Ana acertó a pensar que aquellos dos hombres parecían animales salvajes iracundos.
—¿Te ha atacado? —rugió el oficial al tiempo que le estampaba a Moses un puñetazo en la cara.
—¡No me ha tocado! —gritó Ana intentando interponerse. Pero el oficial ya había derribado a Moses y, sentado a horcajadas sobre él, le sujetaba el cuello con fuerza.
—Voy a matar a este cerdo —gritó el hombre—. ¡Un porteador que ataca en el camarote a uno de mis pasajeros!
—¡No me ha atacado! —volvió a gritar Ana desesperada mientras tironeaba de los brazos del oficial—. ¡Suéltalo!
El oficial, totalmente fuera de sí, se levantó y soltó a Moses, que tenía la cara salpicada de sangre.
—¿Qué ha hecho? —preguntó el hombre de la puerta, que había permanecido en silencio hasta ese momento.
—No ha hecho nada que no le haya pedido yo —respondió Ana—. Y condeno abiertamente el modo en que lo tratáis.
—En esta embarcación somos nosotros quienes decidimos sobre los negros que suben a bordo —respondió el oficial.
Y como para subrayar lo que acababa de decir, volvió a golpear a Moses. En esta ocasión en plena nariz, que empezó a sangrar. Ana se interpuso entre los dos. Apenas llevaba nada puesto y comprendió que con ello habría escandalizado al oficial. Pero en aquellos momentos a ella eso no le importaba lo más mínimo. En uno de los instantes más felices de su vida habían venido a humillarla más que nunca.
—Ya se iba —dijo Ana—. Y no vuelvan a tocarlo.
—No —dijo el oficial—. Lo llevaremos preso. Ya se encargarán de él en el fuerte.
Ana enmudeció ante la idea de que Moses fuese a parar al mismo agujero en el que Isabel halló la muerte.
—En ese caso, tendrán que llevarme a mí también —declaró.
Le resonó en la voz un tono tan convincente, que los oficiales quedaron desconcertados. Ana se hizo con una toalla y le limpió la cara a Moses. La sangre que impregnó la toalla la hizo reparar de pronto en que tenía algo pegajoso entre los muslos. Sabía lo que era y pensó que, en aquel momento, constituía el principal secreto de toda su vida.
Cuando salieron del camarote, tanto los pasajeros como la tripulación se quedaron observando aquella procesión. Todos eran conscientes de que algo había ocurrido en el mayor de los camarotes.
Moses descendió por la pasarela sin que les fuera posible despedirse como deseaban. Ana lo vio alejarse por el muelle, sin volverse. Ella lo siguió con la mirada hasta que lo perdió de vista. Luego regresó a su camarote y se tumbó en la cama, exhausta pero a la vez furiosa por lo ocurrido. Allí permaneció hasta que oyó las órdenes para zarpar y notó los temblores por el aumento de la presión en las calderas y el chirriar de las cadenas al soltar amarras.
¿Por qué no había abandonado el barco para irse con Moses? ¿Por qué no se había atrevido?
Por un instante, lo vio muy claro, pensaba. «Pero después no me atreví a asumir las consecuencias de lo sucedido».
Al cabo de muchas horas salió a cubierta. Se había peinado primorosamente y se había cambiado de ropa. Se asomó por la borda. Los demás pasajeros blancos que se hallaban a bordo se apartaron para hacerle sitio. No por respeto, como bien notó Ana, sino para expresar su deseo de distanciarse de ella.
«Me he convertido en una puta para ellos», pensó. «Me he metido en el camarote con un hombre negro y he hecho lo más ignominioso que estas personas son capaces de imaginar».
Contempló la ciudad, que se extendía blanca a lo lejos, por las laderas. Se quedó allí viéndola desaparecer entre la calina cada vez más densa. Ya casi habían alcanzado la posición de rumbo norte, el sol pendía alto en el cielo cuando le avisaron de que iban a servir el desayuno, pero ella dio las gracias y dijo que no iría, no deseaba interrumpir la despedida de aquella ciudad que no volvería a ver nunca más.
De repente, descubrió a un hombre plantado a su lado. Llevaba uniforme y Ana comprobó que era el capitán. Tuvo la vaga sensación de que lo conocía, aunque era incapaz de ubicarlo. El oficial le hizo el saludo militar y le tendió la mano.
—Soy el capitán Fortuna —se presentó—. Bienvenida a bordo.
El hombre olía a cerveza y el aliento exhalaba un aroma que le recordó ligeramente al senhor Vaz. Rondaba la cuarentena, estaba bronceado y era de complexión atlética.
—Gracias —respondió Ana—. ¿Qué tiempo tendremos durante la travesía?
—Calma. Olas suaves, nada más.
—¿Algún iceberg?
El capitán Fortuna la miró extrañado antes de romper a reír, pues pensó que Ana estaba bromeando.
—Ninguna montaña de hielo, salvo las que llevamos en la nevera —respondió—. Aquí no hay arrecifes, ninguna amenaza subacuática si nos mantenemos lo bastante alejados de la costa. Llevo más de diez años al mando de esta embarcación. El suceso más dramático del que he sido testigo se produjo en una ocasión que llevábamos a bordo un toro semental que enloqueció y saltó por la borda. Por desgracia, fue imposible salvarlo. Se alejó nadando a toda velocidad rumbo a las costas de la India. Puesto que todo ocurrió de noche, no conseguimos localizarlo.
—Es la primera vez que viajo a Beira —confesó Ana—. No sé nada de la ciudad, pero sí que necesitaré un hotel.
—El Africa Hotel —sugirió el capitán Fortuna—. Recién construido. Un hotel extraordinario. Ahí creo yo que debe alojarse la senhora.
—¿Es una ciudad grande?
—No como Lourenço Marques. La distancia hasta el hotel es bastante corta.
El capitán Fortuna la saludó de nuevo y se dirigió a la escala que conducía al puente de mando.
De repente, Ana cayó en la cuenta de dónde lo había visto. El capitán había acudido al burdel en una ocasión, quizá varias. Entonces no iba de uniforme, de ahí que no lo hubiese reconocido enseguida.
«Estoy rodeada de antiguos clientes», se dijo. «Y él sabe que yo regentaba aquel prostíbulo».
Volvió al camarote y se tumbó de nuevo en la cama. Se llevó la mano entre los muslos y se dijo que si estaba engendrando un hijo, lo dejaría vivir. Adondequiera que fuese una vez cumplida su misión en Beira, evitaría acercarse a un cementerio de abortos, fetos y recién nacidos no deseados.
«Una promesa», pensó. «Presto un juramento que sólo yo conozco. ¿Qué valor puede tener algo así?».
Comió en el camarote, pues no quería correr el riesgo de vérselas con curiosos y con gente chismosa.
Aquella noche, cuando hubo oscurecido del todo, salió de nuevo a cubierta y respiró el aire fresco. El cielo brillaba claro y estrellado. Sentía muy cerca la presencia de Moses, pero también la de Lundmark y quizás incluso la del senhor Vaz. La maraña de cabos que había a sus pies bien podría ser el pobre Carlos, que durmiera allí acurrucado.
En la distancia: luces, estrellas fugaces, el latido luminoso de un faro que barría el horizonte.
El capitán Fortuna surgió de improviso de entre las sombras. Ya no olía a cerveza, sino a vino.
—Yo no me meto en las vidas ajenas —aseguró—. Pero permítame que le exprese a la senhora Vaz mi admiración por su empeño en salvar a la mujer negra que estaba prisionera. Pedro Pimenta era un hombre simpático, pero era un sinvergüenza. Engañaba a todas las mujeres con las que tenía relación.
—Lo que hice no fue suficiente —respondió Ana—. Al final, Isabel murió.
—Las personas procedentes de nuestra parte del mundo se convierten en seres insoportables cuando llegan a África —sentenció el capitán Fortuna con tristeza—. Al trabajar en el barco, no tengo noticia directa de todo el horror que arrasa en tierra firme, pero nadie duda de que el modo en que tratamos a los negros no quedará impune.
Tal vez esperaba que ella respondiese, pero Ana guardó silencio un instante, antes de cambiar de tema radicalmente.
—Seamos sinceros —dijo—. Sé que usted visitaba el burdel que heredé a la muerte de mi marido. Usted pagaba puntualmente y trataba bien a las mujeres. Pero tengo una curiosidad… ¿a qué mujer iba buscando?
—A Belinda Bonita. Nunca otra. De haber podido, me habría casado con ella.
—Pues el porteador negro que me acompañó a bordo —comenzó Ana—. Lo quiero. Y espero llevar un hijo suyo en las entrañas.
El capitán Fortuna la miró a la luz vacilante de un farol que llevaba en la mano.
Sonrió. Era una sonrisa amable.
—Lo comprendo —admitió—. Comprendo exactamente lo que quiere decir.
Aquella noche, Ana durmió un sueño largo y profundo. Pensaba que el mar era como una mecedora que la columpiaba adelante y atrás mientras transcurría la noche y mientras la posibilidad de otra existencia iba haciéndose realidad.