¿Qué clase de razonamiento, querido Sosio Senecio[636], conservará la sensación de que uno va mejorando con respecto a la virtud, si los progresos no producen ninguna disminución de nuestra ignorancia, sino que el vicio, ciñéndose a todas las cosas con el mismo peso,
Como una bola de plomo tira hacia abajo la red[637]?
Pues en música y gramática uno no se daría cuenta de que está haciendo progresos, si con el aprendizaje no agota las fuerzas de la ignorancia en estas cosas, sino que le acompaña siempre la misma inexperiencia. Ni la medicina, que no produce de algún modo al enfermo mejoría ni alivio, mientras la enfermedad va cediendo y debilitándose, le permitirá sentir la diferencia, hasta que el estado opuesto no se haya hecho manifiesto, después que el cuerpo haya recuperado totalmente su fuerza. Pero, así como en estas cosas no hay ningún progreso, si los que progresan con la disminución de la pesada carga, transportados como sobre un carro hacia lo contrario, no se dan cuenta del cambio, de la misma manera en el filosofar no puede percibirse ningún progreso ni sensación de progreso, si el alma no abandona ni se purifica de la necedad, sino que, hasta que haya alcanzado el bien más elevado y perfecto, hace uso del mal absoluto. Pues también el sabio, cambiando en un momento desde la mayor ignorancia posible hacia un estado de virtud inmejorable, escapó de repente y de una vez de todo su vicio, del cual no había conseguido expulsar una pequeña parte durante un período largo de tiempo. Sin embargo, tú sabes ya que se causan, por otra parte, sin duda, muchas molestias y grandes dificultades los que afirman esto[638] en torno al hombre ignorante, que aún no se ha dado cuenta de que se ha convertido en un sabio, sino que desconoce y duda de que, quitándose él unas cosas poco a poco durante un largo período de tiempo y tomando otras, tiene lugar su progreso, como un viaje que se acerca, sin darse cuenta y poco a poco, a la virtud.
Pero, si la rapidez y la grandeza del cambio fueran tan grandes, que el que era el peor hombre por la mañana se hubiera convertido por la tarde en el mejor, y si las cosas del cambio le sucedieran a uno de tal modo que, yéndose uno a la cama ignorante se despertara sabio y habiendo echado fuera de su alma la insensatez y engaños del día anterior, pudiera decir:
¡Sueños falsos!, ¡que os vaya bien! No erais, en efecto, nada[639],
¿quién podría desconocer la diferencia tan grande que se ha producido en sí mismo y la inteligencia que brilla sobre él? Pues, me parece que un hombre, como le ocurrió a Ceneo[640], convirtiéndose por su propio deseo de mujer en hombre, en modo alguno podría ignorar por más tiempo su cambio de condición, al igual que tampoco aquel que, convirtiéndose de cobarde, necio y licencioso en moderado, sabio y valiente, y cambiando de una vida bestial a una vida divina, podría no darse cuenta por un solo momento de su condición.
Pero se ha dicho con razón: «coloca la piedra junto al cordel, no el cordel junto a la piedra[641]». Pero aquellos[642] que no ajustan sus doctrinas a los hechos, sino que, al intentar por la fuerza poner de acuerdo los hechos, en contra de su propia naturaleza, con sus propias hipótesis, han llenado la filosofía de muchas dificultades. La más grande de todas es la hipótesis que sitúa a todos los hombres, excepto al perfecto, en una única maldad general, por la cual el progreso mencionado se ha convertido en un enigma, pues está muy cerca de la necedad más grande, y presenta a todos los que no se han liberado al mismo tiempo de todas las pasiones y vicios llevando todavía una vida desgraciada, como la de los que no se han desprendido de ninguno de sus peores vicios. Ciertamente, éstos se refutan a sí mismos, cuando consideran igual la injusticia de Arístides[643] y la de Fálaris[644], la cobardía de Brásidas[645] y la de Dolón[646], y, sí, ¡por Zeus!, piensan que la arrogancia de Platón no se diferencia, en modo alguno, de la de Meleto[647], y mientras en su vida y en sus obras se apartan y huyen de estos últimos como de personas despiadadas, se sirven, en cambio, de aquéllos como de hombres dignos de la mayor consideración, confiándoles sus asuntos más importantes.
Pero nosotros, al ver que en todo tipo de maldad y, sobre todo, en aquella desordenada y sin límites que se refiere al alma existen distintos grados de la misma (de igual manera también los progresos son diferentes, porque con la disminución de la maldad, como con la de la sombra, la razón ilumina y purifica poco a poco el alma), no creemos que sea irracional la concienciación del cambio en personas que suben como de un abismo, sino que posee sus razones, de las cuales observa al punto la primera. Si, como los que se lanzan al mar abierto, con las velas al viento, pueden medir su marcha mediante la comparación del tiempo transcurrido con la fuerza del viento, calculando cuánta distancia es natural que hayan hecho al ser arrastrados vehementemente por una fuerza tan grande durante tanto tiempo, así, en filosofía, uno podría ponerse a sí mismo como prueba de su progreso la uniformidad y continuidad de su marcha, sin hacer en medio muchas paradas seguidas de impulsos y saltos, sino marchando siempre hacia adelante suavemente y en línea recta, yendo sin tropiezos a través del razonamiento. Pues aquello de
si colocares aunque sea un poco sobre otro poco
e hicieras esto con frecuencia[648],
no sólo está bien dicho para el incremento del dinero, sino que lo aplican a todo, pero, sobre todo, al crecimiento de la virtud, ya que la razón adquiere un hábito profundo y eficaz. Pero las desigualdades y torpezas de los que se dedican a la filosofía no sólo producen permanencias y paradas, como en un camino, del progreso, sino también retrocesos, porque el vicio se pone encima siempre del que cede por pereza y lo hace retroceder en el sentido contrario. Los matemáticos dicen que los planetas se quedan fijos, cuando cesa su movimiento hacia delante, pero en el estudio de la filosofía, cuando cesa el progreso, no hay ningún intervalo ni ninguna inmovilización, sino que la naturaleza, al tener siempre movimientos de algún tipo, quiere, como si estuviera sobre una balanza, ir hacia abajo y ser inclinada por los mejores movimientos, o, influenciada por los contrarios, se mueve hacia lo peor. En efecto, si, siguiendo el oráculo dado por el dios: «luchar contra los cirreos todos los días y todas las noches[649]», eres consciente, del mismo modo, que se ha de estar luchando siempre, noche y día, contra el vicio o que, al menos, no se debe abandonar con frecuencia la guardia, ni constantemente se deben admitir, procedentes de él, ciertos placeres, deleites o negocios, como heraldos para una tregua, probablemente continuarías confiado y animoso el camino que queda.
No obstante, aunque se produzcan intervalos en el estudio de la filosofía, si los últimos períodos de estudio son más constantes y más duraderos que los primeros, es una buena señal de que la negligencia va siendo reducida por el trabajo y el ejercicio. Y es mala señal lo contrario, las muchas y constantes contrariedades, después de no mucho tiempo, como si el ardor se fuera enfriando. Pues, igual que el brote de una caña tiene primero un ímpetu muy grande para adquirir un tamaño igual y constante, al principio en grandes secciones, al encontrarse con pocas oposiciones y obstáculos, y después, como por falta de aire, agotándose por una debilidad, es detenido arriba por numerosos y constantes nudos, cuando su espíritu vital recibe golpes y sacudidas, del mismo modo cuantos al principio hacen grandes incursiones en la filosofía y se encuentran después con numerosos y constantes obstáculos y vacíos, al no percibir ningún cambio hacia lo mejor, finalmente se cansan y renuncian. «Pero al otro además le salieron alas[650]», impulsado por la utilidad y cortando en dos los pretextos, como a una multitud que está estorbando, con la fuerza y el ardor del cumplimiento. Por esto, igual que es señal de que un amor ha comenzado no el alegrarse con la presencia de la persona amada (pues esto es común), sino el sentirse herido y dolerse cuando se ha alejado; del mismo modo, muchos son atraídos por la filosofía y parece que se preocupan mucho con ambición de aprender, pero, si se alejan, se disipa por otros negocios y ocupaciones aquella pasión, y lo soportan con facilidad.
Pero al que el aguijón de los amores de los muchachos lo posee[651],
te podría parecer en su presencia y en sus discusiones filosóficas, moderado y afable, pero, cuando es separado y alejado, míralo excitado, atormentado y disgustado con todos los negocios y ocupaciones, y por el olvido de los amigos, como Layo, es empujado por su anhelo hacia la filosofía. Pues no conviene que nos regocijemos por estar presentes en las discusiones filosóficas como con las esencias, ni por estar ausentes, que no las busquemos y nos indignemos, sino que, al padecer en las separaciones una sensación parecida a la del hambre o la sed, emprendamos el progreso en la virtud de verdad, ya sea el matrimonio, la riqueza o la amistad o una expedición militar las que causen la separación. Pues cuanto mayor es lo percibido a causa de la filosofía, tanto más inquieta lo que se deja.
Completamente igual a esto, o casi lo mismo, es la muy antigua declaración de progreso de Hesíodo[652], que dice que el camino no es escarpado, ni demasiado empinado, sino fácil, suave y cómodo, como si fuera suavizado por el ejercicio, y que crea una luz y un brillo en el estudio de la filosofía después de las dificultades, errores y cambios de opinión que asaltan, al principio, a los estudiantes de filosofía, como a los que han dejado la tierra que ellos conocen y no ven todavía la tierra hacia la que navegan. Habiendo abandonado las cosas comunes y familiares antes de haber conocido y poseído lo mejor, giran a la mitad, las más veces, volviéndose hacia atrás. Como se dice de Sestio, el romano, que abandonó sus honores y sus puestos en el Estado por la filosofía, pero que, impaciente y cultivando al principio el razonamiento filosófico con dificultad, faltó poco para que se arrojara desde un piso alto.
Y un relato semejante cuentan sobre Diógenes de Sínope[653], cuando comenzaba a filosofar. Como los atenienses celebrasen una fiesta con banquetes públicos y representaciones teatrales y entretenimientos entre ellos, y se dedicasen a cantos y danzas y a festivales nocturnos, él recogiéndose en un rincón del ágora para dormir cayó en unos razonamientos que lo alteraban violentamente y lo destrozaban: cómo sin necesidad alguna había llegado él a una vida penosa y singular, y por voluntad propia estaba allí sentado despojado de todos los bienes. Sin embargo, después, se dice que un ratón deslizándose se ocupaba con las migajas de su pan, y que de nuevo recobraba el ánimo y se decía a sí mismo, como reprochándose y acusándose de cobarde: «¿Qué estás diciendo Diógenes? ¿Tus restos obsequian magníficamente a éste y lo alimentan, pero tú, un hombre bien nacido, porque no yaces borracho allí en camas blandas y floreadas, te quejas y lamentas tu situación?». En efecto, cuando tales depresiones se producen sin mucha frecuencia y los apoyos morales y las reacciones de la inteligencia abruman y destruyen, rápidamente, como en el recodo de un camino, el aburrimiento y la aflicción, es preciso que pensemos que nuestro progreso se encuentra sobre una base firme.
Pero, puesto que las cosas que agitan y hacen cambiar hacia lo contrario sobrevienen a los estudiantes de filosofía no sólo a causa de una cierta debilidad procedente de ellos mismos, sino a causa también de que los consejos de los amigos, dichos con seriedad, y los ataques de los enemigos, surgidos entre risas y bromas, abaten y ablandan, y también a algunos los arrancan a sacudidas completamente de la filosofía, no sería un mal signo de progreso la paciencia de cada uno ante estas cosas y el no turbarse ni molestarse por los que celebran y nombran a algunos de la misma edad que tienen éxito en los palacios de los reyes o que han conseguido, en su matrimonio, dotes o que van al ágora, acompañados de una gran multitud para presentarse a algún cargo o defender alguna causa. Pues el que no se turba y es inflexible en estas circunstancias es evidente que ha sido alcanzado por la filosofía en la oportunidad que le conviene. En efecto, dejar de emular las cosas que la mayoría admira no es posible, excepto para los que han adquirido la facultad de admirar la virtud. Pues mostrarse audaz con los hombres también le ocurre a algunos a causa de la soberbia o la insensatez. Y despreciar las acciones que admiran los hombres no es posible sin una sabiduría verdadera y firme. Por ello, si ellos comparan estas cosas con aquéllas se ufanan de ellos mismos, como hace Solón:
Pero nosotros no cambiaremos con ellos la riqueza
por la virtud, pues ésta es siempre inmutable,
pero la riqueza unas veces la posee un hombre tras otro[654].
Diógenes[655] también comparaba su paso de Corinto a Atenas y, de nuevo, de Atenas a Corinto con las estancias del rey de Persia en Susa en la primavera, en Babilonia en invierno y en Media en verano. También Agesilao[656] decía sobre el Gran rey: «En qué es más grande que yo aquél, si no es también más justo». Y Aristóteles[657], escribiendo a Antípatro sobre Alejandro, decía que no sólo le convenía a éste sentirse orgulloso porque dominaba a muchos, sino que, en no menor medida, convenía a uno tener una idea correcta sobre los dioses.
Y Zenón[658], al ver que Teofrasto[659] era admirado por tener muchos discípulos, dijo: «El coro de aquél, efectivamente, es mayor, pero el mío es más armonioso».
Así pues, cuando, comparando de esta forma las cosas de la virtud con las de fuera, te quites de encima las envidias, los celos, y las cosas que irritan y humillan a muchos de los que comienzan el estudio de la filosofía, también esto lo considerarás para ti una gran prueba de tu progreso. Y no es pequeño tampoco el cambio ocurrido en los discursos. Pues todos los principiantes en la filosofía, por hablar en general, persiguen más aquellas formas del discurso que los pueden conducir a la fama: unos, como pájaros, son llevados por su ligereza y su ambición hacia el brillo y la altura de las ciencias naturales; otros, «como perritos, dice Platón[660], alegrándose con arrastrar y rasguñar», corren hacia las discusiones, las dificultades y los artificios, pero la mayoría, dándose a la dialéctica, al punto se equipan a sí mismos para la sofística; mientras otros, recogiendo máximas y anécdotas, igual que decía Anacarsis[661] que nunca vio a los griegos usando su dinero para otra cosa que para contarlo, estas personas dan vueltas, del mismo modo, contando y comparando sus palabras, pero sin añadir ninguna otra cosa para su propia utilidad.
Viene muy bien aquí la historia de Antífanes[662] que alguien cuenta aplicándola a los discípulos de Platón. Decía Antífanes bromeando que en cierta ciudad las palabras se helaban por el frío inmediatamente después de ser dichas y, después, desheladas, la gente oía en verano las cosas que había hablado en invierno. Asimismo decía que muchos se dan cuenta con trabajo, mucho tiempo después, cuando ya son ancianos, de lo que significaban las palabras que les decía Platón, cuando aún eran jóvenes. Y esto les sucede a los jóvenes con todas las partes de la filosofía hasta que el juicio, habiendo adquirido una saludable firmeza, comienza a sacar provecho de las cosas que producen carácter y grandeza de ánimo y a buscar los discursos, cuyas huellas están dirigidas, según Esopo[663], más hacia dentro de nosotros que hacia fuera. Pues, así como decía Sófocles que, habiendo imitado de broma la ampulosidad de Esquilo, después la aspereza y artificio de su composición, cambió, en tercer lugar, el aspecto del lenguaje, que es lo que tiene que ver más con el carácter y que es lo mejor, así los que estudian filosofía, cuando pasan de los discursos elogiosos y artificiosos a un discurso que tiene que ver con el carácter y la pasión, comienzan a hacer un progreso real y no presuntuoso.
Observa, no sólo cuando estés leyendo los escritos de los filósofos y escuchando sus discursos, si no pones más atención a las meras palabras que a los hechos y si no te lanzas más sobre los que presentan alguna dificultad y singularidad que sobre los que tienen algo útil, fundamental y beneficioso, sino también, cuando estás ocupado con poemas y con la historia, para cuidarte de que no se te escape ninguna de las cosas que se dicen convenientemente para la mejora del carácter y el alivio de la pasión. Pues, así como, según dice Simónides[664], la abeja se posa sobre las flores «preocupándose de la rubia miel», mientras que los hombres se contentan con su color y su olor y no cogen ninguna otra cosa, así, el que, mientras los demás se ocupan de los poemas por placer y entretenimiento, si él mismo encuentra y reúne algo digno de esfuerzo, parece razonable que, por hábito y por afecto, se convierta en una persona capaz de comprender lo bello y lo apropiado. Pues los que hacen uso de Platón y Jenofonte[665] por su lenguaje y no recogen ninguna otra cosa que lo puro y lo ático de su estilo, como el rocío y la flor, ¿qué otra cosa dirías de ellos, a no ser que son como las personas que se contentan con el olor suave y fresco de las medicinas, pero que no desean ni conocen su poder como sedante y purgativo? Pero los que hacen más y más progresos son capaces de sacar provecho no sólo de los discursos sino también de los espectáculos y de las acciones todas, y de reunir lo apropiado y provechoso de ellos, como se cuenta de Esquilo[666] y de otros hombres semejantes.
En efecto, Esquilo, contemplando en el Istmo una lucha de púgiles, cuando, al ser golpeado uno de los dos contendientes, comenzaron a gritar todos los espectadores, dándole un codazo a Ión[667] de Quíos, le dijo: «¿Ves qué cosa es el ejercicio? El golpeado calla y los espectadores gritan». Y Brásidas[668] habiendo cogido un ratón entre sus higos secos, al ser mordido, lo dejó. Luego se dijo a sí mismo: «¡Por Heracles!, que no hay nada tan pequeño y débil que no se salve, si tiene el valor de defenderse». Y Diógenes[669], después de ver a un hombre que bebía con sus manos, tiró su copa de la alforja. Del mismo modo, la dedicación y el ejercicio constante hacen a los hombres sensibles y receptivos de lo que conduce por todas partes a la virtud.
Y esto ocurre más, si se mezclan las palabras con los hechos, no sólo, como decía Tucídides[670]: «realizando en medio de peligros sus ocupaciones», sino también en relación con los placeres y las disputas, y en juicios, defensas y cargos políticos, como si se estuvieran dando a sí mismos una demostración de sus doctrinas y, más aún, como si crearan sus doctrinas al usarlas.
Pues si los que están todavía aprendiendo y practicando miran si lo que adquieren de la filosofía al punto lo pueden divulgar en el ágora o en una reunión de jóvenes o en un banquete real, no se debe pensar que practican la filosofía más que los que, vendiendo medicinas, practican la medicina. Y, más aún, un charlatán de esa clase en nada se diferencia del pájaro descrito por Homero: lo que coge se lo lleva a través de su boca a sus discípulos como a polluelos sin alas, «pero mal le va a él mismo[671]», si no dedica nada para su propio provecho ni asimila nada de las cosas recibidas.
Por esto, es necesario considerar si, en nuestra opinión, empleamos nuestro discurso con provecho, pero, en la opinión de otros, lo empleamos no por un placer casual ni por ambición, sino para oír y enseñar algo; y, sobre todo, si se ha abandonado la afición a las disputas y pendencias en las investigaciones, y hemos cesado de equiparnos unos contra los otros con discursos, como con guantes de boxeo y bolas de hierro, y de alegrarnos más si nos golpeamos y nos matamos que si aprendemos y enseñamos algo.
En estas cosas la moderación, la mansedumbre y el no comenzar las conversaciones con disputa ni finalizarlas con ira, y ser capaces de no tratar mal si vencemos, o disgustarnos si somos vencidos, es propio de un hombre que está haciendo suficientes progresos. Lo mostró con claridad Aristipo[672], al ser engañado con sofismas en un discurso por un hombre que tenía audacia, pero que, por otra parte, era necio y estaba furioso. Pues, viendo que él se alegraba y estaba cegado por la soberbia, le dijo: «En verdad, yo, el vencido, me iré a casa a dormir más dulcemente que tú, que eres el vencedor».
Es posible también que al hablar consigamos una prueba de nosotros mismos, si, contra lo esperado, habiéndose reunido una gran audiencia no nos echamos atrás por cobardía, ni nos descorazonamos si discutimos en presencia de pocos; ni, si fuera necesario hablar ante el pueblo o ante la magistratura, por falta de tiempo para preparar el estilo de nuestro discurso, tampoco perdemos la ocasión, como, por ejemplo, se cuenta de Demóstenes y de Alcibíades[673]. Pues éste, aunque era muy hábil para pensar sus temas, pero más desconfiado en su lenguaje, se paraba en medio de la ejecución de sus temas y muchas veces, al buscar y perseguir la palabra y la frase huidiza en el mismo momento de hablar, se equivocaba.
Pero Homero no se preocupaba por haber compuesto el primero de sus versos sin medida[674]; tanta confianza en sí mismo le quedaba para lo demás a causa de su habilidad. Por tanto, es más natural que aquellos para los que la lucha es por la virtud y el bien aprovechen la ocasión y los temas, pensando lo menos posible en los gritos y los aplausos por sus expresiones.
Es necesario que cada uno preste atención no sólo a sus palabras, sino también a sus actos, por si en ellos la necesidad prevalece sobre lo festivo y la verdad sobre la ostentación. Pues, si el amor verdadero a un joven o una mujer no busca testigos, sino que disfruta de su dulzura, aunque lleve a término su deseo en secreto, todavía es más natural que el amante del bien y de la sabiduría, al tener relaciones con la virtud a través de sus acciones, se enorgullezca para sí mismo en silencio, no necesitando ni panegiristas ni espectadores. Como aquel que llamaba en su casa a su criada y le chillaba: «Mira, Dionisia, he dejado de ser vanidoso»; o igual que aquel que, habiendo realizado algo gracioso y elegante, luego, al contarlo con pormenores y al hacerlo circular por todas partes, está claro que mira todavía hacia fuera y que es arrastrado por su estimación y que no ha sido aún un espectador de la virtud; más aún, no despierto sino dormido, anda deambulando entre sombras e imágenes de ella misma, y después, como si fuera un cuadro, saca a la contemplación lo que ha hecho.
Por eso, es propio de un hombre que está haciendo progresos, no sólo si da algo a un amigo o si hace un buen servicio a un conocido, no decírselo a otros, sino también, cuando ha depositado un voto justo entre muchos injustos y cuando se ha negado con firmeza a un encuentro vergonzoso con un hombre rico o un magistrado y cuando ha despreciado los regalos y, sí, ¡por Zeus!, cuando ha pasado sed por la noche y no ha bebido o cuando ha luchado contra un beso de una joven bella o de un joven bello, como Agesilao[675], guardar todo esto dentro de él y callarlo. Pues éste, al estar en buena opinión consigo mismo, sin demostrar desprecio, sino alegrándose y contentándose porque es a la vez un testigo suficiente y un espectador de buenas acciones, demuestra que el razonamiento está creciendo ya dentro de él y que está echando raíces en sí mismo y que, según Demócrito[676] «se ha acostumbrado a conseguir dentro de él mismo las satisfacciones». Por ello, los agricultores ven con más agrado entre las espigas las que se abaten y se inclinan hacia tierra, pero a las que se levantan hacia arriba a causa de su ligereza las consideran vacías y falsas.
De la misma manera, también, entre los jóvenes que quieren estudiar filosofía, los que están más vacíos y carecen de peso tienen valor y apariencia exterior, andadera y semblante llenos de desdén e indiferencia y desprecian todo, pero, cuando comienzan a llenarse y recoger el fruto de los discursos filosóficos, se desprenden de su altanería y ostentación; e, igual que cuando unas copas vacías reciben un líquido, el aire de dentro sale, pero poco a poco al ser oprimido, del mismo modo el orgullo cede ante hombres que están llenándose de bienes verdaderos y su opinión se hace más suave, y, dejando de enorgullecerse por su barba y por su capa raída de filósofo, pasan su práctica a su alma, emplean su crítica mordaz y amarga sobre todo consigo mismos y son más afables en su trato con los demás. No usurpan para ellos mismos, como antes, el nombre de la filosofía y la fama de estudiar filosofía, ni se dan a sí mismos el nombre de filósofos, sino que uno que fuera llamado con este título por otro, si es un joven de talento, respondería con una sonrisa, por así decirlo, y lleno de rubor:
Ciertamente yo no soy un dios. ¿Por qué me comparas a los inmortales[677]?
Pues, como dice Esquilo, no pasa desapercibido:
el ojo ardiente (de una mujer joven),
si ha gustado los placeres del amor de un hombre[678].
Pero a un hombre joven que ha gustado del verdadero progreso en la filosofía le son aplicables estas palabras de Safo:
mi lengua se ha roto, y al punto un fuego
suave recorre mi cuerpo[679].
Sin embargo verás su ojo tranquilo y sereno, y desearías escucharle hablar. Pues, así como los iniciados en los misterios al principio se reúnen con tumultos y griterío, empujándose unos a otros, pero, mientras los ritos sagrados son representados y mostrados, atienden con respeto y silencio; del mismo modo, al principio de la filosofía, también verás alrededor de su puerta mucho alboroto, audacia y charla, porque algunos se empujan con rudeza y violencia hacia la fama. Pero el que ha entrado y visto la gran luz, como si se hubiera abierto un templo, adoptando otros modales, silencio y estupor, «obedece humilde y ordenado[680]» a la razón como a un dios. A éstos parece que se les puede aplicar muy bien la broma de Menedemo[681], pues dijo que los que en multitud venían en barco a Atenas a la escuela al principio eran sabios, después se convertían en filósofos, pasado el tiempo en personas ordinarias y cuanto más se dedicaban al razonamiento más deponían su propia opinión y orgullo.
En efecto, de las personas que necesitan cuidado médico, los que sufren de los dientes o de un dedo van caminando hasta los que los pueden curar; los que tienen fiebre los llaman a su casa y les piden que les ayuden; pero los que han caído en melancolía o frenesí o delirio, a veces, ni siquiera soportan a los médicos que van a visitarlos, sino que los echan o huyen de ellos, pues no se dan cuenta, a causa de la violencia de la enfermedad, de que están enfermos. Así, también, entre los que han cometido una falta, son incurables los que se comportan hostil y duramente y se irritan con los que los censuran y amonestan; pero no los que los aguantan y se someten a sus amonestaciones, que son más afables. Y que un hombre que ha cometido una falta se ofrezca a sí mismo a los que lo censuran y les cuente sus sufrimientos, y les descubra su maldad, y no se alegre, si oculta su error, ni se contente, si es ignorado, sino que lo confiesa y necesita de uno que lo coja por la mano y lo amoneste, no sería una mala señal de progreso. Como decía en una ocasión Diógenes[682] que al que está necesitado de salvación le conviene buscar a un amigo honrado o un enemigo fogoso, para que, al ser censurado o atendido, pueda escapar al vicio.
Así, mientras que un hombre, mostrando la suciedad o la vergüenza de su vestidura o su calzado roto, se jacte ante los de fuera con una falta de arrogancia vana y ni, ¡por Zeus!, bromeando acerca de sí mismo por ser pequeño o encorvado, crea que se comporta con arrogancia juvenil, pero las torpezas interiores de su alma, los actos despreciables de su vida, sus envidias, su maldad, su mezquindad de espíritu, su amor a los placeres, envolviéndolos y ocultándolos como si fueran úlceras, no permita que nadie los toque ni vea, porque teme la censura, este hombre participa muy poco del progreso, mejor dicho, nada en absoluto. Mas el que sale al encuentro de estos vicios y, sobre todo, el que puede y quiere él mismo atormentarse a sí mismo y castigarse, si ha cometido alguna falta, y, en segundo lugar, si otro le amonesta, quiere ofrecérsele, manteniéndose firme y purificado por los reproches, éste se parece a un hombre que se ha quitado de encima y ha abominado, en verdad, de su maldad. Pues es preciso, sin duda, sentir respeto por uno mismo y huir también de dar la impresión de malo; pero el hombre que está más irritado por la realidad de su maldad que por la mala reputación no huye de las maledicencias ni de los consejos para que sea mejor.
En verdad es gracioso aquello que le dijo Diógenes[683] a un joven que había sido visto en una taberna y había huido hacia su interior: «cuanto más adentro huyas, más te hallarás en la taberna». También de las cosas viles, cuanto más las niega cada uno, tanto más se sumerge uno a sí mismo y se encarcela en el vicio. Sin duda, de los pobres los que simulan ser ricos son aún más pobres, a causa de su jactancia; pero el hombre que está haciendo verdaderos progresos toma como su modelo a Hipócrates[684], que publicó y escribió su desconocimiento acerca de las suturas de la cabeza, pensando que es una cosa terrible que, mientras Hipócrates, para que a los otros no les ocurriera lo mismo expresó detalladamente su error, él mismo, en cambio, un hombre que está resuelto a salvarse, no se atreva a ser sometido a prueba ni a confesar su orgullo e ignorancia. Asimismo, las palabras de Bión[685] y Pirrón[686] uno las tomaría no como señales de progreso sino del mayor y más perfecto estado de ánimo; pues el uno[687] consentía en que sus discípulos creyeran que hacían progresos, cuando pudieran oír a los que los injuriaban, como si dijeran:
y de Pirrón se cuenta que, estando en un viaje por mar y encontrándose en peligro por una tormenta, enseñó un cochinillo que contento se comía algunos granos de cebada vertidos por allí y dijo a sus compañeros que una indiferencia semejante debe adquirir, por medio de la razón y la filosofía, el hombre que no desee ser perturbado por las cosas que le sucedan.
Mira también cuál era el significado del dicho de Zenón[690]. Pues consideraba que cada uno, a partir de sus sueños, puede darse cuenta de su propio progreso, si observa que en los sueños no es dominado por nada desagradable y que no admite o hace nada terrible ni injusto, sino que, como en la clara profundidad de una calma absoluta, brilla sobre él la fuerza imaginativa y emocional de su alma, derramada por la razón. También Platón[691], al parecer, habiéndose dado cuenta de esto el primero, dio forma y representación a las cosas que hace durante el sueño la fuerza imaginativa e irracional del alma, tiránica por naturaleza, que intenta unirse a su madre y siente deseos por los alimentos más variados, obrando contra las leyes y dando rienda suelta a los deseos, que durante el día la ley encarcela por vergüenza y temor. Por eso, igual que de las bestias de carga, las que están bien enseñadas, incluso cuando el conductor suelta las riendas, no intentan dar la vuelta y abandonar el camino, sino que, como están acostumbradas, avanzan en orden, siguiendo su marcha sin tropiezo; del mismo modo, en aquellas personas en las que el impulso irracional se ha hecho obediente y suave por la razón y ha sido refrenado, ni en sueños ni por enfermedad se llena ya fácilmente de insolencia o desea obrar contra las leyes a causa de sus deseos, sino que observa y recuerda el hábito que introduce en nuestra atención fuerza e intensidad.
Pues, si el cuerpo, por el ejercicio de la indiferencia, es capaz de hacerse a sí mismo y a sus miembros obediente, de tal forma que los ojos retengan ante la lamentación las lágrimas, y el corazón los saltos en medio de los terrores, y las partes vergonzosas tenerlas con moderación sin movimiento y sin inquietarlas ante la presencia de jóvenes bellos o muchachas bellas, ¿cómo no va a ser más natural que el ejercicio, apoderándose del elemento pasional del alma, sea capaz de hacer desaparecer y corregir nuestras visiones y conmociones, reprimiéndolas hasta en nuestros sueños?
Como lo que se dice también del filósofo Estilpón[692], que creyó haber visto en sus sueños a Posidón que estaba irritado con él porque no le había sacrificado un buey, según tenían por costumbre los que le hacían sacrificios; pero que él, sin asustarse, le dijo: «¿Qué estás diciendo, oh Posidón?, ¿vienes quejándote como un niño, porque yo no llené, endeudándome, la ciudad de olor a grasa de las víctimas, sino que te hice un sacrificio moderado con las cosas que tenía en casa?». Y, no obstante, le pareció que Posidón sonriendo le alargaba la mano derecha y le decía que por él procuraría a los megarenses abundancia de anchoas. Por eso, para los que tienen sueños tan buenos, claros y que no causan sufrimientos, y que, en sus sueños, no se refiere nada espantoso, cruel, maligno o tortuoso, se dice que estas cosas son como resplandores de su progreso, pero que los tormentos, espantos, innobles deserciones, alegrías y lamentos pueriles de los sueños tristes e inauditos, se parecen a costas rocosas y al romper sobre ellas de las olas, no pudiendo aún el alma regirse a sí misma, sino que, siendo modelada todavía por opiniones y leyes, al estar alejada de ellas en los sueños, queda liberada de nuevo y se vuelve en la dirección de las pasiones. Así pues, tú mismo debes examinar si estas cosas son propias de un progreso en la virtud o de una manera de ser que tiene una seguridad y fuerza basadas en la razón.
Y, puesto que una completa indiferencia es una cosa grande y divina, mientras que el progreso, como decimos, consiste en una reducción y contención de las pasiones, es necesario que, comparando nuestras pasiones con ellas mismas y unas con otras, determinemos las diferencias: con ellas mismas, por ver si ahora nos entregamos a deseos, miedos y enojos más nivelados que los de antes, suprimiendo con la razón lo que los excita e inflama; unas con otras, por ver si sentimos más vergüenza que temor, y somos más emuladores que envidiosos, y más amantes de la fama que del dinero; y, en general, si, como los músicos, erramos, yéndonos a los extremos, usamos más los modos dorios que los modos lidios, siendo en nuestro género de vida demasiado duros o demasiado blandos, y en nuestras acciones demasiado lentos o demasiado precipitados, y admiramos o despreciamos más allá de lo conveniente doctrinas y hombres. Pues, así como las desviaciones de las enfermedades hacia las partes menos vitales del cuerpo son una buena señal, del mismo modo la maldad de los que están haciendo progresos, si es trasladada hacia pasiones más moderadas, parece que se extingue poco a poco. A Frinis[693], que había añadido dos cuerdas a la lira de siete cuerdas, le preguntaban los éforos[694] si quería dejar cortar las dos de arriba o las dos de abajo. Pero, en nuestro caso, tanto lo superior como lo inferior necesita de un corte, si vamos a colocarnos en una posición media y moderada. El progreso suaviza, antes que nada, los excesos y la intensidad de las pasiones
en las que los que están furiosos son más vehementes,
según Sófocles[695].
Y, en verdad, que el trasladar los razonamientos a hechos y no permitir que las palabras generen palabras, sino acciones, es un signo propio de progreso, ya se ha dicho. Una prueba de esto es, en primer lugar, el celo hacia todo lo que alabamos y el estar dispuestos a hacer lo que admiramos, pero no desear, ni siquiera soportar, lo que censuramos. Aunque era natural que todos los atenienses alabaran la audacia y el valor de Milcíades, sin embargo, Temístocles[696], al decir que el trofeo de Milcíades[697] no le dejaba dormir, sino que lo despertaba en sus sueños, estaba claro que no sólo lo alababa y admiraba, sino que también lo emulaba e imitaba abiertamente. Por tanto, es necesario pensar que prosperamos muy poco, mientras que nuestra admiración por los que tienen éxito esté inactiva e inmóvil a causa de sí misma para la imitación. Pues ni el amor del cuerpo es vigoroso, si no está acompañado del celo, ni la alabanza de la virtud es ardiente y eficaz, si no hiere y fustiga y si no crea, en lugar de envidia, celo por las cosas bellas que trate de alcanzar la satisfacción.
Así pues, no es necesario que sólo, como decía Alcibíades[698], por las palabras del filósofo el corazón se agite y broten las lágrimas, sino que el que de verdad está progresando al compararse a sí mismo con las obras y las acciones de un hombre bueno y perfecto, herido, al ser consciente de su inferioridad, y alegrándose a la vez a causa de su esperanza y deseo y estando lleno de un ardor que no descansa, es capaz, según Sepiónides:
de correr, como un potro recién destetado junto a la yegua[699],
esforzándose por unirse, de algún modo, con el hombre bueno. Pues también esta pasión es propia de un progreso verdadero, amar y querer la conducta de aquellos cuyas obras intentamos emular, y procurar hacernos iguales a ellos con un afecto que les confiera un honor elogioso. En cambio, al que le son infundidas rivalidad y envidia hacia los mejores que él, que sepa éste que está atormentado por un celo hacia la reputación o el poder de aquéllos, pero que no honra ni admira la virtud.
Por tanto, cuando comencemos a amar a los buenos de tal forma que no sólo, según Platón[700], consideremos bienaventurado al hombre mismo que es prudente, y «bienaventurado al que escucha las palabras que salen de la boca de ese hombre prudente», sino que también, admirando y amando su figura, su paso, su mirada y su sonrisa, seamos capaces de unirnos y fundirnos a nosotros mismos con él, entonces es preciso pensar que estamos haciendo progresos. Y, aún más, si no admiramos a los buenos sólo cuando son felices, sino que, igual que los amantes acogen cariñosamente incluso los balbuceos y las palideces de los jóvenes[701], e igual que las lágrimas y la tristeza de Pantea[702], que lloraba y sufría, turbaron a Araspes[703], del mismo modo nosotros no debemos retroceder ante el exilio de Arístides[704] ni la prisión de Anaxágoras[705] ni la pobreza de Sócrates o la condena de Foción[706], sino que, porque pensamos que la virtud, incluso con estas cosas, es digna de ser amada, debemos caminar a su encuentro pronunciando aquello de Eurípides:
¡ah!, ¡cuán bueno es todo para los generosos[707]!.
En efecto, el entusiasmo, que lleva, incluso, a no rechazar, sino admirar y sentir celo por las cosas que parecen terribles, nadie podría alejarlo de lo que es bueno. Pues, para aquellos que van a iniciar algún negocio o tomar posesión de un cargo o usan de la suerte, es ya una práctica común el poner delante de sus ojos a los hombres que han sido, en realidad, buenos[708] y pensar: ¿cómo habría hecho esto Platón?, ¿qué habría dicho Epaminondas[709]?, ¿cómo se habrían comportado Licurgo[710] o Agesilao[711]?, arreglándose a sí mismos y ajustando sus propios hábitos, como ante un espejo, o censurando su lenguaje indecoroso y resistiendo a alguna pasión. Pues los que han aprendido de memoria los nombres de los Dáctilos Ideos[712] los usan como encantamientos contra los terrores, recitando poco a poco cada uno. Pero la reflexión y el recuerdo de los hombres buenos, presentándose enseguida y reanimando a los que progresan, los mantienen íntegros y sin caerse en todas las pasiones y en todas las dificultades. Por tanto, que para ti sea también esto una señal propia del hombre que está avanzando hacia la virtud.
Pero, además de esto, el no turbarse demasiado, ni exponerse colorado, ni intentar ocultar ni transformar algo de nosotros mismos ante la aparición repentina de un hombre famoso y virtuoso, sino el atreverse a salir al encuentro de esta clase de personas pone de manifiesto la entereza de un hombre que conoce su situación. Pues Alejandro, según parece, habiendo visto a un mensajero que corría hacia él muy contento, extendiéndole la mano derecha, le dijo: «¿Qué me vas a anunciar, amigo mío? ¿Acaso que Homero ha resucitado?». Porque creía que a sus obras no les faltaba nada, excepto fama póstuma[713]. Pero, para un hombre joven que hace progresos en su carácter, ningún amor hacia nada está más enraizado que el de hacer alarde ante los hombres buenos y honrados y el ofrecerles abiertamente su casa, su mesa, su mujer, su diversión, su trabajo, sus discursos hablados o escritos; de tal forma que se duele al acordarse de su padre o un profesor muerto, porque no lo pudieron ver ya en una condición como ésta, y por nada rogaría tanto a los dioses como porque, habiendo resucitado aquéllos, fueran espectadores de su vida y de sus obras. Por el contrario, los que han sido negligentes consigo mismos y se han destruido, ni siquiera en sueños pueden ver sin temblor y sin miedo a sus familiares.
Pues bien, añade, si quieres, todavía a lo que se ha dicho un signo no pequeño: el no considerar pequeño ninguno de los errores cometidos, sino evitarlos y guardarse de todos. Pues, igual que los que han perdido la esperanza de hacerse ricos no hacen caso de sus pequeños gastos, pensando que nada que se añada a algo pequeño lo hará grande[714], mientras que la esperanza, cuanto más cerca está de su meta, aumentará con las riquezas su deseo de riquezas, del mismo modo, en las acciones relacionadas con la virtud, el que no está de acuerdo completamente con aquellos dichos: «¿pues en qué se diferencia esto de aquello?», y «ahora así, después mejor», sino que se preocupa de cada cosa y se impacienta y disgusta, si alguna vez su maldad, proporcionándole una excusa, se procura un camino hacia el más pequeño de sus errores, demuestra claramente que ha adquirido ya para él algo muy limpio y que de ningún modo piensa mancharse, pero el creer que nada puede causar una gran deshonra ni realizar nada importante hace a los hombres condescendientes y despreocupados hacia las cosas pequeñas. Pues, tal como unos hombres que estuvieran construyendo un muro rematado por una cornisa y no les importase poner encima un trozo de madera cualquiera o una piedra basta, o colocar debajo un pilar caído de un sepulcro, así se comportan los hombres malvados que reúnen y amontonan en un mismo sitio, como sea, cualquier negocio o acción; pero los que hacen progresos en la virtud, para los que ya «ha sido fabricado el cimiento de oro[715]» de su vida, como el de un templo o el de un palacio, no admiten al azar nada de lo que acontece, sino que, valiéndose de la razón como de una plomada, colocan cada cosa en su lugar, pensando que por ello decía Polícleto[716] que el trabajo más difícil es el de aquellos a quienes la arcilla les llega a la uña[717].