I. Plutarco. Rasgos generales sobre su vida y su formación[1]

La personalidad de Plutarco de Queronea emerge, como pocas de la Antigüedad, con gran claridad y fuerza, de sus obras; sobre todo de sus Obras morales, de las que se ha dicho que más que una serie de obras, como pueden serlo sus Vidas paralelas, son su propia vida. Desde un primer momento se nos presenta el gran polígrafo griego como escritor de una vasta cultura y transido, hasta los últimos rincones de su alma, por una preocupación moralizante ante los diversos aspectos de la vida que son objeto de su reflexión y estudio.

Viviendo en una época oscura de Grecia, en la que esta provincia del gran Imperio romano disfruta de una relativa paz y prosperidad, desarrolla su actividad literaria a caballo entre los siglos I y II d. C., honrándose con la amistad, seguramente, del emperador Trajano del que incluso, se cree, recibió un cargo consular. Nació alrededor del año 46 en la pequeña ciudad de Queronea, en Beocia, de una familia de cierta tradición y nobleza. Al comenzar su adolescencia, fue enviado como otros jóvenes de su tiempo, a Atenas, universidad del mundo antiguo, sobre todo para los estudios de filosofía. Allí asiste, en la Academia, a las clases de Amonio, un peripatético de ascendencia egipcia, varias veces mencionado en sus obras, de cuya mano se adentra en los conocimientos de la matemática, la religión, la retórica y, naturalmente, de toda la filosofía platónica, así como del pensamiento de la escuela peripatética, de Epicuro y de la Estoa, con la que, en más de una ocasión, entablará Plutarco fuertes polémicas en algunas de las obras que se nos han conservado. Autor de poca originalidad, nos dejará reflejadas en su extensa obra las enseñanzas recibidas de su maestro y amigo Amonio y posiblemente de otros maestros de la Academia ateniense. Su muerte acontece poco después del año 120 de nuestra Era.

II. Plutarco. Sobre la educación y la amistad

Los siete tratados de Plutarco que se incluyen en este volumen forman un compendio bastante completo del pensamiento plutarqueo en torno a dos aspectos muy relevantes en su vida: la educación y la amistad. Son, además, los primeros que aparecen en la edición de H. Stephanus de las Obras morales (1572), orden que ha sido el tradicionalmente aceptado y que siguen los editores de la Teubner, cuyo texto griego hemos elegido para realizar la presente traducción.

También sigue siendo costumbre entre los estudiosos la referencia a las Obras morales bajo los epígrafes de la traducción latina, y es por ello por lo que vamos a ofrecer también nosotros los títulos latinos de los siete tratados, dando a continuación nuestra traducción al castellano. Esos títulos son los siguientes: De liberis educandis, Quomodo adolescens poetas audire debeat, De recta ratione audiendi, Quom odo adulator ab amico internoscatur, Quomodo quis suos in virtute sentiat profectus, De capienda ex inim icis utilitate y De amicorum multitudine, títulos que, a partir del original griego, nosotros traducimos así al castellano: Sobre la educación de los hijos, Cómo debe el joven escuchar la poesía, Sobre cómo se debe escuchar, Cómo distinguir a un adulador de un amigo, Cómo percibir los propios progresos en la virtud, Cómo sacar provecho de los enemigos y Sobre la abundancia de amigos.

Por la razón más arriba apuntada y en relación con este mismo aspecto, cuando nos tengamos que referir a títulos de los tratados de las Obras morales no incluidos en este volumen, lo haremos por su nombre en latín.

Para todos estos tratados eligió Plutarco la forma literaria de la diatriba, empleada en la Antigüedad especialmente por la filosofía estoico-cínica. SchmidStáhlin (cf. Bibliografía) resume, creemos que acertadamente, esta estructura literaria diciendo que se caracteriza por su viveza, sus cuadros plásticos, la abundancia de comparaciones, de citas de poetas, máximas, anécdotas, chistes, antítesis y frases paralácticas, sin poner demasiada atención en la forma de la frase. En cuanto género se remonta su creación a la improvisación oral, con la que los «predicadores» cínicos se dirigían a la multitud en las plazas y calles públicas. Como creador de la diatriba se nombra a Bión de Borístenes, varias veces citado por Plutarco en estos tratados. Entre los escritores de la Antigüedad que emplearon esta forma para exponer su pensamiento, además de Plutarco, se puede destacar a Filón, Dión Crisóstomo, Epicteto y Luciano.

III. Su actividad educadora

Con un gran acervo cultural enraizado en la más pura helenidad vuelve, tras finalizar sus estudios en Atenas, a Queronea, en donde permanecerá la mayor parte de su vida, a pesar de sus numerosos viajes a otras partes de Grecia, Asia, África y, sobre todo, a Roma. A todos estos lugares le llevan motivos políticos y, principalmente, actividades culturales (sobre todo, en forma de conferencias). Entretanto, va formando en su pequeña ciudad natal un círculo de personas interesadas por la formación del hombre, al que, desde un principio, se unen miembros de su familia, como su abuelo y sus hermanos, sus propios hijos y los de sus familiares y amigos y, en no menor medida, personas de más edad, atraídas por unas enseñanzas que convertían las reuniones de Plutarco en una nueva Academia, digna sucesora de su homónima ateniense. Como anécdota, siempre resaltada y que señala la estrecha relación con la escuela platónica, diremos que en Queronea eran festivos los días en que nacieron Sócrates y Platón.

Su gran vocación pedagógica y su inclinación a las relaciones amistosas encuentran un ámbito para realizarse en este círculo. Plutarco, que también en sus escritos se nos muestra como un buen padre y como un amante esposo, fue, sobre todo, un maestro y un amigo de sus discípulos y condiscípulos. Para unos y otros, griegos y romanos, escribió y dedicó la mayor parte de sus obras. Precisamente en los siete tratados que recoge este volumen se nos revela el escritor de Queronea en estos dos aspectos que ya antes resaltábamos como los más destacados de su larga vida: la educación y la amistad.

Precisamente es gracias a sus obras, muchas de ellas, sin duda alguna, escritas con fines esotéricos y discutidas y comentadas en su propia escuela, por lo que podemos asegurar que en ésta se enseñaban y trataban en primer lugar los problemas de la filosofía. Entre éstos, los relacionados con la ética ocupaban un puesto muy destacado y de primer orden; Plutarco fue ante todo un moralizador. Cuestiones en torno a la física, matemática, geometría, música, astronomía, poesía y los temas de las escuelas filosóficas, como las de Epicuro y la Estoa, concurrentes con la Academia, complementarían, junto a los problemas religiosos, las enseñanzas básicas impartidas por la nueva Academia de Queronea. Todo ello enmarcado en un único fin: la búsqueda constante por dirigir al hombre hacia la virtud (areté), mediante la lucha y control de las pasiones (páthé).

Siguiendo la tradición platónica y de la Academia ateniense, los estudios de retórica ocuparían un lugar muy secundario en el cuadro general de este círculo de formación principalmente filosófica.

IV. Plutarco, teórico de la educación

Su actividad educativa le sirvió a Plutarco para trazar unas líneas, quizá un tanto utópicas, como él mismo reconoce, sobre la educación, uno de los aspectos más importantes en la vida del hombre.

La tradición griega en torno a la paideía, a la formación integral del hombre, es un hecho que, en diversos estudios y épocas, ha sido recogida sin interrupción por los distintos escritores y pensadores griegos, y en esta corriente pedagógica, que alcanza su culminación en las doctrinas de Platón, se inserta Plutarco. No obstante, será necesario destacar ya desde ahora, y para mejor comprender el pensamiento de nuestro autor, que, como en los campos político, social y religioso, también en el pedagógico deberemos tener en cuenta esa línea divisoria, un tanto insegura, pero al mismo tiempo real, que nos obliga a hablar de un mundo helénico, antes de Alejandro, y uno helenístico, tras las grandes conquistas y expansión de la cultura y la lengua griega por obra del gran macedonio.

Todos los esfuerzos de la paideía griega estaban concentrados en la formación del hombre con el fin de que su comportamiento como ciudadano fuera el más provechoso para la polis, para el Estado, desde su puesto como simple miembro de esa comunidad y hasta en los lugares más destacados dentro de la jerarquía política, social y religiosa.

Con la crisis de la polis como eje central de la vida del hombre griego, esta visión formativa del hombre iba necesariamente a sufrir un cambio sustancial, que se enmarca dentro de la gran convulsión transformadora que se apodera de Grecia en esta época. El ciudadano no va a ser tenido en cuenta ni tampoco será consultado a la hora de tomar las decisiones de gobierno, en sus diversos aspectos; por tanto, la formación del ciudadano, al ser amputada considerablemente su participación en la vida comunitaria, va a tomar nuevos derroteros en los círculos generalmente particulares en los que se imparte. Es lo que podríamos llamar una interiorización de la paideía; el hombre perseguirá más que nunca aquella máxima tan antigua y socrática del «Conócete a ti mismo», obligado por el feroz individualismo y el aislamiento a que le han llevado los poderes públicos. En este ambiente, que perdura prácticamente a través del Imperio romano hasta el final de la Antigüedad, debemos situar las doctrinas pedagógicas y morales de Plutarco. Para el hombre helenístico, griego y romano, habitante solitario de un mundo de fronteras demasiado extensas e inseguras y sometido a cambios constantes, escribe nuestro autor su obra, con la ilusión, sin duda, de que le sirva de guía en los aspectos principales de su vida. Pues, si tanto las Vidas Paralelas como las Obras Morales tienen, en general, un fin eminentemente moralizador, también es verdad que en ellas se encierra todo un cúmulo de saberes y reflexiones que abarcan los temas más variados de la importante cultura griega.

Mas, ciñéndonos al aspecto puramente educativo, Plutarco extiende su mano y su ayuda al hombre desde el mismo momento de su nacimiento, e incluso antes del mismo, para no abandonarlo en el transcurso de su vida. De los cinco tratados plutarqueos, que K. Ziegler clasifica bajo el epígrafe de «pedagógicos», tres están incluidos en este volumen y nos servirán como base para esbozar un breve panorama sobre la educación en Plutarco; los otros dos son De nobilitate y De música. Del primero (De nobilitate) no diremos nada, por no habernos llegado, sin duda alguna, el original griego, y sí, posiblemente, el tratado de un humanista italiano del siglo XVI, mal conocedor del griego y que, sobre la noticia de Estobeo de una obra sobre el mismo tema de Plutarco, escribió este libro. Haremos, en cambio, alguna breve alusión al De música, a pesar de estar considerado como espurio dentro de la obra plutarquea, por ser un compendio de las doctrinas sobre el valor ético-pedagógico de la música en el siglo V a. C. y que la Academia platónica recogió en su enseñanza. Otra cosa muy distinta es que podamos decir que Plutarco, a quien se le atribuye este tratado, creyera todavía útiles para su época la doctrina musical de su gran maestro. El tiempo no ha pasado en vano, y en esta disciplina tienen, más que en ninguna otra, su aplicación las consideraciones de los cambios ocurridos en la sociedad griega en el helenismo, de los que hablábamos al principio de este apartado. Prácticamente son nulas, en los otros tratados, las alusiones a la música, propiamente dicha, frente a las frecuentes alusiones a otro arte, la pintura, de nula tradición en la paideía griega.

Frente a esto, ningún estudioso duda de la autenticidad de Cómo debe el joven escuchar la poesía yCómo se debe escuchar. En torno al Sobre la educación de los hijos, a pesar de la polémica surgida sobre la autoría de Plutarco, a la que nos referiremos más adelante en la introducción al mismo, todo el mundo está de acuerdo en señalar que en él están esbozadas, en síntesis, las líneas generales sobre la educación atribuidas a nuestro autor y con el pensamiento plutarqueo expuesto en el resto de las obras. Así, de este opúsculo dice, por ejemplo, J. J. Hartman, en De Plutarcho scriptore et philosopho, Leiden, 1916, pág. 16: «Unus hic libellus minus sexaginta paginarum totum nobis Plutarchum ponit ante oculos».

La educación en sus obras.— En Plutarco la formación del hombre comienza, como hemos dicho más arriba, incluso antes de su nacimiento. El origen de los padres, sobre todo el paterno, ha de ser tenido en cuenta en primer lugar, pues puede influir en el carácter y en la vida del niño, que, en un momento dado de su vida, podría avergonzarse de sus mayores. A este aspecto que podríamos denominar biológico y natural de la educación, se añaden la razón y la costumbre, que se entienden como la instrucción y el ejercicio, en cuanto partes importantes en la adquisición de la virtud. De una naturaleza mediana, se nos dice, podrá sacarse provecho mediante una adecuada instrucción y un ejercicio tenaz; por el contrario, la falta de estas dos condiciones harán estéril, incluso, a una naturaleza ya excelente de nacimiento.

Desde estos presupuestos. Plutarco se detiene todavía en los primeros años de la vida del niño para decirnos que, tras el nacimiento, es conveniente que la madre alimente ella misma a su hijo, pues esto reforzará los lazos de unión entre ambos, que faltarán en el caso de que los niños fueran criados por una nodriza a sueldo. En el caso de que ello no fuera posible, se deberá procurar que la nodriza sea griega y que las enseñanzas que el niño reciba a su lado sean las adecuadas. Platón, con sus consejos, es aquí el modelo a seguir para que los niños no escuchen de labios de sus nodrizas leyendas y mitos elegidos al azar, que pudieran deformar, en sus comienzos, sus pensamientos en torno a dos aspectos tan importantes como son la religión y la propia historia del pueblo griego.

Cuando el niño llegue a la edad de ser confiado a un pedagogo, los padres deberán poner sumo cuidado en la elección de esta persona a la que van a entregar a su hijo en una fase crucial de su formación. No deberán, por ello, escatimar los medios económicos y procurarán que sean personas irreprochables en su vida y de gran experiencia. Los fallos y descuidos en este aspecto suelen producir resultados de los que los padres siempre se arrepentirán. Un joven libertino que se pierde en el juego y en los placeres, es, generalmente, el resultado de la mala elección de un pedagogo. En esta etapa de su vida, aunque Plutarco no nos lo diga explícitamente, el niño sería iniciado en los rudimentos de la escritura y la lectura, iniciando un primer acercamiento al acervo poético-cultural griego, de forma principalmente memorística. Sabemos por toda la tradición antigua que éstos eran los primeros pasos de la educación del niño griego.

Pero nuestro autor nos da, además, normas de conducta aplicables, tanto a los padres como a los maestros, en relación con los castigos a aplicar al niño en esta etapa de su formación. Los castigos físicos nunca deben ser usados, y las alabanzas por el trabajo bien realizado deberán ir convenientemente mezcladas con los reproches por las faltas cometidas. La educación, esa posesión inmortal y divina, que nunca puede ser destruida, debe mantenerse siempre, como los buenos discursos, en un justo medio, para que con ella se formen en los niños caracteres esforzados y honestos, no osados ni cobardes. La mentira, las palabras obscenas, la cólera y, en general, las pasiones deberán saberlas dominar los niños, que se ejercitarán también en esta virtud en su adolescencia. Por fin, el dominio de la lengua, el saber guardar silencio, se enseñará, igualmente, desde los primeros años, pues un silencio oportuno puede ser más valioso que el mejor y más artístico discurso. En general, la moderación siempre será puesta por Plutarco como fin primordial de toda reflexión educativa.

La gimnasia, como lo venía siendo en toda la paideía tradicional griega, es también destacada por su importante papel en la educación, siempre, claro está, que no se lleve a cabo con excesos. Es recomendable por ese equilibrio buscado por el griego entre el cuerpo y el alma, que su admirado maestro Platón se encargó de formular y postular como básico en la vida del hombre. A la edad correspondiente, los jóvenes se ejercitarán con el arco, la jabalina y con la caza, consiguiendo así una adecuada preparación para su posterior servicio en las guerras en defensa del Estado.

Tanto en la gimnasia como en cualquier otra actividad cultural, el trabajo debe ir combinado con el descanso, para que aquél sea verdaderamente provechoso. De todo esto, el padre no hará delegación en otra persona, sino que él mismo se preocupará porque sea así, vigilará las clases que recibe su hijo y se interesará por el cumplimiento y trabajo del pedagogo, sin pensar que en esta labor pueda ser sustituido por nadie.

En líneas generales, éstas serían las directrices formuladas por Plutarco para una primera etapa de la formación del hombre. En ella ya destaca su interés, presente en toda su obra, por la moderación en todos los aspectos de la vida. También se pone de relieve en el tratado Sobre la educación de los hijos, del que están tomados los anteriores preceptos educativos, esa faceta en la vida de Plutarco a la que ya antes hemos aludido, a saber: su preocupación por las buenas relaciones entre los distintos miembros de la familia. Plutarco, se nos dice, fue un padre cariñoso y un amante esposo, y esta forma de ser había de aparecer necesariamente de alguna forma en su obra, y creemos que es así. El fue para sus discípulos, más que un maestro, un padre y un buen amigo.

Pero Plutarco, como es natural, no abandona al hombre en esta primera etapa de su vida, sino que continúa acompañándolo en su formación también, una vez que ya ha vestido la toga virilis o, lo que es lo mismo, cuando ha alcanzado una mayoría de edad. En ésta, el sistema educativo ha de variar, si se quieren formar jóvenes amantes del trabajo y capaces de reprimir las pasiones, que a esa edad los invaden y acosan. Ahora se ha de tener más cuidado con ellos y apartarlos de las malas compañías de hombres perversos, mostrándoles ejemplos de hombres que cayeron en desgracia, por no haber sabido evitar esas compañías y las de los aduladores, esos hipócritas de la amistad.

La escuela de Plutarco acogía a los jóvenes una vez que habían llegado a esa mayoría de edad. A este centro y a otros extendidos por toda la geografía del Imperio, solían acudir los jóvenes de familias acomodadas para completar su educación. Entre tales centros parece que el de Queronea gozaba de un reconocido prestigio en la Antigüedad. Plutarco nos dice que la base de la instrucción del joven en esta época está en las llamadas artes liberales, pero que, sin lugar a dudas, deberá ser la enseñanza de la filosofía la que mayor esfuerzo y atención merezca por parte de maestro y discípulos.

La filosofía es la que enseña al joven todo lo bueno para su comportamiento en la vida, el ser cariñoso con los hijos y con la mujer, el querer a los amigos, el respetar a los ancianos, las leyes y las normas religiosas, etcétera.

Mas, como el estudio de la filosofía puede resultar demasiado árido a los principiantes, este obstáculo se podrá salvar mediante una lectura adecuada de los poetas, que se convierten así para Plutarco en el principal contenido de una propedéutica al estudio de la filosofía. Platón concentraba todas las posibilidades morales de la poesía en la educación; Aristóteles creía que la poesía tenía un valor principalmente estético, aunque no desechaba de ella el valor moral; en cambio, Plutarco sólo busca en la poesía la moral que pueda esconderse en ella, aun cuando el poeta no haya tenido una intención moralizante.

Ésta es la postura que adopta en su tratado Cómo debe el joven escuchar la poesía. No es éste un tratado de crítica literaria, pues en ningún momento fue tal la intención de Plutarco al escribirlo. Su acercamiento a la poesía es únicamente desde el punto de vista moral.

En el terreno de la crítica literaria, por lo demás, los estudiosos le conceden a Plutarco una importancia mínima en relación con su contribución en este campo; otra cosa es que se puedan sacar conclusiones de la lectura de sus tratados en torno a obras y autores de la literatura griega que, por cierto, conocía muy bien. También había leído, como lo demuestra su vasta erudición, un número mayor de obras que las conservadas hoy por nosotros.

De todas formas sabemos que la poesía, y no sólo la llamada didáctica, desde los tiempos más antiguos fue la base reconocida de la educación griega, y en este aspecto Plutarco recoge este valor, aunque sin quedarse anclado en él; su meta no terminará ahí, sino en la comprensión de los problemas filosófico-morales, que son para él la consumación de todos los estudios de literatura, de historia, matemática, astronomía, música, geografía, medicina, etc. Por eso, en su acercamiento a la poesía abandona toda consideración estética de la misma, en una época, por lo demás, en la que ya había muerto el poder creativo griego de la belleza y donde tampoco existía impulso alguno para su estudio estético.

Platón le sirve también aquí de guía en este deambular por el mundo de la poesía; sobre todo, cuando aquél excluye los mitos inmorales de su ciudad ideal. Sin embargo, Plutarco no irá tan lejos como para excluir la poesía de su sistema educativo. En la poesía hay moral, si se lee o escucha con cuidado, y Plutarco la considera una parte importante de su método de enseñanza, pues en el fondo toda ella es didáctica.

Debido a que los jóvenes pueden sentirse atraídos por la poesía en detrimento de la filosofía, es necesario enseñarles el recto uso de aquélla. Desde un principio se les ha de decir a los jóvenes que «los poetas mienten mucho», un dicho tradicional, del que Plutarco arranca para desarrollar todas sus prevenciones en torno a una lectura o audición indiscriminada de la poesía. A partir de aquí y en un verdadero alarde de erudición literaria, pero sobre todo poética, Plutarco se vale de su conocimiento de la rica tradición griega para levantar todo un edificio en torno a las virtudes o vicios que el joven deberá aceptar o condenar, siempre que los dichos de los poetas, en último término, se vean avalados por parecidas afirmaciones y máximas en los filósofos. Homero, Eurípides, Sófocles, Esquilo, Menandro, Hesíodo y Píndaro serán los poetas que, por este orden, servirán para poner de manifiesto con sus obras tal o cual virtud a imitar o tal o cual vicio, que habrá de ser rechazado. Sobre el lugar de privilegio de Homero, citado de una u otra forma, veinticinco veces, se debe recordar su lugar preeminente en la paideía tradicional griega y que de él Platón, aun rechazándolo como instructor moral, dice que «es el más sabio de nuestros poetas» y «el capitán y maestro de la bella compañía trágica». (Rep. 776 e y 595 c). Arquíloco, Baquílides, Timoteo, Teognis, Filemón, Alexis, Simónides, Esopo y Tespis, serán los otros poetas que apoyarán, igualmente, la tarea del maestro de Queronea. Es de destacar la ausencia de oradores, que sí fueron empleados, en cambio, en el tratado Sobre la educación de los hijos, y de Aristófanes, igualmente citado allí. Las citas de los filósofos pertenecen prácticamente a todas las principales escuelas filosóficas desde los presocráticos a los estoicos, pasando por la Academia y Platón, Aristóteles y el Perípato y los Cínicos.

En este tratado tendremos resumido el método propuesto en la escuela de Plutarco para un acercamiento a la poesía. Normalmente corría a cargo de ungrammatikós o philólogos, cuyo objetivo era el estudio profundo de los poetas clásicos. La explicación de los autores se hacía en cuatro tiempos: la crítica o corrección del texto, la lectura, generalmente en voz alta, la explicación y el juicio en torno a lo que se acababa de escuchar. A todos estos ejercicios intentaba Plutarco buscarles siempre una utilidad moral. Ésta era, por lo demás, la finalidad con la que el gramático helenístico se acercaba, en esta época, a la poesía tradicional, en donde se buscaba, sobre todo, ejemplos heroicos de perfección humana. Los estoicos, en cuyas manos Homero se convirtió en el «más sabio de los poetas», desempeñaron en esto un papel preponderante. De todas formas, para terminar este punto, pensemos con Marrou (cf. Bibliografía) que, para cualquier griego, «el conocimiento de los poetas constituía uno de los atributos principales del hombre culto, uno de los supremos valores de la cultura», pero si esto estuvo lleno de contenido durante un largo período de la Helenidad, «es menester com probar que a medida que pasan los siglos, las razones que aconsejaban el estudio de los poetas se van esfumando poco a poco en la conciencia griega, de suerte que ello se convierte en tema de ejercitación, desde Plutarco hasta San Basilio… Así el objetivo de los clásicos llega a ser un objetivo en sí mismo, sin que ahora se sepa muy bien por qué interesa tanto conocerlos».

Piénsese que no en balde la sociedad en la que esa poesía había surgido ha sufrido profundos cambios, como ya hemos resaltado anteriormente. Plutarco se ha de encuadrar necesariamente en estas nuevas coordenadas, que son distintas a las de los filósofos y educadores de la época clásica; no obstante, admirador del pasado, seguidor de Platón y ecléctico ante los valores que la cultura griega le ofrece, quiere demostrar que es ése un tesoro que conserva aún plena vigencia, siempre que sepamos emplearlo. No obstante, ahora lo empleará, no para formar ciudadanos, sino para form ar hombres de buenas costumbres, respetuosos con sus semejantes, con la religión y con las leyes en general. Estas consideraciones en torno a la posición de la poesía en la paideía tradicional griega y en la época de Plutarco pueden explicar el uso que de la misma hace nuestro autor en Cómo debe el joven escuchar la poesía.

Desde un primer momento el joven debe saber que así como no son las formas, sino el contenido lo que conviene examinar y dar importancia en los poemas, del mismo modo en la vida del hombre tiene mayor importancia la virtud o vicio interiores que las excelencias o defectos del cuerpo, en muchas ocasiones producto de un desatino contra el que el hombre nada puede hacer.

La religión clásica ha perdido toda su vigencia en esta época, pero Plutarco, también en esto, se siente respetuoso con el pasado, al que generalmente se abstiene de criticar; por ello, le preocupa la visión que de los dioses tradicionales puedan sacar los jóvenes en una lectura o audición al azar de la poesía antigua. Hay que explicarles los pasajes en que esta imagen poco adecuada de la divinidad aparece, comparándolos con otros opuestos de los mismos autores o, en su defecto, de otros poetas. De este modo la interpretación alegórica de los mitos de Homero, a la que fue tan aficionada la Antigüedad, no le es necesaria a Plutarco, pues piensa que el mismo Homero, si se estudia bien, enseña lo que quiere decir con sus mitos.

Los sentimientos y pasiones violentas de los héroes pueden ser explicados por la emoción del momento y, por ello, no se los debe tener en cuenta, ya que el mismo poeta critica la conducta de sus personajes y nos muestra el castigo que han merecido; la moraleja surge sin dificultad de los numerosos ejemplos con los que Plutarco corrobora su explicación. Eurípides, por ejemplo, a los que le criticaban a su personaje Ixión por impío y desalmado les dijo: «Sin embargo, no lo saqué de la escena antes de ser clavado en la rueda». Plutarco resume así este punto: «Por tanto, la descripción e imitación de las acciones malas, si representan, además, la vergüenza y daño que resultan para los que las realizan, son útiles y no dañan al que escucha».

La intemperancia es criticada con el ejemplo de París, que abandona el campo de batalla y busca el placer junto a Helena, mientras sus compañeros mueren combatiendo ante los aqueos; el freno a las pasiones, al amor, a la ira es alabado en los personajes bien conocidos de Agesilao, Ciro y Odiseo; contra la mentira, la soberbia y la injusticia pone varios ejemplos de litada y Odisea entre los que destacan los de Antíloco y Glauco. Si el joven observa bien los distintos comportamientos de los personajes de la Ilíada, tales como Aquiles, Agamenón, Fénice, Tersites y Esténelo, se dará cuenta de que la moderación y la modestia son rasgos de cultura y que la soberbia y la jactancia son malas. Belerofonte ante Antea y la misma Clitemnestra son puestos como ejemplo de caracteres moderados en otro momento.

Los dioses, en el caso concreto de Palas Atenea, se alegran con la prudencia y honestidad de los héroes; el valor ante la muerte y el temor a la vergüenza y a la crítica son recogidos con ejemplos de los cantos XI y XVI de la Ilíada. Lo que al hombre le sobreviene de parte del destino no es vergonzoso ni, por ello, debe sentirse humillado. Así, los poetas en las presentaciones y saludos nunca llaman a los hombres «bellos», «ricos» o «fuertes», sino que usan eufemismos como éstos: «Laertíada del linaje de Zeus, Odiseo, fecundo en recursos», y cuando los nobles se insultan unos a otros no se refieren a las cualidades del cuerpo, sino que se reprochan los vicios, con frases como: «Ayante, excelente en la injuria, necio», a lo que se debe añadir que expresiones en las que se habla de la riqueza de un personaje, y se dice que es el mejor el que posee en mayor abundancia, son más bien un reproche y un insulto que una alabanza, como ejemplifica con pasajes que tienen como protagonistas a Paris y a Héctor.

La música mala y las canciones groseras engendran vidas y costumbres licenciosas. En el tratado De música, atribuido a Plutarco, expone éste las ideas sobre la música, aceptándolas en líneas generales. Más que otras artes influye ésta sobre el alma, de ahí que los griegos pusieran tanto cuidado en el uso correcto de la misma. Si uno es educado bien musicalmente, podría aceptar lo bueno y despreciar lo malo, y no sólo en la música, sino en las demás cosas, beneficiándose en esto no sólo él mismo, sino todo el Estado. En resumen, todo lo que dice Platón en su República sobre la música se vuelve a repetir en este tratado; no obstante, también aquí se perciben los siglos transcurridos y vemos que Plutarco no parece recoger la importancia social y política que una importante tradición griega otorgaba a la música, que en sus manos no es sino un medio más para llegar al conocimiento de sí mismo, pero no para acercar a los hombres entre sí o para solucionar determinados problemas políticos o económicos.

Si volvemos por un momento la vista atrás y recapitulamos lo que Plutarco ha escrito a su amigo Marco Sedacio, para que éste se lo entregue a su hijo Oleandro, nos daremos cuenta de que todo va encaminado a un solo y único fin, a que el joven conozca qué es la virtud (areté) y en dónde se encuentra, y cuáles son las pasiones (páthé) del alma, y cómo y por qué se deben rechazar.

Todo un capítulo de este tratado dedica Plutarco a ejemplificar en qué consiste el método filológico por el que el joven, al conocer el significado correcto de ciertas palabras comunes y la acepción de ciertos términos, que los poetas emplean indistintamente, puede llegar al conocimiento de aquello que hay de bueno y aceptable en los poetas. Pero, de todas formas, tras detenerse en la explicación de numerosos ejemplos, Plutarco termina diciendo que esta labor se la deja a los gramáticos, en una clara alusión a los estoicos, que se ocuparon principalmente de estas cuestiones. Defiende contra esta misma corriente filosófica que en el mundo existen mezclados el bien y el mal, de ahí que los encontremos así en los poemas de Homero, que intentaron imitar, como toda la poesía, la vida real. El hombre no es enteramente malo ni enteramente bueno, por eso encontramos vicios y virtudes en los personajes de la poesía, en los que los poetas suelen marcar claras diferencias si se les pone la debida atención.

Se alaban la religiosidad, la moderación, la modestia, la prudencia, la honestidad, la sinceridad, la belleza interior, y el valor, mientras que son criticadas y rechazadas la intemperancia, la soberbia, la mentira, la injusticia, la jactancia, la cobardía y la belleza externa y vana. Todo un compendio de virtudes y vicios que el joven debe tener presentes para imitarlas, en un caso, y rechazarlas, en otro.

Si, además, termina Plutarco, vemos que todo lo anterior concuerda con las declaraciones de los filósofos, sabremos que nos encontramos en el camino adecuado y recto, para conseguir el fin propuesto con la lectura y audición correcta de los poetas, es decir, que sirvan al joven de propedéutica en su acercamiento a la filosofía y para que, cuando escuche a un filósofo expresiones como: «La muerte no es nada para nosotros», no se sienta confundido, al recordar lo que sobre esto mismo decían los poetas.

El tratado Sobre cómo se debe escuchar hace hincapié en algunos de los consejos y consideraciones que acabamos de examinar. Así, se recuerda al joven Nicandro, al que va dirigido el opúsculo, que es más provechoso oír que hablar, y que siempre el silencio es el mejor adorno al que puede aspirar un joven. La moderación y el mantenimiento del justo medio ante la alabanza o el reproche de un discurso que nos ha agradado o, por el contrario, que rechazamos, es la mejor postura que se puede adoptar. Además, se recomienda la humildad ante los reproches y censuras que se puedan oír en un discurso y no huir a escuchar otros discursos más amables de los que no se sacará provecho alguno para la propia formación. Debe saber el joven que la envidia, surgida de la maledicencia y la mala voluntad, suele volverse contra el envidioso; se recomienda, asimismo, el desarrollo del espíritu crítico, sin dejarse llevar de la forma externa del discurso, así como el cultivo de la reflexión sobre los propios defectos y virtudes, que, de algún modo, hayan podido ser aludidas por el orador.

Como en el tratado anterior, también aquí se recuerda que los principios son siempre difíciles en todo y, principalmente, en los estudios de filosofía, por lo que el joven debe preguntar sin temor sobre todas aquellas dudas que le vayan surgiendo, sin simular saber más de lo que sabe ni entender aquello que no entendió. Pero ya decíamos al principio de estas consideraciones que para Plutarco la formación del hombre sólo conocía dos barreras: el nacimiento y la muerte, de ahí que su afán educativo lo extienda a una audiencia y a unos lectores que, con frecuencia, figuran en altos cargos de la administración pública y que, por su edad, han pasado ya los años en los que la paideía tradicional griega situaba incluso la enseñanza superior. Sus amigos griegos y romanos, compañeros de estudios en Atenas o hechos en sus numerosos viajes políticos y culturales, serán los receptores de sus consejos, siempre ligados a la moral, en Queronea o por medio de una correspondencia que debemos suponer abundante por los claros indicios que dé ella poseemos.

En el capítulo séptimo de Cómo debe el joven escuchar la poesía, ya veíamos cómo Plutarco polemizaba con los estoicos por su doctrina sobre, el bien y el mal absolutos. Pero es en su tratado Cómo percibir los propios progresos en la virtud, dedicado al cónsul romano Sosio Senecio, en donde desarrolla toda una polémica contra los estoicos en este punto y en su creencia de que el hombre pasa del bien al mal sin escalones intermedios.

Para nuestro examen en torno a la educación en Plutarco, nos parece oportuno resaltar de este tratado los aspectos siguientes:

  1. El hombre no debe deprimirse y dejarse dominar por las dudas ante las dificultades que le puedan surgir al comienzo de una empresa.
  2. Ante los ataques y burlas de amigos y enemigos por las propias debilidades o por las comparaciones que puedan surgir con otros, uno se debe mantener firme.
  3. La preocupación principal del hombre deben ser los aspectos éticos de la actividad humana.
  4. No debe dejarse uno arrastrar por las ganancias momentáneas y superficiales, sino que debe buscarse lo verdadero y aquello que perdure en el tiempo.
  5. Tanto en las victorias como en las derrotas debemos conservar la moderación, no dejándonos llevar nunca por la ira, sin tratar mal a los otros, si vencemos, ni disgustarnos, si por ellos somos vencidos, procurando que nuestra actividad sirva de enseñanza a los demás.
  6. La satisfacción interior es aquella en la que principalmente debe ejercitarse el hombre, sin vanagloriarse de sus propias acciones y sin necesitar del reconocimiento exterior.
  7. Debe buscarse la censura de sus propios defectos, sobre todo de los principales, ya que la actitud contraria hace que uno se sumerja cada vez más en el vicio.
  8. Y a que el dominio total de las pasiones es algo reservado a los dioses, el hombre debe aspirar a intentar, al menos, que éstas sean cada vez menores, para lo cual debe mantenerse una constante vigilancia sobre las mismas, para ir venciéndolas con la razón.
  9. Debemos procurar huir de los celos y la envidia de los mejores, y sí procurar imitarles y sentir admiración por ellos, conscientes de nuestra inferioridad; a éstos y a las personas buenas pertenecientes al pasado debemos tenerlos como ejemplo de nuestro comportamiento, lo que nos ayudará a superar los ataques a los que nos someten nuestras pasiones.

Por último, dice Plutarco, si se siguen estos consejos, nuestro progreso en la virtud, y, por tanto, en el camino del bien, está garantizado, algo por lo que el hombre debe luchar durante toda su vida, pues detenerse en él no significa estancamiento, sino retroceso hacia el mal. La formación del hombre, por ello, no es actividad sólo del niño y del joven, sino que debe ser una ocupación constante del hombre a lo largo de su existencia.

V. Plutarco. Sobre la amistad

Sin lugar a dudas, junto a su constante preocupación por la formación del hombre, destaca en Plutarco su decidida inclinación a cultivar la relación amistosa con otras personas, a las que lo unen principalmente razones culturales y, en algunas ocasiones, motivos políticos o religiosos. Además de su actividad al frente de la «nueva Academia» de Queronea, Plutarco ocupó, en su ciudad, altos cargos políticos que le obligaron a realizar viajes frecuentes al extranjero, sobre todo a Roma; estuvo al frente de diversos cargos religiosos, aunque no haga mención de ellos en sus obras, en Queronea, pero, sobre todo, llegó a los altos puestos de la dignidad sacerdotal en Delfos. Estas actividades públicas le obligaron, sin duda, a relacionarse con gran número de personas de las clases más elevadas, a las que se deben añadir algunos de sus condiscípulos en la Academia ateniense, con quienes mantuvo posteriormente un contacto personal o epistolar. A algunos de estos amigos ya hemos visto cómo, en parte, les dedica varios de los tratados, como es el caso de los romanos Sosio Senecio, Marco Sedacio y Cornelio Pulcher, y el joven griego Nicandro, por citar sólo aquellos a los que van dirigidos los tratados objeto principal de nuestro estudio.

Plutarco cultivó un amplio círculo de amistades en el que, por su naturaleza principalmente cultural, predominaban los hombres, pero al que se unió de vez en cuando alguna mujer, ya que al menos de dos de estas cultas damas conocemos los nombres: la sacerdotisa de Delfos, Clea, y la viuda Ismenodora, de Tespias, a quienes quizá deberíamos añadir la propia esposa de Plutarco, Timóxena, asidua asistente, como otros familiares, a las discusiones filosóficas, dirigidas por su marido.

Todas estas personas, más de cien nombres conocemos por sus escritos, mantuvieron con Plutarco una relación de amistad que, en muchas ocasiones, va íntimamente ligada a su papel de maestro y también al de hijo, esposo, hermano y padre, además de a sus cargos en la administración civil y religiosa, como hemos dicho más arriba. Además, todas ellas, como era de esperar, pertenecen a una clase culta y, prácticamente, a todas las profesiones liberales más prestigiadas en la Antigüedad. Sus amigos son filósofos (platónicos, pitagóricos, peripatéticos, estoicos, cínicos, epicúreos), sacerdotes, músicos, médicos, gramáticos, rétores o sofistas, poetas y políticos; entre estos últimos destaca, sin duda alguna, el Emperador Trajano y el cónsul Sosio Senecio, así como el príncipe sirio Filópapo.

El amigo y la amistad en sus obras.— Bajo la influencia, sin duda, de este ambiente rico en relaciones de amistad, y desde una variada y abundante experiencia, Plutarco con sus tratados puede considerarse uno más de los teorizantes griegos sobre la amistad (philía). Ésta era ya un tópico en la moral griega, que, como la amicitia de los latinos, no implicaba necesariamente el sentimiento de afecto, y sí el de relación de deberes y esperanzas. Los textos clásicos sobre la amistad eran el Lisis de Platón y las Éticas de Aristóteles, autor éste que creó y sistematizó la terminología de posteriores discusiones en torno a este tema.

Ni el llamado «Catálogo de Lamprías» ni el resto de la transmisión plutarquea nos hablan de ningún tratado de Plutarco que tuviera como título Sobre la amistad, pero sí han llegado a nosotros tres tratados, dos de ellos muy breves y otro más extenso, que de alguna manera nos ofrecen la doctrina del polígrafo de Queronea sobre este aspecto tan importante en su vida. Los tratados Cómo distinguir a un adulador de un amigo y Cómo sacar provecho de los enemigos se encuentran en el Catálogo de Lamprías con los número 89 y 130, mientras Sobre la abundancia de amigos falta en esta transmisión. En estos tres tratados podemos conocer de una forma indirecta su idea sobre la amistad, al enfrentar al amigo con el adulador, con el enemigo y con el exceso de amigos.

Como se puede observar por los títulos de los tres tratados, que van incluidos en el presente volumen, nuestro acercamiento al concepto de la amistad en Plutarco, al igual que hemos hecho al tratar de la educación, consiste en extraer de sus obras los puntos más relevantes sobre este tema, limitándonos casi exclusivamente a reproducir sus propias palabras.

Sobre una base principalmente peripatética, ante todo teniendo en cuenta la producción de Teofrasto, a quien se atribuye un tratado Sobre la amistad y otro Sobre la educación, Plutarco escribe estos tres tratados, en los que, en líneas generales, podemos destacar estos puntos en torno a la amistad:

En Sobre la abundancia de amigos:

  1. La amistad es un bien difícil de conseguir.
  2. La tradición nos habla siempre de la amistad entre dos personas, de lo que tenemos ejemplos en las parejas formadas por Teseo y Piritoo, Aquiles y Patroclo, y Pelópidas y Epaminondas.
  3. La verdadera amistad no surge de un encuentro casual y superficial, sino que se basa fundamentalmente en tres cosas: la virtud, el placer y la utilidad.
  4. Sólo aceptaremos como amigo a aquel que creamos que pueda sernos provechoso y digno de nuestra atención.
  5. Como el provecho ha de ser mutuo, y ser útil a varias personas es difícil, lo mejor es tener un solo amigo, pues la amistad con muchos trae consigo enfado, envidias y enojos, y por ello puede ser peligrosa. Sin duda, Plutarco se atiene aquí a lo escrito por otros autores que le sirven de fuente, ya que sus experiencias en este terreno le aconsejaron otro tipo de comportamiento. La abundancia de amigos, que tuvo a lo largo de su vida, como vimos más arriba, no fue óbice para que él se mantuviera dentro de los tópicos que el tema había adquirido a lo largo del pensamiento griego, y atacara la amistad de muchos defendida por los estoicos.
  6. Por último, dice Plutarco que la amistad, cuyo origen y base se halla en la igualdad de caracteres, pasiones y formas de vida, exige un carácter sólido y estable, de donde surge la dificultad de encontrar un amigo bueno y fiel.

En Cómo distinguir a un adulador de un amigo, escrito para Filópapo, podemos señalar algunos otros rasgos, que ayudan a nuestro autor a configurar su idea del amigo:

  1. El amigo procura mostrarse simpático y agradable, ser servicial y atento, pero ante todo sincero, sin cambiar con las situaciones y oportunidades, procurando ser siempre el mismo.
  2. El amigo sólo imita nuestras cosas buenas.
  3. Emplea la alabanza y la censura de forma directa, si con ello cree que es útil, ya que no busca procurar sólo el placer.
  4. El buen amigo fomenta y protege siempre nuestras inclinaciones racionales, intentando disuadirnos de las irracionales y criticando nuestros defectos.
  5. En la ayuda, siempre para el bien, el amigo es simple y natural, procurando pasar desapercibido.
  6. Por último, el amigo no siente celos de otros amigos, sino que desea compartirlos.

En Cómo sacar provecho de los enemigos, tratado escrito en forma de carta al político romano Cornelio Pulcher, hay como una enumeración de algunos de los inconvenientes que nos puede acarrear el estar rodeado siempre de amigos, y no contar con enemigos que nos sirvan de acicate a una mejor conducta y un mejor comportamiento:

  1. Así, frente al enemigo, que está siempre al acecho, el amigo pasará por alto a veces algunos de nuestros defectos, no ayudándonos a librarnos de ellos. No obstante, sus consejos serán siempre útiles y sus reproches serán siempre bien acogidos.
  2. Como el enemigo percibe mejor nuestros defectos que el amigo, incluso cuando aquél mienta, nos servirá para averiguar cuál pudo ser en nosotros el motivo de su mentira.
  3. Si tomamos venganza del enemigo, lo alabamos cuando lo merezca e, incluso, le ayudamos, cuando se encuentre en desgracia, nos comportaremos mejor con nuestros amigos, y esto mismo nos ocurrirá, si gastamos en aquél todas nuestras malas inclinaciones, celos, mal carácter, etc.

Para trazar estas líneas generales en torno a Plutarco, su vida y los tratados incluidos en este volumen, además de las obras del autor, en las que hemos querido principalmente basar nuestro estudio, nos han sido de gran utilidad los trabajos citados en los apartados I y II de la Bibliografía; pero, sobre todo, deseamos resaltar aquí la valiosa ayuda que nos ha supuesto, a la hora de redactar esta breve Introducción, el libro de K. Ziegler, de cuya docta mano nos acercamos por primera vez a la variada y rica problemática en torno a la figura y obras del gran polígrafo de Queronea. Además, los estudios de Barrow, Faure, Hirzel, Jáger, Marrou, Russell y Westaway, principalmente, nos han facilitado el camino para fijar los datos en torno a la educación en Plutarco. Que estas líneas sirvan para mostrar nuestro reconocimiento a todos estos autores, que nos han precedido en la reflexión y el estudio de las obras de Plutarco.

VI. La traducción

Plutarco de Queronea fue un autor a quien, principalmente, interesó el contenido de sus obras. Su estilo no es, por tanto, comparable al de los grandes prosistas griegos clásicos, como Platón, Demóstenes o Isócrates, aunque no podamos decir que, de algún modo, no le preocupara el aspecto formal de sus escritos. Si a esta postura del escritor añadimos que, en sus cerca de 250 obras, empleó tres veces más vocabulario que el usado por Demóstenes y que gran parte de este vocabulario es poético y postclásico, tendremos, en principio, las causas principales de la enorme dificultad que entraña todo intento de traducción de su obra a otra lengua. A esto debemos añadir que, debido al fin principalmente didáctico y, en algunos casos, esotérico con que fueron escritas sus obras, el contenido de las mismas no siempre aparece estructurado con toda claridad, sino que abundan las repeticiones, los períodos demasiado largos, la falta de comprensión de sus numerosas referencias a otros autores y a los variados aspectos de la vida cultural griega, etc. Teniendo en cuenta estos aspectos de la obra de Plutarco, se comprenderá que nuestra traducción desee ser sólo eso, un intento más por poner al alcance de un público más numeroso una pequeña parte, aunque pensamos que muy relevante y significativa, de su extensa obra. En nuestra versión hemos procurado, ante todo, la fidelidad al texto original. Esto ha podido dar lugar a que la forma, también en nuestra lengua, siga adoleciendo de los mismos defectos que apuntábamos en la obra griega. Éste es, sin embargo, un riesgo y una elección que lleva consigo todo trabajo de esta clase. De todas formas hemos querido siempre conservar la forma de expresión plutarquea, un hecho que quizá pueda justificar de alguna forma la paciencia y disculpas que ya desde ahora le pedimos al posible lector de este volumen.

Como queda señalado en el apartado III de la Bibliografía, para realizar la nuestra hemos utilizado todas las traducciones de Plutarco que aparecen allí reseñadas. De las castellanas apenas si nos ha servido la más antigua, la del secretario Diego Gracián. No sabemos el original griego que empleó para hacerla, aunque, en todo caso, es mucho lo que desde el siglo XVI se ha hecho en torno a la fijación del texto de Plutarco, y esto, naturalmente, se nota. Además, deja sin traducir, sin previo aviso y sin exponer los motivos, frases enteras, quizá porque no fueran de su agrado o porque su contenido no iba a ser permitido por los censores de la época. A esto se añade que Diego Gracián incluye en el texto, sin más, las notas explicatorias al mismo, con lo que el lector no sabe a ciencia cierta qué es de Plutarco y qué es lo que añade el traductor.

De las traducciones al castellano del tratado Sobre la educación de los hijos, de J. Pallí, y de Cómo el joven debe leer a los poetas, de Lea S. de Scazzocchio, diremos que nos parece mejor y más ajustada al texto griego la de Pallí. La de Scazzocchio nos ha parecido especialmente útil por el trabajo sobre la poética y crítica literaria en Plutarco publicado como suplemento a su traducción.

Por último, deseamos reconocer aquí y destacar sobre todas las traducciones a otras lenguas la gran ayuda que, para realizar nuestra labor, hemos encontrado en las versiones de la Obras morales de Plutarco, al alemán, de J. F. C. Kaltwasser, al francés, de J. Amyot y al inglés, de F. C. Babbitt. Todas ellas han representado un gran auxilio para ir salvando los numerosos obstáculos que han ido surgiendo a lo largo de nuestro trabajo, por lo que hacemos aquí una mención especial de las mismas.