Vamos a examinar qué se puede decir sobre la educación de los hijos nacidos libres y con qué método pueden llegar a ser buenos en sus costumbres.
Lo mejor es, quizá, comenzar primero por el nacimiento. En efecto, a los que desean ser padres de hijos ilustres yo, al menos, les aconsejaría que no se casen con mujeres de baja condición, quiero decir con mujeres tales como las cortesanas o las concubinas; pues a aquellos que, de parte de madre o de padre, en su nacimiento, tienen alguna mancha, les acompaña indeleblemente durante toda la vida la vergüenza de su bajo origen y son fácil presa de los que quieren despreciarlos y vituperarlos. Y así era sabio el poeta que dice:
Cuando los cimientos del linaje no se han establecido
correctamente, es fuerza que los descendientes sean desgraciados[2].
Así pues, un tesoro hermoso para poder hablar con libertad es un buen linaje, el cual debe ser tenido muy en cuenta por los que desean vivamente una prole de hijos legítimos. Además, los sentimientos de los que tienen un linaje indigno e ilegítimo están inclinados por naturaleza al fracaso y a la humillación. Y habla muy bien el poeta que dice:
Sin duda esclaviza a un hombre, aunque sea valiente,
el conocer las culpas de su madre o de su padre[3].
Así como, por el contrario, los hijos de padres ilustres están, naturalmente, llenos de arrogancia y orgullo. Y por eso, se dice que Diofanto[4], hijo de Temístocles, decía con frecuencia que lo que él quería era aprobado por el pueblo ateniense. Pues lo que él quería, también lo quería su madre; y lo que quería su madre, también lo quería Temístocles; y lo que quería Temístocles, también lo querían todos los atenienses. Son muy dignos de ser alabados también por su magnanimidad los lacedemonios, los cuales castigaron con una multa a su rey Arquidamo[5], porque se atrevió a tomar en matrimonio a una mujer pequeña de estatura, diciéndole que les pensaba dar no reyes sino reyecitos.
Y tendríamos que decir, a continuación de estas cosas, aquello que tampoco echaron en el olvido nuestros predecesores. ¿Qué cosa? Que los que se acercan a las mujeres para engendrar hijos conviene que hagan la unión, o totalmente templados o habiendo bebido moderadamente. Pues bebedores y borrachos suelen ser aquellos cuyos padres acontece que comenzaron a engendrarlos en estado de embriaguez. Por ello, también Diógenes[6], viendo a un muchacho fuera de sí y aturdido, le dijo: «Muchacho, tu padre te engendró estando borracho». Y sobre el nacimiento, ésta es mi opinión; ahora debemos hablar de la educación.
Por decirlo en líneas generales: lo que se suele decir acerca de las artes y de las ciencias, lo mismo se ha de decir de la virtud: para producir una actuación completamente justa es necesario que concurran tres cosas: naturaleza, razón y costumbre[7]. Llamo razón a la instrucción, y costumbre a la práctica. Los principios son de la naturaleza, los progresos de la instrucción, los ejercicios de la práctica, y la perfección de todas ellas. De modo que, según esto, si falta alguno de ellos, necesariamente la virtud es coja. Pues la naturaleza sin instrucción es ciega, la instrucción sin naturaleza es algo imperfecto, y el ejercicio sin los dos, nulo. De la misma manera que, para el cultivo de la tierra, es necesario, primero, que la tierra sea buena, y, luego, un labrador entendido y, después, buenas semillas, del mismo modo la naturaleza se parece a la tierra, el maestro al labrador y los preceptos y consejos de la razón a la semilla. Querría decir, insistiendo, que todas estas cosas concurren y se unen en las almas de los hombres que son celebrados por todos, de Pitágoras, de Sócrates, de Platón y de todos cuantos han alcanzado una gloria inmortal. Por tanto, es feliz y bienaventurado, aquel a quien alguno de los dioses le ha dado todas estas cosas. Pero, si alguno cree que los que no poseen dones naturales, aunque sean instruidos y ejercitados rectamente para la virtud, no serán capaces de compensar, en lo posible, el defecto de la naturaleza, debe saber que está en un grande o, mejor dicho, en un total error. Porque la indolencia echa a perder la virtud de la naturaleza, mientras que la enseñanza, por su parte, corrige la torpeza. Lo que es fácil escapa a los negligentes y lo difícil se alcanza con el cuidado. Uno puede aprender qué cosa tan provechosa y eficaz son el cuidado y el trabajo, si contempla muchas de las cosas que suceden: las gotas de agua horadan las piedras; el hierro y el bronce se gastan con el contacto de las manos; los aros de las ruedas de los carros, después de ser dobladas con el torno, no podrían recuperar, aunque se intentara, la dirección que tenían al principio. Es im posible enderezar los bastones de los actores[8], pero lo que es antinatural con el trabajo llega a ser más fuerte que lo natural. ¿Y acaso muestran estos solos ejemplos la fuerza del cuidado? No, sino que hay miles y miles.
Una tierra es buena por naturaleza, pero, si se la abandona, se vuelve estéril, y cuanto mejor es por naturaleza, tanto más se pierde por abandono, al ser descuidada. En cambio, un terreno estéril y más áspero de lo necesario, si se cultiva produce al punto excelentes frutos. ¿Y qué árboles abandonados no crecen torcidos y se hacen estériles, pero, si reciben un cultivo adecuado, son fértiles y fecundos? ¿Qué vigor corporal no se debilita y consume por negligencia, molicie y mala disposición moral? ¿Qué naturaleza débil no cobra una fuerza extraordinaria con ejercicios gimnásticos y certámenes? ¿Qué caballos, si son bien domados cuando son potritos, no son dóciles a sus jinetes? ¿Y cuáles permaneciendo sin domar, no acaban siendo feroces y salvajes? ¿Y por qué es necesario admirarse de lo demás, cuando vemos domesticados y dóciles con los trabajos a muchos de los animales más salvajes? También aquel tésalo, al ser preguntado sobre cuáles eran los más pacíficos de los tésalos[9], dijo con razón: «Los que dejan de guerrear». ¿Pero qué necesidad hay de decir muchos ejemplos?
Pues también el carácter es una costumbre que dura mucho tiempo[10] y, si alguno llama virtudes consuetudinarias a las virtudes de carácter, no parecerá en modo alguno que yerra. Poniendo un ejemplo más sobre esto, evitaré extenderme más acerca de las mismas cosas. Licurgo, el legislador de los lacedemonios, cogiendo dos cachorros de los mismos padres, no los crio a los dos de forma semejante, sino que al uno lo convirtió en un perro goloso y voraz, y al otro en un perro capaz de rastrear y cazar. Después, en cierta ocasión, estando reunidos en asamblea los lacedemonios, les dijo: «Lacedemonios, en verdad, para la adquisición de la virtud tienen una gran influencia las costumbres, la educación, la enseñanza y la conducta de la vida; yo, al punto, os mostraré estas cosas muy claramente». Luego, trayendo a los cachorros, los soltó, habiendo colocado en medio una fuente con carne y una liebre enfrente de los cachorros. El uno se lanzó en pos de la liebre, pero el otro se precipitó sobre la fuente. Y como los lacedemonios no podían comprender qué cosa les quería decir con ello y con qué intención les enseñaba los cachorros, dijo: «Estos dos cachorros son de los mismos padres, pero, habiendo recibido una educación diferente, el uno salió un goloso y el otro un cazador». Pero basten estas cosas acerca de las costumbres y géneros de vida[11].
A continuación toca hablar de la crianza. Conviene, pues, diría yo, que las madres mismas críen a sus hijos y les den a éstos el pecho; porque los alimentarán con más afecto y con mayor cuidado, amando a los hijos desde lo íntimo y, según dice el proverbio, desde las uñas[12]. Las nodrizas, en cambio, y las amas tienen un afecto interesado y falso, porque aman por la paga. También la naturaleza muestra que es necesario que las madres mismas críen y alimenten a sus hijos, pues, por ello, a todo animal que ha parido proporcionó el alimento de la leche. También la providencia sabiamente dotó a las mujeres de dos pechos, para que, si daban a luz a gemelos, tuvieran dobles las fuentes de alimentación. Pero, aparte de estas cosas, las madres serían más bondadosas y amables con sus hijos, y, por Zeus, no sin razón, pues la crianza común es como el lazo de unión del afecto. Pues también los animales parece que, cuando se los separa de los que con ellos se crían sienten nostalgia de ellos[13].
Así pues, como decía, se debe procurar que las madres, preferentemente, críen a sus hijos, pero, si acaso no fuera posible, o por debilidad corporal (pues tal cosa podría suceder) o porque desean enseguida engendrar otros hijos, por lo menos se deben elegir las nodrizas y las amas, no al azar, sino tan buenas como sea posible; y, en primer lugar, deben ser griegas por su carácter. Pues así como es necesario, inmediatamente después del nacimiento, formar los miembros del cuerpo de los hijos, para que éstos crezcan sanos y derechos, del mismo modo conviene desde el principio dirigir los caracteres de los hijos. Pues la juventud es dúctil y flexible y en las almas de éstos, aún tiernas, penetran profundamente las enseñanzas; pero todo lo que es duro difícilmente se ablanda. Porque, así como los sellos se imprimen en ceras blandas, del mismo modo las enseñanzas se imprimen en las almas de los que aún son niños. Y me parece que el divino Platón[14] aconsejaba acertadamente a las nodrizas que no contaran a los niños leyendas tomadas al azar, para que no sucediera que las almas de éstos se llenaran desde el principio de insensatez y corrupción. También el poeta Focílides[15] parece aconsejar muy bien, cuando dice:
Mientras que aún es niño,
hay que enseñarle las nobles acciones.
Además, no es conveniente que se omita esto, que también se ha de procurar que los jóvenes esclavos que van a cuidar de los hijos y hacer vida en común con éstos sean, ante todo, buenos en sus costumbres y, además, que hablen en griego y con claridad, para que, unidos a gentes bárbaras y ruines en su carácter, no se les peguen algunos de los vicios de aquéllos. También los que hacen proverbios hablan no sin razón, cuando dicen que «si habitas con un cojo, aprenderás a cojear».
Así pues, cuando alcancen la edad de ser puestos bajo la dirección de los pedagogos[16], entonces se ha de tener gran cuidado en la elección de éstos, para no entregar a los hijos sin darse cuenta a bárbaros o tramposos. Pues, en verdad, lo que hacen muchos en estos casos es verdaderamente ridículo. De los esclavos buenos, a unos hacen agricultores, a otros pilotos de sus naves, a otros mercaderes, a otros mayordomos y a otros banqueros; y, si encuentran a un esclavo bebedor y goloso y que no sirve para nada, se lo llevan y le entregan sus hijos. Pues es necesario que un buen pedagogo sea, por su naturaleza, tal como era Fénix, el pedagogo de Aquiles[17].
Y voy a hablar de la más grande y más importante de todas las cosas dichas hasta ahora. Se debe buscar para los hijos unos maestros que sean irreprochables por su género de vida, irreprensibles en sus costumbres y los mejores por su experiencia, pues la fuente y raíz de una conducta intachable es casualmente una buena educación. Y así como los agricultores colocan estacas a las plantas, del mismo modo los buenos maestros dan buenos preceptos y consejos a los jóvenes, para que los caracteres de éstos crezcan rectamente. Ahora podría despreciar a algunos padres, que, antes de poner a prueba a los que van a ser maestros de sus hijos, por ignorancia, a veces también por inexperiencia, entregan sus hijos a hombres ruines y falsos. Y esto no es muy ridículo, si obran sólo por inexperiencia, pero es extremadamente absurdo aquello otro. ¿Qué cosa? Frecuentemente, conociendo, porque las ven o porque se las cuentan otros, la inexperiencia y aun la maldad de algunos maestros, sin embargo les confían a sus hijos; los unos, porque se dejan convencer por las adulaciones de los que buscan darles gusto, y hay quienes lo hacen por agradar a los amigos que se lo piden; actuando de la misma forma que actuaría uno que, estando enfermo en su cuerpo, dejando al que posee la ciencia para sanarle, por dar gusto al amigo, escogiera al que por su inexperiencia lo podría matar o, despreciando al mejor piloto, tomase al peor porque se lo pidiese un amigo; ¡oh Zeus y dioses todos!, ¿hay padre, que merezca tal nombre, que estime más el favor de los que le ruegan que la educación de sus hijos?
Según eso, decía muchas veces con razón aquel viejo Sócrates[18] que, si fuera posible, de alguna manera, subiéndose a lo más alto de la ciudad, se pondría a gritar: «¿A dónde, hombres, os dejáis llevar, los que ponéis todo vuestro esfuerzo en la adquisición de riquezas, pero os preocupáis muy poco de los hijos a los que se las vais a dejar?». A estas cosas yo añadiría que tales padres actúan de forma semejante a como si uno se preocupara del calzado, pero tuviera poco cuidado del pie.
Y muchos de los padres llegan a tal punto de avaricia y, a la vez, de odio hacia sus propios hijos que, para no pagar un mayor salario, eligen como maestro de sus hijos a hombres de ninguna estima, buscando una ignorancia barata. Por esto también Aristipo[19], no sin gracia, sino muy inteligentemente se burló de palabra de un padre vacío de inteligencia y sentido. Pues, habiéndole preguntado un hombre cuánto salario pedía por la educación de su hijo, le dijo; «Mil dracmas». Al responderle el padre: «¡Por Heracles!, ¡qué petición tan excesiva! Por mil dracmas, en verdad, puedo comprar un esclavo». «Y así, le dijo Aristipo, tendrás dos esclavos, tu hijo y el que compres». Y, en general, ¿cómo no va a ser absurdo que acostumbremos a los niños a tomar los alimentos con la mano derecha y riñamos al que extiende la izquierda, pero, en cambio, no tomemos ninguna precaución para que escuchen enseñanzas correctas y apropiadas?
Así pues, ¿qué les sucede a padres muy admirados, cuando han mal criado y mal educado a sus hijos? Yo os lo diré. En efecto, cuando, después de haber sido inscritos en la lista de ciudadanos[20], menosprecian la vida sana y ordenada y se precipitan en placeres desordenados y propios de esclavos, entonces los padres se arrepienten de la educación de sus hijos, cuando ya no sirve de nada, afligiéndose con los vicios de aquéllos. Pues, de ellos, unos aceptan a aduladores y parásitos, hombres perdidos y abominables, corruptores y destructores de la juventud; otros compran la libertad de cortesanas y rameras, altaneras y derrochadoras; otros se consumen en banquetes; otros se pierden en juegos y malas compañías, y, finalmente, algunos son alcanzados por vicios más audaces, cometiendo adulterios y yendo de juerga coronados de hiedra, dispuestos a comprar un único placer con la muerte. Pero, si hubieran tenido tratos con un filósofo, quizá habrían aceptado obedientes los mandatos de éste y, al menos, habrían aprendido aquel precepto de Diógenes[21] que, severo con las palabras, pero muy realista en los hechos, aconseja y dice; «Entra, muchacho, en un lupanar, para que aprendas que en nada difieren las cosas valiosas de las baratas[22]».
Resumiendo, pues, digo (y podría parecer con razón que estoy pronunciando oráculos más que dando consejos) que en estas cosas el único punto capital, primero, medio y último, es una buena educación y una instrucción apropiada, y afirmo que estas cosas son las que conducen y cooperan a la virtud y a la felicidad. El resto de los bienes son humanos y pequeños y no son dignos de ser buscados con gran trabajo. Un linaje bueno es una cosa bella, pero es un bien de nuestros antepasados; la riqueza es preciosa, pero es un don de la fortuna, ya que muchas veces la quita a los que la tienen y, llevándosela, la ofrece a los que no la esperan; y una gran riqueza es un blanco para los que quieran apuntar a las bolsas ajenas, para los criados ruines y para los sicofantas[23], y lo más destacable es que también los más viles la pueden poseer. La gloria sí es una cosa magnífica, pero insegura; la belleza es disputada, pero dura poco tiempo; la salud es una cosa valiosa, pero mudable; la fuerza del cuerpo es algo envidiable, pero es presa fácil de la enfermedad y la vejez. Y, en general, si unos se enorgullecen por la fuerza de su cuerpo, sepan que yerran en su juicio. Pues, ¿qué es la fuerza humana comparada con la fuerza de los otros animales? Hablo de animales como los elefantes, los toros y los leones. Mas la instrucción es lo único que en nosotros es inmortal y divino. Y dos son los bienes en la naturaleza humana superiores a todos: la razón y la palabra. Y la razón domina la palabra y la palabra obedece a la razón que no se somete a la fortuna ni puede ser arrebatada por la calumnia ni se destruye con la enfermedad y es indemne a la vejez. Pues sólo la razón envejeciendo se rejuvenece, y el tiempo que arrebata todas las demás cosas añade sabiduría a la vejez. Y la guerra, ciertamente, a modo de torrente, que todo lo arrastra y que todo se lo lleva, sólo a la instrucción no puede llevársela.
Y me parece que Estilpón, el filósofo de Mégara, dio una respuesta memorable, cuando Demetrio[24], habiendo reducido a esclavos a todos los habitantes arrasó hasta sus cimientos la ciudad[25], le preguntó a Estilpón si había perdido algo. Y éste le respondió: «No, ciertamente, pues la guerra no somete a pillaje a la virtud». Y, en conformidad y armonía con ésta, se muestra la respuesta de Sócrates[26]. Pues éste, al preguntarle, me parece, Gorgias qué opinión tenía sobre el gran Rey[27] y si pensaba que éste era feliz, respondió: «No sé cómo está en virtud e instrucción», como si la felicidad residiera en esto, no en los bienes de la fortuna.
Pero, así como aconsejo que no se puede hacer nada más importante que instruir a los hijos, del mismo modo, por otra parte, afirmo de nuevo que es necesario cogerse a una educación incorruptible y sana y apartar a los hijos lo más lejos posible de las pomposas charlas. Pues complacer a la multitud es desagradar a los sabios. Y Eurípides sirve de testigo a mis palabras, cuando dice:
Yo soy inepto en el discurso ante la gente,
y más hábil ante los de mi edad y aun pocos.
Y los que son incapaces delante de los sabios
son los más aptos para hablar ante el vulgo[28].
Y yo, al menos, veo que los que se cuidan de hablar a la gente de forma agradable y grata terminan también la vida, la mayoría de las veces, corrompidos y amantes de los placeres. Y, por Zeus, con razón. Pues, si, para procurar placeres a los otros, descuidan lo honesto, difícilmente pondrían lo justo y saludable por encima de su propia molicie y lujuria, persiguiendo lo sensato en vez de lo agradable. Y además de esto ***[29] qué [cosa más útil enseñaríamos] a los niños. Pues es hermoso, en verdad, que no digan ni hagan nada a la ligera, y, como dice el proverbio: «las cosas bellas son difíciles[30]». Los discursos improvisados están llenos de mucha negligencia y ligereza, y son propios de personas que no saben dónde hay que empezar y dónde hay que concluir.
Aparte de estos defectos, los que hablan sin preparación caen en una terrible falta de medida y en la palabrería. En cambio, la reflexión no permite que el discurso salga de la proporción adecuada. Pericles[31], como se nos ha transmitido por la tradición oral, llamado por el pueblo en repetidas ocasiones para hablar, no hizo caso a sus peticiones, diciendo que no estaba preparado. Del mismo modo también Demóstenes[32], que fue un emulador de la política de aquél, cuando los atenienses lo llamaron para que les diese su consejo, se resistía diciendo: «No estoy preparado». Esto, quizá, es una tradición anónima y ficticia. Pero en el discurso contra Midias presenta claramente la utilidad de la reflexión. Ciertamente, dice: «Yo digo, atenienses, que lo he pensado y no podría negar que me he preparado como mejor he podido. Pues sería un desgraciado, si, habiendo sufrido y sufriendo tales cosas, descuidara lo que voy a deciros acerca de esto». Mas, yo, por mi parte, no diría que es necesario rechazar la presteza en el hablar ni que no se debe practicar ésta en cosas dignas, sino que esto, como en los medicamentos, se ha de hacer convenientemente.
En efecto, antes de llegar a la edad viril opino que no hay que decir nada sin preparación, pero cuando se consolida la capacidad del hombre, entonces éste, cuando se presente la ocasión, conviene que use libremente del discurso. Porque, del mismo modo que los que han estado atados durante mucho tiempo, aunque sean desatados después, debido a la prolongada costumbre de las cadenas, vacilan siendo incapaces de caminar, de la misma manera los que, durante mucho tiempo, tuvieron amarrado su discurso, si alguna vez necesitaran hablar de improviso, no en menor medida conservan la misma forma en su expresión. Pero el dejar que los que son todavía niños hablen en toda ocasión es causa de la peor vanilocuencia. Cuentan que un mal pintor, habiendo mostrado un cuadro a Apeles[33], dijo: «Éste lo he pintado en un momento». Y él le respondió: «Aunque no lo dijeras, sé que lo has pintado rápidamente; y me admiro de que no hayas pintado muchos más como éste».
Por tanto, así como aconsejo (pues vuelvo al tema principal de mi discurso) huir y evitar aquella teatral y enfática manera de hablar, del mismo modo también, de nuevo, aconsejo evitar la mezquindad y la pobreza de estilo[34].
Porque la una, la ampulosa, no es apropiada a la política, la otra, la árida, es demasiado ineficaz. De la misma manera que conviene que el cuerpo esté no solamente sano sino también robusto, así el discurso es necesario que esté no sólo libre de defectos, sino también que sea vigoroso. Pues lo seguro es sólo objeto de alabanza, pero lo arriesgado es también admirado.
Tengo, casualmente, la misma opinión en relación a la disposición del alma; pues no conviene que sea osada ni cobarde ni temerosa, ya que lo uno lleva a la desvergüenza y lo otro a la esclavitud. El tender en todas las cosas al justo medio es artístico[35] y de buen gusto. Pero quiero, mientras hago todavía mención de la instrucción, decir la opinión que tengo sobre ella: que un discurso de un solo miembro, en primer lugar, lo tengo como señal no pequeña de ignorancia; luego pienso también que es fastidioso y totalmente insoportable en relación con el ejercicio. Pues la monotonía en todo es algo cansado y arduo, mientras que la variedad, como lo es también en todas las demás cosas, es algo agradable tanto en las audiciones como en los espectáculos.
Por tanto, es necesario que el niño nacido libre no deje de oír y de ver ninguna de las disciplinas llamadas artes liberales[36], sino que éstas ha de aprenderlas de corrido, como para gustar de ellas (pues es imposible ser perfecto en todo), pero ocuparse solícitamente de la filosofía. Y puedo aclarar mi propia opinión por medio de una comparación; pues, así como es bello pasar por muchas ciudades navegando, lo útil es habitar en la más poderosa. También Bión[37], el filósofo, decía graciosamente que, así como los pretendientes no pudiendo acercarse a Penélope tenían tratos con las esclavas de ésta, del mismo modo también los que no tienen éxito con la filosofía se gastan en otras disciplinas, que no tienen ningún valor. Por ello, es necesario hacer de la filosofía la cabeza principal de toda la instrucción[38].
Pues, en efecto, en relación con el cuidado del cuerpo los hombres encontraron dos ciencias: la medicina y la gimnasia, de las cuales la una proporciona la salud y la otra el vigor. Pero sólo la filosofía es remedio de la debilidades y sufrimientos del alma, ya que, por medio de ella y con ella, es posible conocer[39] qué es lo bello y qué lo vergonzoso, qué lo justo y qué lo injusto, qué cosa, en resumen, hay que buscar y de qué cosa hay que huir: cómo se debe tratar a los dioses, a los padres, a los ancianos, a las leyes, a los extranjeros, a los magistrados, a los amigos, a las mujeres, a los hijos y a los criados; que es necesario venerar a los dioses, honrar a los padres, respetar a los ancianos, obedecer las leyes, estar sometido a los magistrados, querer a los amigos, ser moderado con las mujeres, ser cariñoso con los hijos, no ultrajar a los esclavos; y, lo más importante de todo: no estar demasiado contentos en la prosperidad ni demasiado tristes en la adversidad[40]; ni ser desenfrenados en los placeres, ni apasionados y bestiales en la ira[41]. Yo considero que éstos son los más importantes de todos los bienes que se derivan de la filosofía.
El portarse noblemente en la desgracia es viril y llevar la prosperidad sin envidia es propio de hombres; el vencer los placeres con la razón es de sabio y el vencer la ira no es cosa de cualquier hombre. Pero yo considero perfectos a los hombres capaces de unir y alternar la actividad política con la filosofía, y pienso que son dueños de los dos mayores bienes que existen: de una vida de utilidad común dedicándose a la política y de una vida tranquila y serena, ocupándose de la filosofía[42]. Porque de los tres géneros de vida que existen, la activa, la contemplativa y la entregada a los deleites[43], ésta, disoluta y esclava de los placeres, es animal y mezquina; la activa, carente de filosofía, es grosera y defectuosa, y la contemplativa, si no acierta en la actividad, es inútil. Así pues, tenemos que esforzarnos por participar en la vida común con todas nuestras fuerzas y dedicarnos a la filosofía en cuanto lo permitan las circunstancias.
Así participaron en la política Pericles, Arquitas de Tarento, Dión de Siracusa y Epaminondas de Tebas, de los cuales los dos últimos fueron amigos de Platón[44].
Y sobre la educación no sé en qué conviene detenerse, hablando más de ella, sino para añadir a lo dicho que es provechoso, más aún, necesario, no tener en poco la adquisición de libros antiguos, antes bien hacer una colección de éstos a la manera como el agricultor*** (se procura herramientas para la labranza[45]). Del mismo modo, el instrumento de la educación es el uso de los libros y resulta que con ellos conservamos la ciencia desde su fuente.
Además, tampoco hay razón para descuidar los ejercicios del cuerpo, sino que, enviándolos al maestro de gimnasia[46], los muchachos deben practicar suficientemente estas cosas, tanto por el desarrollo armónico de sus cuerpos como por el vigor de los mismos, porque la base de una buena vejez es la buena salud de los cuerpos en la niñez. En efecto, así como en tiempo sereno conviene prepararse para la tormenta, del mismo modo en la juventud se debe guardar disciplina y moderación como viático para la vejez. De la misma manera conviene administrar el trabajo del cuerpo para que, por estar cansados[47], no se agote uno para el cultivo de la educación. Pues, según Platón[48], el sueño y el cansancio son los enemigos de la enseñanza. ¿Y por qué estas cosas? Pues porque me apremia hablar de lo que es más importante que todo lo dicho hasta ahora: para los combates militares se debe ejercitar a los muchachos en el lanzamiento de la jabalina, en arrojar dardos y en la caza. Pues «los bienes de los vencidos en las luchas son los premios para los vencedores[49]». La guerra no admite el temple de cuerpos crecidos en la sombra; en cambio, un soldado delgado, pero hecho a los ejercicios de la guerra, rechaza a falanges de atletas y multitud de batallas.
Seguramente, pueda decir alguno: ¿qué es esto? Tú, después de haber prometido preceptos sobre la educación de los hijos libres, parece verdaderamente que estás descuidando la educación de los pobres y plebeyos, y reconocerás que estás dando consejos solamente para los ricos. No es difícil responder a éstos. Pues yo desearía mucho que la educación fuera para todos comúnmente provechosa. Pero, si algunos por estar faltos de recursos propios no pueden hacer uso de mis preceptos que acusen a la fortuna, no al que aconseja estas cosas. Efectivamente, incluso los pobres deben intentar por todos los medios procurar la mejor educación de sus hijos. Pero si esto no es posible, se debe usar la que esté dentro de sus posibilidades. He añadido estas explicaciones adicionales a mi discurso, para tratar sin interrupción también las otras cosas que contribuyen a la recta educación de los jóvenes.
Yo afirmo también que es necesario que los niños sean conducidos hacia los buenos hábitos con consejos y razonamientos, pero no, por Zeus, con golpes y ultrajes. Pues parece, de alguna manera, que estas cosas con vienen a esclavos más que a hombres libres. Sin duda se embotan y tiemblan ante los trabajos, en parte por los dolores de los golpes, en parte por la injuria. En cambio, las alabanzas y los reproches son más útiles a los hombres libres que cualquier ultraje, porque los unos estimulan a las cosas buenas y los otros apartan de las cosas vergonzosas. Pero conviene usar alternativa y variadamente de los reproches y de las alabanzas y, cuando alguna vez cometan una falta, hacer que se avergüencen con los reproches y que se animen de nuevo con las alabanzas e imitar a las nodrizas, las cuales, cuando los niños empiezan a llorar, le dan otra vez el pecho para consolarlos. Y no conviene excitarlos y envanecerlos con alabanzas, pues con la exageración en los elogios se vuelven vanidosos y se enervan.
Yo vi también a algunos padres para los cuales el amar demasiado fue la causa de no amar[50]. ¿Qué es lo que quiero decir?, [¿para con un ejemplo hacer más clara la frase?]. Pues esforzándose para que los hijos sean los primeros rápidamente en todo, les imponen unos trabajos excesivos, con los cuales caen desfallecidos y, además, agobiados por los sufrimientos, no reciben dócilmente la enseñanza. Pues, así como las plantas crecen con un riego moderado, pero se ahogan con mucha agua, del mismo modo el alma crecerá con los trabajos moderados y con los excesivos se agobiará. A los hijos se les debe dar un descanso en sus trabajos continuos, considerando que toda nuestra vida está repartida entre el descanso y el trabajo. Y, por esto, no sólo fue creada la vigilia, sino también el sueño; no sólo la guerra, sino también la paz; no sólo la tormenta, sino también los días serenos; no sólo los días de trabajo, sino también las fiestas; para decirlo brevemente, el descanso es el condimento de los trabajos. Y esto se podría ver que sucede no sólo en los animales, sino también en las cosas inanimadas, pues también aflojamos las cuerdas de los arcos y de las liras, para poderlas tensar. En general, el cuerpo vive con la necesidad y la satisfacción, y el alma con el reposo y el trabajo.
Por otro lado, son dignos de reprensión algunos padres que, después de confiar sus hijos a los pedagogos y maestros, no son en absoluto ellos mismos testigos oculares ni oyentes de la enseñanza de éstos, errando más de lo que sería menester. Porque ellos mismos deben hacer un examen de sus hijos cada pocos días y no poner sus esperanzas en la disposición del asalariado. Pues también aquéllos tendrán más cuidado de los niños, si de vez en cuando tienen que rendir cuentas de su trabajo. Y aquí viene muy a propósito lo dicho graciosamente por aquel cuidador de caballos: que nada engorda tanto al caballo como el ojo del rey[51].
Mas conviene, antes que nada, ejercitar y acostumbrar la memoria de los niños, porque es como el almacén de la educación, y por esto contaron las leyendas que Mnemósine[52] es madre de las Musas, queriendo significar y dar a entender que nada hay como la memoria para, por naturaleza, producir y alimentar. Y por esto se ha de ejercitar ésta en ambos casos; ya sea porque los niños estén dotados de buena memoria, ya porque, por el contrario, sean olvidadizos. Pues, en un caso, reforzaremos la abundancia de la naturaleza y en el otro supliremos la falta. Y mientras aquéllos serán mejores que los otros, éstos serán mejores que ellos mismos. Pues lo dice muy bien la frase de Hesíodo:
Sin duda, si colocares, aunque sea un poco sobre otro poco,
e hicieras esto con frecuencia, pronto lo poco podría llegar a ser mucho[53].
En efecto, que no olviden los padres que la parte de la instrucción concerniente a la memoria contribuye, en una porción no pequeña, no sólo a la educación, sino también a las actividades de la vida. Pues el recuerdo de las actividades pasadas se convierte en un ejemplo de prudencia de las futuras.
Y, sin duda, se debe apartar a los hijos del lenguaje obsceno. En efecto, «la palabra es la sombra de la acción[54]», según Demócrito. Según eso, en verdad, se debe procurar que sean afables y corteses. Porque, así como un carácter descortés se hace merecidamente odioso, del mismo modo los niños pueden ser agradables a sus compañeros si no son porfiados en absoluto en sus discusiones, pues no sólo es bello el vencer, sino también el saber ser derrotado en aquellos casos en que vencer es dañoso. Como es, en realidad, también una victoria cadmea[55]. Yo puedo alegar como testigo de esto a Eurípides, el sabio, que dice:
Cuando dos hablan, si uno de ellos se encoleriza,
es más sabio el que no se opone a los razonamientos[56].
Pues bien, hay otras cosas que deben ejercitar los jóvenes no en menor medida que las que llevamos dichas. Y, naturalmente, se han de decir. Éstas son: el ejercitarse en una vida modesta, el refrenar la lengua, el estar por encima de la ira y el dominar las manos. Se ha de considerar cuán importante es cada una de estas cosas. Pero serán más comprensibles con ejemplos. Así como, por empezar primero por el último, algunos, poniendo sus manos en ganancias ilícitas, echaron a perder su vida pasada: como Gilipo[57], el lacedemonio, que, habiendo desatado los sacos de las monedas, fue expulsado de Esparta. El no irritarse es, ciertamente, propio de un hombre sabio. Así Sócrates, habiéndole dado a él un puntapié un joven muy atrevido y desvergonzado, al ver que los que estaban a su alrededor se indignaban y excitaban y querían perseguirlo, dijo: «¿Acaso también, si un asno me hubiera coceado, habríais considerado digno que yo le devolviera la coz?». Ciertamente, aquél no quedó del todo sin castigo, pues como todos lo injuriaban y le llamaban coceador, se ahorcó. Habiendo divulgado Aristófanes[58], cuando estrenó sus Nubes, todo tipo de insolencias contra él y habiendo dicho uno de los presentes: «¿No te irritas, oh Sócrates, al ser ridiculizado de tal manera?», respondió:
«No, por Zeus, al menos yo, no, pues soy objeto de burla en el teatro como en un gran banquete[59]». Semejantes y compañeras de estas cosas parecerán las actuaciones de Arquitas de Tarento[60] y Platón. Pues aquél, al regresar de la guerra (donde había sido general) y al encontrar yerma su tierra, llamando a su colono, le dijo: «Lo lamentarías, si yo no estuviera demasiado irritado». Y Platón[61], habiéndose enfadado con un esclavo goloso y desvergonzado, llamando al hijo de su hermana, a Espeusipo[62], le dijo marchándose: «Golpea tú a éste, pues yo estoy demasiado enfadado». Sin embargo, alguno podría decir que estas cosas son duras y difíciles de imitar. Yo también lo sé.
En todo caso, se ha de intentar, cuanto podamos y nos sea posible, valiéndonos de estos ejemplos, suprimir la mayor parte de la ira incontinente y furiosa, pues ni somos iguales en las demás cosas ni en sus experiencias ni en sus conductas intachables; pero intentemos no menos que aquéllos, como si fuéramos hierofantes[63] de los dioses e intérpretes de su sabiduría en la medida que podamos, imitarlos y lograr degustar un poco sus conductas.
Pues bien, en cuanto a dominar la lengua (pues de esto, como me propuse, nos queda que hablar), si alguno piensa que es cosa pequeña e insignificante, se aparta mucho de la verdad. Pues sabio es un oportuno silencio y mejor que cualquier discurso. Y por esto me parece que los antiguos instituyeron los cultos mistéricos, para que, acostumbrados a callar en ellos, traspasemos el temor que tenemos a los dioses a la custodia de los misterios humanos. Además, ciertamente, nadie se arrepintió de haber callado, pero muchísimos de haber hablado. Pues lo que se calla es fácil decirlo, pero retirar lo dicho es imposible. Yo sé, por haberlo oído, que muchísimos hombres cayeron en las mayores desgracias a causa de la incontinencia de su lengua. De los cuales, dejando a un lado otros casos, recordaré uno o dos como ejemplo. Cuando Filadelfo tomó por esposa a su hermana Arsínoe, como dijera Sotades[64]:
Hundes el aguijón en un agujero impuro,
se pudrió durante mucho tiempo en la cárcel y pagó su culpa no sin razón, por su charlatanería inoportuna, pues por hacer reír a los demás, lloró él durante largo tiempo. Cosas parecidas y concordantes con éstas, pero mucho más terribles dijo y padeció Teócrito[65] el sofista. En efecto, habiendo ordenado Alejandro[66] a los griegos que preparasen, vestidos de púrpura, para a su vuelta, celebrar con sacrificios las victorias en la guerra contra los bárbaros y como los pueblos tuvieran que contribuir con dinero a tanto por cabeza, dijo: «Al principio estaba dudoso, pero ahora sé con toda claridad que la muerte purpúrea de Homero es esto[67]». A causa de estas palabras se enemistó con Alejandro. E hizo montar en cólera desmedida a Antígono[68], rey de los macedonios, que era tuerto, al echarle en cara su defecto. Pues, Antígono, habiendo enviado a Teócrito a su antiguo cocinero, Eutropión, que tenía un alto cargo, le pidió que se presentara a él y le diese y recibiese explicaciones. Y, habiéndole comunicado aquél estas cosas, volviendo muchas veces, le dijo: «Sé bien que quieres servirme crudo al Cíclope», injuriando al uno porque era tuerto y al otro porque era cocinero. Y aquél, después de decir: «Pues bien, perderás la cabeza y pagarás la pena por tu charlatanería y locura», anunció lo que había dicho al rey, el cual, habiéndolo mandado traer, hizo matar a Teócrito.
Pero, junto a todas estas cosas, lo que es lo más sagrado***[69] acostumbrar a los niños a decir la verdad. Pues el mentir es propio de esclavos y es digno de ser odiado por todos los hombres y ni siquiera es perdonable a esclavos medianos.
En verdad he tratado estas cosas en torno a la buena conducta y prudencia de los niños sin dudar ni vacilar, pero sobre lo que voy a hablar estoy perplejo e indeciso, e inclinándome ya a un lado ya a otro, como en una balanza, no puedo decidirme por ninguno de los dos. Se apodera de mí una gran vacilación sobre si he de tratar o evitar el tema. Sin embargo, se debe arriesgar uno a hablar de ello. ¿De qué se trata? ¿Es necesario permitir a los amantes de los niños que estén con ellos y pasen el tiempo juntos, o, por el contrario, conviene impedírselo y separarlos de la compañía de éstos? Porque, cuando miro a los padres rudos, austeros y ásperos de carácter, que consideran una insolencia intolerable de sus hijos la compañía de los amantes, temo convertirme en el autor y consejero de ésta. Mas, cuando, por otra parte, pienso en Sócrates, Platón, Jenofonte, Esquines o Cebes[70], en todo el coro de aquellos hombres, que aprobaron los amores masculinos y condujeron a los adolescentes a la educación, al gobierno del pueblo y a la excelencia de las costumbres, de nuevo soy otro y me inclino a la emulación de aquellos hombres. Y Eurípides da testimonio de estas cosas, cuando dice así:
Pero existe otro amor entre los hombres
el de un alma justa, prudente y buena[71].
[También aquel dicho de Platón[72], en el que hay seriedad y chanza, no se debe pasar por alto en silencio. Pues dice que conviene permitir a los que son los mejores besar a aquél de los bellos jóvenes que quieran]. Pero conviene rechazar a los que sólo buscan la belleza juvenil, pero, en general, aceptar a los amantes del alma.
Ciertamente, se han de evitar los amores al estilo de Tebas y Élide[73], y el llamado rapto de Creta[74], pero se han de imitar, en cambio, los de Atenas y Esparta. (También se ha de imitar el de los niños).
Así pues, sobre estas cosas que cada uno las tome según sus convicciones. Y yo, después que he hablado de la disciplina y de la moderación de los niños, voy a pasar al período de la adolescencia, hablando muy brevemente. Porque con frecuencia censuré a los hombres causantes de costumbres malvadas, los cuales confiaron los niños a pedagogos y maestros, pero permitieron que el ímpetu de los adolescentes anduviera suelto, cuando era necesario, por el contrario, poner en éstos mucho más cuidado y vigilancia que en los niños. Pues, ¿quién no sabe que las faltas de los niños son pequeñas y perfectamente sanables —quizá un desprecio a los pedagogos, y alguna falta y desobediencia hacia sus maestros—? En cambio, los delitos de los jóvenes muchas veces son enormes y terribles: excesos en la comida, hurtos de los bienes paternos, juegos de dados, banquetes, orgías, amoríos con doncellas y adulterios con mujeres casadas. Sin duda, conviene contener y frenar los ímpetus de éstos con todo cuidado, pues la fuerza de los placeres es algo incontrolable, rebelde y necesitado de freno, de modo que los que no se preocupan con energía de esta edad, sin darse cuenta están concediendo licencia para los delitos.
Por tanto, conviene que los padres sensatos, sobre todo durante este tiempo, vigilen, estén en guardia, corrijan con prudencia, enseñándoles, amenazándoles, rogándoles, mostrándoles ejemplos de personas que cayeron en desgracias por amor a los placeres y de los que por su templanza alcanzaron alabanza y buena fama. Pues estas dos cosas son, por así decirlo, los fundamentos de la virtud: la esperanza de la honra y el temor al castigo. Porque la una hace a los hombres más dispuestos para las prácticas más bellas, el otro, en cambio, los hace lentos para las malas acciones.
Y, en general, conviene apartar a los niños de la compañía de hombres perversos, pues se les pega algo de la maldad de éstos. Esto también lo recomendaba Pitágoras[75] por medio de enigmas, los cuales yo, exponiéndolos, explicaré, pues también estas cosas poseen una importancia no pequeña para la adquisición de la virtud. Como: «no probar melanuros[76]», esto es, no pasar el tiempo con hombres negros por su mal carácter; «no saltes por encima de la balanza», esto es, que es necesario hacer muchísimo caso de la justicia y no saltar por encima de ésta; «no sentarse sobre el cuartillo», es decir, huir de la pereza y pensar cómo proporcionarse el sustento necesario; «no dar la mano derecha a cualquiera», en vez de decir que no conviene establecer relaciones fácilmente; «no llevar un anillo apretado», que es necesario llevar una vida «libre» y no atarla con nudo alguno; «no atizar el fuego con el hierro[77]», en lugar de no provocar al airado, pues no conviene sino ceder ante los que están irritados; «no comer el corazón», no dañar el alma fatigándola con preocupaciones; «abstenerse de las habas[78]», que no conviene meterse en política, pues entonces se hacían con habas las votaciones por las cuales se ponía principio y fin a las magistraturas; «no echar comida en el orinal», sin duda significa que no conviene echar buenos razonamientos en un alma perversa, pues el razonamiento es alimento del pensamiento, y a ése lo hace impuro la maldad de los hombres; «no volverse cuando se ha llegado a la meta», esto es, cuando se va a morir y cuando se ve que el fin de la vida está próximo, sufrirlo de buen humor y sin acongojarse.
Volveré de nuevo al tema de mi discurso desde el principio. Es necesario, como decía, apartar a los niños de todos los hombres perversos y, sobre todo, de los aduladores. Pues también quisiera decir ahora lo que repito con frecuencia a muchos padres: no hay especie más depravada ni que, sobre todo y más rápidamente, lleve a la ruina a la juventud que la de los aduladores, los cuales aniquilan de raíz a los padres y a los hijos, afligiendo la vejez de los unos y la juventud de los otros; ofreciendo el placer como cebo irresistible de sus consejos. Los padres aconsejan a sus hijos [ricos] que sean sobrios, ellos que se embriaguen; que sean moderados, y ellos que sean impúdicos; que ahorren, y ellos que despilfarren; que amen el trabajo, y ellos que sean negligentes, diciendo: «la vida toda es un instante, conviene vivir no vegetar[79], ¿por qué nos debemos de preocupar de las amenazas del padre? Es un viejo bobo y un espectro y, levantándolo en alto, lo enterraremos muy pronto». Y alguno les ofrece una ramera, y prostituye a una esposa, y despoja y saquea los recursos de los padres para su vejez. Raza perversa, hipócritas de la amistad, que no conocen la sinceridad, aduladores de los ricos y que miran con desdén a los pobres, que se conducen ante los jóvenes al son del arte lírico, que se ríen a carcajadas cuando sus patrones sonríen[80], miembros falsos y bastardos de la vida, que viven atentos a los gestos de los ricos, libres por azar, pero esclavos por elección[81]. Cuando no son maltratados, entonces piensan que sufren agravio, porque son mantenidos de balde. De modo que, si a un padre le preocupa la buena educación de sus hijos, debe desterrar a estas abominables criaturas y expulsar también a los condiscípulos perversos, pues también éstos son capaces de destruir las naturalezas más virtuosas.
Todo esto, en efecto, es bello y provechoso, pero las cosas que voy a decir son propias de los hombres. Pues de nuevo yo opino que los padres no deben ser muy crueles y rudos de naturaleza, sino que con frecuencia han de perdonar algunas de las faltas más suaves y acordarse de que también ellos fueron jóvenes. Y, así como los médicos, mezclando las medicinas amargas con jugos dulces, hacen del placer un camino hacia lo provechoso, del mismo modo conviene que los padres combinen el rigor de sus representaciones con la dulzura, y unas veces ceder a los deseos de sus hijos y aflojar las riendas, y otras, por el contrario, volver a tirar de ellas y, sobre todo, soportar de buen grado sus faltas, y si no, al menos, una vez que se han enfadado, cesar en la ira, rápidamente.
Así pues, conviene más que el padre sea vivo de genio que colérico, porque la ira y la dureza para la reconciliación son señales no pequeñas de odio a los hijos. Y es hermoso también fingir que no se ven algunas de las faltas, sino trasladar la falta de vista y oídos de la vejez a las cosas realizadas, para que, viendo algunas acciones, no las vean y, oyéndolas, no las oigan. Soportamos las faltas de los amigos, ¿qué hay de admirable si soportamos las de los hijos? Muchas veces, cuando se emborrachan los esclavos no les reprochamos su embriaguez. Fuiste alguna vez tacaño con tu hijo, sé también generoso; te enfadaste alguna vez con él, perdónale también; te engañó alguna vez por medio de un criado, reprime tu cólera; te quitó alguna vez del campo una yunta, volvió alguna vez oliendo a la borrachera del día anterior, ignóralo; oliendo a perfumes, calla. Así se doma a una juventud rebelde.
Y se ha de procurar colocar bajo el yugo del matrimonio a aquellos que más fácilmente se dejen dominar por los placeres y sean sordos a las amonestaciones, pues ésta es la cadena más segura de la juventud. Pero conviene desposar a los hijos con mujeres no mucho más nobles, ni más ricas. Pues es sabio el dicho: «Escoge a tu igual[82]». Pues los que se casan con mujeres muy superiores a ellos, no son los maridos de las mujeres, sino que, sin darse cuenta, se convierten en esclavos de las dotes.
Después de añadir a estas cosas unos breves consejos, terminaré mis enseñanzas. Ante todo, es necesario que los padres con su conducta intachable y haciendo todo lo que deben se ofrezcan a sí mismos como ejemplo claro para sus hijos, para que, mirándose en la vida de éstos como en un espejo, se aparten de las obras y palabras vergonzosas. Pues los que caen en las mismas faltas que reprenden en sus hijos, que yerran, no se dan cuenta de que se convierten en acusadores de sí mismos en nombre de aquéllos. Y, resumiendo, si viven vilmente, ni siquiera tienen libertad para reprender a sus esclavos y cuanto menos a sus hijos. Y, además de esto, podrían convertirse para ellos en consejeros y maestros de sus vicios. Porque, donde los ancianos son desvergonzados, allí es preciso que también los jóvenes[83] sean muy impúdicos. Por tanto, se ha de intentar poner en práctica todo aquello que ayude a la moderación de los hijos, imitando a Eurídice[84] que, aunque era iliria y tres veces bárbara, sin embargo a una edad muy avanzada empezó su educación con vistas a la instrucción de sus hijos. Y muestra suficientemente su amor maternal el epigrama que dedicó a la música:
Eurídice, hija de Hirras, hizo esta ofrenda a las Musas,
sus conciudadanos, dominada en su alma por un deseo consagrado por un voto,
pues, siendo ya madre de hijos mayores, se esforzó en aprender
las letras que conservan la memoria.
Así pues, ejecutar todos los consejos que hemos dado, es, quizá, una obra irrealizable; pero el tratar de esforzarse por la mayor parte de ellos también es algo que necesita, ciertamente, buena fortuna y mucho cuidado; sin embargo, está al alcance de la naturaleza humana.