos. Pero ahora me puedo ir a dormir tranquila.

—Duerme tranquila.

—Te quiero, Buddy.

—Duerme tranquila.

Al despertarse la mañana siguiente, Buddy se encontró hecho un ovillo sobre la lavadora. El teléfono estaba dentro de la lavadora, emitiendo pitidos de sirena. Buddy metió la mano, buscando a tientas el teléfono, y asió un puñado de vómito. Retiró veloz la mano, saltó al suelo e hizo unas piruetas de dolor: la cabeza y la espalda competían reclamando su atención. El reloj marcaba las siete y media. La botella de whisky escocés Wilson estaba vacía; la taza de leche, rota sobre el linóleo. La radio de transistores sonaba con su diminuta voz carrasposa. Oyó la cadena del váter. Mierda y dos veces mierda. Buddy reconoció la tos de su madre. Se inclinó para recoger la botella vacía. Alguien le golpeó la frente y Buddy se vino abajo y se quedó sentado en el suelo, con la espalda contra la lavadora.

—Buenos días, cariño… ¿Qué haces levantado tan temprano?

La madre de Buddy entró en la cocina arrastrando los pies, con la colilla de un cigarrillo en los labios y otro en la mano.

—No me encuentro muy bien.

Buddy escondió tras la espalda la botella vacía, mientras su madre prendía el nuevo cigarrillo con el filtro encendido del anterior.

—¿Quieres café? —Su madre arrugó la nariz—. ¡Hostia, qué peste!

Buddy se levantó, soltó la botella de whisky detrás de la nevera e intentó cerrar la lavadora. No se cerraba del todo porque el teléfono seguía en un lecho de vómito y el cable mantenía entreabierta la puertecilla.

Ella puso la cafetera en el fuego y se giró hacia Buddy. Los pantalones y la camisa de Buddy tenían tantos pliegues como un acordeón. Había salpicaduras de vómito por todas partes.

—Cariño, ¿cómo te fue la cita con… como se llame?

La pregunta llenó a Buddy de un terror vago pero persistente. Algo había pasado la noche anterior, o había tenido una verdadera pesadilla: algo que tenía que ver con algo que tenía que ver con Despie.

—Fue bien.

—Me alegro. Voy a vestirme. Tengo que ir al funeral de la madre de Helen.

Apagó el segundo cigarrillo y salió de la estancia, dejando el café en el fuego.

Buddy sacó delicadamente el teléfono de la lavadora, lo limpió y lo colgó. Apagó el hornillo de la cafetera y puso la lavadora en marcha, para limpiar el vómito.

La madre de Buddy volvió a la cocina en sujetador y con faja.

—¿Me subes la cremallera, cariño? —pidió ella, dándole la espalda a Buddy.

—La cremallera ¿de qué?

La mujer lo miró un momento sin comprender, luego arqueó las cejas, abrió la boca en una pequeña «o» y se llevó los dedos a los labios.

—¡Hostia! —Soltó una risita y le dio una palmadita a Buddy en el hombro—. ¡Me he olvidado de ponerme el vestido!

Salió de la estancia otra vez. Buddy se retrotrajo fugazmente a algo que Despie había dicho la noche anterior, sobre verdaderos hijos o algo así.

Un sonido de llaves tiradas en el recibidor anunció la llegada del padre de Buddy, que trabajaba de gerente nocturno de los hoteles de estancias cortas Times Square. Al llegar al ciclo de aclarado, la lavadora empezó a sonar como una hormigonera. Su madre se puso a cantar a grito pelado, con una voz que parecía una sierra musical. Se oyó un portazo.

—¿Quién diablos ha puesto la lavadora? —Vito Borsalino entró y le lanzó la bolsa de viaje a Buddy en la cabeza. Tenía los ojos como dos discos hinchados y enrojecidos—. ¿Eres tú el que ha puesto la lavadora? ¿Eres tú el que ha puesto la lavadora? —Avanzó hacia Buddy y le dio unos sopapos en las orejas—. ¿Tu padre llega a casa y tiene que oír una puta lavadora? ¿Eh? ¿Eh? —Buddy reculó hacia el comedor bajo una lluvia de sopapos—. ¿Es que me quieres matar? ¿Es que me quieres matar?

De repente se detuvo al oír la sirena de la voz de su mujer, por encima de su propio rugido y del estruendo de la lavadora.

SOY EL BARBE-E-E-ROOO DE SE-V-I-I-I-LLA, SOY EL BARBERO DE SE-VI-I-I-LLA, SOY EL BARBE-E-EERO DE SE-VI-I-ILLA.

El motorcito que hacía funcionar los dos tics faciales de la cara de Vito se encendió y se puso a toda máquina. La comisura del ojo izquierdo le empezó a bailar, la comisura de la parte derecha de la boca empezó a agitarse arriba y abajo.

SOY EL BARBE-E-E-ROOO DE SE-V-I-I-I-LLA, SOY EL BARBE-E-EERO DE SE-VI-I-ILLA.

Le dio la espalda a su hijo y se fue de puntillas hacia el dormitorio.

SOY EL BARBE-E-ROOO DE SE-V-I-I-I-LLA, SOY EL… ¡AAAAAGH!

Buddy oyó estrépito de muebles, manotazos y berridos reverberando por el recibidor, un gruñido de Vito seguido de un brusco jadeo de su madre, el sonido de una mano en contacto con carne blanda, un crujido que podía ser de madera o de huesos y luego una respiración entrecortada.

—¿Es que me quieres matar? ¿Es que me quieres matar, zorra? ¿Eh? ¿Eh? ¿Eh, zorra?

MMMFMMMFFMMMFFF

—¡Canta! ¡Canta ahora, arpía de los cojones!

MMMGGMMMGG.

Buddy corrió hasta el dormitorio y vio a su madre con la cabeza presa entre el fornido antebrazo y la caja torácica de su padre. La calva de Vito estaba rojo carmesí. Un hilillo de saliva le colgaba a su madre de los labios a la pierna. Vito tenía un cenicero en la mano libre y lo alzó para tirárselo a Buddy.

—¡Lárgate de aquí, hijodeperracabrón!

Al llegar al centrifugado final, la lavadora empezó a sonar como el despegue de un avión a reacción.

—¡Para ese puto cachivache!

Lanzó el cenicero en dirección a Buddy, pero Buddy ya había vuelto a la cocina y estaba apretando y retorciendo botones frenéticamente, y haciendo girar discos e interruptores, hasta que la lavadora vibró un poco más, dio unas sacudidas y se paró.

—¡MMMF! ¡MMMGG! ¡MMMFF!

—¡Canta, zorra! ¡Quiero que cantes!

«¡¿Dijo que estaba embarazada?!»

Buddy soltó un grito ahogado y se apoyó en la lavadora mientras la conversación entera se reproducía en su cabeza como el boletín informativo electrónico de Times Square. Sin hacer caso del ruido que hacían sus padres peleándose, fue tambaleándose hasta el salón. En medio del estruendo se reclinó en el sillón y reflexionó sobre el futuro. Solo los hispanos y los negratas abortaban, así que no había que contar con eso, además de que Despie iría al infierno con el niño muerto, y probablemente también él, así que solo quedaba casarse, y además él amaba de verdad a Despie y tarde o temprano se iban a casar igualmente, y así no tendrían que follar a escondidas, aunque de todas maneras las mujeres embarazadas no pueden follar. Por lo menos se largaría de ese estercolero y estaría lejos de esos dos caraculos, y no era como que no pudiera salir ya más con los colegas, y así al menos no tendría que matarse a pajas, y por lo menos no era estéril como el gran George Washington, y podría pirarse del puto instituto de Leander Tully y pillarse un empleo. Estaba de verdad locamente enamorado de Despie, y la boda sería la hostia, y Tommy Tooky podría hablar con los Zircons, y quizá no les cobrarían mucho y podrían alquilar la sala de baile del Duke. Nadie tendría por qué saber que ella estaba preñada, y además el amor es el amor.

—¡CALLAOS! ¡CALLAOS!

Buddy se puso de pie de un salto, entró corriendo en el dormitorio y les gritó a sus padres, que rodaban en la cama, aporreándose el uno al otro. Se pararon a media secuencia y se quedaron mirando atónitos a su hijo.

Buddy apretó los dientes y cerró los puños. La respiración se le entrecortó. Cogió una de las lámparas que quedaban de pie en la habitación y la arrojó contra la pared, por encima de la cabeza de sus padres, que se tiraron al suelo.

—¿Te has vuelto loco? —gritó su padre.

Pero Buddy ya no estaba.

Buddy estaba sentado en un sillón de respaldo duro en medio de la sala de estar. Despie y su desconsolada madre estaban acurrucadas juntas en una punta del sofá, contra la pared. Al Carabella paseaba de un lado a otro, delante de Buddy. Este tenía las manos sobre las rodillas y se mecía ligeramente. Cada vez que miraba a Despie, la cara de ella era todo reproche. Su madre tenía la boca contraída en tal mueca de profunda congoja, que a Buddy le costaba creer que todo lo que había hecho era hacerle un bombo a su hija.

—¿Tienes empleo? —le preguntó Al Carabella con un ladrido.

Era un tipo bajo, cobrizo, calvo y grueso como el padre de Buddy. Se balanceaba sobre la planta de los pies, como si en cualquier segundo fuera a estallar y lanzarse al cuello de Buddy.

—No, aún no he terminado el bachillerato.

Expresión de desdén.

—De acuerdo, te conseguiré empleo en la imprenta. ¿Tienes veintiún años? Debes tener veintiuno.

—Aún no he cumplido los dieciocho.

—Hostia… chavales del demonio… Hostia.

La madre de Despie empezó a sollozar y Despie la abrazó.

—¿Tienes dónde vivir?

—No… yo…

—Hostia… Ni empleo… ni casa… ni nada aquí —dijo Al, dándole a Buddy unos golpecitos en la frente—. Lo tienes todo ahí abajo. —Le cogió la entrepierna a Buddy y apretó. Buddy aulló y estuvo a punto de caerse de espaldas—. Hostia… chavales del demonio… De acuerdo… os alojaréis en el sótano… hay un artesonado de madera. —Buddy asintió sin comprender—. Despie, llévate a tu madre y subid a casa. Quiero hablar con él.

Despie casi cargaba con su madre al pasar por el lado de Buddy, que evitó sus miradas asesinas.

—Muy bien, Borsalino. Quiero tener una conversación contigo, de hombre a hombre. —Colocó una silla en medio de la sala de estar, casi tocando las rodillas de Buddy—. Mira, no soy un tipo severo. También yo tuve tu edad y me las tiraba como si cada día fuera el último. Pero hay una cosa… que nunca hice con la hija de nadie. —Se quedó mirando a Buddy y le clavó en el pecho un dedo grueso como un puro. Buddy miró al suelo—. No solo lo has hecho con mi hija, sino que además le has hecho un bombo, estúpido italiano. —Buddy apretó los párpados, esforzándose por no llorar—. De acuerdo, tal como te decía, no soy un tipo severo, para bailar el tango hacen falta dos y todas esas gilipolleces. Por lo que sé, ella lleva desde los doce años tirándose tíos, pero tú eres el primer capullo que se deja pillar. Para mí no hay ninguna diferencia. Ahora, la cosa es que la has dejado preñada, así que tienes que apechugar con ello y hacer lo que debes.

Buddy sorbió por la nariz e hizo una mueca, a punto de echarse a llorar.

—Eh, ¿qué es eso? —Al se enderezó en la silla—. Ah… ahora sí que tienes miedo.

Al se levantó y le sirvió a Buddy un trago de whisky, se dispuso a guardar la botella pero cambió de idea y se sirvió un trago él también. Buddy sostenía el vaso entre gimoteos y miraba al suelo.

—Enderézate —le dijo Al. Buddy se irguió lentamente—. Por mi yerno. —Al trató de hacer entrechocar los vasos, pero Buddy lo esquivó, medio esperando un puñetazo. Al le pasó el brazo por el hombro a Buddy y se lo llevó al sótano—. ¿Quieres ver tu nuevo apartamento?

—Ya lo he visto.

—Así que ahí es donde lo hiciste —murmuró Al, más para sí mismo que para Buddy—. ¡Eh, Gloria! —gritó Al al piso de arriba—. ¡Baja con Despie! —Se volvió de nuevo hacia Buddy—. ¿Te gustan las almejas? Os llevaré a todos a City Island a comer almejas.

Buddy asintió forzadamente.

—No soy un tipo severo —dijo Al, encogiéndose de hombros y sonriendo.

Buddy fue andando a Big Playground, con el bolsillo trasero del pantalón lleno de invitaciones de boda. Por millonésima vez le dio vueltas a la historia que les iba a contar a los colegas. Cuando llegó a Big Playground, Richie y Eugene estaban jugando un partido de béisbol de dos contra dos, con unos tipos de color. Buddy se sentó en el banco, sujetando con manos húmedas las invitaciones, esperando a que terminara el estúpido juego de los cojones. En cierto momento, Richie, al ver a Buddy, saludó con la mano, y Buddy estuvo a punto de saltar a la pista y darle su invitación.

—¡Fuá! ¡Estoy hecho polvo! —exclamó Eugene, tumbándose en el banco junto a Buddy.

Richie asintió.

—Esos tíos saben jugar.

—Me caso —dijo Buddy.

—Cómo salta ese negrata… uf —dijo Richie, doblado con los codos en los muslos, mientras se abanicaba con la invitación de boda que Buddy le había dado.

—Despie y yo hemos decidido hacer las cosas bien. Toma. —Buddy le dio a Eugene una invitación.

—¿Qué me dices de ir al Bronx House esta noche? —preguntó Eugene.

Eugene, igual que Richie, usó de abanico la invitación.

—Paso. ¿No quieres ir la semana que viene? Actúa Tooky —dijo Richie.

—Tooky no sabe tocar una mierda —dijo Eugene.

—¡Jódete, cabrón! —Tommy Tooky era el primo de Richie—. Tooky te soplará el culo el día que quieras, tío.

Eugene acababa de empezar a tomar lecciones de saxo.

—¡Gran cosa! Si yo llevara tanto tiempo como él, tocaría en el Duke todas las semanas.

—Me tocarías la salchicha todas las semanas.

—Yo soplo el saxo, no el mirlitón.

—¡Eeeh! ¡Buuu! —vitorearon una docena de habituales de Big Playground, que se habían acercado presintiendo que se avecinaba una buena pelea.

—¡Y tu mamá sopla la tuba!

—¡Uauuu! ¡Sííí!

—¡Y la tuya se la sopla al director de la banda!

Los habituales, alrededor del banco y detrás de la reja metálica, chillaban y se desternillaban como un coro pasado de vueltas.

—¡Ajá! ¡Jaaa!

—Tu mamá fue al circo y le pasó ladillas a un elefante moribundo.

Eugene, con los colores subidos y tenso, estaba sentado en el borde del banco. Richie estaba de pie.

—El elefante agonizaba después de lamérselo a tu abuela.

—Me caso el próximo viernes —dijo Buddy, más para sí mismo que para los otros.

—Tu mamá se come las barritas de chocolate negro de dos en dos y luego se traga la leche.

—Hicieron un anuncio sobre tu madre: ¡No hay polvo que se le resista!

—¡Yujuu! ¡Uaau!

—¿Ah, sí? Pues hicieron uno con la tuya que…

—¡Escuchadme, coño! —Buddy se puso de pie sobre el banco y le dio una patada a la verja—. Me caso el próximo puto viernes, ¡joder! ¿Estáis sordos?

Nadie supo qué decir exactamente. Alguien se cayó de la verja y aterrizó de culo en el suelo. Dos tipos se marcharon, percibiendo que la diversión se había acabado. Richie volvió a sentarse. Richie y Eugene escrutaron la cara de Buddy, por si era una patraña.

—¿Nos estás vacilando? —preguntó Eugene.

—Y una mierda lo estoy.

—¿Por qué? —dijo Richie, encorvando los hombros.

—Porque quiero.

Buddy se sentó. Silencio. El corro empezó a dispersarse.

El ceño fruncido de Richie se transformó en sonrisa.

—Borsalino, si las gilipolleces fueran boñigas ya tendrías las muelas marrones.

—Vamos el viernes al ayuntamiento y la fiesta es la misma noche.

Les dio a Richie y a Eugene otro juego de invitaciones.

EL SEÑOR AL CARABELLA Y SU SEÑORA

Y EL SEÑOR VITO BORSALINO Y SU SEÑORA

RUEGAN SU ASISTENCIA

A LA CELEBRACIÓN DE LA BODA DE SUS HIJOS

DESPINOZA MARIE CARABELLA Y MARIO PETER BORSALINO

EL DÍA 1 DE JUNIO DE 1962

EN LA SALA DE RECREO DEL CENTRO SOCIAL

A LAS 8.45 EN PUNTO.

S. R. C.

—Lo redactamos Despie y yo, y luego lo llevamos a la imprenta.

—¿Por qué? —preguntó Eugene.

—No sale muy caro.

—¿Por qué cojones casarse?, quiero decir —preguntó Eugene.

—Estoy enamorado, Eugene. Tíos, vosotros no sabéis lo que significa estar así de enamorado… Es amor de verdad. —Buddy se emocionó con su propia sinceridad y se limpió una lágrima—. Para mí es algo que no se va a repetir en la vida.

—¿Has oído campanas? —preguntó Richie.

—¿Le has hecho un bombo? —preguntó Eugene.

—No.

—¿No qué?

—No, no he oído campanas y no, no le he hecho un bombo.

—Buddy, a nosotros nos lo puedes contar. Somos tus colegas. ¿No está preñada?

Richie le pasó a Buddy el brazo por el hombro.

Buddy les miró a la cara, por si había burla en ella. Ni siquiera sonreían.

—Eh, ¿qué pasa? —Joey acababa de llegar—. ¿Qué le pasa? —preguntó, señalando con la cabeza a Buddy—. Se diría que alguien ha muerto.

—Buddy se casa —dijo Eugene.

—No me jodas —se rio Joey.

—No te jodo —respondió Eugene.

—Joder, no me vaciléis así.

—Nadie está vacilando, Joey —dijo Richie, dándole la invitación.

—¿De qué vais? ¿Es una broma? —Miró a Buddy y entornó los ojos—. No, ya veo que no.

Con los codos sobre las rodillas, Buddy se encorvó y apoyó la cara en las manos. Richie miró al fondo de la pista y le masajeó los hombros a Buddy. Eugene le tocó suavemente el brazo, luego retiró la mano. Joey se arrodilló en el suelo, alzó los ojos por encima de las manos de Buddy, buscando su mirada, y le tocó la rodilla.

—¿Le has hecho un bombo? —le preguntó, con voz queda y seria.

—Sí —respondió Buddy, casi imperceptiblemente.

—Mierda. —Joey le apretó la rodilla a Buddy, se levantó, se sentó a su lado y le pasó el brazo por el cuello.

—Sé dónde se puede abortar —dijo Eugene, que se sentía excluido por la ternura de Richie y de Joey—. Solo hay que marcar al revés RICURAS en un teléfono.

—Eso es para un puticlub, estúpido.

—Bueno, las putas se quedan preñadas también.

—Bah, cierra la boca, Eugene.

Eugene levantó las manos, las agitó en pequeños círculos de desespero, abrió la boca para decir algo, la cerró, metió las manos en los bolsillos y se marchó del campo de recreo.

Eugene se fue a casa en una mezcla de furia y terror. Se había follado a once chicas en los anteriores tres meses y se iba a follar a por lo menos once más en los siguientes dos, y que lo asparan si era lo bastante estúpido como para hacerle un bombo a nadie. Buddy era un panoli y un auténtico zote por cagarla así en el primer polvo. El muy capullo se había corrido probablemente antes de ponerse una goma… Ay, joder, quizá soy estéril. De repente se acordó de cuando se folló a Patricia Palladino con una goma rota, y a ella le bajó la regla con dos semanas de antelación. Estéril. Pero si así es, cuál es el puto problema, porque de toda maneras, ¿quién quiere casarse y tener hijos? Quizá debería dejar de usar gomas totalmente. Desplegó la invitación y frunció el ceño. Día 1 de junio. El siguiente viernes. Ese viernes tenía rollo con Nina Becker. La número doce. Tal vez se la podía llevar a la fiesta. O tal vez podía largarse temprano y recogerla después. Tendría que darle un telefonazo a Borsalino.

Al Carabella estaba esperando a su hija cuando ella llegó de la escuela a las tres y media. Al sostenía un cinturón en la mano y cada día, desde que ella les contó a sus padres que estaba embarazada, se la llevaba en silencio al dormitorio, salía diez minutos más tarde y dejaba a su hija encerrada hasta la hora de cenar. Despie se quedaba tendida en la cama, con el dolorido culo sobre una almohada. Tras la segunda paliza ya no parecía que valiera la pena siquiera lamentarse. Faltaban cuatro días para la boda. Cuatro palizas más. Al no se atrevería a azotarla cuando estuviera casada. Despie se levantó la blusa, se bajó la falda y se pasó suavemente los dedos por el bajo vientre. El doctor Pugliese había dicho que no era mayor que un cacahuete. Despie palpó buscando el posible contorno de un niño del tamaño de un cacahuete. Lo encontró a la izquierda y a unos pocos centímetros por debajo del ombligo y pasó el dedo por el contorno. Le encontró la boca y los ojos y las manos y los pies. Incluso notó cómo se retorcía bajo la presión de la mano. Descansó la uña en el pechito del niño. Entonces cerró la mano en un puño y se golpeó el vientre una y otra y otra vez.

Lo de Tommy Tooky y los Zircons para la fiesta quedó en nada, así que Buddy fue de casa en casa recogiendo singles para la recepción. Hizo una lista de los discos, para poder devolverlos después, cuando todo acabara.

Richie

Patches (L)

Pretty Little Angel Eyes (R)

Tell Laura I Love Her (L)

Runaway (R)

Tears on My Pillow (L)

Spanish Harlem (C)

Heartaches (R)

Joey

Sherry (C)

Big Girls Don’t Cry (C)

Walk Like a Man (C)

Ain’t It a Shame (R)

The Wanderer (R)

Runaround Sue (R)

Lovers Who Wander (R)

Little Diane (R)

Quarter to Three (R)

Barbara-Ann (R)

Eugene

Could This Be Magic (L)

The Closer You Are (L)

The Wind (L)

Diamonds and Pearls (L)

Valerie (L)

Donna (L)

Every Beat of My Heart (L)

I Only Have Eyes for

You (L)

What Time Is It? (L)

Johnny Angel (C)

Blue Moon (R)

Any Day Now (L)

Soldier Boy (L)

Will You Still Love Me Tomorrow (C)

The End of the World (L)

Da Doo Run Run (R)

Duke of Earl (L)

Tenía una buena selección: dieciséis lentas, doce rápidas y seis chachachás. Él llevaría 287 discos y Despie casi cuatrocientos, pero estaba bien tener repetidos algunos discos importantes.

Frente al instituto Trenton, Perry esperaba con su chaqueta de Tully, un cigarrillo colgando de la boca y una carpeta de anillas azul bajo el brazo. Tenía a dos compinches, uno en cada lado, como idénticos soportes de libro. Tenían un ojo puesto en la multitud y otro en Perry. Si él se balanceaba a un lado, ellos se balanceaban a un lado. Si él se sacaba el cigarrillo de la boca con el índice y el pulgar, entrecerraba los ojos y expulsaba el humo entre sus labios apretados, como tipo duro que era, ellos hacían lo mismo. Perry dio una última calada, tiró la colilla al suelo y cruzó la calle hacia un campo de recreo. Sus esbirros arrojaron sus colillas y echaron a andar a un metro de distancia detrás de él, uno a cada lado, formando un ala. Perry escudriñó la cancha de baloncesto, vio a quien buscaba, le dio sin volverse la carpeta a uno de sus esbirros, encendió otro cigarrillo y se metió un cilindro de dos dólares en monedas de cinco céntimos en el puño derecho.

—Se le ha abierto la nariz como un tomate. —Perry escupió una bolita de saliva—. Y yo me lo miro en el suelo y le digo… «Quédate el cambio». —Los esbirros rieron alborozados, aunque lo habían visto todo—. Claro que sí, joder.

Perry entornó los ojos, dio una larga calada y escupió otra vez.

Perry estaba a solas en la imitación de salón oriental en casa de su tía Rosie, viendo repeticiones de la serie Rawhide en el televisor de color, comiendo Fritos y pensando en si hacer los deberes o no. A la mierda. A la mierda la escuela. A la mierda el mundo entero. Le iban a hacer repetir curso por su expediente disciplinario. El director lo había llamado a su despacho por once peleas en tres meses, pero para Perry no habían sido once peleas. Para Perry habían sido tres K.O., seis K.O. técnico, una victoria por unanimidad y un empate a puntos. Además, dejaba la escuela a final de mes, se iba a Nueva York a ver a los colegas por última vez y luego se largaba a África o a China o a donde fuera. Había oído que en Singapur había espectáculos de sexo en vivo, donde las mujeres se follaban serpientes, osos pardos y derviches giradores. En Tokio había burdeles con japonesas que enloquecían a cualquier hombre con la lengua. En Tasmania pagaban mil pavos por cada demonio de Tasmania capturado. En Angola aún se podían comprar esclavos. Uno se podía comprar un puto harén en Arabia Saudí. Había leído que para un esquimal, buenos modales significa ofrecerte a su esposa, igual que tú le ofrecerías a alguien una copa. Los artistas del tatuaje en Casablanca podían tatuarte un poste de barbero en la polla, para que rotase cuando te empalmabas.

Trenton, la puta Nueva Jersey.

—Cómemela de lado —gruñó Perry.

Sonó el teléfono.

—Qué.

—Qué, tu madre.

—¿Quién coño…?

—¡Hey! ¡Don Bobo!

—¡Joey!

—¡Qué pasa!

—¡Joey!

—¡Hey, colega! ¿Cómo va eso?

—Va. ¿Y tú?

—Por aquí y por allá.

—Hostia, Joey… coño… no me lo puedo creer…

—Oye esto, Buddy se casa.

—¿Me estás vacilando?

—Para nada. Le hizo un bombo a Despie.

—¿Se la estaba tirando?

—No, la dejó preñada con un sesenta y nueve.

—¿Se la estaba tirando? —Perry era virgen aún.

—Se casa el próximo viernes. ¿Vas a venir?

—No me puedo creer que se la estuviera tirando. ¡Sí, claro que iré!

—Te puedes quedar en casa.

—Cojonudo.

—Cojonudo tú. ¿Y cómo te va?

—Me hacen repetir curso.

—Mierda. ¿Qué hiciste?

—Le partí la cara a varios. No te creerías lo maricas que son aquí. Soy el tipo más duro de todo el puto estado.

—Menudo gilipollas estás hecho.

—Me importa una mierda. Dejo la escuela.

—¿Vas a buscarte un empleo?

—No. Me enrolo en la marina mercante.

—¿Adónde piensas ir?

—No lo sé… A China.

—No puedes ir a China.

—¿Por qué cojones no?

—Es comunista.

—Pues me iré a África.

—¿Para qué diablos te quieres ir a África? Ya tienes negratas en el Tully.

—Ya no voy al Tully.

—Yo también voy a dejar de ir.

—¿Lo dejas?

—No. Me gradúo.

—Vete a la mierda.

—Gran cosa. No hay ninguna diferencia.

—¿Vas a ir a la universidad?

—¿Bromeas?

—¿Qué harás, pues?

—No lo sé. Pero me largo de este puto lugar, eso seguro.

—¿Qué quieres decir?

—Esto está muerto. Tú no estás. Buddy es como si ya no estuviera. Me peleé con Eugene, así que quedamos Richie y yo. Nadie con quien jugar.

—¿Cómo está Emilio?

—No puedo vivir en la misma casa que ese puto maníaco.

—Dile de mi parte que se pudra.

—Que se pudra a dos putos metros bajo tierra.

—No te preocupes, chaval, cualquier día cobrará.

—Tengo que largarme de aquí, Perry.

—¿Quieres irte conmigo?

—¿Adónde vas a ir?

—En Boston tengo un tío que es marino. Él nos puede conseguir los papeles y nos piramos.

—¿Así de fácil?

—Así de fácil… sí, Joey.

El jueves por la noche, después de cenar, Buddy bajó a la calle a dar un paseo en coche. Al entrar en el coche de su padre se encontró a Perry sentado en el asiento del pasajero.

—¡La Guardiah!

—¡Hey!

Joey, Richie y Eugene saltaron desde detrás del coche y entre todos cogieron a Buddy. Entre risas lo empujaron contra la puerta, lo levantaron por los hombros y se lo llevaron otra vez a casa. Metieron a Buddy en el ascensor y se apiñaron todos en el interior, entre gritos y más risas.

—¿Qué cojones es esto? —chilló Buddy mientras lo zarandeaban.

—¡Despedida de soltero! —gritaron.

Hicieron entrar a Buddy en el apartamento, le pusieron una camisa Banlon limpia y se lo llevaron al coche otra vez.

—¿Adónde vamos?

—¡Al Duke!

—¡A casa con mamá!

—¡No tienes!

—¡Al Duke!

Joey se puso al volante y condujo el coche hacia el Duke, en la Central Avenue de Yonkers.

—¡Perry! ¿Dónde cojones has estado?

—En el puto Trenton, Nueva Jersey.

Buddy se fijó en Perry. Había perdido mucho peso.

—Te he echado de menos, pedazo de mierda.

—No me iba a perder esto por nada en el mundo.

Perry se apoyó en el asiento del conductor y le dio un capirotazo a Buddy en el oreja. Buddy se encogió, casi saltó por encima del asiento y forcejeó con Perry. Richie y Eugene les saltaron encima. Joey soltó una risotada, dio un volantazo y los lanzó a todos contra la puerta. Se echaron todos a reír y a gritarle a Joey. Eugene sacó una botella de bourbon y Richie una de Tango. Cuando finalmente Richie paró con un frenazo en el aparcamiento, los pantalones verde iridiscente de Eugene estaban empapados de Tango, Perry había perdido un zapato en algún rincón del coche y Richie tenía en la frente un chichón del tamaño de una pelota de béisbol.

Tras la segunda ronda de seventy sevens, Richie se levantó de la mesa y alzó las manos para que todos se callaran.

—Tenemos un regalo para ti, Borsalino.

Richie fue tambaleándose desde la mesa hasta el guardarropía, volvió con un gran paquete verde brillante y se lo lanzó a Buddy.

—¡Ábrelo!

—¡Vamos, venga, ábrelo!

—Sí. ¡Espera! ¡Dale la tarjeta!

—¡Sí, la tarjeta!

—¡Dale la tarjeta!

Nadie encontraba la tarjeta. Personas de otras mesas miraban y se apuntaron al clamor.

—¡Dónde está la tarjeta! ¡Queremos la tarjeta!

Al poco, todo el mundo estaba riendo y gritando por la tarjeta. Finalmente, Richie la encontró y la sostuvo en alto, ante el abarrotado club. En la tarjeta había el dibujo de un granjero cerrando la puerta de un establo y dos caballos corriendo a lo lejos.

—¡Abre el paquete!

—¡Ábrelo! —La multitud daba gritos de ánimo.

Buddy rasgó el papel verde y cuatrocientos troyanos envueltos en papel de aluminio se esparcieron por el suelo.

Perry y Joey fueron dando tumbos por el apenas iluminado zaguán hasta la puerta de Joey.

—No me lo puedo creer, joder —dijo riéndose Joey.

—¿Viste la cara que puso? —Perry imitó la expresión de Buddy, abriendo la boca en una gran «O».

Joey se desternillaba de risa, casi no podía respirar, extendió la mano y Perry se la palmeó sonoramente.

De repente la puerta se abrió. Emilio apareció en calzoncillos, restregándose las legañas. Arrastró de un tirón a Joey al interior y antes de que Perry pudiera reaccionar, la puerta se cerró con un portazo. Perry se quedó mirando la puerta cerrada azorado, y un terrible pavor le recorrió las tripas. Una bofetada. Otra. Un brusco jadeo. Reniegos mascullados. Silencio. La puerta se abrió lentamente. Perry reculó. Joey apareció. Tenía la cara contraída de dolor. Gruesas lágrimas le bajaban por las mejillas y cinco franjas rojas le cruzaban la cara hasta una oreja. Se agarraba el estómago con las manos.

—¡Qué cojones…!

Joey le hizo señas para que se callara, dudó unos instantes, e hizo entrar a Perry en el oscuro apartamento.

Richie llegó a casa a las dos y media de la mañana y llamó a C. Cuando el teléfono ya había sonado dos veces recordó que estaba durmiendo en casa de Despie. Se aupó en la encimera de la cocina y encendió un cigarrillo. Se quedó en la penumbra, meciendo ociosamente las piernas y mirando la calle desierta. El tren elevado pasó por delante de la ventana. Los vagones trepidaban y le iluminaron la cara. El tren estaba vacío.

Eugene entró con paso despreocupado en la sala de estar mientras se aflojaba la corbata

—¡Campeón! —saludó el padre de Eugene, con su esmoquin bordado en rojo, ante un televisor sin imagen. Delante de él, una pequeña pirámide de colillas de cigarrillo se amontonaba en la mesa.

—¿Qué haces levantado?

Al se encogió de hombros.

—No podía dormir. ¿Cómo fue la fiesta de tu amigo?

—Bien.

Eugene cogió un cigarrillo de la mesa.

—¿Lo llevasteis a echar un polvo?

—Qué va.

—¿Qué clase de despedida es esa? Cuando uno de mis amigos se casaba alquilábamos un puticlub entero. Había un lugar, una casa de ladrillo en la Calle Treinta y ocho… —Encendió otro cigarrillo y sacó el humo por la nariz—. Para la despedida de soltero de Lefty Rao fuimos allí… —soltó una risita y siguió— y yo me cepillé… me cepillé a seis chicas… ¡A seis!

Eugene se puso los dedos en las sienes y dijo:

—Mira, no quiero oír eso ahora, ¿vale?

Al se quedó desconcertado.

—¿Qué ocurre?

—Nada… nada, solo que ahora mismo no quiero escuchar esas trolas, ¿de acuerdo?

Al arqueó las cejas y encendió otro cigarrillo con la colilla que tenía en la boca.

Eugene echó a andar de un lado a otro de la sala de estar.

—Lo siento.

Al se encogió de hombros e hizo un gesto con el cigarrillo.

—Me estoy volviendo loco. Ya no sé qué cojones está pasando —dijo, con las manos en los bolsillos.

Los ojos de Al se pasearon por la habitación. Incómodo, cambió el culo de posición.

—Hace cosa de un mes tuve una pelea con Joey, y desde entonces… no sé… me siento como… como si fuera con la camisa mal abrochada o algo así. —Al arqueó las cejas otra vez y tosió—. Y la semana pasada… me llevé a una chica a mi cuarto… —Eugene se sentó otra vez—, y no se me levantaba.

La cara de Al se puso tensa. Eugene se encogió de hombros.

—A ver… a la noche siguiente me la follé dos veces para compensar, pero… la cosa es… que aquella noche no se me levantó. Me importaba todo una mierda, quiero decir, no estaba alarmado por ello ni nada. Simplemente, no me importaba si no se me levantaba nunca más en la puta vida… ¡muy extraño!

—Deberías ir al médico.

—¿Al psicólogo?

—Nada de esas chorradas. ¿Por qué no vas a ver al doctor Glassman mañana? Que le eche un vistazo.

—Un vistazo ¿a qué?

—No sé, quizá tienes un tirón muscular o algo así.

Eugene cerró la mano, levantó el antebrazo y le hizo una paja a una verga imaginaria.

Al se rio.

—¿Aún te haces pajas?

—¿Bromeas? No me he hecho una paja desde que tenía doce años.

—No tienes tiempo, ¿eh?

—Tengo mejores cosas que hacer con mi polla.

Al se rio otra vez y se puso de pie.

—Me voy a la cama, campeón. Si quieres ir a ver a Glassman mañana, dile que lo ponga en mi cuenta.

Eugene se quedó a solas en el sofá, frotándose la cara con los puños. Tenía la sensación de que lo habían engatusado en algo, pero no sabría decir en qué.

Despie y C yacían en la cama de Despie y miraban al techo.

—¿En qué piensas? —preguntó C.

—Me olvidé de invitar a Debby Tepper.

—Llámala mañana.

—Se cabreará.

—¿Y qué? Es una zorra.

—Mañana vamos a buscar la licencia de matrimonio.

—¿Te da miedo?

Despie se encogió de hombros.

—Seré una mujer casada.

—¿Y cómo te sientes?

Despie se dio la vuelta en la cama y se quedó de espaldas a C.

—Como una mierda.

Perry y Joey yacían en la cama de Joey.

—Hijo de puta de los cojones. —Joey se pasó con cuidado la mano por la cara, donde Emilio le había pegado.

—Cualquier día cobrará.

—¿Quién se va a encargar?

—No te preocupes.

—Tengo que largarme de aquí —dijo Joey.

Perry miró al techo, con las manos en la nuca.

—¿Qué dices de irte conmigo?

Un largo silencio.

—Sí.

—Me voy el domingo.

—¿No vas a volver a casa a recoger tus cosas?

—No.

—¿Te vas justo después de la boda?

—Sí.

—¿A Boston?

—Sí.

Una exhalación de aire larga y lenta.

—¿Te vas con alguien?

—Solo contigo.

Otra exhalación de aire larga y lenta.

—Estoy cagado de miedo, Perry.

—Lo entiendo.

Un largo silencio.

—¿Cómo vamos a llegar allí?

—Tengo dos billetes de autobús. —Alargó el brazo por encima del pecho de Joey y cogió su cartera del tocador—. Dos billetes, y le he mangado doscientos pavos a Rosie.

—Yo estoy pelado.

—No te preocupes.

—Eh, Perry…

—¿Sí?

—No quiero que me tomes por maricón… pero me gustas… eres mi mejor amigo.

Otro largo silencio.

—Lo conseguiremos, tío. —Perry se dio la vuelta hacia su lado.

—Pero yo no pienso irme a África —dijo Joey.

—Salgamos primero del Bronx.

—Pero yo no pienso irme a África, eso es todo.

Joey escuchó los ronquidos de Emilio al otro lado de la pared.

Eugene soñó que estaba vestido y tendido en la cama en una fiesta, con la polla colgando fuera de la bragueta. Se dio la vuelta en la cama, pero tanto si se giraba hacia un lado como hacia el otro, no podía esconder que la polla le colgaba fuera de la bragueta. Hombres atractivos y bellas mujeres rodeaban la cama, bebiendo y chismeando, y él no podía esconder la polla, por mucho que se moviera, se girara o se contorsionara.

Buddy llegó a casa y no había nadie. Su padre estaba en el trabajo, su madre no había vuelto aún de su partida de mahjong. Tenía empaquetadas todas sus camisas y cosas, para mudarse a casa de Despie al día siguiente por la tarde. Las dos maletas estaban abiertas sobre la cama. Tuvo la sensación de que se iba de acampada un par de semanas. Repasó la lista de discos para la fiesta de la siguiente noche; eso lo animó un poco. No estaba seguro de si su padre estaba enterado de la boda. Cuando Buddy se lo contó a su madre, ella le dijo que no se lo contara a Vito, porque se volaría la tapa de los sesos. Ya se lo contaría ella. Pero Buddy no estaba seguro de cuándo se lo diría. ¿Qué cojones importaba? Vito estaría en el trabajo y, de toda formas, Buddy no lo quería en la maldita fiesta. Ella podía quedarse en casa también. Oyó que se abría la puerta y a su madre tarareando ópera. Buddy echó al suelo todo lo que había en la cama y fingió que dormía. Ella pasó junto a la habitación.

El viernes por la mañana temprano, los Wanderers hicieron campana y fueron a Fordham Road a comprarse americanas nuevas para la fiesta de la boda. Bajaron del autobús en la esquina de Fordham con Webster Avenue, delante de Sears Roebuck, y empezaron la larga caminata cuesta arriba.

—¿Adónde vamos? —preguntó Eugene.

—A Alexander’s.

—Y una mierda. Yo no compro esa bazofia.

—¿Adónde quieres ir? ¿A Wallachs?

—No, Slak Shack.

—Es lo mismo que Alexander’s.

—Yo no voy a Alexander’s.

—¿Nos separamos?

—Yo tengo que ir a Alexander’s.

—Y yo solo tengo veinte pavos.

—Tienen ropa buena.

—Olvídalo, nos vemos después, tíos.

Eugene echó a andar en dirección contraria.

—¡Eh, Eugene!

—¡Qué! —dijo Eugene, dándose la vuelta.

—¿Qué pasa contigo?

Eugene se encogió de hombros malhumorado.

—Paso de comprarme una americana en ese antro. ¿Quieres un informe completo?

—Deberías hacértelo mirar, Caputo —dijo Joey.

Se miraron el uno al otro, imperturbables y con los labios apretados. Eugene se giró y siguió bajando por Fordham Road. Perry hizo un gesto en su dirección, pero Joey le asió el brazo.

—Que se joda.

Los Wanderers continuaron subiendo la cuesta hacia Alexander’s.

En el sótano de Alexander’s, Richie encontró una chaqueta de sarga plateada con solapas de fieltro verde. Buddy eligió una de mohair amarillo pálido sin solapas.

—Esta me gusta —dijo Buddy, probándosela sobre su camiseta imperio y mirándose en un espejo de cuatro paneles.

—Es guapa de la hostia —asintió Perry.

—Tengo una corbata amarilla… —Buddy trazó el contorno de una corbata bajando por el cuello, mientras contemplaba su reflejo—, y una camisa de cuello alto…

—Una pasada.

—¿Os gusta esta?

Richie desfiló ante ellos con su hallazgo puesto.

—No sabía que Purina hiciera americanas —dijo Joey.

—¡Eh, que te jodan! A ver cuál te pillas tú —respondió Richie.

Joey y Perry intercambiaron una mirada fugaz.

—Creo que voy a llevar una que tengo en casa —dijo Joey.

—¿No te vas a comprar una americana? —preguntó Buddy.

—No, en casa tengo una que servirá.

—Me ofendes, joder —dijo Buddy, medio en serio.

—Bah, venga, Buddy. Tengo una que me costó treinta y cinco pavos. Solo me la he puesto dos veces.

—Yo tampoco me la voy a comprar —dijo Perry—. No tengo pasta.

—¡Y una mierda! Yo te la presto —replicó Buddy.

—Ya me he traído una —se excusó Perry.

—¡Me cago en vosotros! Richie, como no te compres esa americana te corto los huevos.

—Me sienta como una mierda —dijo Richie, enfurruñado.

—Está pasada de moda.

—Eso es una gilipollez.

—¡Qué coño está pasando aquí! —Buddy se agarró desfallecido al perchero de los abrigos—. ¡Me decís que vais a compraros americanas para la boda y resulta que ahora nadie se compra una mierda!

Alguna gente se giró y se quedó mirando a Buddy. Nadie dijo nada.

—¿Qué coño os pasa? —Richie hizo un ovillo con la americana. Joey y Perry observaban el suelo—. ¡Bien, pues, a la mierda!

Buddy se quitó a tirones la americana amarilla, la lanzó al suelo y salió del sótano hecho una furia.

—¡Eh, Buddy! —Richie salió corriendo detrás de él.

Perry retuvo a Joey.

—No nos lo podemos permitir, Joey.

—Es su puta boda, tío.

—No tenemos tanta pasta.

—Se trata de Buddy, tío.

Perry meneó la cabeza.

—No podemos.

Anduvieron lentamente entre secciones de pantalones, discos y relojes y salieron a Fordham Road.

Una hora después de que Buddy regresara de Alexander’s, Al lo recogió y se lo llevó con Despie en coche al Registro Civil de Matrimonio. En veinte minutos ya estaban casados. De vuelta, Buddy quiso ir a ver si encontraba a alguno de los colegas y le pidió a Al que lo dejara en el barrio. Despie no dijo nada. Al paró el coche frente al edificio de Buddy y se fue a casa con su hija recién casada.

Buddy fue a Big Playground, pero ninguno de los colegas estaba allí. Se acercó al campamento y deambuló de un lado a otro, pateando piedras apáticamente y dando manotazos a una maleza que le llegaba a los hombros.

—Hey.

Buddy se giró de golpe y vio a Eugene sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la chapa de metal del garaje que remataba uno de los lados del recinto. Un tren elevado rugió encima de ellos, proyectando sombras a lo largo del garaje y de medio aparcamiento. Buddy se acercó a Eugene con paso cansino y se sentó junto a él. Se reclinó contra la pared gris y apoyó los antebrazos en las rodillas. Eugene sacó cigarrillos y le pasó el paquete a Buddy. Este se inclinó sobre las manos ahuecadas de Eugene para encender su cigarrillo y se dejó caer otra vez contra el garaje.

—¿Te has comprado una americana? —preguntó Buddy, con los ojos cerrados y dos hilillos de humo iguales saliéndole por las fosas nasales.

—Sí.

Un largo silencio.

—Soy un hombre casado, Eugene. —Eugene descansó la frente entre el pulgar y el índice, con los ojos cerrados y la cabeza ligeramente ladeada—. Soy un puto hombre casado.

—Podría ser peor.

Buddy arrancó distraídamente porciones de hierba alrededor de su zapato.

—Eres un tipo afortunado, Eugene. —Eugene arqueó una ceja—. Lo tienes todo: fachada, cerebro, pasta, debes de haberte tirado a cien chicas como si nada. Y yo, mi primer polvo y ¡paf! Soy papá. —Se echaron a reír los dos sin querer—. Soy un puto papá.

Buddy movió triste la cabeza.

—Tienes suerte, Buddy, no hay muchos tíos como tú, que tengan a quien amar.

—Tenía que haberle comprado una pulsera de tobillo y haber seguido haciéndome pajas.

—Está bien tener una esposa, un hijo, tu propia casa…

—Pero tengo diecisiete putos años.

—¿Y qué? No tardaremos en hacer como tú.

Otro tren elevado rugió encima de ellos. Eugene lanzó la colilla de su cigarrillo entre la maleza alta.

—Si el niño nace retrasado lo apuñalaré con un cuchillo de cocina y lo tiraré a la incineradora.

Eugene miró a Buddy, pero no dijo nada. Encendió otro cigarrillo y le tendió el paquete a Buddy.

—Buddy. —Eugene expulsó un anillo de humo—. El sexo es una mierda. Follar es una mierda. El amor es una mierda. Todo es una mierda.

—Míralo, el puto hombre de mundo —dijo Buddy, con una sonrisa de suficiencia.

—No, ya sé que suena a…

—A mierda —sugirió Buddy, y los dos se echaron a reír.

—Tiene que haber algo más —dijo Eugene—, quiero decir que… que… no quiero sonar como un puto filósofo, pero… follar es follar… ¿Sabes lo que quiero decir?

—No.

Eugene hizo una mueca.

—A ver, mira; solo porque follas no eres mejor que otro, ¿vale?

—¿Quieres decir que… la jodienda que consigues no vale la molienda que recibes?

—Eso es una gilipollez. Quiero decir que ser hombre es mucho más que ser un follador.

—Sigo pensando que la jodienda que consigues no vale la molienda que recibes —dijo Buddy, clavando en el suelo su cigarrillo a medio fumar.

Perry y Joey pasaron el resto de la tarde en tiendas de la Marina y el Ejército en Fordham Road. Compraron gruesos jerséis azul marino de cuello alto, gorros y petates de marinero, tabardos, manuales de instrucciones sobre cómo hacer nudos y cinco metros de soga para hacer prácticas en el autobús. Con todo metido en los petates, llegaron a la isleta donde los Fordham Baldies merodeaban antes de la muerte de Hang On Sloopy, y se plantaron ante la oficina de reclutamiento de la Marina.

—Mañana a esta hora estaremos en Boston —dijo Perry.

—¿Sabe tu tío que vamos?

—No, pero sé dónde vive.

—¡Puto gilipollas! ¿Y si llegamos y está en alta mar?

Perry negó con la cabeza.

—No lo creo. La última vez que lo vi estaba en un hospital.

—Bueno, ¡quizá se recuperó!

—No, ese no va a ningún lado. —Perry sonrió con malicia—. Perdió las dos piernas.

—Bueno, supongo que no hace falta que te explique nada de la noche de bodas —dijo la madre de Despie, con media docena de tachuelas de cortina entre sus labios apretados, mientras empezaba a redecorar el sótano.

Buddy fue a casa, se estiró en la cama y se quedó dormido. Antes de ir al trabajo, Vito Borsalino pasó por la habitación de su hijo, vio que dormía y puso doscientos dólares en la americana de Buddy, que estaba doblada sobre una silla. Media hora después sonó el teléfono. Buddy se levantó de un salto de la cama.

—¿Hola?

—¿Buddy? ¿Dónde diablos estabas?

Al oír la voz de Despie, Buddy desfalleció de terror. Colgó el teléfono y se agachó para recoger una goma elástica del suelo. Faltaban dos horas para la fiesta de la boda.

El centro social estaba al otro lado del Bronx Park. Era un edificio achaparrado de ladrillo rojo, contiguo a la construcción desde la que Scottie Hite había saltado al vacío. La sala de recreo del centro social era un cuadrado de hormigón verde pálido, con suelo de cemento y tuberías de agua que colgaban del techo. A los porteros se les dio una propina para que entraran dos largas mesas para la comida y cerca de veinte sillas plegables, que pusieron en fila contra la pared. La sala estaba razonablemente limpia, con la excepción de algunas hojas de papel coloreado esparcidas por el suelo, dejadas por los alumnos de la clase de trabajos manuales del centro. La sala olía a pegamento.

—Perfecto, han traído las mesas —dijo Al Carabella abriendo la puerta de un puntapié y con los brazos llenos de bolsas de la compra.

Buddy entró tras él, sosteniendo una bolsa de la compra y un fonógrafo.

—Es una bonita sala —opinó Al, husmeando.

Perry y Joey se examinaron ante el gran espejo del cuarto de Joey.

—Estos putos pantalones son demasiado holgados —dijo Perry, asiendo un puñado de tela en el dobladillo.

—Si esos pantalones fueran más ajustados, te vería las venas de las pelotas, joder.

—Sí, seguro —contestó Perry con el ceño fruncido y asiendo la tela de la entrepierna.

Joey se pellizcó el cuello al ajustarse el alfiler de la corbata, se alisó el tupé y dio unas palmas.

—¡Venga, vamos!

Perry hizo una mueca ante el espejo, asió la tela de la parte del culo de sus pantalones y se dispuso a salir de la habitación.

—Coge tu petate —dijo Joey, poniéndose su bolsa de marinero al hombro.

—¿Para qué? Podemos recogerlos cuando volvamos.

—No vamos a volver.

—¿Qué?

—Ya no voy a dormir aquí. Cuando salgamos por esta puerta se acabó. No me importa si tenemos que dormir en la puta estación de autobús.

Perry se encogió de hombros y se echó la bolsa al hombro.

—¡Eh! —Joey se giró de golpe y vio a Emilio en el recibidor, con una ajustada camiseta naranja del cuerpo de bomberos, que le hacía parecer el doble de grande de lo que era—. ¿Qué coño lleváis ahí? —preguntó Emilio, señalando con la cabeza los petates.

—Regalos. Ropa sucia —respondieron a la vez.

Emilio cogió la bolsa de Joey. Joey tenía los ojos secos, pero el cuello era un círculo húmedo de sudor. Con la mirada clavada en su hijo, Emilio abrió la bolsa rasgándola y miró dentro.

—Son regalos —empezó a decir Perry rápidamente—. Buddy se va de viaje de novios.

—En barco —añadió Joey—. Se va en barco.

—Así que en barco, ¿eh? —Emilio se quedó mirando a Joey, asintiendo ligeramente con la cabeza—. En barco.

Durante un minuto entero no dijo nada ni se movió. Se quedó simplemente mirando a Joey. Luego le devolvió la bolsa, se giró y entró en el dormitorio. Joey se quedó perplejo.

—Vamos. —Perry se lo llevó por la puerta, hacia el ascensor—. Nos ha ido de un pelo.

Perry se reajustó la bolsa en el hombro. Joey no respondió.

Cuando Richie fue a recogerla, encontró a C llorando en su habitación.

—¿Qué ocurre? —preguntó él.

C levantó la mirada hacia él, con dos franjas iguales de maquillaje bajándole por las mejillas.

—¡Cabrón! —chilló ella—. No sabes lo que es el verdadero amor, ¿verdad que no?

Despie salió con su madre de casa al atardecer. Se había levantado el pelo un palmo y llevaba bucles pegados a las sienes con cinta adhesiva. Estaban a unas siete manzanas de distancia del centro social. Un viento de verano amenazaba con arruinar el peinado de Despie.

—¿Quieres que tomemos un taxi? —le preguntó a su madre.

—Creo que deberíamos ir andando. De ahora en adelante no tendremos mucho dinero, y deberías empezar a hacerte a la idea.

Eugene fue a las viviendas sociales de Gun Hill a recoger a su ligue, Nina Becker. Los padres de ella estaban fuera aquel fin de semana, así que, si era de las que follaban, lo tenía hecho. La había conocido dos semanas antes en la fiesta de un amigo. Iba bastante borracho, pero suficientemente sobrio para pedirle el número de teléfono y concertar la cita. El único problema era que no se acordaba de su aspecto. La chica que le abrió la puerta del apartamento era de tal simple y pura belleza que Eugene se enamoró inmediatamente. Tenía un pelo rubio ceniza que la bajaba hasta el culo, grandes ojos grises, una nariz larga y fina, labios delgados y delicados como obleas de comunión y un aire de tal devastadora y seductora inocencia que Eugene casi se rio de ebrio deleite.

—Hola —dijo ella con una sonrisa.

Eugene rio. Estaba completamente anonadado.

Perry y Joey fueron los primeros en llegar a la fiesta. Al Carabella y Buddy bebían Pepsi sentados en sillas plegables cuando entraron los dos y dejaron sus petates en el rincón.

—¡Eh, tíos!, ¿dónde estabais cuando nos hacíais falta? —preguntó Al.

Buddy levantó los ojos al cielo y se puso de pie.

—¿Cómo va, tío?

—Bien.

Se quedaron los tres cogidos del brazo.

—Menuda cutrada de sitio —masculló Buddy. El techo entero era un veteado de serpentinas rojas, azules, verdes y amarillas y de globos—. Esto no es una boda, es un carnaval —dijo. Joey se rio por lo bajo—. ¿Queréis comer algo?

—No, ¿tienes algo de priva?

—Joder… no… ¿Quieres ir conmigo a pillar algo, Perry?

—Vale.

—Joey, tú quédate con Pipo el Payaso.

—Y una mierda. Yo voy con vosotros.

Buddy se giró hacia su suegro.

—Eh, Al, enseguida volvemos.

—No os escapéis, ja, ja, ja.

—Ja, ja, ja. —Buddy se giró hacia la puerta—. Gilipollas.

Dos segundos después de que Buddy se fuera con Joey y Perry, aparecieron Despie y su madre. Al se levantó y frunció el ceño. Despie llevaba un cámara Brownie colgada de la muñeca con una correa.

Llegaron Richie y C. C y Despie se abrazaron, C seguía llorando. Despie empezó a llorar. Richie le estrechó como un hombre la mano a Al, tal como su padre le enseñó.

—Richie Gennaro.

—Al Carabella.

—Felicidades.

—Gracias. —Al guiñó un ojo.

Richie se excusó, fue hacia la comida, cogió un M&M’s, fue hacia el gramófono y se puso a estudiar los discos con una intensidad capaz de derretir cera.

Eugene estaba tan ofuscado con Nina sentada a su lado, que casi chocó con un pilar del tren elevado en Gun Hill Road. Nina pasó un brazo por detrás del suyo y le cogió el antebrazo con los dedos. Eugene sonreía como un capullo y se olvidó totalmente del guión que tenía preparado. Después de aparcar el coche fueron cogidos de la mano hacia el centro social. Con tacones altos, era casi tan alta como él. Tenía un culo estupendo, tetas firmes y unas piernas de órdago, pero Eugene estaba embobado con aquella cara y con el calor de la mano cogida en la suya.

—¡Eugene!

Richie se alegró tanto de ver a uno de sus colegas que se le cayeron media docena de discos por el suelo. Eugene fue con paso tranquilo en dirección a Richie y se sentó con Nina. Ni siquiera les dijo hola a Despie o a C. Richie se sintió herido y estaba a punto de salir cuando Perry, Joey y Buddy volvieron con pequeñas bolsas de papel marrón. Los cuatro salieron a tomar un trago.

—¡Eugene! —gritó Perry, levantando su bolsa y señalando la puerta con la cabeza.

Eugene sonrió, saludó con la mano y volvió a su conversación con Nina.

—¿Quién es la zorra esa? —preguntó Buddy.

—¿A quién coño le importa? —respondió Richie.

Apoyados contra el edificio de ladrillo rojo contemplaron cómo el sol desaparecía por detrás de las copas de los árboles.

—¿Te vas de viaje de novios?

—Quizá más adelante. No lo sé. Tengo que terminar el curso.

—Mierda. —Richie echó un trago de Tango—. Mi viejo se fue a las cataratas del Niágara.

—Igual que el mío —comentó Perry.

—Creo que el mío se fue a la Isla del Diablo —dijo Joey.

—Brindo por eso —dijo Perry.

—¿Vas a dormir en tu nuevo hogar, esta noche?

—Supongo… sí… supongo que sí… mierda, no lo sé… supongo que sí —respondió Buddy, tomando un largo trago.

—Escuchad, tíos, quiero que vengáis todos mañana por la noche a estrenar la casa, ¿de acuerdo?

—Claro —dijo Richie.

Perry y Joey no dijeron nada.

—¿Y vosotros, tíos?

—Claro —dijo Joey.

—¿Perry?

—Claro —dijo Perry.

Cuando entraron de nuevo, el lugar se había llenado con quince o veinte amigas de la escuela de Despie y los tipos que las acompañaban. Eugene seguía hablando con Nina. Despie y C bailaban. Al estaba junto al tocadiscos con un puñado de patatas chips en la mano, dando golpecitos con el pie en el suelo al ritmo de la música. La abuela de Despie babeaba sobre el vestido y hacía ruiditos. Detrás estaba la madre de Despie, cruzada de brazos, como una india malévola. La sala caliente como una perra en celo. Buddy evitaba a Despie. Richie evitaba a C. Eugene no existía. Perry y Joey iban pegados como con pegamento. Alguien derramó un refresco sobre el tocadiscos. Alguien llamó gilipollas a alguien. Alguien empezó a reventar globos, saltando en el aire y pinchándolos con una aguja de corbata. Despie empezó a tomar fotos con su Brownie. Alguien chilló ¡callaos! y puso «Sixteen Candles» de Johnny Maestro and the Crests. Al quiso bailar una lenta con Despie y se echó un bailecito con ella por toda la sala. Despie quería romperle la cámara en el cráneo a su padre. Buddy y sus colegas pensaron que su suegro era el mayor capullo del mundo. C le puso mala cara a Richie y Richie le hizo una peineta. Eugene salió de la sala con Nina cogida del brazo. Después del baile, alguien puso un disco de twist y la abuela de Despie se aventuró entre los que bailaban y fue noqueada. Despie tomó una foto de su madre posando como un guardia en la Tumba del Soldado Desconocido. Tomó una foto de Buddy. Buddy la miró. Ella bajó la cámara y sonrió. Buddy sonrió, cogió a Despie y la abrazó con toda su fuerza. Esa fue la primera vez que se tocaban desde que Despie descubrió que estaba embarazada. Buddy le dijo que la amaba. Despie le besó el cuello y le dijo a Buddy que ella lo amaba también. Perry miró su reloj y le hizo a Joey un gesto con la cabeza. Joey se puso blanco. Perry fue a buscar su petate. Joey le puso una mano en el brazo.

—Espera.

—Tenemos que irnos, Joey.

Joey cogió a Richie y a Buddy y los llevó hasta Perry.

—No os mováis de aquí.

Encontró a Eugene fuera, dándose el lote en un banco del parque.

—Eugene, ven aquí un minuto.

—Después.

—Eugene, ven ahora mismo aquí, joder, o juro ante Dios que te rompo la cara.

Silencio, una exhalación. Susurros. Eugene siguió a Joey al interior del edificio. Buddy, Richie, Eugene y Perry no sabían qué cojones le pasaba a Joey. Este revolvió frenéticamente entre la montaña de singles que había sobre la mesa. Encontró el disco que buscaba y quitó el que estaba sonando. La gente se puso a chillar. Joey no hizo caso y puso su disco. Cuando las primeras notas de piano de «The Wanderer» llenaron la sala, la gente empezó a bailar otra vez. Joey se giró hacia sus cuatro amigos y empezó a cantar. Uno tras otros, todos se pusieron a cantar.

Vago de ciudad en ciudad.

Voy por la vida sin preocuparme.

Joey cantaba y lloraba a la vez. A Perry le entró una gran tristeza que le hormigueaba por la cabeza y los hombros. Richie estaba aterrado por lo que no sabía. Eugene se conmovió con las lágrimas de Joey, pero tenía más de media mente puesta en Nina Becker. Buddy rodeó con los brazos el cuello de Richie y de Joey y apretó tanto como pudo, como si cuanto más apretara, más cosas seguirían igual. No tardaron en estar todos con los brazos rodeándose el cuello unos a otros, con los dedos clavados en la carne, tratando de formar un círculo que nada —escuela, mujeres, niños, bodas, madres, padres— pudiera penetrar.

La canción terminó. Empezó a sonar otra cosa y el círculo se disolvió. Eran las doce y media y Perry le hizo una señal a Joey. Eugene pensaba en Nina. Richie cruzó una mirada con C y guiñó un ojo; Buddy empezó a pensar en ser padre; Eugene salió a buscar a Nina. Perry y Joey se largaron finalmente. Richie y C se fueron; Buddy y Despie se marcharon, tocándose el uno al otro en una mezcla de terror y amor. Al poco rato, en la sala solo quedaba una pandilla de gilipollas que bailaban.