El tratado que yo elaboré sobre la forma de escuchar, amigo Nicandro[398], te lo envío al terminar de escribirlo, para que sepas escuchar correctamente al que te aconseje, cuando te has separado de tus preceptores por haber tomado la vestidura varonil. En efecto, la anarquía[399], a la que algunos jóvenes consideran libertad por falta de formación, impone a las pasiones, como recién liberadas de sus cadenas, unos amos más terribles que aquellos maestros y pedagogos de la niñez; y así como dice Heródoto[400] que las mujeres se despojan del pudor al mismo tiempo que del vestido, de la misma manera algunos jóvenes, junto con la acción de desprenderse de las ropas de la niñez, se desprenden a la vez del respeto y temor, y habiéndose liberado del ropaje que los revestía se llenan al punto de malos hábitos. Tú, en cambio, que has oído muchas veces que el seguir a la divinidad y el obedecer a la razón son una misma cosa, considera que el paso de niños a hombres no es para personas sensatas una liberación de la autoridad, sino un cambio de quien ejerce la autoridad; en lugar de una persona a sueldo o conseguida con dinero, aceptan, como guía divino de su vida, a la razón, a cuyos seguidores sólo es justo considerar libres. Pues únicamente aquellos que han aprendido a desear lo que deben, viven como quieren; pero en los impulsos y actuaciones desenfrenadas e irracionales hay algo innoble y en el arrepentirse muchas veces la libre decisión es pequeña.
Pues, así como de los que se inscriben como ciudadanos, los nacidos fuera y los extranjeros enteramente hacen muchos reproches y se sienten incómodos con lo establecido, y en cambio, los que son hijos de residentes extranjeros y están familiarizados con nuestras leyes aceptan sin dificultad lo que les sucede y lo aman, del mismo modo es preciso que tú, instruido durante mucho tiempo en la filosofía y acostumbrado desde el principio a tratar todo tipo de aprendizaje e instrucción de los niños, mezclada con el razonamiento filosófico, llegues bien dispuesto y familiarizado a la filosofía, la cual ella sola proporciona a los jóvenes el adorno varonil y verdaderamente perfecto que procede de la razón; yo creo que tú no sin gusto escucharías una disertación sobre el sentido del oído, el cual dice Teofrasto[401] que es el más sensible de todos los sentidos. Pues ni la vista ni el gusto ni el tacto producen sobresaltos, perturbaciones y emociones tales como las que se apoderan del alma al sobrevenirle al oído golpes, estrépitos y ruidos. Pues es mucho más racional que sensible. En efecto al mal muchos lugares y partes del cuerpo le permiten, introduciéndose a través de ellos, apoderarse del alma, en cambio para la virtud la única entrada posible son los oídos de los jóvenes[402], en el caso de que sean puros e inquebrantables a la adulación y se mantengan desde el principio no tocados por discursos vacíos.
Por eso, también Jenócrates[403] mandaba poner a los niños, antes que a los atletas, fundas a las orejas, pues éstos se deformaban las orejas con los golpes y aquéllos, en cambio, sus caracteres con los discursos, y no porque pretendieran para ellos torpeza de oído o sordera, sino porque les aconsejaba que se protegieran de los malos discursos, hasta que otros provechosos, como guardianes de su manera de ser alimentados por la filosofía, ocuparan aquel lugar suyo más sensible y más fácil de persuadir. También Bías[404], el antiguo sabio, recibida la orden de enviar a Amasis[405] el pedazo de carne más digno y más vil de una víctima, después de cortarle la lengua, se la envió, en la idea de que el hablar produce los mayores daños y los mayores provechos.
La mayoría de la gente, al besar dulcemente a los niños pequeños, ellos mismos les cogen las orejas y ordenan que aquéllos hagan lo mismo, dando a entender con el juego que es preciso querer, sobre todo, a los que nos resultan beneficiosos por las orejas, ya que es evidente que el joven alejado de toda audición y que no gusta de ningún discurso no sólo permanece inútil y estéril para la virtud, sino que también podría desviarse hacia el vicio, produciendo, como de una tierra inerte y no cultivada, mucha maleza del alma. En efecto, a los impulsos hacia el placer y los recelos hacia el trabajo, que no son externos ni importados de fuera por los discursos, sino que son como fuentes innatas de mil sufrimientos y enfermedades, si uno les permite que progresen libres, como son por su natural, y no los arranca con discursos buenos o cambia su naturaleza con firmeza, no hay entre los animales uno que no pudiera parecer más manso[406] que el hombre.
Por esto, en fin, porque el escuchar proporciona a los jóvenes un gran provecho y un no menor riesgo, creo que es bueno dialogar siempre con uno mismo y con otro sobre el oír. Y a que también de esto vemos que la mayoría hacen mal uso, los que se ejercitan en hablar antes de acostumbrarse a escuchar, y creen que de las palabras existen un aprendizaje y una práctica; en cambio, de la acción de escuchar creen que también los que la utilizan de cualquier forma sacan provecho. Sin embargo, para los que juegan a la pelota[407] se da a la vez el aprendizaje de lanzar y coger la pelota, pero en el uso de la palabra el recibirla bien es anterior al lanzarla, igual que el recibir y mantener algún germen de vida es anterior a su nacimiento.
En efecto, también se dice que las aves tienen partos de huevos vacíos[408] procedentes de ciertas concepciones imperfectas y sin vida; también el discurso de los jóvenes, que no son capaces de escuchar ni están acostumbrados a beneficiarse del acto de oír, surgiendo, en realidad, vacío:
Se esparce bajo las nubes sin gloria y sin ser visto[409].
Por otra parte las vasijas se inclinan y se vuelven para la recogida de los líquidos vertidos, para que, en realidad, se produzca una adquisición y no una pérdida; en cambio, ellos no aprenden a entregarse al que habla y adaptar lo escuchado con atención, para que no se escape ninguna de las cosas dichas con utilidad, sino que lo que es más ridículo de todo es que, si se encuentran casualmente con alguien, que les cuenta un banquete, una fiesta, un sueño o un ultraje que le ha ocurrido a él con otro, lo escuchan en silencio y continúan escuchándolo con interés; pero si alguien, intentando convencerlos, les enseña algo de utilidad o les aconseja lo necesario, o les reprocha cuando cometen errores, o les apacigua cuando se enfadan, no lo soportan, sino que, si pueden, pretendiendo ser superiores, discuten abiertamente sus palabras; si no lo consiguen, escapándose cambian a otras conversaciones y vaciedades, llenando sus oídos como vasijas de mala calidad y rotas de todo tipo de cosas más que de lo necesario. En efecto, a los caballos, los que los crían bien, los hacen obedientes al freno y a los niños sumisos a las palabras, enseñándoseles a escuchar mucho, pero no a hablar. Pues también Espíntaro[410], elogiando a Epaminondas[411], decía que no era fácil encontrar a ningún otro hombre que conociera más cosas y que hablara menos. También se dice que la naturaleza nos dio a cada uno de nosotros dos orejas[412], y en cambio, una sola lengua, porque debe cada uno hablar menos que escuchar.
Ciertamente, en cualquier caso, para el joven un adorno seguro es el silencio, sobre todo, cuando, al escuchar a otro, no se altera ni se alborota ante cada cuestión, sino que, aunque el discurso no sea demasiado agradable, lo soporta y espera a que termine el interlocutor, y una vez que termina, no se lanza inmediatamente a la réplica, sino que, como dice Esquines[413], deja pasar un tiempo, por si quisiera añadir algo a lo dicho el que ha hablado o cambiar y quitar algo. Los que inmediatamente se oponen, actúan torpemente, porque ni escuchan ni son escuchados al hablar a los que estaban hablando; pero el que está acostumbrado a escuchar con moderación y con respeto recibe y conserva el discurso provechoso; en cambio, distingue y descubre mejor el inútil o falso, mostrándose amigo de la verdad y no amigo de la disputa ni impetuoso ni alborotador. De ahí que, no sin razón, dicen algunos que es más necesario sacar de los jóvenes el aire presuntuoso y la vanidad que el aire de los odres, si se quiere verter en ellos algo provechoso, y, si no, no pueden admitir nada, porque están llenos de orgullo y de arrogancia.
Y, ciertamente, la envidia, cuando se presenta con la maledicencia y la mala voluntad, no sólo a ninguna acción hace bien, sino que para todo lo bueno es un obstáculo y para el que escucha es el peor asesor y consejero, porque hace lo provechoso molesto, desagradable y difícil de admitir a causa de que los que tienen envidia disfruten más con cualquier cosa que con lo que está bien dicho. Sin embargo, al que le molesta la riqueza, la fama y la belleza que se encuentra en otros, es simplemente un envidioso; pues se disgusta con los demás porque son afortunados; pero, en cambio, cuando uno se irrita con un discurso bien expresado se aflige de su propio bien. En efecto, así como la luz para los que ven[414], también la palabra para los que oyen es un bien, si quieren aceptarla. Ciertamente, algunas otras inclinaciones deformadas y perversas crean envidia en otras cosas; la engendrada contra los que hablan a partir de una inoportuna ambición y de un injusto afán de honra, ni siquiera permite que el que está en esta situación ponga atención a lo que se dice, sino que se inquieta y desvía su pensamiento, porque al mismo tiempo inspecciona su propia condición, si es inferior a la del que habla, porque a la vez observa a los demás, por si se maravillan y se quedan admirados y porque está perturbado por los elogios y enfadado con los presentes, si aceptan al orador, dejando y descuidando los discursos ya pronunciados, porque le causa pena al recordarlos, y ante los que quedan por pronunciar, agitado y temeroso de que puedan llegar a ser mejores que los que ya se han pronunciado, esforzándose, para que los que hablan terminen lo más rápidamente posible cuando hablan hermosamente; y, una vez acabada la intervención, no está a favor de nada de lo que se ha dicho, sino que está dispuesto a poner a votación las voces y las posturas de los presentes y a los que hacen elogios, huyéndoles como a los locos y apartándose de ellos; en cambio, corre y se une en rebaño con los que censuran y distorsionan lo dicho. En el caso de que no haya nada que distorsionar, lo comparan con otros, en la idea de que han hablado mejor y con mayor poder de persuasión sobre el mismo tema, destruyendo y estropeando la intervención, hasta que, la convierten en algo inútil y vano.
Por eso, es preciso que, uno, habiendo hecho un pacto con su deseo de escuchar frente a su deseo por la fama, escuche al que habla con actitud propicia y favorable, como si estuviera invitado a un banquete sagrado y a las primicias de un sacrificio, elogiando aquellas partes, en las que halla fuerza, compartiendo con gusto el afán mismo del que expone en público aquellas cosas que conoce e intenta convencer a los demás por medio de los argumentos por los que él mismo ha sido convencido. En efecto, lo que se ha tratado rectamente se debe pensar que, no de casualidad ni de manera espontánea, se ha tratado bien, sino por dedicación, esfuerzo y aprendizaje, y se deben imitar estas cosas admirándolas e intentando emularlas; en cambio, en las que se han cometido errores es necesario que la inteligencia inspeccione a causa de qué motivos y de dónde ha surgido la desviación.
Pues, así como dice Jenofonte[415] que los que administran la casa compran tanto a los amigos como a los enemigos, así también los oradores, no sólo cuando lo hacen rectamente sino también cuando cometen errores, proporcionan provecho a los que están pendientes de ellos y prestan atención a su discurso, pues también la simplicidad del pensamiento, la pobreza en la expresión, la forma vulgar, la inquietud con un deleite, falto de gusto hacia el elogio y otras cosas semejantes se nos hacen más evidentes en otros, cuando escuchamos, que en nosotros mismos, cuando hablamos. Por lo que es preciso trasladar el examen del que habla hacia nosotros mismos, observando atentamente por si cometemos algún error semejante sin darnos cuenta. Pues es lo más fácil del mundo reprochar al vecino, aunque sea sin provecho y sin fundamento, a no ser que nos lleve a una rectificación y vigilancia de errores semejantes[416]. Y no debe uno vacilar, ante los que cometen errores, de aplicarse a sí mismo aquello de Platón: «¿Seré yo acaso igual que ellos?»[417] pues, así como en los ojos de los más cercanos vemos que brillan los nuestros, así también en los discursos es preciso que los nuestros se reflejen en los de los demás, para que no despreciemos con demasiado atrevimiento a los otros y nos esforcemos en poner mayor cuidado al hablar nosotros.
También es provechosa para esto la comparación, cuando, al quedarnos solos después de la audición y habiendo tomado alguna de las partes, que parece que no ha sido expresada de forma bella o conveniente, intentamos lo mismo y nos animamos a nosotros mismos, ensayando unas veces la manera de cómo subsanar un fallo, rectificar otras, decir lo mismo de manera diferente o reelaborar el tema desde el principio en otras ocasiones. Esto también lo hizo Platón[418] con el discurso de Lisias. Pues el hacer objeciones a un discurso ya dicho no es difícil sino muy fácil; pero el oponer otro mejor es, ciertamente, laborioso. Igual que aquel lacedemonio[419], que habiendo oído que Filipo[420] había destruido Olinto[421] totalmente, dijo: «Pero él no hubiera sido capaz de levantar una ciudad semejante». En efecto, cuando en una discusión sobre el mismo tema no nos diferenciamos claramente de los que ya han hablado, nos cuidamos mucho de despreciarlos, y, rápidamente, quedan rotas nuestra presunción y propia estima, refutadas con tales comparaciones.
Ciertamente, el admirar, que es lo contrario de despreciar, es, sin duda, propio de la naturaleza más noble y pacífica, pero, ciertamente, ello mismo necesita de una precaución no pequeña, incluso quizá mayor; pues, efectivamente, los displicentes y los osados sacan menos provecho de los oradores, en cambio los entusiastas y bondadosos sufren más daño y no refutan a Heráclito[422] cuando dice:
«Un hombre necio suele asustarse por cualquier palabra». Es preciso conceder el elogio llanamente a los que hablan, pero dar crédito a sus palabras con precaución y que el espectador sea benévolo y sencillo en relación a la expresión y a la presentación de los contendientes, en cambio un crítico exacto y agudo de la utilidad y verdad de lo dicho, para que los que hablan no sientan odio y sus palabras no causen daño. Porque por buena voluntad y confianza hacia los que hablan admitimos, sin darnos cuenta, muchas opiniones falsas y perniciosas. En efecto, los jefes de los lacedemonios, después de dar por buena la propuesta de un hombre, que no había llevado una vida honrada, ordenaron a otro, que estaba bien considerado en cuanto a su vida y costumbres, que la expusiera, acostumbrando, con muy recta opinión y en interés del Estado, al pueblo a dejarse guiar más por la manera de ser que por las palabras de los consejeros[423].
Es necesario también, después de quitar a los discursos filosóficos la fama del que los expone, examinarlos por sí mismos. Pues, como en la guerra, también en la audición hay mucha vaciedad. Pues las canas del que habla, la imagen, el ceño, la fanfarronería y, sobre todo, los gritos, el alboroto y los saltos de los presentes envuelven juntamente al oyente joven e inexperto, como arrebatado por una corriente de agua[424]. Y también la expresión tiene algo engañoso, cuando, de forma agradable y copiosa, se aplica a los temas con cierta dignidad y preparación.
Pues, así como muchas equivocaciones de los que cantan al son de las flautas escapan a los que escuchan, así también una expresión brillante e impetuosa deslumbra al oyente ante lo que se está exponiendo. Pues Melantio[425] según parece, habiéndose pedido su opinión sobre una tragedia de Diógenes[426], dijo que no la podía ver del todo por estar obscurecida por los nombres; también las conversaciones y prácticas de la mayoría de los sofistas no sólo se sirven de las palabras como tapaderas de sus ideas, sino qué también ellos, endulzando la voz con ciertas modulaciones y con zalamerías y resonancias, enloquecen y agitan a sus oyentes, proporcionándoles un placer vacío y recibiendo, a cambio, una fama más vacía todavía. De tal manera que les ocurre lo contado por Dionisio[427]. Aquél, según parece, a un famoso cantor al son de la cítara, habiéndole prometido grandes regalos por el espectáculo, después no le dio nada, en la idea de que ya le había pagado, y dijo: «Cuanto tiempo nos alegrabas cantando, tanto tiempo te alegrabas esperando». Ese premio proporcionan, en efecto, tales audiciones a los oradores; pues admirados en tanto que se divierten y, al mismo tiempo que el gusto por la audición se disipa, también a ellos, a la vez, les abandona la fama, y en vano a unos y a otros se les ha consumido el tiempo y la vida.
Por eso es preciso, quitando lo superfluo y lo vano de la expresión, perseguir el fruto mismo e imitar no a las que trenzan coronas, sino a las abejas. Pues aquéllas, observando la parte florida y olorosa de las plantas, las unen y trenzan, trabajo agradable pero efímero y sin fruto. En cambio, las abejas revoloteando con frecuencia sobre los prados de violetas, de rosas y de jacintos, llegan al tomillo, muy áspero y muy punzante, y en él se posan:
Preocupándose de la rubia miel[428],
y después de tomar algo de provecho regresan volando a su propio trabajo. En efecto, así es preciso también permitir que el oyente amante del trabajo y sincero considere lo florido y lo delicado de los nombres, y lo teatral de las acciones y lo elogioso, como pasto de zánganos[429] que practican la sofística, y que él, sumergiéndose con interés en la comprensión del discurso y en la disposición del que habla, arranque de él lo útil y provechoso, recordando que no ha ido a un teatro ni a un concierto sino a una escuela y a una clase, para enderezar su vida con el discurso. De ahí que, en fin, también se debe hacer una investigación y un juicio de la audición a partir de uno mismo y de su propio estado de ánimo, considerando si alguna de sus pasiones se ha hecho más suave, si alguno de sus pesares más ligero, si su audacia, si su criterio se han hecho más firmes y si siente entusiasmo hacia la virtud y el bien. Pues no es natural que mientras uno, al levantarse para salir de la barbería, deba ponerse ante el espejo y tocarse la cabeza, observando el corte de pelo y la diferencia de su afeitado; sí lo es, en cambio, que, cuando ha salido de una audición o de la escuela, vuelva la vista hacia sí mismo, observando con cuidado su alma por si, desprendida de alguna de sus molestias y excesos, es más ligera y más agradable. Pues, dice Aristón[430], que ni de un baño ni de un discurso se saca utilidad, si no limpian.
En efecto, que disfrute el joven, cuando obtiene provecho de los discursos; pero no conviene que el placer de la audición se convierta en un fin ni que crea que es necesario salir de la escuela del filósofo, «dando trinos y radiante[431]», ni tampoco crea que es necesario buscar perfumes, cuando lo que necesita es ungüento y cataplasma, sino que debe estar agradecido, en el caso de que alguien, como la colmena con el humo, con una palabra punzante limpie su pensamiento que está lleno de mucha obscuridad y estupidez. Pues, si a los que hablan les conviene no descuidarse, en absoluto, de que su expresión contenga placer y persuasión, el joven debe preocuparse de eso lo menos posible, al menos al principio. Pero, sin duda, después, así como los que beben, una vez que han acabado de apagar su sed, miran despacio, entonces, los grabados de las copas y les dan vueltas, del mismo modo, al joven que está lleno de doctrinas y tiene un respiro, se le debe permitir examinar la expresión, por si contiene algo ingenioso y extraordinario.
Pero el que desde muy al principio no está agarrado a los hechos sino a la expresión, exigiendo que sea ática pura y sencilla, es semejante al que no quiere beber un remedio, a no ser que el vaso esté hecho con arcilla de la colina Colias del Ática, ni ponerse un manto en invierno, a no ser que la lana sea de ovejas del Ática, [sino] que, por así decirlo, con una capa raída, fina y sencilla de la lengua de Lisias permanece sentado inactivo e inmóvil. Pues todos estos vicios han creado, por una parte, una gran carencia de inteligencia y de buenos juicios y, por otra, una gran sutileza y palabrería en las escuelas, porque los jovencitos no observan la vida ni la actuación privada ni la actuación ciudadana del filósofo, sino que se dedican a elogiar expresiones y vocablos y la bella manera de exponer, no sabiendo ni queriendo averiguar si lo expuesto es útil o inútil, necesario o vacío y superfluo.
Sigue a esto la doctrina en torno a las cuestiones. Pues es conveniente que el que llega a una comida se sirva de aquellas cosas que están en la mesa, y no pida ninguna otra ni las critique; también el que llega a un banquete de discursos, si son sobre temas acordados, que escuche en silencio al que habla (pues los que lo envían hacia otros temas, e intercalan preguntas y suscitan, además, nuevas cuestiones, sin ser agradables ni gratos para la audición, no sacan ningún provecho y, a la vez, perturban al que habla y a su discurso); en cambio, cada vez que el que habla aconseja a sus oyentes preguntar y plantear problemas, es preciso que plantee siempre con claridad alguna cuestión útil y esencial. Pues Odiseo es objeto de burla entre los pretendientes:
Mendigando mendrugos de pan y no espadas ni calderos de bronce[432].
Pues consideran que es una señal de grandeza de ánimo tanto el dar algo grande como el pedirlo. Pero más se reiría uno del oyente que desvía a su interlocutor hacia cuestiones pequeñas e insignificantes, como las preguntas que algunos jóvenes, utilizando las mayores sutilezas y haciendo ostentación de su capacidad dialéctica y matemática, acostumbran a hacer en torno a la división de lo indeterminado y cuál es el movimiento con respecto al lado o el diámetro. A éstos hay que decirles aquello que le contestó Filótimo[433] a uno que estaba tísico y purulento. En efecto, después que le habló, pidiéndole un remedio para un panadizo en el dedo, al darse cuenta, por su color y su respiración, de su estado: «mi querido amigo», le dijo, «tu mal no está en el panadizo». Tampoco para ti, joven amigo, es momento ahora de investigar sobre tales cuestiones, sino sobre cómo, liberado de tu engreimiento y vanidad, de tus amoríos y charlatanerías, te adaptarás a una vida sencilla y sana.
Y, además, es muy conveniente también que, adaptándose a la experiencia, naturaleza y capacidad del que habla, haga las preguntas sobre aquellas cosas en las que él mismo está más capacitado[434] y no crear tensiones, por una parte, proponiendo dudas de física y matemáticas, al que se dedica más al estudio de la moral, y, por otra, arrastrando al que se distingue por sus estudios en física hacia juicios de proposiciones hipotéticas y a soluciones de falsos problemas. Pues, así como el que intenta con una llave cortar leña y con un hacha abrir la puerta no parecería maltratar aquellas cosas, sino que él mismo se vería privado de la utilidad y la eficacia de cada una de ellas, del mismo modo los que piden del que habla aquello que no ha adquirido por naturaleza, ni ha practicado, no cogiendo ni tomando lo que tiene y da, no sólo se dañan en esto, sino que también se ganan, además, fama de mal carácter y enemistad.
Se debe evitar también el que uno mismo proponga muchas cuestiones y con mucha frecuencia; pues también eso, de alguna manera, es propio de uno que quiere hacer ostentación. En cambio, el filólogo y el hombre sociable escuchan con buen temple a otro cuando se extiende en esas cuestiones, a no ser que le perturbe y le apremie algún problema de tipo particular, una emoción que requiere moderación o una desgracia que pide consuelo. Pues, quizá, no es «mejor ocultar la ignorancia», como dice Heráclito[435], sino hacerla pública y curarla, y si algún arranque de cólera o un ataque de superstición o alguna diferencia tensa con los familiares o algún deseo enloquecido de amor,
que mueve las cuerdas inmóviles del entendimiento[436],
perturban la mente, no se debe huir hacia otros discursos para escapar del reproche, sino que sobre esos mismos problemas se debe escuchar a los oradores en las discusiones y después de las discusiones, acercándose en privado a ellos y haciéndoles más preguntas. Pero no hagamos lo contrario, como la mayoría, que disfruta con los filósofos y los admira cuando hablan de otros temas, pero si el filósofo, después de dejar a los demás, les habla a ellos con franqueza en privado sobre asuntos que les interesan y se los recuerda, se molestan y lo consideran indiscreto. Pues, con razón, se cree que es preciso oír a los filósofos en las escuelas, como en los teatros las tragedias, pues consideran que fuera de las escuelas los filósofos no se diferencian en nada de ellos mismos, habiendo sentido eso, con razón, frente a los sofistas (pues después de levantarse de su asiento y dejar sus libros y sus notas elementales, en las cuestiones verdaderas de la vida se muestran insignificantes y a un nivel más bajo que la mayoría), pero, en cambio, frente a los filósofos de verdad no está bien que sientan eso, sin reconocer que la seriedad, la broma, el gesto, la sonrisa, su mal humor y, sobre todo, la conversación, mantenida con cada uno en privado, produce un fruto provechoso a los que acostumbran a permanecer escuchando con paciencia y atención.
Lo concerniente al elogio del orador necesita también de una cierta precaución y medida, porque aquí ni la falta ni el exceso son propios de un hombre libre. Pues un oyente pesado y molesto es aquel hierático e insensible a todo lo que se dice, lleno de una pérfida presunción y de una fanfarronería innata, como si pudiera decir algo mejor que lo que se está diciendo y que sin fruncir el ceño ni emitir una sola palabra, testigo de su generosa atención, sino en silencio y con falso aire de suficiencia y con pose de magnificencia, intenta ganarse fama de hombre firme y profundo, pensando él de los elogios, como del dinero, que lo que uno da a otro se lo quita uno a sí mismo. Pues son muchos los que interpretan mal e incorrectamente el dicho de Pitágoras[437]. En efecto, aquél dijo que él, gracias a la filosofía, había llegado a no admirarse de nada; en cambio, ésos dicen que, gracias a la filosofía, han llegado a no elogiar ni honrar nada, porque tienen puesto el pensamiento en el desprecio y porque persiguen la dignidad con desdén.
En efecto, el discurso del filósofo quita la admiración y el estupor producidos por la inexperiencia y el desconocimiento con el conocimiento y la investigación de la causa en torno a cada uno de los asuntos, pero no destruye nuestra buena disposición, nuestra grandeza y nuestro interés por lo humano. Pues para hombres buenos, auténticos y firmes, su mejor honra es honrar a quien se lo merece y su mayor honor otorgarle honores, que surgen de la abundancia de su fama y de su generosidad[438]. En cambio, los mezquinos en los elogios a los demás parecen, incluso, que están necesitados y hambrientos de los suyos propios. Por otra parte, sin embargo, la persona opuesta a éstos, que no juzga nada, sino que se detiene a cada palabra y a cada sílaba y da gritos, que es ligera de cascos y antojadiza, con frecuencia ni siquiera agrada a los contendientes mismos y siempre molesta a los que escuchan, asustándolos y levantándolos con él, contra su opinión, como arrastrados a la fuerza, por vergüenza, incluso cuando le acompañan en el aplauso. No llegando a sacar ningún provecho a causa de sobrevenirle una gran confusión y agitación por los elogios, abandona la audición llevando consigo una de estas tres cosas: pues o parece que es un pícaro o un adulador o un inexperto en lo que se relaciona con los discursos. Así pues, es preciso que el que administra justicia no preste oídos a enemistad ni a favor alguno, sino que, a partir de su opinión, preste oídos a la justicia; en las audiciones de los aficionados a la discusión ninguna ley ni ningún juramento nos impide que recibamos con buena disposición al que habla. Pero también los antiguos colocaron a Hermes con las Gracias, como si el discurso necesitara de lo agradable y lo amistoso. Pues no es posible que el que habla sea tan absolutamente reprobable y de tal manera poco acertado, que no ofrezca alguna idea digna de elogio, alguna alusión a otros, el mismo tema y enfoque de su discurso o, al menos, el estilo y la estructura de lo que dice,
Pues, si algunos, exponiendo elogios del vómito, de la fiebre e incluso, ¡por Zeus!, de una olla, son capaces de persuadir, realmente un discurso realizado por un hombre que, de alguna manera, parece o es llamado filósofo, ¿no podría ofrecer algún resquicio y oportunidad a los oyentes benévolos y generosos para su elogio? En efecto, todos los que están en la flor de la edad, como dice Platón[442], de alguna manera estimulan al hombre propicio al amor, llamando a los blancos hijos de los dioses, a los morenos varoniles, al de nariz aguileña real y al chato gracioso, al pálido dulce como la miel, acariciándolos, a todos los abraza y les da muestras de cariño, pues el amor es como la yedra para enredarse en sí mismo con cualquier pretexto. Mucho más, en fin, el aficionado a escuchar y erudito siempre encontrará una causa por la que él pueda con claridad y adecuadamente elogiar a cada uno de los que hablan. Pues también Platón[443], al elogiar el discurso de Lisias, no lo hace por su originalidad y, aunque también critica su falta de estructura, sin embargo elogia su exposición y que «ha pulido de forma clara y precisa cada una de las palabras».
Alguno, quizá, podría reprochar la temática de Arquíloco[444], la composición métrica de Parménides[445], la simplicidad de Focílides[446], la charlatanería de Eurípides y la irregularidad de Sófocles, como también, naturalmente, hay entre los oradores uno que no tiene carácter, otro incapaz de producir emoción y otro falto de gracia; pero, sin embargo, cada uno es elogiado según su particular capacidad, con la que la naturaleza le ha dotado para mover y atraer a los demás. De tal manera que también hay para los oyentes posibilidad y oportunidad para mostrar su benevolencia a los que hablan. En efecto, a algunos les basta, aunque no dejemos constancia con la voz, con encontrar dulzura en la mirada, serenidad en el rostro y una actitud benévola y alegre. Pues, finalmente, las siguientes actitudes, ante los que se equivocan completamente, son, por así decirlo, habituales y comunes de toda audición: el sentarse derecho y firme con una postura correcta, la mirada fija en el que habla y disposición de constante atención, y una expresión en el rostro limpia y libre, no sólo de soberbia y de malhumor, sino también de otros pensamientos y preocupaciones[447].
Pues, así como en todo trabajo lo bello se consigue a partir de muchos factores que, por así decirlo, llegan a una unión oportuna por una cierta proporción y armonía, en cambio lo feo tiene su origen real a partir de un solo factor que falte casualmente o que, no faltándole, se añada de manera inconveniente. De la misma forma, en la audición misma, no sólo la seriedad del gesto y la antipatía del rostro y la mirada inquieta y la posición forzada del cuerpo y la colocación inadecuada de las piernas, sino también el movimiento de cabeza y el chismorreo al otro, la sonrisa, los bostezos somnolientos, las dejadeces y cualquier cosa semejante a éstas son reprobables y necesitan vigilancia.
Pues unos creen que existe un esfuerzo propio del que habla y ninguno por parte del que escucha, sino que exigen que aquél venga habiendo pensado y preparado su discurso, mientras que ellos irreflexivos y despreocupados de sus deberes se sientan dispuestos a pasarlo bien, como los que llegan a un banquete sin más, mientras trabajan otros. En verdad existe un deber propio del convidado agradable, pero mucho más del oyente. En efecto, él toma parte en el discurso y colabora con el que habla, y no debe examinar con dureza los errores de aquél a cada palabra y obra, sometiéndolo a juicio, mientras él obra torpemente sin tener que someterse a ningún juicio y actúa a menudo incorrectamente en la audición. Pero, así como en el juego de la pelota es preciso que el que la recibe, adaptando su movimiento, actúe en armonía con aquel que la lanza, así también en los discursos hay una armonía entre el que habla y el que escucha, si cada uno se cuida de lo que le concierne.
Además, es preciso no usar los términos en los elogios como a cada uno se le ocurra. Pues también Epicuro[448] es desagradable, cuando dice, sobre las cartas de sus amigos, que de ellas surge un ruidoso aplauso. Pero ésos que introducen ahora palabras extranjeras en las salas de lecturas y que añaden expresiones como «de manera divina[449]» y «de manera inspirada por los dioses» y «de manera inalcanzable», cual si ya no le fuera suficiente decir «bellamente», «sabiamente» y «verdaderamente», que usaban los de la época de Platón, Isócrates[450] e Hipérides[451] como signos de sus alabanzas, se portan con gran falta de decoro y desacreditan a los que hablan, en la idea de que están necesitados de tales elogios arrogantes y excesivos. Pero son especialmente desagradables los que dan testimonios favorables a los que hablan con juramentos, como en los tribunales de justicia. Y no menos que éstos, los que faltan al respeto a las cualidades de las personas, cada vez que le gritan al filósofo: «¡qué agudo!», al anciano: «¡qué gallardo!», o «¡qué florido!», trasladando a los filósofos los términos de los que juegan y de los que hacen elogios en los ejercicios escolares, y aplicando a un discurso, que es inteligente, un elogio frívolo, como si pusieran a un atleta una corona de lirios o de rosas, no una de laurel o de olivo silvestre. Pues, en efecto, el poeta Eurípides, como, al recitar previamente él en persona a los coreutas un canto compuesto con música, uno se riera, dijo: «Si no fueras un estúpido e ignorante no te hubieras reído de mí, que canto a la manera mixolidia[452]». Un hombre, creo yo, filósofo y político, tendría que atajar al oyente que derrama insolencia diciéndole: «Me parece que tú eres insensato e ineducado; pues, si no, no murmurarías y danzarías con mis palabras, mientras yo enseño o advierto o dialogo en torno a los dioses, al Estado o a su gobierno». Pues, mira, en verdad, cómo es posible que, mientras un filósofo habla, los de fuera no sepan, por el clamor de las voces y los gritos de los de dentro, si el aplauso se hace a un tocador de flauta, a un tocador de cítara o a un bailarín.
Pues, ciertamente, se deben escuchar las advertencias y reproches no de manera insensible ni cobarde. En efecto, los que soportan fácil e indiferentemente el ser difamados por los filósofos de tal manera que incluso se ríen al ser reprochados y elogian a los que los reprochan, como los parásitos a los que los alimentan, cuando son censurados por ellos, porque son completamente osados y audaces, ofrecen su desvergüenza como una prueba, ni buena ni auténtica, de su valor. En verdad, el soportar sin pena y alegremente una broma lanzada sin insolencia en un juego con buen humor no es innoble ni ineducado, sino que es propio de un hombre muy liberal y espartano. También el oír un castigo y represión para la reforma del carácter, que se sirve de una palabra insultante como de un remedio molesto, sin acobardarse al escucharla y sin llenarse de sudor y vértigo, sin encenderse su alma con la vergüenza, sino permaneciendo firme y muy sonriente y hablando con ironía, es propio de un joven muy poco noble e insensible al respeto, a causa de su trato y familiaridad con los errores, al no poder recibir en su alma, como en una carne dura y callosa, ninguna herida.
Pero, mientras éstos son así, los jóvenes que tienen una actitud contraria, en el caso de que una sola vez oigan hablar mal de sí mismos, escapando de manera indiferente y huyendo de la filosofía, a pesar de tener el sentido de la vergüenza, que les ha dado la naturaleza, como un buen principio para su salvación, lo destruyen a causa de su libertinaje y molicie, no manteniéndose firmes en los reproches ni aceptando de manera noble las correcciones, antes bien, vuelven sus oídos hacia las conversaciones agradables y delicadas de ciertos aduladores y sofistas, que los encantan con expresiones inútiles y vanas pero agradables. Como el que, después de una operación[453], huye del médico y no se somete al vendaje, aceptó el dolor pero no esperó los beneficios de la curación, del mismo modo el que no acepta cicatrizar y aquietar su estupidez con una palabra punzante e hiriente, abandona la filosofía con sufrimiento y dolor[454], pero sin ningún beneficio. Pues no sólo como dice Eurípides, la herida de Télefo:
era calmada con las partes limadas y aserradas de la lanza[455],
sino también la misma palabra que hiere cura la herida producida en los jóvenes de talento por causa de la filosofía. Por lo que es preciso que el joven, que es reprendido, sufra y sienta alguna herida, pero no se desaliente y desanime, sino que, como en la celebración de los misterios, al iniciarse en la filosofía y después de someterse a las primeras purificaciones y confusiones, espere algo dulce y radiante a partir de la angustia y la agitación presentes. Pues, en efecto, también en el caso de que parezca que el reproche surge injustamente, es bueno que aguante y soporte firme al que habla y que él se dirija a aquél, una vez que ha acabado, defendiéndose y pidiéndole que aquella libertad de expresión y tono, de la que ahora se sirve contra él, la guarde para alguno de los errores cometidos realmente.
Además, así como las primeras enseñanzas en la lectura y escritura, en la lira y en la palestra producen también mucha confusión, esfuerzo e incertidumbre, y, después, para el que progresa poco a poco, al igual que en sus relaciones con los hombres, la gran familiaridad y conocimiento surgidos le hacen todas las cosas apetecibles, familiares y fáciles de decir y hacer, así también ocurre con la filosofía, la cual, porque produce también desagrado y extrañeza en sus primeras palabras y acciones, no conviene, porque uno tenga miedo a los comienzos, abandone tímida y cobardemente, sino que, examinando cada punto e insistiendo, y estando pendiente de lo que viene más adelante, espere la familiaridad que hace de todo lo bello un placer. En efecto, sin tardar, llegará ella aportando abundante luz al aprendizaje y produciendo apasionados deseos hacia la virtud, sin los cuales, es propio de un hombre arrogante o cobarde pasar el resto de su vida, habiéndose apartado de la filosofía por cobardía.
En efecto, es posible también que los problemas de la filosofía presenten alguna dificultad de compresión a los estudiosos inexpertos y jóvenes, al principio. Sin embargo, ellos caen, en verdad, en una confusión e ignorancia mayores por culpa de ellos mismos, cometiendo el mismo error a partir de maneras de ser diferentes. Pues, unos por vergüenza y miramiento hacia el que habla, sin atreverse a preguntar y a consolidar el discurso, como si lo entendieran, lo confirman con la cabeza; otros, en cambio, por una ambición intempestiva y por una rivalidad vana hacia los demás, mostrando agudeza y capacidad de buen aprendizaje, reconociendo captarlo, antes de entenderlo, no entienden nada. Y, entonces, a aquellos que son vergonzosos y que guardan silencio les sucede que, cuando se marchan, se disgustan con ellos mismos y se apuran y, por último, impulsados por la necesidad, esta vez con gran vergüenza, molestan a los que han hablado, preguntándoles y persiguiéndolos; en cambio, a los ambiciosos y audaces les sucede que siempre envuelven y ocultan su habitual ignorancia.
Por tanto, habiendo rechazado toda clase de cobardía y arrogancia y estando sólo dispuestos a aprender y comprender con inteligencia lo que se ha dicho con provecho, soportemos las risas de los que parecen inteligentes, como hicieron Cleantes[456] y Jenócrates[457] que, aunque parecía que eran más lentos que sus condiscípulos no rehuían el aprender ni desfallecían, sino que hacían los primeros las bromas sobre sí mismos, comparándose con los vasos de boca estrecha y con las tablillas de bronce, que, aunque reciben con dificultad los discursos, sin embargo los guardan con solidez y firmeza. Pues no sólo, como dice Focílides:
Muchas veces es engañado el que desea ser noble[458],
sino también conviene que sea objeto de burla y menosprecio muchas veces, y conviene que, después de aceptar las bromas y bufonadas, las rechace con todo su ánimo y combata hasta el final su ignorancia. Sin embargo, tampoco se debe descuidar el error que lleva a lo contrario, el que comenten los que por su lentitud son desagradables y pesados; pues no están dispuestos, valiéndose sólo de sí mismos, a resolver los problemas, sino que se los proponen al que habla, preguntándole muchas veces sobre las mismas cuestiones, como pajarillos sin plumas que están con la boca abierta siempre dispuestos a coger el alimento de boca ajena y que desean cogerlo todo ya dispuesto y preparado por los demás. Otros, en cambio, persiguiendo, fuera de lugar, fama de personas atentas y agudas, agotan a los que hablan con su charlatanería y excesiva curiosidad, proponiendo siempre dificultades de cuestiones no esenciales y tratando de conseguir pruebas de asuntos no necesarios:
De esta manera un camino corto se hace largo,
como dice Sófocles[459], no sólo para ellos mismos, sino también para los demás. Pues, interrumpiendo a cada momento al que enseña con preguntas vanas y superficiales, como en una comparsa, obstaculizan la continuidad del aprendizaje, que sufre interrupciones y retrasos. Ciertamente, éstos, según Jerónino[460], del mismo modo que los perrillos cobardes y curiosos, que muerden en casa las pieles y tiran de todo lo tirable de los animales salvajes, pero a los animales mismos no los tocan; también a aquellas personas perezosas aconsejémosles que, una vez que hayan comprendido lo fundamental, ellas mismas compongan por sí mismas lo demás, y que con la memoria guíen sus descubrimientos y, tomando el discurso de otro como principio y raíz, lo desarrollen y amplíen. Pues la inteligencia no necesita de relleno como un vaso, sino como la madera sólo de alimento, que crea impulso investigador y deseo hacia la verdad. En efecto, así como si uno necesita coger fuego de casa de sus vecinos, después de encontrar una lumbre grande y espléndida, permaneciera allí calentándose hasta el final, del mismo modo, si uno, acercándose hasta otro para beneficiarse de un discurso, no cree que es necesario encender su luz interior y su propia inteligencia, sino que, llenándose de gozo con la audición, permanece sentado cautivado, obtiene de los discursos sólo la opinión, como del fuego el otro se lleva sólo el color rojo y el brillo en su rostro, pero no ha logrado evaporar ni expulsar por medio del calor de la filosofía el moho y la tiniebla interior de su alma. Finalmente, si fuera necesario añadir algún otro consejo en relación con el acto de escuchar diríamos también que se debe, recordando lo dicho ahora, practicar la propia inventiva juntamente con el aprendizaje, para conseguir una formación que no sea sofística ni histórica, sino profundamente adquirida y filosófica, sabiendo que el saber escuchar es el principio de saber vivir bien.