Ahí estaba él, en Big Playground. Richie Gennaro. Diecisiete años. Máximo caudillo de los Wanderers, rodeado de los caudillos de los Rays, los Pharaohs y los Executioners. Unos aliados delicados, una asamblea de lo más tensa. El asunto era:
—Tenemos que parar a esos negratas.
—¿Crees que los Fordham Baldies pelearían con nosotros?
—Tío, con los Baldies de nuestro lado se acabó.
—Sí, pero no te olvides de los Wongs. Esos chinos de mierda saben judo.
—¡No hay llave de judo que pueda con esto!
—¡Esconde eso, joder! ¡Vas a hacer que nos trinquen!
—Eh, ¿y qué hay de los tipos de Lester Avenue?
—Qué va, esos son unos putos asesinos.
—Esos te matan igual a ti que a un negrata.
—He oído que los Del-Bombers van con los Pips, porque Clinton Stitch tiene un primo en los Bombers.
—¿Te has dado cuenta de que los negratas tienen siempre dos millones de primos en todo el país?
—Los Del-Bombers… Mierda… Eso es chungo.
—Entonces tenemos que conseguir a los Baldies.
—Antone, tú conoces a Joey DiMassi, ¿verdad?
—Sí.
—¿Por qué no te vas a Fordham con Gennaro esta noche, a ver si puedes hablar con los Baldies?
—Vale.
Richie se sentía incómodo con Antone. Los Wanderers y los Pharaohs se peleaban a menudo, y esa paz de emergencia era solo temporal. ¿Y si Antone, esa noche, mientras esperaban el tren, empujaba a Richie a la vía? Los Pharaohs sabían que Richie era la chispa vital, la mente que había detrás de la máquina de guerra de los Wanderers. Richie sabía que de ser él un Pharaoh y de tener la oportunidad, seguro que empujaría al caudillo de los Wanderers al paso de un tren. Quizá deberían tomar un taxi.
La reunión se aplazó.
—Así que te vienes conmigo a ver a DiMassi esta noche…
—Sí.
—Nos vemos aquí a las diez, ¿okey?
—Okey. ¿Vamos en taxi?
Antone se encogió de hombros y miró a Richie con suspicacia.
—Bueno, mira… no sé si tengo pasta para un taxi.
—Vale, ya veremos.
—Hasta luego.
—Hasta luego.
Cuando se fueron todos, de vuelta a sus tiendas de dulces, descampados o patios de recreo, Richie se sentó en un banco y garabateó notas en una hoja.
NOSOTROS |
ELLOS |
WANDERERS (MACARRONIS) |
27 |
PIPS (NEGRATAS) |
50 |
PHARAOHS (MACARRONIS) |
28 |
CAVALIERS (NEGRATAS) |
30 |
RAYS (IRLANDESES) |
42 |
DEL-BOMBERS (NEGRATAS) |
36 |
EXECUTIONERS (POLACOS) |
30 |
MAU-MAU (NEGRATAS) |
40 |
FORDHAM BALDIES (MEZCLADOS) |
40 |
WONGS (CHINOS) |
27 |
LESTER AVENUE (MUY MACARRONIS) |
50 |
Excepto por los tipos de Lester Avenue, estaba bastante igualado. Richie tenía que encontrar la manera de involucrarlos sin que se volvieran contra sus aliados. Odiaban a los negratas, pero odiaban también al resto del mundo. Los de la pandilla de Lester Avenue eran mayores, de quizá veintiún años de media. Comparar a cualquiera de las pandillas del Norte del Bronx con los tipos de Lester Avenue era como comparar a los guardacostas con los marines. Las otras pandillas tenían sus peleas, y de vez en cuando alguien acababa con una mandíbula rota o necesitaba un par de puntos, pero los tipos de Lester Avenue eran todos expresidiarios o gentuza de la mafia. El año anterior, los cabecillas de la banda, Louie y Jackie Palaya, habían sido acusados de asesinato, pero tenían abogados de la mafia, que habían hecho un apaño.
La única otra pandilla que había que temer eran los Fordham Baldies, unos tipos tan completamente pirados que se afeitaban la cabeza para que el pelo no se les metiera en los ojos durante las peleas. También eran mayores. Unos dieciocho años de media. El tipo más duro de los Baldies era Terror, un enorme bruto bizco que, cuando no tenían con quien pelearse, zurraba a los de su propia pandilla. Pero incluso él se guardaba mucho de meterse con siquiera el más canijo de Lester Avenue. Aparecerían como una patrulla de vigilancia y pondrían la zona entera de Fordham patas arriba, y lo harían noche tras noche hasta que Terror se rindiera. Entonces montarían su propio tribunal en algún sótano y Terror tendría un cincuenta por ciento de posibilidades de aparecer en el maletero de un coche abandonado en Hunt’s Point la semana siguiente.
Richie pensó en sus adversarios. Pocas veces entendía a los negratas. Una vez hizo un test de prejuicios en un libro de cómics y acertó todas las respuestas excepto la pregunta «¿Huelen los negros diferente?». Él puso SÍ, pero al girar el cómic para ver las respuestas, la respuesta era NO. Pero eso era una patraña, porque él sabía que olían diferente. Su madre le había dicho siempre que tuviera mucho cuidado con negros, cuchillos y navajas de afeitar, y con subirse a un ascensor a solas con un negrata, porque los negratas te podían cortar las pelotas sin ningún problema, para cambiarlas por drogas o alcohol. Una cosa que él sabía con seguridad era que si entras en un edificio donde la mayoría de los inquilinos son negratas, el vestíbulo o el ascensor huele a meados. Una vez fue a la parte alta de la ciudad, a las viviendas sociales de Gun Hill, a buscar los apuntes de un chaval de su clase, y el tufo a meados en el ascensor le hizo vomitar antes de llegar a la planta del chaval.
Richie entendía que todas aquellas pandillas se juntaran, porque los negros, en su mayor parte, eran unos cobardes, a menos que fueran en un grupo grande. Lo que no comprendía era por qué los Wongs se juntaban con ellos. Eran de dos mundos diferentes. En la escuela no se peleaban nunca, pero tampoco eran amigos de nadie. Los Wongs eran los más pirados de todos. No solo eran todos chinos, sino que además eran todos parientes. Veintisiete tipos con el mismo apellido: Wong. Todos llevaban un dragón tatuado, y se decía que sabían jiu-jitsu y que con una llave de judo podían matar a cualquiera.
Richie pensaba que, excepto los Reds, la mayoría de los chinos eran bastante inofensivos, y a él le gustaba la comida china, pero esos tipos eran otra cosa. Había oído que su bisabuelo fue un verdadero caudillo —de los Tongs, en Chinatown, allá por la Segunda Guerra Mundial— y había formado familia para mantener vivo el terror Tong. Richie tenía entendido que los Tongs seguían existiendo allí, aunque no eran ni de lejos tan poderosos como la mafia, pero ¿quién sabía realmente qué leches ocurría allí, o quién salía de esos barcos que llegaban a diario de Oriente, con gente que luego se escabullía en Mott Street? En la escuela, la pandilla de los Wongs era inseparable. Callados, incluso entre ellos, andaban por los pasillos como la guardia imperial, irradiando una majestuosidad y una unidad que los hacía descollar sobre todas las otras pandillas.
—Hey.
—Hey.
Richie levantó la mirada. C curioseaba sus notas por encima de su hombro. C era la novia de Richie, tenía quince años, el pelo peinado en colmena y se cubría las espinillas con lo que parecía barro de color piel. C significaba «colmena»; C llevaba siempre un gran peine rosa y un pañuelo de papel arrugado en la mano.
—¿Qué es esto?
—Nada.
—Si no es nada, ¿por qué lo escondes?
—Porque no es asunto tuyo.
—¿Os vais a pelear con los Pharaohs?
—No.
C se sentó junto a Richie, que dobló la hoja y se la guardó en el bolsillo de atrás. Tensó los músculos del pecho bajo la camiseta imperio azul celeste, para atraer la atención de C. Las mandíbulas de C trabajaban furiosamente, haciendo estallar el chicle que le endulzaba el aliento. Llevaba una blusa de rayón rosa, que dejaba ver los pequeños pliegues de un sujetador que le iba grande. Richie sabía que C usaba pañuelos de papel como relleno, pero siempre apartaba la mirada cuando ella se los quitaba con disimulo, cada vez que él iba a manosearla.
En el cinturón militar de Richie ponía RG & C en un corazón, seguido de EL AMOR VERDADERO NUNCA MUERE. C lo había grabado con un clavo la noche que ella le hizo la primera paja en Big Playground. Lo que Richie realmente quería era una mamada, pues había oído a unos tíos diciendo que una mamada era mejor que un polvo, pero C se había negado en redondo. Finalmente, tras varias semanas de pugna y de insistir, ella había accedido a hacerle una mamada a la noche siguiente. Aquel día, Richie se duchó dos veces, se inspeccionó cada centímetro de la polla y la roció con una colonia fuerte. Por la noche, al llegar el gran momento, C le dio un cauteloso lametón preliminar y estuvo a punto de vomitar por la colonia. Después de eso lo dejaron correr.
C puso la pierna encima de la pierna de Richie y guiñó un ojo. Llevaba unos botines puntiagudos negros, imitación de cuero. Richie llevaba una botas vaqueras de punta metálica y caña curva, alta por delante, baja en el talón, y puntiagudas como un arma peligrosa.
—¿Qué haces esta noche?
—Tengo que ir a Fordham.
—¿Y eso?
—Tengo que ver a alguien.
—¿Puedo ir contigo?
—No.
—¿Vas a ver a una chica?
Los ojos de ella prometían violencia.
—No, no voy a ver a una chica —la imitó él, burlón—. Tengo que ver a un tipo.
—¿Para qué?
—Para un trabajo.
—Mentiroso.
—Mentirosa tú.
—Necesito que me ayudes con los deberes.
—¿De qué?
—Mates y sociales.
—Pasaré a verte hacia las ocho.
—Nos vemos entonces.
C le alborotó el pelo y se marchó.
La luz del sol adquirió un tono gris neutro. Las seis y media. Hora de cenar. Big Playground estaba desierto, excepto por el encargado del parque, con su uniforme color oliva, que recogía pelotas de baloncesto y balones rojos de kickball. Richie Gennaro se puso a andar por el complejo de viviendas subvencionadas, hacia su edificio.
Su padre ya estaba en casa, lo cual significaba que Richie llegaba tarde. Se lavó deprisa y se sentó a la mesa. Su madre cortó un melón en cuatro trozos y se sentó con ellos.
La mesa: un cuenco de puré, otro de brécol, un plato con cuatro bistecs, pan de ajo envuelto en papel de aluminio, una botella de gaseosa de lima y limón Hammer; una botella de gaseosa de vainilla Hammer, un cuenco de ensalada, un tarro de vinagreta Seven Seas, una vela sin encender, un Richie Gennaro, de diecisiete años; un Randy Gennaro, de doce; un Louis Gennaro, de cuarenta y uno; una Millie Gennaro, de cuarenta y uno. En el rincón, un televisor en el canal nueve: el programa de Dick Van Dyke.
El padre de Richie sacó un libro de bolsillo, El amante de Lady Chatterley.
—¿Es tuyo?
—Sí.
—No quiero esta guarrada en mi casa.
—Es un libro muy bueno.
—Es una guarrada. No me repliques.
—¿Lo has leído?
—No leo guarradas.
—Entonces, ¿cómo sabes que es una guarrada?
—Yo empecé desde la nada. Hubo veces en que tu madre y yo tuvimos que registrar toda la ropa del armario para encontrar una moneda de veinticinco centavos para comprar leche.
—Mira, papá, es un clásico.
—¿Ah, sí? Leéte la página doscientos sesenta y siete. Es una guarrada clásica.
—Pensaba que no lo habías leído.
—Listillo del carajo. Te deslomas para sacar adelante a tus hijos, para que progresen, para que sean alguien y puedan hacer y tener cosas con las que tú ni siquiera pudiste soñar, y así te lo agradecen.
Cogió el libro y golpeó la mesa con él.
—¡Louis! ¡Quita el libro de la mesa! ¡Estamos comiendo!
—¿Lo ves? ¡Has conseguido que tu madre se enfade!
La familia comió en silencio. Nadie rio con Dick Van Dyke. Richie acabó, se levantó de la mesa y se fue hacia la puerta.
—Siéntate y tómate el postre.
—No quiero postre.
—Toma un poco de fruta.
—No, me voy. Hasta luego.
—Eh, profesor Guarrada, ¿adónde vas?
—A casa de C.
—¿Volverás esta semana?
Richie dio un portazo y echó a andar por el barrio.
—¡Tú, perezoso hijo de perra, me niego a limpiar más esta pocilga si sigues dejando huellas de barro y de Dios sabe qué en mi alfombra nueva cada vez que entras en casa! LA SIRVIENTA NEGRATA YA NO TRABAJA AQUÍ, ¿ME ENTIENDES?
—Deja ya de tocar las pelotas, tú, que no mueves el culo en todo el día. Y no me llames hijo de perra delante de los niños. EN MI CASA ME MEREZCO UN POCO DE RESPETO. SOY… EL QUE TRAE EL PAN A CASA.
Richie llamó al timbre. Silencio total.
Desde la sala de estar se oyó:
—¿Sí? ¿Quién es?
—Soy yo.
Odiaba gritar desde el otro lado de una puerta cerrada.
El viejo de C abrió la puerta. Era gordo y calvo y malhumorado y bajito. Richie le traía sin cuidado. Los padres de C reanudaron su disputa.
Richie cruzó el vestíbulo hacia la habitación de C. Su hermano pequeño, Dougie, escuchaba a hurtadillas la pelea escondido en la cocina. Richie le dio una patada en el culo, Dougie dio un traspié y aterrizó en la sala de estar.
—¡Eh, tonto de los cojones! —masculló Dougie, escabulléndose otra vez al interior de la cocina, antes de que lo vieran. Richie siguió andando por el pasillo—. Los Wanderers son unos maricas, los Wanderers son unos maricas.
—Dougie, te voy a lavar la boca con jabón —le advirtió su padre.
—Me ha dado una patada… me ha dado una patada… Oh, tío… me voy a largar de casa.
—No te olvides el cepillo de dientes.
Richie entró en el cuarto de C y la encontró inclinada sobre una libreta de hojas sueltas de color azul. En la portada ponía RG &C y «El Amor Verdadero Nunca Muere», escrito con la más elaborada letra de C.
Richie miró por encima del hombro de C y vio:
Denise Rizzo 9/12/62 |
Álgebra 323 Sr. Lumish |
|
2x = 10, x=? 10x = 100, x=? 5x = 65, x=? |
CyRG = Señorita CG
Denise Gennaro, Denise Rizzo Gennaro
DG, DRG DRG & RG = AMOR VERDADERO
Señorita DRG Si X = RG e Y = C, entonces X + Y = Amor
No había oído entrar a Richie, porque tenía a las Shirelles retumbando en el tocadiscos. Richie le dio en las costillas a C, ella chilló, se dio la vuelta e hizo una pelota con el papel. Pasaron una hora lidiando con los deberes. C era probablemente la única estudiante de la ciudad que no sabía qué cargo ocupaba el alcalde Wagner en el ayuntamiento.
Richie se marchó a las nueve y media y esperó a Antone fuera de Big Playground. Antone se presentó a las diez.
—Hey.
—Hey.
—¿Pillamos un taxi?
—No; no tengo pasta.
—Bueno, pues yo paso de coger el tren.
Acabaron tomando dos autobuses para llegar a Fordham.
Aunque la mayor parte de las tiendas estaban cerradas, miles de compradores seguían caminando por la inmensa área comercial. En medio del cruce más concurrido, en una gran isleta con un centro de reclutamiento del ejército y de la marina y una hilera de veinte teléfonos públicos, haraganeaban los Fordham Baldies, con la cabeza afeitada brillando bajo la luz de los fluorescentes, y la cazadora negra repleta de hebillas plateadas, cadenas y tachuelas. Perezosamente apoyados contra los teléfonos, mascaban chicle o fumaban cigarrillos a cámara lenta, con estudiadas poses que no encajaban con el ajetreo de los compradores nocturnos.
Tanto Antone como Richie se sintieron intimidados por la hosca presencia de los Baldies. Terror los vio y empezó a andar lentamente hacia ellos. A Richie se le encogió el estómago. Esperaba cualquier cosa, no estaba preparado para nada. El semblante de Antone reflejaba insolencia sin convicción. Terror pesaba ciento veinte kilos y medía metro noventa de altura. Su cabeza pelada dejaba ver un grueso michelín de grasa en la base del cuello. El asma hacía que su respiración sonara como una prensa de vapor. Había dejado el instituto, o lo habían echado, después de que le hiciera con una lima la raya en la cabeza a un profesor de taller, cuando tenía quince años.
—¿Qué buscáis aquí?
—Queremos ver a Joey… Es importante.
Los ojos bizcos de Terror parecían perlas negras. No parpadeaba nunca. Tommy Tatti les había dicho que la madre de Terror era mexicana. Jamás nadie se había atrevido a preguntarle a Terror sobre su madre. Nadie hablaba nunca sobre la madre de otro. Incluso «¿Cómo está tu madre?» era una mala pregunta, pues el tipo iba a pensar «¿Qué pasa con mi madre?».
—Joey no está… y ahora piraos.
—¿Sabes dónde lo podemos encontrar?
—Tirándose a tu madre.
Richie y Antone se marcharon. Terror se rio y volvió con los suyos.
—Gilipollas de los huevos —masculló Antone.
Richie se quedó en silencio. Terror le daba miedo, ni siquiera se atrevía a criticarlo a sus espaldas. Fueron andando por Fordham Road, entre las tiendas a oscuras.
—¡Eh, ahí está Joey! —exclamó Richie, que acababa de divisar la cabeza pelada de Joey subiendo por la colina en dirección a su pandilla.
Antone paró a Joey.
—Hey, Antone, ¿qué pasa, tío? Llevaba tiempo sin veros.
Joey DiMassi era un tipo alto y delgado. Una cicatriz le cruzaba la ceja y le daba un aspecto de confusión permanente. Era el líder de los Baldies. No era el más duro ni el más listo de la pandilla, pero tenía la cabeza bien puesta y un gran sentido de la equidad y la honradez. Era respetado.
Antone le contó a Joey lo de la guerra inminente. Joey sonrió, preguntó por varios nombres de los adversarios y le dijo a Antone que se tranquilizara, que él lo arreglaría. Todos tenían confianza absoluta en Joey DiMassi. Si él decía que lo iba a arreglar, se podía dar por hecho. Tommy Tatti dijo una vez que Joey debería presentarse a la alcaldía como candidato de los Fordham Baldies.
Al día siguiente, a la hora del almuerzo, corrió la voz de que los negratas habían decidido no pelear. Nadie sabía por qué, pero Antone y Richie sabían que Joey había tenido algo que ver. La principal reacción fueron reniegos y gruñidos, manotazos y gestos de boxeo contra un contrincante imaginario.
—¡Ja!, les habría hecho papilla los putos sesos.
—¡Ja!, lo tenía todo planeado. No habrían sabido de dónde les caían las hostias.
—¡Ja!, esos putos negros son unos gallinas.
Esa noche, Richie se comió dos bistecs y de postre tomó dos porciones de fruta en conserva. Después de la cena decidió pasarse por el campamento de los Wanderers, un solar desierto a una manzana de su casa, bordeado por árboles y la parte trasera de varios garajes. Los Wanderers habían despejado un área de unos ocho metros de circunferencia, donde hacían fogatas y esnifaban pegamento. En los garajes circundantes habían pintado con espray el nombre de la pandilla y debajo el de cada uno de ellos.
Una manzana antes de llegar, Richie presintió que algo iba mal. Vio que había demasiada gente en el campamento. Primero pensó que era la policía, que siempre se presentaba cuando encendían una buena fogata, pero aún había demasiada luz natural para una hoguera. No eran policías. Richie apretó el paso hacia el descampado.
Eran los Wongs.
Los Wanderers estaban inmóviles, sin saber qué hacer o decir. Perry se acercó corriendo a Richie y le susurró alterado:
—¡Son los putos Wongs!
—¿Qué pasa?
—¡No lo sé! ¡Aún no han dicho nada!
Los Wongs se quedaron allí, como si posaran para una fotografía de grupo, con expresión impávida y los ojos como rendijas. No movían ni un músculo. Si uno de ellos lanzaba un grito de judo, los Wanderers desalojarían el lugar en menos que canta un gallo. Richie miró a su alrededor. Su tropa formaba en pequeños grupos, observando y frotándose los brazos nerviosamente. Por fin, Teddy Wong, el líder del clan, decidió que ya había suficientes Wanderers y dijo, en voz muy baja:
—Hemos venido a avisaros de los negratas.
—¡Creíamos que se había acabado la lucha! —restalló la voz de Perry.
Richie, arrobado, se quedó mirando el dragón tatuado en el brazo de Teddy.
—Así es. Solo buscan a uno. ¿Quién es Gennaro?
Richie se quedó boquiabierto y se acercó corriendo a Teddy.
—¿Por qué? ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?
Teddy lo miró con desdén. Los otros Wongs hicieron una mueca de desprecio ante tal falta de aplomo.
—¡Venga ya, tío! He visto lo que escribiste en la acera de delante de la escuela y en la parada del autobús.
—¿Qué? ¡Yo no he pintado nada!
Teddy se dio la vuelta para irse. Los otros desfilaron tras él. Richie quiso correr hasta Teddy y ponerse a llorar sobre su tatuaje y pedir clemencia, pero temía más a los Wongs que a Clinton Stitch y a los negratas. El último Wong en marcharse se volvió hacia Gennaro.
—Eso fue una gilipollez, tío… una verdadera gilipollez.
Marcharon en formación hacia la estación del tren.
Pánico en el campamento. Richie tenía la camisa empapada en sudor y la polla pegada a los calzoncillos, donde había un poco de pis. Todos lo rodearon. Él no paraba de repetir:
—¡No he hecho nada! ¡No he hecho nada!
La voz se le descompuso y notó cómo le subían los bistecs y la fruta en conserva. De repente empezó a sufrir convulsiones. Los otros dieron un salto atrás mientras él vomitaba. Buddy Borsalino corrió a buscar el coche de su padre. Los otros ayudaron a Richie a meterse en el asiento trasero, procurando no acercarse demasiado: olía más bien mal. Se dirigieron a la escuela y vieron pintado en blanco en por lo menos siete aceras:
LOS NEGRATAS HAPESTAN
RICHIE GENNARO
No tenía ni idea de quién lo había escrito. Él no tenía enemigos. No se había peleado con nadie desde hacía meses. En la estación de autobús, la misma historia, esta vez en la pared. Regresaron al campamento.
—Oye, tío. Si tienes que pelearte, nosotros pelearemos contigo.
—Sí, tenemos que estar unidos.
—Yo no lo hice, no lo hice.
Su voz era ya un gemido exhausto. Quería irse a dormir.
—No te preocupes, tío. No te vamos a dejar tirado.
Esa noche, Richie tuvo una pesadilla:
Estaba desnudo; unos gigantescos y musculosos negros con gafas de sol le estaban dando una paliza de muerte. La cabeza se le hundía poco a poco en el cemento de Big Playground. Tambores vudú. Empezaba a ahogarse entre el hedor de meados del ascensor, donde lo estaban asando, en una gran caldera negra, con un fuego intenso debajo de él. Clinton Stitch, jefe de los Pips, removía las meadas con un gran cucharón con una calavera en el extremo. Luego estaba estirado en un potro de tortura y los Wongs le daban golpes de judo. Teddy Wong vestía una túnica de ceremonias bordada y un gorro negro de seda. Lucía un deshilachado bigote negro de dos palmos y llevaba los ojos pintados. Bajo las mangas del ropaje ocultaba las manos, que de repente aparecían con uñas de cinco centímetros pintadas de negro. Al dar dos palmadas aparecían dos chinacos gordos y calvos que llevaban a rastras a C, desnuda y con las manos atadas a la espalda. Tirándole del pelo, la obligaban a arrodillarse delante de Teddy, que entreabría su túnica y hacía asomar una enorme polla con tremendos dragones que escupían llamas tatuados a ambos lados. Se le ordenaba a C que se la chupara, lo cual ella hacía ávidamente, parando de vez en cuando para coger aire o gemir: «¡Me encanta, me encanta!».
Richie se despertó con la mayor erección de su vida, que él no tardó en convertir en gotas de nácar que volaron como perdigones por toda la habitación.
Los Wanderers llegaron a la escuela con aire de desaliento. Richie se maldecía por no haber al menos borrado con pintura su nombre la noche anterior. Mientras bregaba con «quien» y «quién» en el terrorífico libro de gramática, un obeso estudiante de segundo entró en la clase de lengua con una nota del despacho del señor Mulligan, una citación para Richie, que no había pensado en posibles medidas disciplinarias.
El señor Mulligan, o Biff, era un huracán humano. Era el decano de disciplina, el entrenador de fútbol americano y el mayor tocapelotas de la escuela. Richie arrastró sus trémulas piernas hasta el despacho del sótano.
—¿Eres Gennaro? —Richie vio que había dos policías, grandes y solemnes, con armas del tamaño de una polla de caballo—. ¡Contéstame!
—Sí, señor.
—¡Así que tú eres el depravado hijo de perra que hizo eso!
—Yo no lo hice, señor. ¡No lo hice!
—Mientes.
—No, señor, no miento.
Los polis parecían aburridos; tenían los pulgares metidos bajo el cinturón de sus armas. El expediente disciplinario de Richie yacía sobre el escritorio de Biff, dentro de una carpeta de color beige.
—Eres un… arrogante hijo de perra. Y deja de mirarme con esa sonrisita de suficiencia, ¡o te la voy a borrar de la cara de un guantazo! —Richie se preguntó dónde había visto Biff una sonrisita de suficiencia, cuando en realidad estaba a punto de romper a llorar—. Estás metido en un buen lío, muchacho.
—¡Yo no lo hice!
La mandíbula inferior le empezó a temblar, señal de que iba a echarse a llorar. Biff lo notó y aflojó un poco.
—¿Puedes demostrar que no lo hiciste?
Richie meditó.
—Por ejemplo… sé que «apestar» se escribe sin h.
Uno de los polis se echó a reír, pero enseguida recobró la compostura. Incluso Biff sonrió un poco.
—También sé que esta misma tarde me van a matar.
—De acuerdo, fuera de aquí, vuelve a clase. Pero esto no ha terminado aún, Gennaro.
Al cerrar la puerta del despacho, Richie oyó que uno de los polis reía y Biff decía:
—Bah, el chaval no lo hizo. Le diré al conserje que limpie las paredes.
En la cafetería, los Wanderers, abatidos e indefensos, se apiñaron en una mesa del fondo. Todo el mundo se había enterado de la gamberrada, y parecía que la escuela entera los miraba y se reía por lo bajo. Cada pocos minutos, un chico negro pasaba junto a la mesa con una sonrisa maliciosa. Richie tiró su bocadillo de atún a la basura y hundió la cabeza entre los brazos.
A las tres, los Wanderers se reunieron delante del despacho del director y salieron juntos del edificio. Parecía que cada chaval negro de la escuela los esperaba, formando un gran círculo abierto por un lado, por donde salían los Wanderers. Sacaron a empujones a toda la pandilla, excepto a Richie, y les dijeron que se mantuvieran aparte o los molerían a palos. La pandilla de Richie se quedó al otro lado de la calle, estirando el cuello para ver qué pasaba, por encima de las lanudas cabezas del corro.
Richie estaba solo. Clinton Stitch emergió de entre el gentío y se encaró con él.
—Hola, Clinton —dijo Richie con una sonrisa nerviosa.
Entre la multitud se oyeron risas y un coro de «Hola, Clinton» con voz de falsete. Richie se sintió como un marica y se cabreó consigo mismo, recobrando así algo de fuerza corporal y anímica. Clinton era tan musculoso que sus brazos y su pecho parecían piedras redondeadas cosidas bajo la piel.
—¡Yo no lo hice! —Más risas—. Yo no lo hice.
Más risas.
Richie se enfureció.
—¡Eh!, que os jodan a todos, ¿vale? ¡Yo no lo hice!
Clinton habló.
—No te preocupes, tío. No vas a tener que pelearte con todos. Solo conmigo.
—No voy a pelearme contigo, tío.
—Entonces te voy a matar aquí mismo… tío.
Los chavales del corro, regocijados, se daban palmadas unos a otros y se peleaban por un espacio en primera fila. Clinton avanzó hacia Richie, pero un chirrido de frenos lo interrumpió: cinco destartalados Buicks acababan de pararse rechinando ante la escuela, y de cada coche salieron diez tipos chillando y berreando, blandiendo cadenas de moto, barras de hierro y bates de béisbol. La multitud se dispersó. Clinton le dio a Richie un puñetazo en el vientre y antes de esfumarse le dijo:
—¡Ya te pillaré en otro momento, hijo de puta!
Richie se quedó parado y confuso, agarrándose la barriga con las manos. Tutti Frutti, uno de los tipos de Lester Avenue, cogió a Richie por la solapa de la camisa y le dijo:
—Oye, si alguno de esos negros chupapollas vuelve a ponerte una mano encima llámanos, ¿de acuerdo? ¿De acuerdo?
—Sí, señor.
Se sintió como un crío. Richie solo veía caras blancas. Los tipos de Lester Avenue se reían. Tres o cuatro chavales negros rezagados estaban recibiendo una paliza en el campo del fondo. A lo lejos vio a un chaval negro perseguido por el paseo por un macarroni enloquecido que bramaba y lanzaba gritos, volteando un bate de béisbol sobre la cabeza.
—¿Dónde diablos estabas? Iba a llamar a tu padre para que fuera a buscarte.
—Había quedado.
Richie empujó a su madre a un lado y entró en la cocina.
—No me vengas con esas. Diez minutos más y llamo a la policía.
—Déjame en paz, mamá.
—Pensé que… ¡Dios no lo quiera!… alguno de esos negratas…
—¿Me vas a dejar en paz? ¡Por Dios!
Abrió la nevera, cogió una botella de naranjada y tomó un buen sorbo.
—¡Animal! Ahora tendremos que beber de tus morros, ¿no? —dijo su madre, dándole un manotazo en la cabeza.
Richie se la miró ceñudo, soltó un eructo y salió por la puerta con la naranjada en la mano.
—¿Adónde vas ahora? —preguntó ella, siguiendo a Richie al recibidor.
—A casa de C.
—Si no has vuelto a las seis te quedas sin cena… Me da igual —añadió, encogiéndose de hombros.
—Mejor.
—¡Oh, Richie! —exclamó C, parando a Richie en el vestíbulo.
—Eh, ¿qué pasa?
—He aprobado mates.
Richie le ofreció un sorbo de naranjada.
—Yo tomaré un poco —dijo Dougie, que acababa de llegar corriendo y le arrebató la botella.
Richie vio desaparecer cinco dedos de líquido en un solo trago. La camisa blanca de Dougie colgaba fuera del pantalón, y la corbata de clip del colegio del Santo Rosario le colgaba del cuello. Su delgada y pecosa cara de diablillo estaba cubierta de chocolate, y cuando acabó de beber sus finos labios relucían en rojo.
—¿Qué miras? —lo desafió Dougie.
—¿Cuándo te vas a poner hierros? —preguntó Richie.
Dougie tenía incisivos como los de Bugs Bunny.
—¡Jódete! —chilló Dougie—. ¡Si tuviera un perro con una cara como la tuya, le afeitaría el culo y le enseñaría a andar hacia atrás!
Dougie se había escupido en la barbilla, de tan enfadado como estaba.
Richie replicó tranquilo.
—Si llevaras hierros, no irías rociando de saliva a la gente.
—¡Richie! —amonestó C.
Dougie se lanzó contra Richie y trató de darle una patada en los huevos, pero Richie le cogió el pie y lo hizo bailar a saltitos por toda la habitación. Dougie solo podía chillar, impotente y furioso. Richie lo soltó y Dougie se cayó de espaldas.
—¡Ojalá los negratas te muelan a palos! —berreó Dougie.
—¿Qué? —Richie lo agarró por uno de sus escuálidos brazos—. ¿Qué has dicho?
Dougie se asustó y se quedó callado.
—¡Richie, suéltalo! ¡Le estás haciendo daño!
C trató de separarlos, pero Richie no le hizo caso.
—¿Cómo sabes lo de los negratas? ¡Te voy a romper el puto brazo, Dougie!
Dougie forcejeaba para soltarse. Richie vio la pintura blanca en los dedos de Dougie. Sonrió y le retorció el brazo a la espalda, mientras le susurraba en la oreja:
—¿Por qué lo hiciste, Dougie?
—¡Suéltame, suéltame, aaaaaah, Denise!
—Explícamelo y te soltaré.
—¡Deniiiiiise!
—¡Ya basta, Richie!
—¿Quién más lo hizo, Dougie?
—¡Deniiiiiise!
Richie le retorció el brazo cinco centímetros más.
—¡Fui yo, fui yo, con Scottie! ¡Suéltame, suéltame, por favooor…!
Richie lo soltó.
—¿Scottie Hite?
Dougie se puso de pie, frotándose el brazo.
—¿Scottie Hite? —repitió Richie.
Dougie hizo un movimiento hacia Richie, se lo pensó mejor, le dio un puñetazo en la teta a C, se fue corriendo hacia el lavabo y se encerró dentro.
Después de cenar, los Wanderers se reunieron en Big Playground.
—¿Cómo lo llevas, tío?
—Bien —dijo Richie, frotándose el estómago—. Ahora escuchad, ya sé quién lo hizo.
—¿Antone?
—Qué va.
—¿Terror?
—No; nunca lo adivinaríais… Dougie Rizzo.
—¿Dougie?
—Sí, y su colega, ese chaval, Scottie.
—¿Scottie Hite?
—Sí.
—¡Hostia! Pero si tienen… ¡diez años!
—¿Piensas darles una buena tunda?
—No, tengo una idea mejor.
Esa noche, Richie y Perry cruzaron el parque del Bronx hasta llegar a una cueva cercana al campo de French Charlie. Delante había seis bicicletas en el suelo, colocadas formando una margarita. En el exterior de la cueva había el dibujo de una calavera y una inscripción:
¡CUIDADO! QUIEN ENTRE EN ESTA CUEVA MORIRÁ
A MANOS DE LOS ZORROS
RANDY CARY STEVE |
GLEN GENIE PHIL |
Richie metió la cabeza en la penumbra.
—¡Eh, Randy!
Su voz reverberó en las paredes. Randy Gennaro salió. Tenía los mismos ojos saltones y somnolientos de su hermano y los mismos labios, pero en lugar del pelo rizado de Richie, Randy lucía un tupé de quince centímetros.
—¡Eh, Richie!
—Hola, tío, ¿cómo va todo?
—Tenemos reunión.
—Escuchadme, tenemos un trabajito para los Zorros.
—¡Eh! —gritó Randy hacia el interior de la cueva—. ¡Salid, tíos!
Los otros cinco Zorros salieron. Se sentaron todos como en una reunión de jefes indios, sobre la hierba húmeda. Los Zorros eran una panda de escolares de sexto curso, del colegio del Santo Rosario. Conducían sus bicicletas como si fueran una banda de motoristas, por el parque del Bronx y por Big Playground.
—Escuchad, tenemos un trabajo para los Zorros —dijo Perry.
—¿Qué tipo de trabajo?
—Venganza —dijo Richie, despidiendo una perla de saliva blanca entre los dientes.
—Queremos que nos quitéis de en medio a un enemigo —dijo Perry mientras se limpiaba la uña del pulgar con una navaja.
—¿Un tipo grande? —preguntó Phil, un chaval gordo y rubio.
—Qué va… Un tipo pequeño.
—Dos tipos pequeños.
—¿De qué curso?
—Quinto.
Los zorros se rieron con ganas.
—Os daremos una porción de pizza y un paquete de cigarrillos.
—¿A cada uno?
—Una porción para cada uno y un paquete de cigarrillos para la pandilla entera —dijo Richie.
—Dos paquetes —ofreció Perry.
Richie lo fulminó con la mirada.
—De acuerdo. Dos paquetes.
—Hecho.
Al día siguiente, seis Zorros, enmascarados como el Llanero Solitario y conduciendo bicicletas de carreras, se abalanzaron sobre Dougie y Scottie y se los llevaron al parque del Bronx. A la entrada de la cueva les vendaron los ojos y les ataron las manos a la espalda.
—Vamos, Randy, sé que eres tú —dijo Dougie.
Scottie, un chiquillo delgado como Dougie y de un rubio casi blanco, cortado al rape, lloriqueaba.
—¡Silencio! —ordenó Cary, dándole a Dougie un cachete en la nuca.
—¡Venga, deja que me vaya, tío! —gimió Dougie.
A una señal de Randy, los metieron a empujones dentro de la cueva y los hicieron sentar con la espalda contra la pared. Los seis Zorros se sentaron frente a ellos. Les quitaron las vendas y las cuerdas.
—Os conozco a todos, tíos —dijo Dougie—. Me voy a chivar.
Los Zorros no decían nada. Randy sacó una enorme lombriz de tierra y la sostuvo con un palo delante de la cara de Dougie.
—Si vuelves a abrir la boca, te la comes.
Dougie se calló.
—¡Así! —Randy se sacó del bolsillo una hoja suelta de un cuaderno—. Dougie Rizzo y Scottie Hite, estáis oficialmente acusados de alta traición. ¿Cómo os declaráis?
Antes de que Dougie pudiera abrir la boca, Randy cogió el palo con la lombriz y lo volvió a ondear ante su cara.
—¿No decís nada? Ajá… desacato al tribunal. Muy bien. —Ondeó el palo ante Scottie—. ¿Qué dices tú?
Scottie se vomitó en el regazo.
—Mmm… Escupitajo al juez.
Randy se giró hacia los Zorros.
—¿Cómo declaráis a los acusados?
—¡Culpables!
—¡Muerte!
—¡A la horca!
—¡Plan C!
—¡No, plan A!
—¡Plan B!
—¡Muerte!
Frotándose las manos, Randy se volvió hacia los acusados.
—Se os declara culpables de todos los cargos. ¿Tenéis alguna última palabra que decir? —Hizo un gesto hacia el palo, pero no le hizo falta cogerlo—. Eh, que alguien limpie a ese tipo. —Uno de los Zorros le quitó la camiseta a Scottie y le limpió la cara y la barbilla con ella—. Ahora, como juez, ordeno que podéis elegir entre tres opciones. A. —Randy extendió los dedos—. Os atamos y os dejamos desnudos en el suelo de la cueva, y mañana recogemos lo que hayan dejado los gusanos y las arañas. —Puso la lombriz en el hombro de Dougie. Dougie chilló—. No, supongo que no querríais eso. Bien, pues plan B. —Abrió la hoja de una navaja y se la puso a Scottie en el pómulo—. Os sacamos los ojos. —Scottie arrugó la cara como si fuera a vomitar otra vez—. Supongo que esto nos deja con el plan C.
—¡Plan C! —gritaron todos.
Los sacaron de la cueva y se los llevaron a un puente que cruzaba el cauce de un riachuelo seco. Cuando llegaron al centro del puente, Randy ordenó que les quitaran los pantalones y los calzoncillos. Uno de los Zorros sacó dos rollos de cordel, ató el extremo de uno a la pilila de Dougie y luego le lanzó el segundo rollo a otro de los Zorros, que hizo lo mismo con Scottie. El resto del cordel yacía en dos montoncitos enrollados a sus pies.
—¿Qué vais a hacer? —gimoteó Dougie.
—Os vamos a convertir en chicas.
Uno de los Zorros se acercó resueltamente al centro del puente, cargando con dos grandes piedras, una en cada hombro, y las dejó caer con estruendo. Randy ató el cabo de cada cordel a las piedras. Empujaron a Dougie y a Scottie hasta el borde del puente, a seis metros del lecho del río desecado. Randy y Cary cogieron cada uno una piedra, comprobaron que los nudos estuvieran bien ceñidos en cada extremo y sostuvieron las piedras sobre el borde del puente.
—¿Queréis darle un último adiós a vuestra polla?
Scottie se meó encima. Randy tiró un poco del cordel y observó. La polla de Dougie se agitaba como una marioneta.
—¡Mirad esto! —dijo, riéndose—. ¡Seguro que la pierde antes de que la piedra llegue al suelo!
—¡Eh! Quiero oír cómo le decís adiós a vuestra polla. Decid… Adiós, polla… nos lo hemos pasado bien todo este tiempo. Decidlo.
Dougie empezó:
—Adiós… nos lo hemos pasado bien… Vamos, Randy, lo siento.
—Scottie, ahora tú.
—Adiós… todo este tiempo… yo… yo…
—A la una… A las dos… A las…
Dougie y Scottie chillaron a pleno pulmón.
—¡Tres!
Las piedras volaron sobre el borde del puente y aterrizaron con un ruido sordo en el barro agrietado. Dougie y Scottie se quedaron paralizados pero ilesos. Si había seis metros de altura, las cuerdas debían de tener siete u ocho metros de longitud.
Randy echó un vistazo abajo.
—Vaya, supongo que las cuerdas eran demasiado largas. Solo nos queda una solución.
Sacó la navaja y se acercó lentamente a Dougie, que empezó a temblar y a dar chillidos agudos. De un tajo cortó el cordel de la polla de Dougie, e hizo lo mismo con Scottie.
—Bueno… supongo que habrá que buscar cuerdas más cortas.
Se puso los dos pares de pantalones bajo el brazo y los Zorros se fueron, dejando a Dougie y Scottie en el puente, con el culo al aire y temblando.