Epílogo

África hotel, Beira 1905

Por segunda vez en su vida, Hanna Lundmark descendía por una pasarela y abandonaba una embarcación a la que no pensaba volver. Durante el viaje decidió deshacerse para siempre de los otros nombres, Ana Branca y Hanna Vaz. Incluso sopesó la posibilidad de renunciar al apellido Lundmark y volver a quien era en un principio, Hanna Renström. Asomada a la borda del vapor vio alguna que otra vez a un grupo de delfines que seguían la estela del barco y, en una ocasión, cerca de Xai-Xai, avistó a lo lejos unas ballenas lanzando agua. Pero lo que realmente hizo allí apoyada en la borda fue ir sopesando sus diversos nombres y arrojándolos al mar.

Decidió apostarse en la popa, pues allí estaba el cuchitril, como en el Lovisa. En la angosta y humeante cocina trabajaba una mujer negra inmensamente gorda y dos hombres a los que tal vez hubiesen elegido por su delgadez extrema. De lo contrario, no habrían cabido los tres ante el fogón de leña, entre las cacerolas y la porcelana desportillada.

Había pocos pasajeros a bordo. Hanna disponía del mejor camarote, pero se pasaba las noches aplastando cucarachas con el zapato. Por encima de la cabeza oía el crujir de los movimientos y las toses de los pasajeros de cubierta, que, enrollados en las mantas, se tumbaban a dormir en el suelo.

De vez en cuando hablaba con el capitán Fortuna. Hanna había intuido que era un hombre que, al parecer, procedía de todas partes. El segundo día a bordo, él le preguntó a Hanna de dónde era.

—Soy sueca —le dijo ella—. De un país muy al norte. Donde la aurora boreal luce en el cielo nocturno.

No quedó muy convencida de que supiera dónde estaba Suecia, pero le preguntó cortésmente de dónde era él.

—Mi madre era griega —respondió el capitán—. Su padre era persa y su madre de la India. Su abuela tenía raíces en alguna de las islas del mar del Sur. Mi padre, por su parte, era turco, pero en realidad era una mezcla de sangre judía, marroquí y una gota japonesa. Yo me considero un africano árabe, o un árabe africano. El mar nos pertenece a todos.

A Hanna le servía la comida en el camarote uno de los dos hombres escuálidos a los que había visto en la cocina. Comía poquísimo, la mayor parte del tiempo descansaba en la litera o se iba a la cubierta de popa a contemplar la silueta del continente negro que se atisbaba en la calina.

Tras catorce horas de travesía se rompió la máquina de vapor. Quedaron a la deriva durante cerca de veinticuatro horas, hasta que el maquinista logró reparar la avería y pudieron continuar rumbo a Beira.

Atardecía cuando bajó la pasarela en la nueva ciudad. La seguían dos marineros que, por orden del capitán Fortuna, debían acompañarla al Africa Hotel. Allí se alojaría mientras buscaba a los padres de Isabel.

Cuando entró por la puerta iluminada que sostenían unos porteros uniformados, se quedó boquiabierta ante la magnificencia de cuanto la rodeaba. Siempre pensó que el hotel en el que se había alojado Pandre era lo más parecido a un castillo que había visto en su vida, pero el Africa Hotel de Beira superaba cuanto hubiera podido soñar. Ocupó la segunda suite más grande de las que había, pues la primera, la suite nupcial, ya estaba reservada cuando llegó. La primera noche le sirvieron la cena en la habitación, tomó champagne, que sólo había bebido antes en una ocasión: la noche en que se casó con el senhor Vaz.

Al día siguiente, inició las pesquisas en busca de los padres de Isabel. En el hotel le ayudaron a contratar a dos africanos que pudieran guiarla por los suburbios donde suponía que vivirían los padres de Isabel, que eran gente humilde. Más de una semana se pasó recorriendo todos los arrabales acompañada de los dos africanos. Puesto que jamás había visitado ningún barrio negro en Lourenço Marques, quedó estupefacta al ver en qué condiciones se veían obligados a vivir los negros. Vio una miseria que jamás habría podido imaginar. Todas las noches regresaba como paralizada a aquella suntuosa habitación del hotel. Prácticamente dejó de comer mientras duró la búsqueda. Cuando dormía, tenía pesadillas eternas que, en su mayoría, la devolvían al río y a las montañas, aunque no lograba encontrar el hogar que abandonó en su día.

Pero al cabo de varios días, notó algo más durante las repetidas visitas a los barrios negros. Descubrió que, entre las personas más pobres, reinaba una alegría inesperada por la vida. Aprovechaban cualquier motivo de regocijo. Aquella gente se ayudaba, pese a que apenas tenían nada que compartir.

Una noche intentó explicar en el diario, para poder entenderlo ella misma, qué era lo que creía haber descubierto tras haber logrado horadar la superficie de pobreza y miseria.

Escribió: «En el mar de pobreza incomprensible veo islas de riqueza. Felicidad que no tiene motivos para existir, calidez que no debería haber sobrevivido. Si invierto el razonamiento, lo que veo en los blancos que viven aquí es una pobreza infinita en medio de la prosperidad de que disfrutan».

Leyó lo que había escrito. Se le antojaba que no había logrado plasmar con exactitud qué sentía; aun así, era como si aquélla fuese la primera vez que veía a los negros y que veía cómo vivían. Hasta entonces se había guiado por una perspectiva deformante.

Ella, que procedía de la clase más humilde de toda Suecia, ¿no tendría más en común con los negros de lo que había pensado hasta ahora?

Al día siguiente reanudó la búsqueda. Cada paso que daba, cada persona con quien cruzaba una mirada la convencían de que tenía razón en lo que había dejado escrito en el diario la noche anterior.

Por primera vez acudió a su mente una idea inesperada: «¿Y si, pese a todo, pudiera sentirme aquí como en casa?». Ahora comprendía que no sólo buscaba a los padres de Isabel. Se buscaba también a sí misma, aunque de un modo totalmente nuevo.

Mientras ella seguía con sus pesquisas, en el hotel se preparaban para una gran celebración nupcial. Un príncipe portugués iba a contraer matrimonio con una duquesa británica. El fondeadero aparecía lleno de grandes yates de recreo procedentes de la lejana Europa. Hanna era el único huésped del hotel que no se contaba entre los invitados. Sin embargo, finalmente recibió también una invitación. Aceptó y no pudo por menos de sentir una confianza involuntaria al verse rodeada de hombres blancos, después de haber sido testigo de tanta miseria mientras buscaba a los padres de Isabel.

Llegó un momento en que quiso darse por vencida, jamás los encontraría ni podría contarles que Isabel había muerto. Pagó a los dos guías que, con admiración y casi con miedo, se quedaron observando la cantidad de billetes que les entregaba.

Aquella misma noche se celebraría la boda. Hanna se pasó la tarde en la parte más umbría del hotel, a fin de no estorbar los numerosos preparativos.

De repente, un hombre de edad se plantó ante ella, un hombre blanco, vestido con traje oscuro. Tal vez hubiera cumplido los sesenta. Hanna quería estar sola y, en un primer momento, lo consideró un entrometido. Sin embargo, enseguida notó que la amabilidad del desconocido era auténtica, que, simplemente, buscaba a alguien con quien conversar.

Observaron juntos las aves de vivos colores y largos picos que volaban por entre los arbustos y las flores.

—Estoy en camino —dijo el hombre de pronto.

—Como todos, ¿no? —replicó Hanna.

—Me llamo Harold ffendon —dijo el hombre—. Hubo un tiempo en que me llamaba de otra manera, ya no recuerdo cómo. Mi padre se llamaba Wilson, John Wilson, y siempre lo llamaran Jack. Ahora voy camino de lo que en su época se llamaba la Tierra de Van Diemen.

—¿Qué lugar es ése?

—En la actualidad se conoce como Tasmania, pero cuando mi padre vivía allí, era una temida colonia de trabajos forzados adonde los ingleses enviaban a sus peores criminales para que muriesen o, simplemente, para que desaparecieran de las calles allá en su patria. Mi padre había robado un par de zapatos en la ciudad de Bristol. Y por ese motivo lo condenaron a quince años de destierro. Una vez cumplida la condena, decidió quedarse. Se hizo cabrero y, además, aprendió el arte de construir órganos. Ahora ya está muerto, pero pienso ir allí para vivir cerca de él.

—¿Cómo llegó usted aquí?

—El camino hasta Australia es largo.

«Lo es», pensó Hanna. «El camino hasta Australia es bien largo. Yo, por ejemplo, no llegué nunca. También me quedé aquí».

—Durante la travesía pueden verse icebergs —dijo.

—Lo sé —convino ffendon—. Muchos de los buques que llevaban a los criminales a Australia y a la Tierra de Van Diemen no llegaron nunca a su destino. Algunos se hundieron, con total seguridad, al chocar contra un iceberg.

En ese punto murió la conversación, tan rápido como había surgido. De improviso, ffendon se levantó del banco, se inclinó brevemente y extendió la mano.

—Necesito ayuda para el viaje —dijo—. Me avergüenzo de ello, pero pido de todos modos.

Hanna subió a su habitación, cogió cincuenta libras esterlinas y volvió al jardín.

—Tiene usted aspecto de no preocuparse por nada —explicó ffendon—. Y eso sólo lo hacen quienes creen en Dios o quienes tienen dinero en abundancia. Usted no me ha parecido creyente, así que sólo me quedaba una opción.

—Suerte con el viaje —le dijo al tiempo que le entregaba el dinero.

Lo vio alejarse. No sabía si ffendon pensaba viajar a Tasmania o si iba a gastarse el dinero en el juego, pero tampoco le importaba.

Hanna asistió a la ceremonia de la boda, vio a la joven y hermosa pareja y recordó la sencillez con que ella y Lundmark contrajeron matrimonio en Argel. Durante la cena, en cambio, su puesto en la mesa quedó vacío, pues había subido a la suite para reflexionar sobre adónde debía dirigirse. ¿Cuál era su Tasmania? ¿Qué opciones tenía? ¿Acaso tenía elección siquiera? ¿O podría quedarse allí, en el Africa Hotel, hasta que se le acabara el dinero?

Aquella noche, a hora muy avanzada, decidió dirigirse a Phalaborwa, el lugar del que la misionera Agnes le había hablado cuando se conocieron a bordo del Lovisa, al día siguiente de arribar a África. Allí sí que podría ir y comprender mejor, quizá, qué debía hacer con su vida. En la misión podría deshacerse de las últimas reliquias de aquello en lo que se había convertido durante su estancia en África.

Durmió unas horas antes de levantarse al alba. Aún duraba la fiesta de la boda. Se acercó a la ventana y se llevó un sobresalto. Bajo un árbol del parque se encontraba Moses. Estaba mirando hacia su ventana. Lo llamó a gritos, segura como se sentía de estar en lo cierto. Fuera de sí de felicidad, se vistió y bajó a toda prisa al jardín. Moses ya no estaba junto al árbol, pero Hanna sabía cómo pensaba. No era apropiado que un hombre negro se viese con una blanca en el jardín del hotel, por esa razón se había retirado. Hanna miró a su alrededor y descubrió una zona de arbustos espesos que se extendía junto al muro de piedra que rodeaba el hotel.

Allí estaba Moses, esperándola. No llevaba el mono de siempre, sino un traje negro deslucido. Aun así, a Hanna le sorprendía que no le hubiesen negado la entrada. Los negros que trabajaban en el hotel o en el jardín circundante, que era como un parque, llevaban uniforme.

—He saltado el muro —explicó—. No me habrían dejado entrar. En las minas se aprende a trepar y a salvar montañas de piedras desmoronadas. No existe ningún muro que un minero no pueda salvar trepando.

Hanna apenas oía lo que le decía. Se le acercó y él la rodeó con sus brazos.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —le preguntó.

—En otro barco.

—¿Cuándo?

—Ayer.

—Estarás al corriente de que no he logrado encontrar a tus padres, ¿verdad?

—Lo sé.

Hanna lo miró a los ojos.

—¿Por qué has venido?

Moses dio un paso atrás y sacó una bolsita del bolsillo. Hanna la reconoció enseguida. En una ocasión, ella misma le entregó a Isabel un saquito igual.

—Quería darte esto.

—¿Lo mismo que a Isabel?

—Sí.

—¿Acaso no viste en aquella ocasión que no surtió ningún efecto en ella, puesto que la rodeaban demasiados hombres blancos que le arrebataban toda la fuerza? ¿Por qué me lo das?

—Porque tú no eres como los demás. Sé que te llaman Ana Branca, pero es un error. Para mí tú eres Ana Negra.

«Ana la Negra», pensó Hanna. «¿Será ése mi verdadero nombre?».

—Tu última misión en la vida como la mujer blanca que eras al nacer consiste en dar con el paradero de mis padres —dijo Moses—. Después, serás uno de nosotros, Ana Negra.

—¿Y qué ocurrirá si me nacen alas?

—Que llegarás a donde yo esté.

Sin añadir una palabra más le entregó la bolsita, trepó por el muro y desapareció al otro lado. Lo hizo con tal rapidez que Hanna no acertó a reaccionar.

Siguió buscando, pero no halló ni rastro de los padres. Nadie parecía conocer sus nombres. Todas las noches regresaba al hotel y miraba la bolsa de piel que tenía sobre la mesa. Todas las mañanas se acercaba a la ventana, pero Moses no volvió.

Finalmente se dio por vencida. Aquel gentío de personas negras había engullido a los padres de Moses e Isabel. Jamás lograría dar con ellos. Lo que más deseaba, volver a ver a Moses abajo en el jardín y perderse con él saltando el alto muro, jamás se haría realidad.

Empezó a preparar las maletas aquella misma noche. La bolsita de piel seguía allí, intacta. No había cambiado de idea, partiría rumbo a la misión.

Al final sólo le quedaba el diario. También de aquel bloc sujeto con una cinta roja que había ido llenando de anotaciones quería deshacerse ahora. Pensó en quemarlo, pero se arrepintió sin saber por qué.

Descubrió por casualidad que el suelo de parquet de su habitación presentaba algunas juntas sin sellar, pese a lo reciente de la construcción del hotel. Hurgó con el dedo en una de las juntas y parte del parquet se soltó. Se arrodilló y escondió allí el diario, tan al fondo como pudo, y volvió a colocar el listón suelto.

Después llamó a uno de los conserjes negros del hotel, que se encargó de que las juntas quedaran bien selladas.

Otro día y otra noche permaneció en el Africa Hotel. Los invitados de la boda ya se habían marchado. Los yates blancos habían partido del fondeadero. El hotel parecía desierto de repente.

La última noche se quedó un rato sentada junto a la ventana abierta, cuya cortina se mecía lentamente al amor de la brisa marina. Vació en la palma de la mano el contenido de la bolsa de piel y se lo tragó con un vaso de agua.

Nadie la vio marcharse. Y nadie sabría decir después si había alquilado un coche de tiro o si abandonó la ciudad en barco o a lomos de un caballo.

A la mañana siguiente, cuando el servicio entró en la suite, encontraron el dinero de su estancia metido en un sobre, sobre la mesa.

Las maletas no estaban.

Nadie volvió a verla nunca más.