10. LOS BUSCAVIDAS

El viernes por la noche los Wanderers hacían de buscavidas locales, jugando a los bolos en el Paradise Lanes de los Galasso, lo cual significaba que se enfrentaban a cualquiera que llegase de la ciudad o de Long Island o de Nueva Jersey, y Chubby, sus seis hermanos y otros habituales igualaban cualquier apuesta en el juego contra los apostantes que acompañasen a los buscavidas visitantes. Los Wanderers perdían raramente. Las noches de viernes, Chubby y compañía se agenciaban mil dólares o más. A cambio de ese dinero fácil, a los Wanderers les daban diez dólares por cabeza, y además podían jugar gratis siempre que quisieran. Lo único que tenían que hacer era seguir ganando.

La semana anterior, Buddy y Richie habían sido arrollados por dos tipos de Long Island. Incluso habiendo hecho las puntuaciones más altas de los anteriores seis meses, habían perdido por sesenta bolos de diferencia. Se espantaron, porque Chubby perdió casi dos mil dólares, y Chubby Galasso era un tiarrón grande y gordo, que no quería saber nada de las puntuaciones más altas de los últimos seis años. Los Wanderers perdieron por una diferencia enorme y cuando se escabulleron de la bolera, Chubby echaba espumarajos por la boca.

Los Wanderers tenían su propio sistema para los bolos. Dos de ellos jugaban como pareja el viernes noche. Si ganaban, otros dos jugaban la semana siguiente, pero si perdían, los mismo dos tenían que volver a jugar. Y si perdían por segunda vez, jugaban a la semana siguiente, y semana tras semana hasta que ganasen. Los bolos eran un negocio serio y nadie salía como perdedor de la pista, por mucho que se tardase en ganar.

Así, aquel viernes, asustados como estaban, el honor obligaba a Buddy y a Richie a representar nuevamente a los Wanderers.

—¿Está Richie?

Buddy esperaba en la puerta del apartamento de Richie.

—¡Richie! —gritó Randy hacia el dormitorio desde el recibidor—. Es Buddy.

—¡Pues hazlo entrar, gilipollas! —gritó Richie.

—¡Eh, cuidado con esa boca de cloaca! —La voz de su padre reverberó desde el lavabo.

Buddy entró arrastrando su bolsa de bolos en la habitación donde Richie, sentado en la cama, le pasaba el trapo a su bola, una preciosidad verde lechosa moteada de copos dorados.

—Tengo el coche abajo.

Richie metió la bola en la bolsa, sacó sus zapatos de bolos del armario y salieron los dos del apartamento. Richie pulsó el botón del ascensor y se puso la mano en el vientre.

—Creo que voy a vomitar —dijo, con una mueca de dolor.

Buddy se encogió de hombros.

—No te preocupes. Esta noche ganamos.

Richie se puso de puntillas para ojear por la ventanilla del ascensor, vio los cables inmóviles y le dio un manotazo a la puerta.

—¡Vamos, cabrones! —gritó, golpeando la puerta—. Este trasto de mierda no se mueve. Son los putos negratas del primer piso. ¿Sabes con qué se divierten? Paran el puto ascensor, se mean dentro y luego te lo mandan con un charquito en el suelo, para que dejes pisadas de meado en tu casa y si hay un bebé gateando por el suelo pille gérmenes de meado con la mano, se meta la mano en la boca y se ponga enfermo. —Richie pateó con saña la puerta del ascensor—. ¡Ponedlo en marcha ya, cabrones!

La maquinaria rechinó abajo en el hueco, y el ascensor empezó a subir lentamente hasta el tercer piso. Buddy tenía miedo de que los negros hubieran oído a Richie y subieran a zurrarlos. Cuando la puerta se abrió, aparecieron Eugene y Joey en la cabina.

—¿Qué jueguecito es este, tíos? —gruñó Richie, entrando en el ascensor.

Eugene y Joey se miraron el uno al otro.

—¿Qué te pasa? —preguntó Joey.

Richie no contestó. Buddy se encogió de hombros.

Cuando Buddy paró el coche delante de la bolera, dejaron de hablar. Buddy pensó en la oronda jeta de Chubby la semana anterior, y desfalleció. Richie no había dicho una sola palabra desde el ascensor. Joey y Eugene estaban tensos y sudaban. El reflejo del letrero de neón les iluminaba intermitentemente la cara.

—Más vale que esta noche ganéis, tíos —dijo Eugene con una sonrisa floja.

—Vete a la mierda —respondió secamente Richie al bajar del coche y casi pillarle el pie a Joey al cerrarlo con un portazo.

Chubby los esperaba apoyado en el mostrador lleno de zapatos, y sus seis hermanos rodeaban la caja registradora. La canción «The One Who Really Loves You» de Mary Wells sonaba en la máquina de discos que había en la otra punta de la bolera. Chubby sonrió y le dio una palmada a Richie en la espalda. Richie se encogió. Los seis hermanos se acercaron. Eran todos tipos grandes. Seiscientos kilos de carne adusta.

—¿Estáis en forma esta noche, tíos? —preguntó Chubby, resollando por el asma.

La bolera estaba desierta, lo cual significaba que Chubby había echado a la clientela, lo cual significaba que iba a haber mucho dinero en juego. Sin dejar de sonreír, Chubby empezó a masajearle los hombros a Richie. Un cigarrillo le colgaba en un ángulo inverosímil de la comisura de los labios.

—Claro. Siempre estamos en forma —respondió Buddy, con voz desfallecida en la última palabra.

—Claro que sí.

La sonrisa de Chubby se hizo más ancha y el humo del cigarrillo le difuminó los rasgos, transformando sus ojos en finas ranuras, mientras él asentía regocijado. Richie se fijó en el rostro del hombretón, con su rechoncha nariz en medio de la cara, como una gruesa zarpa de oso.

—¿Sabéis con quién vais a jugar esta noche? —Los cuatro negaron al unísono con la cabeza, en unánime ignorancia—. Con los mismos de la semana pasada.

Buddy soltó un grito ahogado. Los hombros de Richie empezaron a dolerle justo donde Chubby tenía los dedos.

—¿Y sabéis cuánto vamos a apostar esta noche? —Chubby mantuvo la sonrisa, pero su resuello se hizo más pronunciado al respirar con más esfuerzo, bajo su camisa de manga corta y cuello abierto, estampada con piñas y chicas hula-hop.

Joey y Eugene empezaron a recular hacia la puerta, pero Albert, uno de los hermanos, los paró en seco con una mirada.

—¿Mil pavos? —aventuró Richie.

Albert se rio. Chubby sacó la mano del hombro de Richie y separó todos los dedos delante de la nariz de Richie.

—¿Cinco mil? —preguntó Richie, con un jadeo entrecortado.

A Buddy le entró mareo. Chubby se sacó del bolsillo trasero un grueso fajo de billetes de cien, cogidos con una goma elástica.

—¿Sabéis quién va a ganar esta noche?

Nadie contestó.

Chubby se metió otra vez la mano en el bolsillo y sacó dos billetes de veinte. Le dio uno a Buddy, otro a Richie y señaló con la cabeza el bar reservado al final de la bolera.

—Pillaos unas Coca-Colas.

Dejaron las bolsas en el suelo y los cuatro se dirigieron al reservado, una sala de luz tenue y cristales ámbar, con unos paneles que la separaban de las pistas.

Eugene se puso a dar vueltas nerviosamente en un taburete giratorio. Joey se encorvó sobre la barra y encendió un cigarrillo.

—Creo que Chubby quiere que os dejéis ganar —dijo Eugene.

—No; no quiere —dijo Peppy Dio con una risa burlona.

Peppy, un viejo familiar de los hermanos Galasso, llevaba el bar. Se puso a limpiar con un trapo la barra del bar, delante de los Wanderers.

—Esta noche vais a ganar a lo grande, chavales —se rio Peppy. Sus dientes parecían un juego de platos rotos.

—Peppy, ¿de qué va esto? No podemos ganar a esos tipos. Son lo bastante buenos como para ser profesionales.

Peppy guiñó un ojo y se tocó con el dedo una sien sin pelo.

—Ahora lo has dicho. Son profesionales.

—¿Qué? —exclamaron al unísono.

—Sí, sí. Chubby le estuvo dando vueltas a lo bien que jugaron la semana pasada, indagó un poco y descubrió que son profesionales.

Silencio.

—Sí, sí. Van por las boleras y le sacan la pasta a jugadores locales como vosotros, chavales.

—¡Hijos de puta! —exclamó Buddy.

—Sí, sí. De todas formas, Chubby les pidió que volvieran esta noche para una revancha.

—Deberíamos partirles la cara —dijo levantándose Eugene, que hasta entonces se había mantenido callado.

Peppy soltó una risita.

—No tenéis nada de que preocuparos, chavales.

—¿Para qué vuelven, entonces? La semana pasada hicieron un montón de pasta.

—Son gente avariciosa. Quieren más de esto —respondió Peppy, frotándose el índice con el pulgar.

—¿Y no saben que Chubby lo sabe?

—No saben una mierda. Chubby es un tipo listo —dijo Peppy, con un guiño y tocándose otra vez la sien.

—Aun así, no podemos ganarlos —dijo Richie.

Peppy solo sonrió y puso sobre la barra una botella de whisky Canadian y cuatro vasos.

Media hora después, mientras Buddy y Richie jugaban unos sets de práctica, entraron los dos buscavidas y otros tres tipos que debían de ser los apostantes, supusieron los Wanderers. Reconocieron a uno de ellos, que ya había estado la semana anterior; y los otros dos apostadores debían de haber oído qué gran pardillo era Chubby. Parecían intranquilos, como si no estuvieran convencidos de que fuera buena idea presentarse en el mismo sitio dos veces seguidas, pero tal como Peppy había dicho, eran gente avariciosa. Buddy y Richie dejaron de lanzar bolas, se sentaron con Eugene y Joey y observaron a Chubby, que salió de detrás del mostrador con una sonrisa de comemierda dibujada en la cara. A los hermanos no se los veía por ningún lado. Chubby les hizo un gesto a Richie y a Buddy para que se acercaran.

—La semana pasada tuvisteis suerte, tíos —les dijo Chubby jovialmente a los tahúres—. Vamos a darles otra oportunidad a mis chicos.

Richie y Buddy intercambiaron miradas hostiles con los buscavidas.

Uno de los apostantes se encogió de hombros y dijo:

—¿Por qué no?

Antes de que pudiera seguir hablando, uno de sus jugadores le puso una mano en el hombro y se lo llevó con su grupo unos pasos atrás, donde debatieron en voz baja. Chubby mantuvo la sonrisa, entreviendo que al menos uno de los tipos se olía algo. Durante un instante, cuando parecía que los visitantes se iban a retirar, Chubby dejó de sonreír e hizo un gesto con la cabeza hacia el bar. Richie vio las siluetas de los hermanos de Chubby detrás de la mampara de cristal oscuro.

—¿Qué hacemos, entonces? —preguntó Chubby, con un resuello y una sonrisa forzada—. ¿Vamos a jugar a los bolos esta noche o qué?

Los buscavidas y sus socios cruzaron una mirada fugaz. Joey vio a Peppy Dio en la calle, cerrando subrepticiamente desde fuera las puertas de entrada. Chubby lo vio también. Peppy Dio se esfumó.

—¿Qué hacemos, entonces? —repitió Chubby.

Richie vio movimiento detrás de la mampara de cristal ámbar.

—No sé —dijo uno de los jugadores, un tipo alto y flacucho y con cara de hostia.

Chubby levantó el brazo, como si fuera a rascarse la nuca, y Albert Galasso salió del reservado.

—Juguemos, qué diablos —dijo el tipo flacucho.

Chubby le hizo disimuladamente un gesto con la mano a Albert, para que volviera al reservado antes de que nadie lo viera.

—Bien… bien —dijo Chubby frotándose las manos.

—Eh… ¿lo mismo que la semana pasada? —preguntó uno de los apostantes.

—Bueno, te diré… He tenido una buena semana, muchos torneos.

Chubby se metió la mano en el bolsillo y arrojó el fajo de cinco mil dólares sobre el mostrador. Los apostantes quitaron la goma y contaron los billetes de cien tan rápido que los Wanderers apenas vieron cómo los verdes pasaban de una mano a otra.

—¡Aquí hay cinco mil pavos!

—Ya he dicho que he tenido una buena semana.

—No tenemos tanta pasta.

Chubby se encogió de hombros.

—¿Cuánto tenéis?

Otra conferencia y miradas de reojo a Chubby, a Richie y a Buddy. Chubby les hizo un guiño a los Wanderers.

—Elegimos nosotros la pista.

Chubby se lo concedió gentilmente.

Uno de los jugadores miró con desconfianza a Eugene y a Joey.

—¿Quiénes son esos?

—Son chavales.

—¿Qué hacen aquí?

—Son amigos de los otros.

—No me gustan. Diles que se larguen —dijo el jugador.

Chubby se encogió otra vez de hombros e iba a decirles a Joey y a Eugene que se piraran, pero se acordó de que le había mandado a Peppy que cerrara las puertas.

—Mira, estos chavales son basurilla. —Chubby cogió a Joey y a Eugene por la camisa, los levantó del suelo y los lanzó a un metro de distancia. Cayeron de culo los dos. Temblorosos y aturdidos, se pusieron de pie mientras Richie y Buddy contenían el aliento. Chubby se rio—. ¿Crees que me van a hacer falta, si os la quiero jugar? —Chubby sacó del bolsillo otro billete de veinte—. Tomaos una Coca-Cola. —Joey cogió el billete y echó a andar con piernas trémulas hacia el bar, con Eugene detrás—. Ya basta de gilipolleces, ¿vais a jugar o no?

Richie rezaba para que dijeran que sí. Juró en secreto ante Dios que iba a jugar como nunca, la mejor partida de su vida, le estrecharía la mano a todos y se largaría como alma que lleva el diablo. Pero tenía que empezar ya. Cuanto antes empezaran, antes acabaría todo. La vejiga y el culo y el continuo terror que con sus dientecillos lo corroía hacían que andara en pequeños círculos y no podía quitar los ojos de los zapatos de Buddy.

Buddy se miró cohibido los zapatos. ¿Qué cojones miraba Richie? Trató de cruzar una mirada con Richie, pero este no levantaba la vista. Buddy echó una mirada al bar, pero a Eugene y a Joey no se los veía por ningún lado. De repente presintió que no tenía que mirar al bar, que detrás del dorado cristal ahumado había algo peligroso y prohibido. Como con un resorte, los ojos volvieron a mirar de frente, y al poner las yemas de los dedos sobre los pantalones sintió diez puntos helados en las piernas. Cerró las manos y el frío dio vueltas en infinitas espirales dentro de sus puños firmemente apretados.

Cruce de miradas. Manos hurgando en bolsillos.

—Cuatro mil ochocientos. Es todo lo que tenemos.

Uno de los apostantes dejó caer un fajo de billetes sobre el mostrador. Chubby dejó su dinero encima del otro fajo.

—Con esto bastará. Dejo aquí el dinero. —Chubby le dio un manotazo a la pila—. ¿Por qué no hacéis unos cuantos sets de entrenamiento? —ofreció Chubby a los buscavidas—. Richie, ¿por qué no te vas con Buddy a tomar una Coca-Cola?

—No tengo sed.

Chubby les lanzó una mirada fulminante y salieron los dos disparados hacia el bar.

—¡Mira esto! —Buddy extendió una mano trémula—. No puedo siquiera sostener una puta bola.

En el bar, encontraron a Eugene y Joey acongojados en una mesa del rincón. Pegados al cristal ámbar estaban los seis hermanos Galasso. El fragor y el ruido sordo de los sets de entreno de los buscavidas empezó a reverberar en la sala.

—No mováis el culo de aquí hasta que os toque jugar —les dijo Henry Galasso, con su camisa estampada con piñas igual que la de su hermano Chubby.

No tenían intención de moverse. Era como si alguien hubiera gritado «¡Quietos!» en el juego de un, dos tres, pajarito inglés. Joey se quedó mirando sin pestañear el cigarrillo que acababa de encender, que se consumió en un frágil y perfecto cilindro de ceniza, hasta que se le deshizo entre los nudillos. A Eugene su camisa Banlon se le había pegado a la espalda como un emplasto de mostaza. Cerró los ojos, se quedó veinte segundos dormido y se despertó con escalofríos y un círculo de humedad en la barriga.

Cinco minutos después, Albert hizo un gesto a sus hermanos y los seis salieron del bar. Los Wanderers se quedaron clavados en su silla y con los ojos abiertos de estupefacción.

Tan pronto como Jerry Rosen, el principal apostante, vio a los hermanos Galasso emergiendo del bar, se abalanzó sobre el dinero lo cogió y echó a correr hacia la puerta. La empujó, tiró de ella y golpeó el cristal. Chubby fue andando tranquilamente hacia él.

—¿Adónde vas? —Jerry se giró con los ojos desorbitados y abrió la boca para decir algo, pero Chubby le asestó un puñetazo en el pecho y él se cayó de rodillas. El dinero fue descendiendo como nieve verde sobre su espalda y sus hombros—. Tenemos una partida.

Chubby lo cogió por el cuello de la camisa y lo arrastró por el suelo hasta los pies de sus hermanos. Los otros dos aterrados apostantes no tenían escapatoria. Chubby les hizo un gesto para que se sentaran en las sillas de plástico duro azul celeste del principio de la pista donde los buscavidas practicaban.

—Vosotros contaréis los puntos. Yo solo soy un macarroni ignorante.

Los dos apostantes se hundieron en sus asientos. Una hoja de resultados colgaba cuidadosamente sujeta con un clip en una mesa de formica blanca delante de ellos.

Los buscavidas empezaron a recular hacia los bolos.

—Eh, tíos, ¿adónde vais? —dijo Chubby riendo.

Miraron a su alrededor. No había escape posible.

—No podéis lanzar desde ahí, eso es hacer trampas —dijo Albert.

Sus hermanos rieron.

—Venid aquí. —Chubby les hizo un gesto para que se acercaran—. A ver si empezamos de una vez.

Con paso vacilante se acercaron por la pista, hacia los apostantes. Jerry se puso de pie con un gemido. Albert y Henry lo sentaron en una silla de plástico azul celeste, al lado de sus colegas.

—Esta noche quiero una partida justa —dijo Chubby—. Tíos, sois unos jugadores muy, muy buenos, lo bastante buenos como para ser profesionales.

Los buscavidas se miraron el uno al otro y salieron corriendo hacia la puerta, pero Albert, Henry y Chickie, el niño de ochenta kilos de la familia, los pararon.

—Mira —dijo Jerry sollozando—, quédate la puta pasta y déjanos ir.

—De ninguna manera —replicó Chubby—. Quedamos para jugar, así que vamos a jugar.

—Lo que pensamos es que como sois tan buenos —dijo Henry—, lo justo sería que jugarais con hándicap.

—¡Cincuenta puntos! —ofreció Jerry.

—No es eso en lo que yo estaba pensando —dijo Chubby.

—¡Setenta y cinco!

—Tampoco —respondió Chubby, haciendo un gesto a sus hermanos.

Henry sacó una bola del estante y Albert y Chickie tiraron al suelo a uno de los buscavidas. Louie y Jimmy Galasso lo pusieron boca abajo y se sentaron en su espalda. Albert le estiró la mano y le separó los dedos. El otro buscavidas echó a correr otra vez hacia la puerta, pero Chickie lo tumbó al suelo. Henry puso la rodilla encima de la mano estirada. El buscavidas chilló y trató de quitarse de encima a Louis y a Jimmy, pero los dos hermanos tenían el culo bien sentado.

Un sexto hermano, Ronnie, vigilaba a los tres apostantes, por si intentaban algo.

—El culo quieto —gruñó, cuando dos de ellos hicieron además de levantarse.

Henry se aseguró de que los dedos estuvieran bien extendidos sobre el suelo encerado. Entonces levantó por encima de la cabeza la bola de bolos, como una enorme roca, la lanzó con fuerza contra el suelo y aplastó tres dedos. El buscavidas dejó escapar un terrible chillido afeminado y se desmayó.

—Chubby, ¿quieres que me cargue el pulgar también? —preguntó Henry.

Chubby se acercó para examinar los dedos destrozados, tocándolos con la punta del zapato. Tenían un color púrpura rojizo, con profundas heridas en los nudillos que dejaban al descubierto el hueso. Chubby no respondió. Louie y Jimmy se levantaron, alzaron por los sobacos al buscavidas inconsciente y lo echaron en el regazo de Jerry. A Jerry le entraron arcadas, se quitó el cuerpo de encima y lo dejó caer al suelo, donde quedó hecho un ovillo.

—Le toca al otro capullo —dijo Chubby.

El chillido del primer buscavidas había puesto de pie a los Wanderers. Richie tumbó su silla y se agachó rápidamente para recogerla: quizá si Chubby encontraba la sala en perfecto orden al entrar, se podrían ir todos a casa. Richie se golpeó la frente contra el borde de la mesa y vio las estrellas unos momentos, pero con el segundo chillido que llegó de la pista, se enderezó como si le hubieran metido por el culo un atizador candente. Salieron todos disparados hacia la entrada del bar, donde chocaron de narices contra el pecho de Chubby Galasso.

—Esos tíos son unos buscavidas. Me jodieron y me jodieron la pasta, y os jodieron a vosotros también.

Les hizo un gesto a Buddy y a Richie para que salieran. Richie fue trastabillando detrás de Chubby, casi pisándole los talones. Buddy los siguió dando tumbos.

—Ahora que tenéis hándicap, ya podemos empezar la partida —dijo Henry jovialmente.

Chickie reanimó con unos manotazos a los dos tahúres.

—Dejad que nos vayamos a casa —rogó uno de los apostantes—. Quedaos la pasta.

—Si me quedara la pasta sin jugar, eso sería juego sucio —dijo Chubby.

—¿Habéis calentado ya, chavales? —les preguntó a Buddy y a Richie—. A ver… —Chubby miró por encima del hombro de Jerry—. Eh, Jerry, tienes que escribir los nombres de los jugadores —dijo, señalando los espacios en blanco en la hoja de resultados.

Jerry soltó una maldición y garabateó cuatro nombres apresuradamente.

—Buddy. —Chubby le hizo señas a Buddy para que empezara.

Buddy fue tambaleándose con sus zapatos de calle hasta la línea de tiro, sacó del sistema de retorno de bolas una bola roja ligera y la lanzó sin apuntar. Derribó cinco bolos. Los hermanos Galasso lo abuchearon entre risotadas.

—¡Vamos, Borsalino! ¡Buuu!

Buddy respiró hondo, trató de no mirar a los dos buscavidas que se retorcían de dolor en un largo banco de plástico y consiguió un spare.

—¡Sí! ¡Muy bien! ¡Así se hace! —vitorearon todos.

Chubby miró la hoja de resultados.

—¿Cuál de vosotros es Larry, tíos? —les preguntó a los buscavidas. Chubby puso de pie a uno de ellos de un tirón—. Vamos, Larry. ¡Te toca! —Empujó a Larry hasta el retorno de bolas, pero Larry se quedó quieto, medio desvanecido—. Vamos, ¿es que tengo que enseñarte a jugar a los bolos? —Chubby le cogió a Larry la mano destrozada y le metió los dedos en los agujeros de una bola. Larry aulló y cayó de rodillas—. Solo trataba de ayudar —dijo Chubby, encogiéndose de hombros.

Larry se levantó con gran dificultad y cogió una bola con la otra mano.

—¡Trampa, trampa! —gritaron entre risas los Galasso.

Larry se movía como un borracho. Se las arregló para asir la bola con el pulgar sano y con un movimiento agarrotado hizo rodar la bola ineficazmente al canalón.

Eugene y Joey estaban en la mesa del bar, escuchando los vítores y los abucheos.

—Yo me largo de aquí, joder —dijo Joey.

—¿Cómo te vas a largar, tonto del culo?

Joey se mesó nerviosamente el pelo de la cabeza.

—Nos van a matar.

—Cierra el pico.

—Nos matarán.

Un sonoro rugido llegó de la pista.

—No voy a jugar a bolos nunca más —dijo Eugene.

Empezó a andar de un lado a otro del bar, sin acercarse a la entrada de las pistas.

—¿Adónde vas? —preguntó Joey, levantándose aterrado.

—A bailar… ¿Tú qué crees?

—Siéntate, ¿vale? —dijo Joey, echándose a llorar.

—Eso es, ponte a llorar. Esto lo solucionará todo.

—Cállate —dijo Joey, conteniendo las lágrimas.

—Capra, eres un marica, lo juro por Dios.

Joey se levantó y cogió a Eugene por la solapa de la camisa.

—¡Repítelo, comemierda! —bramó, cogiendo la botella de Canadian.

—Olvídalo —respondió Eugene, sobrecogido por la furia de Joey.

Joey se sentó.

—Puto héroe de los cojones… míralo, el tío tranquilo.

—Olvídalo —le dijo Eugene.

—Te crees que solo porque follas eres mejor que nadie.

Eugene no dijo nada.

—Pues no vales una mierda, Caputo, no vales…

Eugene estiró el brazo hacia la botella, pero la mano de Joey salió disparada como una serpiente y le asió la muñeca. Joey extendió la pierna, hizo caer a Eugene de espaldas con una zancadilla y se sentó sobre su pecho, con las rodillas hincadas como clavos en los hombros de Eugene. Joey levantó el puño, preparado para descargarlo, cuando Richie y Buddy entraron en el bar. Tenían el rostro blanco. Ninguno de los dos miró a Eugene o a Joey.

—Vámonos —dijo Buddy.

Joey se levantó.

—¿Cómo ha ido?

No contestaron. Eugene se puso de pie, se arregló la camisa y se alisó el pelo. Joey le lanzó una mirada de desprecio. Eugene se quedó en silencio, consciente de que de ahora en adelante, si pasaba cualquier cosa, Joey le podía partir la cara, y sabía que Joey lo sabía también.

Cuando los cuatro salían del edificio, se encontraron a Chubby pegando con cinta adhesiva la hoja de resultados en la puerta de cristal.

BUDDY: 102

LARRY: 7

RICHIE: 97

TEDDY: 10

—Nos vemos la semana que viene, muchachos.

El cristal reflejó la imagen de los Wanderers que salían de Paradise Lanes.