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Cuando salió a la calle, no sólo la esperaba el coche. También vio a Moses. Es decir, no había vuelto a las minas de Rand, sino que se había quedado en la ciudad todo el tiempo. «Tal vez haya estado velando por mí sin que yo lo viera», pensó Ana. «Como el leopardo, que siempre ve aunque a él no lo vea nadie».

Moses llevaba el mono de siempre, unas sandalias rotas y las manos colgando a ambos lados, como impotentes.

—Así que estás aquí —le dijo Ana.

—Sí —respondió Moses—. Aquí estoy. Quería despedirme.

—¿Y cómo sabías que me iría hoy?

Enseguida se dijo que aquella pregunta jamás obtendría respuesta. Si Moses le hubiese dicho que se había enterado de su partida por el dibujo de las piedras de la acera, ella no se lo habría creído. En cambio, Moses se habría creído a sí mismo, y allí estaba ahora, justo cuando Ana iba a coger por última vez el coche que Vanji devolvería más tarde aquella misma mañana.

Moses la miró con una sonrisa, pero sin responder.

No tenía importancia, se dijo Ana. Lo importante era que se alegraba de que hubiese vuelto.

De repente pensó que no deseaba partir. Quería quedarse cerca de él, tanto como fuera posible. Pero no podía ser. Ya no tenía casa. Había entregado todas las llaves. Lo único que le quedaba era un camarote en el vapor de la costa que la llevaría a Beira.

Sus sentimientos le infundían tanto miedo como regocijo. Verdaderamente quería al hombre que tenía delante. Sin embargo, el amor entre ellos era imposible, contravenía todas las reglas imaginables de aquella maldita ciudad.

—Acompáñame al puerto —fue cuanto se atrevió a decir.

—Sí —respondió Moses—. Te acompaño.

Pero cuando ella le abrió la puerta del coche, él negó con la cabeza y echó a andar pendiente abajo, en dirección al puerto, a paso ligero y flexible.

Ana le pidió a Vanji que tomara otro camino, no quería adelantar con el coche a Moses mientras éste iba corriendo.

A Vanji le entregó dos sobres, uno con el pago por haber utilizado el coche, otro con sus honorarios.

Fueron los dos últimos sobres que entregó. Ya habían cobrado todos. Ya no tenía ninguna deuda y se había comportado de un modo que los otros ciudadanos blancos de la ciudad, de haber estado al corriente, no habrían dudado en censurar. Habrían dicho que estaba estropeando a los negros, que los convertía en seres obstinados, en haraganes, y que se reducía el grado de respeto que demostraban a la superioridad blanca.

«Me veo en medio de todo esto con un pie en cada lado y sin pertenecer a ninguno», pensó. «Hasta ahora, que Moses ha vuelto. Aunque tampoco esta relación es posible».

Moses estaba en el muelle esperándola. Pese al largo trayecto que había cubierto a la carrera, parecía totalmente inmune al cansancio. Ana pensó que era como con Lundmark. Sólo veía lo que quería ver. De haber observado a Moses con atención, habría comprobado que tenía las manos sucias, igual que el mono, y quizá también que la carrera lo había agotado, pues tendría los pulmones dañados después de tantos años de trabajo en la mina.

Se despidió de Vanji, que se irguió y, aunque torpemente, le brindó un saludo militar.

—No volveremos a vernos —auguró Ana.

—Al menos, no en esta vida —puntualizó Vanji, reiterando el saludo militar.

Al volverse, vio que Moses ya había cogido sus maletas. La acompañó a bordo. El oficial blanco que había junto a la pasarela saludó a Ana y los dejó pasar. Un camarero de chaqueta blanca los condujo hasta el camarote. Ana no pudo por menos de pensar en la primera vez que vio a Carlos, y estalló en una risa melancólica.

«Nadie lo comprendería», razonó para sí. «Lamento la muerte de un hombre con el que apenas tuve tiempo de estar casada. La de otro con el que estuve casada, pero cuya pérdida no lamenté. Sin embargo, hay una mujer negra y un mono cuyo recuerdo siempre irá conmigo, mientras viva. Y ahora, un hombre negro, Moses, con el que quiero estar».

El camarero abrió la puerta del camarote. Aguardó para acompañar a Moses de vuelta a la pasarela, pero Ana cerró la puerta tras haberle explicado que Moses iba a deshacerle las maletas antes de despedirse.

Por primera vez se quedaron a solas en una habitación. Ana se sentó en el borde de la cama. Moses permaneció de pie.

—Creía que habías vuelto a las minas —dijo—. Estaba enojada porque no me habías dicho nada.

Moses no respondió. De repente, parecía haber perdido la serenidad que lo caracterizaba.

«Debo atreverme», se conminó Ana. «No tengo nada que perder. Si algo he aprendido en el espacio de tiempo que delimitan las dos pasarelas, aquélla por la que bajé a esta tierra y la que ahora me llevará lejos de aquí, es que debo atreverme a hacer lo que quiero y no dejar que me lo impida lo que otros consideran que le está permitido a una mujer blanca».

De forma completamente imprevista lo vio todo claro. Ahora, cuando estaba a punto de culminar el tiempo vivido en la ciudad de la laguna. Conocer a Isabel le permitió sentir cariño por una mujer negra cuyo destino le había afectado de un modo brutal. Sin embargo, Isabel estaba muerta, al igual que Lars Johan Jakob Antonius Lundmark, el primer hombre que contrajo matrimonio con ella. Y que el senhor Vaz, que la hizo rica pero que también había fallecido.

Y entonces apareció Moses en su vida. El afecto que había sentido por Isabel se convirtió en amor por su hermano. Y él estaba vivo, no la había abandonado.

Ana se levantó y se acercó a Moses. Se inclinó hacia él y experimentó gratitud y alivio al sentir sus manos en la cintura.

Hicieron el amor con urgencia, medio vestidos, nerviosos pero entregados mientras oían el resonar de pasos tanto sobre sus cabezas como por el estrecho pasillo que discurría ante la puerta del camarote. En ella germinó la idea y la voluntad de que aquello no terminara nunca, de que se quedaran donde estaban hasta que el buque se llenase de agua y se hundiese. Notó el deseo de Moses, su ternura, y cuando le oyó un sollozo, comprendió que también Isabel y sus hijos se les habían unido en el camarote.

Después, todo paz y sosiego. Se quedaron tumbados en aquella cama estrecha, entre los protectores de madera desteñida que había a ambos lados. Ana le puso a Moses la mano en el corazón y sintió cómo su respiración iba pasando poco a poco de la aceleración del gozo a una gran calma.

Puede que Ana pensara en Lundmark en aquel momento, no lo recordaba, pero una y otra vez se decía lo extraordinario que se le antojaba el hecho de que tantas circunstancias se repitieran en su vida. Amor en la estrechez de un camarote, pasarelas, partidas precipitadas, sepulturas en el mar. Nadie la preparó nunca para nada de aquello, ni su padre ni Elin. Mientras vivió en el río aprendió a manejar la azada, a cuidar niños, a abrirse paso sin inmutarse por una capa espesa de nieve y por un frío helador, y además, a temer al Dios justiciero que entretejía las convicciones contritas de su abuela. Ahora, ella había llevado a cabo acciones valerosas sin estar preparada para ello, sin que nadie la hubiese obligado.

Ya apenas quedaba tiempo. El barco no tardaría en zarpar.

—Ven conmigo —le propuso Ana—. Quiero que vengas conmigo.

—No puedo.

—¿Por qué?

—La senhora sabe por qué.

—No me llames senhora. Ni Ana tampoco. Llámame Hanna, ése es mi verdadero nombre.

—Me matarán, igual que mataron a Isabel.

—No mientras yo viva.

—Ni siquiera pudiste proteger a Isabel.

—¿Me estás acusando?

—No, sólo digo lo que ocurrió.

Moses se incorporó, bajó de la cama y se puso el mono. Ana se quedó tumbada, aún medio desnuda, con la ropa desordenada, el moño deshecho y el cabello revuelto.

En ese preciso instante se acercaron unos pasos atronadores.

Se oyó un aporreo contundente y, de pronto, se abrió la puerta. Y allí estaban el oficial que la había recibido en la pasarela y otro hombre, que Ana supuso sería colega suyo.