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Lo que vino a continuación aconteció con tal rapidez que Ana nunca estuvo segura del orden en que se había desarrollado todo. El pastor alemán al que Ana Dolores acababa de acariciar reventó la reja de la jaula y salió a toda velocidad en dirección a Carlos, que había saltado al suelo. Ana gritó para prevenirlo, pero tarde. El perro le desgarró a Carlos la garganta con los dientes antes de que el mono hubiese advertido el peligro y hubiese alcanzado a huir. Ana echó a correr escaleras abajo y empezó a golpear al perro con una escoba que había apoyada en la barandilla del porche. Pero el perro no soltaba la garganta de Carlos. Ana gritaba y golpeaba, Ana Dolores no se inmutó. No intentó que el perro soltara a Carlos para devolverlo a la jaula hasta que todo hubo terminado.

Carlos yacía inmóvil en el suelo. Tenía la cabeza casi separada del resto del cuerpo, los ojos abiertos. Seguía mirando a Ana incluso después de muerto.

Ana Dolores volvió después de haber encerrado al perro rabioso.

—No entiendo cómo ha podido suceder —dijo.

Y al oír aquellas palabras, Ana comprendió claramente lo que había ocurrido. Al principio se negó a dar crédito a aquella sospecha, pero no existía otra explicación.

No había sido un accidente.

Ana se levantó y se sacudió despacio el polvo del vestido.

—No sé cómo lo has hecho —confesó—. Es obvio que has abierto la jaula, aunque ignoro cómo incitaste a atacar al perro. Tal vez esté entrenado no sólo para responder a una voz, sino también a un gesto de la mano o a un movimiento rotundo de cabeza. —Ana Dolores hizo amago de ir a interrumpirla—. ¡Déjame terminar! —rugió Ana—. Si vuelves a interrumpirme, te mato. Le has dado órdenes al perro de que mate a Carlos. Querías que muriera. No sé por qué lo has hecho. ¿Tanto odio sientes por todos aquellos que no desprecian a los negros? ¿Tanto odio sientes por un mono, por el hecho de ser amigo mío, como para matarlo? Jamás he conocido a nadie tan lleno de odio como tú, Ana Dolores. Algún día, la gente de este país se hartará de la gente de tu calaña. —Una vez más, Ana Dolores intentó decir algo, pero Ana alzó la mano sin más, temblando de ira—. No digas nada —le advirtió—. Nada. No vuelvas a dirigirme la palabra. Dame un saco para que pueda llevármelo de aquí.

Ana Dolores se dio media vuelta y entró en la casa. No regresó, sino que mandó a una sirvienta con un saco vacío. La muchacha lo dejó sin mirar siquiera al mono muerto. Ana metió a Carlos en el saco sabiendo que Ana Dolores la observaba desde alguna de las ventanas de la casa.

El chófer que la esperaba en el coche salió a ayudarle, pero ella meneó la cabeza, quería llevar a Carlos sola.

Durante el camino de regreso a la ciudad le pidió al chófer que se detuviera junto al puente del río. Salió del coche y miró por la barandilla. A unos metros de allí había varias mujeres lavando ropa. Se habían remangado la tela que llevaban anudada a la cintura hasta medio muslo. Conversaban mientras hacían su trabajo y Ana las oyó reír al tiempo que restregaban y palmeaban los montones de ropa. Sintió un deseo irrefrenable de bajar con ellas, remangarse el vestido y ponerse a lavar también. En aquellas mujeres entreveía un atisbo de Elin y quizás incluso de sí misma.

Al cabo de un rato se alejó del puente. Ya tenía decidido el lugar donde enterraría a Carlos.

Una vez en casa, fue incapaz de llorar por el mono muerto, pero sintió una añoranza extrema de Lundmark, de tenerlo a su lado, para hacer más llevadero el dolor por la muerte de Carlos. Lundmark no tendría mucho que decirle, pues era hombre de pocas palabras, pero habría podido consolarla y le habría hecho ver que no estaba sola. Pensó que en aquel continente desconcertante y lleno de paradojas al final sólo había podido confiar en un mono.

Metió el saco en el que llevaba a Carlos en la nevera. Le prohibió a Julietta y al resto del servicio que se acercaran siquiera. Los sabía presa de una curiosidad enorme, de modo que los mandó a buscar una gran piedra del jardín, la colocó sobre la tapa de la nevera y les explicó que también los blancos tenían su magia y que la suya residía ahora en la piedra. Aquel que la tocara vería cómo los dedos se le transformaban en delgados alfileres de granito, y nada, ni la medicina blanca ni la negra, podría devolverlos a la normalidad. Vio que la creían y no pudo evitar cierta amarga alegría en medio de tanto dolor y miseria. Sobre todo al ver que Julietta palidecía y se apartaba enseguida.

Una noche más durmió gracias a una fuerte dosis de somnífero. Muy temprano, al alba, ya estaba despierta y en pie. Dado que había avisado al chófer de que partirían temprano, el hombre había dormido encogido en el coche. Le ayudó a coger el saco de la nevera y cargaron una carretilla y una pala, que Ana había sacado del cobertizo de los aperos la noche anterior.

En el silencio matutino llevaron el saco al burdel, pasaron silenciosamente ante los guardas dormidos y por la sala de los sofás, donde no había más que unos hombres que roncaban a pierna suelta.

El chófer dejó el saco donde ella le indicó junto al árbol de jacarandá. Luego regresó al coche.

Allí, junto a aquel árbol, enterraría a Carlos, que descansaría así bajo un firmamento de flores azules.

Sencillamente, no había lugar más digno para él.