En el preciso instante en que Ana iba a empezar a hablar, Zé levantó las manos y se puso a tocar. Por primera vez en su vida, no afinaba el piano. Ana tardó unos segundos en comprender lo que estaba ocurriendo. Observó perpleja las manos de Zé y escuchó la música que estaba interpretando. Era como una lluvia celestial en el burdel. Después de todo el tiempo que llevaba afinando el piano, se diría que Zé había alcanzado el punto en que el instrumento le parecía lo bastante armónico para poder tocarlo. Todos escucharon en silencio. A Ana se le llenaron los ojos de lágrimas. Zé sabía exactamente dónde colocar los dedos y las muñecas se movían con suavidad bajo la camisa deshilachada.
Cuando terminó, posó las manos en las rodillas y se quedó callado. Nadie dijo nada, nadie aplaudió. Ana se encaminó hacia él y le puso la mano en el hombro.
—Ha sido muy hermoso —dijo—. Nadie sabía que tocaras tan bien.
—Es un piano muy viejo —respondió Zé—. Difícil de afinar. —¿Cuánto tiempo has tardado?
—Seis años. Y ahora tengo que empezar de nuevo.
—Yo te compraré un piano nuevo —le dijo Ana—. Un buen piano. No tendrás que invertir tanto tiempo en afinarlo otra vez para poder tocar.
Zé meneó la cabeza.
—Sólo puedo tocar este piano —dijo con serenidad—. De nada me servirá un piano nuevo.
Ana asintió. Creía haber comprendido. Aunque tal vez acabase de presenciar algo así como un milagro.
—¿Qué era eso que has tocado?
—Lo escribió un polaco. Se llama Frédéric.
—Muy hermoso —dijo Ana.
Luego se volvió hacia los demás y comenzó a aplaudir. Zé se levantó algo indeciso e hizo una reverencia, cerró la tapa del piano, cerró con llave, cogió el sombrero y se marchó.
—¿Adónde va? —preguntó Ana.
—Nadie lo sabe —respondió Felicia—. Pero volverá. La última vez que tocó para nosotros fue en Año Nuevo, en 1899. Para el fin de siglo.
Ana vio que todos los ojos se centraban en ella. Y les contó la verdad: que iba a dejarlos. Nunez, el nuevo propietario, le había prometido mantener las viejas normas mientras todos los que allí trabajaban siguieran en el establecimiento.
—Yo llegué aquí por casualidad —concluyó—. Estaba enferma y pensé, inocente, que esto era un hotel. Aquí me tratasteis bien. De no haber recibido esos cuidados, tal vez habría muerto. Pero ha llegado el momento de despedirme. Me marcho de aquí. Iré a Beira, en busca de los padres de Isabel para comunicarles que ha muerto. No sé lo que ocurrirá, pero sé que no voy a volver.
Ana sacó entonces los fajas de billetes del bolso. Cada uno recibió una cantidad equivalente a algo más de los ingresos de cinco años. Pero para su sorpresa, ninguna de las mujeres dio muestras de alegría, pese a que nunca habían tenido cerca tanto dinero.
—No estáis obligados a quedaros aquí —prosiguió—. Día tras día, noche tras noche. Podéis empezar a vivir de nuevo con vuestras familias.
Ana les habló de pie, pero ahora se sentó en el sillón de terciopelo rojo oscuro que había colocado bajo el árbol. Nadie decía nada. Ana se había acostumbrado a aquel silencio y sabía que quizá tuviera que romperlo ella misma. Alcanzó uno de los fajas de billetes e intentó dárselo a Felicia. Pero Felicia no lo aceptó, sino que tomó la palabra de nuevo. Se había preparado, como si todos supieran de antemano lo que Ana tenía que decirles.
—Nosotras nos vamos con la senhora. Allí adonde la senhora decida abrir un nuevo burdel, no importa.
—Pero ¡yo no quiero ser propietaria de ningún burdel ni administrarlo nunca más! Lo que quiero es daros este dinero para que podáis llevar una vida completamente distinta. ¿Y qué ibais a hacer con vuestras familias si vinierais conmigo?
—Los llevamos con nosotras. Nos iremos con la senhora a cualquier sitio. Con tal de que no sea a un país donde no haya hombres.
—Eso no puede ser. ¿No entendéis lo que os digo?
Nadie pronunció una sola palabra. Ana comprendió que lo que Felicia acababa de decir no la atañía sólo a ella, sino que hablaba por todos los que se hallaban congregados alrededor del árbol. Las mujeres creían de verdad que pensaba abrir otro burdel en algún lugar. Y querían ir con ella. No sabía si sentirse conmovida o indignada por lo que se le antojaba una necedad incomprensible.
Pensó: «Voy a guiar una procesión miserable hacia un objetivo desconocido. Pase lo que pase, yo soy lo que Forsman fue para Elin, la garantía de que es posible una vida mejor».
A Magrinha se había levantado de pronto y se había alejado del jardín. Ahora volvía con un lagarto enorme. Ana sabía que se llamaba Halakavuma.
—Este lagarto posee una gran sabiduría —explicó Felicia—. Cuando alguien encuentra un lagarto como éste, lo captura y se lo lleva al jefe de la tribu. Un Halakavuma siempre puede darle sabios consejos. Y la senhora Ana ya ha oído bastantes consejos de personas falsas. Por eso hemos buscado este lagarto, para que le diga a la senhora Ana qué es lo mejor. El lagarto es como una mujer sabia.
Le pusieron a Ana en las rodillas aquel lagarto gigante como un cocodrilo. Le goteaba un líquido viscoso de la boca y tenía la piel húmeda y fría y los ojos fijos, y sacaba y se guardaba la lengua una y otra vez. Carlos se había sentado encima del piano y observaba al lagarto con desprecio.
«Este mundo en el que vivo es de locura», se dijo Ana. «¿Se supone que debo escuchar los consejos de un lagarto para saber qué debo hacer con mi vida?».
Dejó el lagarto en el suelo. El reptil desapareció escondiéndose sinuosamente detrás del árbol.
—Lo escucharé —aseguró Ana—. Pero no ahora. Ahora prefiero oíros a vosotras.
Ana se levantó de nuevo, sin saber qué iba a decir, pues pensaba que ya lo había dicho todo. Se vio rodeada de asombro y de decepción. El dinero que ofrecía no tenía tanta importancia como ella esperaba. Las palabras de Felicia, el hecho de que quisieran irse con ella, eso era lo decisivo.
«No lo comprendo», pensó. «Y no lo comprenderé jamás. Pero lo que ha caracterizado mi estancia en esta ciudad ha sido siempre que me he visto rodeada de gente blanca que asegura que los negros son incomprensibles.
»Ya no sé qué es lo que veo. Esta neblina blancuzca me enturbia la vista».
Se alejó del jardín y pasó entre los sofás vacíos. En la habitación sólo quedaba un hombre que intentaba encender un cigarro a medio fumar. De repente, su presencia allí dentro la sacó de sus casillas. Cogió un cojín y le atizó con él de modo que el cigarro salió disparado.
Lo miró sin decir nada, llamó a Carlos y se marchó de allí.
Ya en la calle, lanzó un grito, como si se hubiese transformado de pronto en un pavo real en peligro. Un barrendero que andaba por allí se detuvo y se quedó mirándola. Ana se sentó en el coche, pero tampoco el chófer expresó sorpresa ni admiración al verla vestida de aquel modo. El barrendero continuó con su trabajo, como si nada hubiese ocurrido.
Cuando Julietta abrió la puerta y se la quedó mirando, Ana no pudo resistir la tentación y le preguntó qué opinaba.
—Quisiera ser yo quien llevase esa ropa —dijo Julietta.
—Nunca te lo permitiré —respondió Ana.
Continuó camino del dormitorio. Dejó el traje en el cesto de la ropa sucia. El baile de máscaras había terminado.
Aquella noche, a hora ya avanzada, apareció Picard con las copias de la fotografía. Tras su breve visita, Ana se pasó horas observando la foto elegida a la luz del candil.
Todos miraban muy serios hacia la cámara. Sin embargo Carlos reía, como una persona.
La única que parecía asustada era la propia Ana.