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Por la mañana, Ana sacó el retrato de ella y Lundmark, el que se hicieron cuando la boda en Argel. No habían pasado más que dieciocho meses desde aquel día, pero a ella se le antojaba otro mundo y otra época en la que todo se enmarcaba aún en su contexto y ella miraba al mañana con expectativas. Ahora, en cambio, pensaba en la inmensa oscuridad que se adensaba a su alrededor. Tenía un largo camino por recorrer e ignoraba adónde la conduciría. Además, debía hacerlo todo sola. Lo que sentía cuando se alejó en trineo de la casa del río no puso punto final a una vida compartida. Durante aquel viaje llevó delante en todo momento la espalda ancha de Forsman. En lugar de la soledad absoluta que ahora sufría. Pero no pensaba rendirse, aquel ángel impuro aún conservaba las alas. Detestaba toda aquella melancolía que se cernía sobre ella, la alegría desaprovechada. «Soy un ángel sonriente», se dijo. «La vida que ahora llevo siempre me será ajena».

Al ver la fotografía tomada en el estudio de Argel se le ocurrió una idea y decidió llevarla a cabo enseguida. Resolvió mantener la última conversación en el burdel durante las horas más tranquilas de la tarde. Así tendría tiempo de hacerle otra visita al fotógrafo Picard.

Pero también decidió hacer algo que hasta entonces sólo se había presentado como un pensamiento fugaz. Ahora comprendía que había llegado el momento. No tenía nada que perder y les daría a las mujeres del burdel una sorpresa que ninguna habría podido imaginar.

Los blancos que vivían en la ciudad se fotografiaban en el estudio de Picard cuando se casaban, con motivo de algún aniversario o cuando yacían muertos a la espera de que los enterraran o los trasladaran de nuevo a Portugal en un ataúd de zinc bien sellado. Y, por una cuestión de principios, Picard no fotografiaba a personas negras. Pero Ana sabía que la suma que pensaba ofrecerle como pago lo llevaría a hacer una excepción.

Picard era un buen fotógrafo. Pero también un hombre avaricioso. Precisamente estaba retratando a un recién nacido cuando llegó Ana al estudio. El niño lloraba desaforadamente y Picard, que detestaba fotografiar a niños ingobernables, se había puesto algodón en los oídos. De ahí que no oyese que alguien entraba en el estudio y se sentaba tranquilamente en la silla. La madre, que sujetaba al bebé, era muy joven. Ana pensó que podría haber sido Berta, con el hijo de Forsman en el regazo. Vio que la madre miraba al niño que tenía en los brazos sin alegría. Supuso que se trataba de una de aquellas mujeres blancas que habían viajado al continente africano obligadas por sus maridos, y que ahora sentía horror y desesperación ante la vida en aquel reino insoportable del miedo.

Picard desapareció bajo la tela negra y fotografió al niño mientras lloraba. Y sólo después, cuando prácticamente hubo echado de allí a la joven con el pequeño, descubrió la presencia de Ana. Se quitó el algodón de los oídos y la saludó.

—¿Tenía usted cita? —preguntó preocupado—. En tal caso, mi secretario no ha hecho su trabajo.

—No, no había pedido cita —respondió Ana—. Pero he venido para hacerle un encargo. Con poco margen de tiempo.

—¿Cuánto?

—Unas horas.

—¿Aquí?

—En el burdel.

Picard se sobresaltó.

—Le daré mucho más de lo que le hayan pagado nunca —prosiguió—. Por una fotografía de grupo. Conmigo y con todas las prostitutas. Aunque ninguna desnuda. Luego quiero que saque tantas copias como personas haya en la foto. Y las quiero para mañana, antes de las diez. Preferiblemente esta noche, pagaré la urgencia, por supuesto.

Antes de que Picard acertase a responder o a presentar una sola objeción, Ana sacó del bolso un fajo de libras esterlinas y se lo dejó en la mesa.

—Quiero que tome la fotografía a las cuatro de la tarde —dijo Ana—. Hasta entonces faltan tres horas.

—Allí estaré, se lo aseguro.

—Lo sé —dijo Ana—. No tiene que jurármelo.

Tras la visita al fotógrafo, Ana le pidió al chófer que la condujese al paseo marítimo. Se bajó del coche y anduvo un rato paseando sin rumbo y contemplando el mar a la sombra de las altas palmeras del paseo. Los pequeños pesqueros de velas triangulares que tanto había aprendido a apreciar volvían a tierra. Pensó que sería uno de los recuerdos que siempre llevaría consigo. Los pesqueros, que surcaban las olas como el rayo o que se balanceaban indolentes sobre las suaves ondas cuando el viento amainaba. Del mismo modo recordaría las diminutas figuras negras sentadas junto a los remos o limpiando las redes o la pesca conseguida.

«Vivo en un mundo negro donde los blancos consumen todas sus fuerzas en traicionarse a sí mismos y a la población negra», se dijo. «Creen que las personas que viven aquí no saldrían adelante sin su presencia. Y menosprecian a los negros porque creen que las piedras y los árboles tienen espíritu. Los negros, por su parte, no alcanzan a comprender cómo puede maltratarse al hijo de Dios hasta el punto de crucificarlo. No entienden a los blancos que llegan aquí a la caza de riqueza y poder, con tanta urgencia que agotan sus pobres corazones. Los blancos no aman la vida. Aman el tiempo, que siempre les resulta escaso.

»Y, sin embargo, lo que nos mata casi siempre son las mentiras», continuó razonando Ana. «Yo no quiero convertirme en alguien como Ana Dolores, convencida de que los negros son menos que los blancos. No quiero que en mi lápida pueda leerse que fui incapaz de reconocer el valor de los negros».

Se sentó en un banco de piedra. El mar lanzaba destellos al sol. El calor resultaba agradable allí, donde soplaba una brisa refrescante. Antes de levantarse y volver al coche pensó en lo que iba a decir.

Fue a casa a recoger a Carlos. Él tenía que aparecer en la fotografía, naturalmente.

Cuando llegó al burdel, dejó a Carlos con Judas, por el que el mono siempre había sentido mucho aprecio. En su compañía, Carlos se sentía seguro. Ana había llegado temprano y la sala de los sofás rojos estaba vacía. Subió la escalera sin hacer ruido y entró en su antigua habitación. En los amplios armarios había un repertorio de ropa que las mujeres podían utilizar si algún cliente se presentaba con alguna exigencia concreta en lo que a la indumentaria se refería, o si una de las mujeres, por alguna razón, se encontraba sin ropa.

Cerró la puerta, se desnudó rápidamente y abrió una de las puertas del armario. Las últimas semanas que pasó allí mientras se recuperaba de aquella larga convalecencia, sacó en varias ocasiones vestidos y zapatos e incluso la diadema y la pulsera que había en el estante. Más de una vez estuvo tentada de vestirse de seda y adornarse con aquellos abalorios, pero nunca lo hizo.

Hasta aquel día. Deslizó la mano por la interminable hilera de faldas de seda, vestidos y trajes. Se detuvo en uno oriental, verde y rojo, con adornos bordados en dorado. Se vistió ante el espejo. La blusa era muy escotada y podía abrirse del todo con tan sólo soltar la lazada que quedaba justo debajo del pecho. Eligió para aquel vestido una diadema que se colocó en el pelo. En el brazo izquierdo se puso una pulsera ancha parecida a la diadema.

Entre los anillos encontró también pinceles, colorete y carmín. Se pintó los ojos y los labios y se puso un par de zapatillas de seda. Estaba lista.

Se miró en el espejo y pensó que la transformación era mucho más profunda de lo que había imaginado. Apenas parecía Ana, sino más bien una mujer de origen oriental. Y de Hanna Renström no quedaba ni rastro. Quienquiera que fuese, se había transformado en una mujer que atraería a muchos clientes si se acomodara en uno de los sofás rojos a la espera de alguna oferta.

Se sentó en la cama. Las mujeres aún tardarían en reunirse. Finalmente había llegado el momento. Bajó la escalera y se detuvo junto a una cortina entreabierta que, por las noches, colgaba en el acceso al jardín interior.

Las mujeres conversaban sentadas como de costumbre cuando ella hizo su aparición al otro lado de la cortina. Enmudecieron en el acto. Ana advirtió que algunas de ellas no la reconocieron de inmediato. Pero sí, era ella, y lo que esperaba conseguir se había cumplido. Ninguna de las mujeres hizo el menor comentario. Ninguna se echó a reír ni alabó su indumentaria. «No se atreven», concluyó para sí. «Aunque haya cambiado de aspecto por completo, sigo siendo ante todo la mujer blanca de siempre, nada más».

Dio un paso al frente desde la cortina.

Zé estaba sentado al piano tocando una única tecla de las más graves.

Los vigilantes habían cumplido su misión de impedir el acceso a nuevos clientes. Un par de marineros de un ballenero noruego, malhumorados y medio borrachos, se alejaron tambaleándose por una de las calles perpendiculares, donde encontrarían otro burdel.

—¿Queda algún cliente? —preguntó Ana a Felicia.

—Dos que están durmiendo. No hay forma de que se despierten.

—¿No les habrás administrado alguna de tus medicinas mágicas?

Felicia sonrió, pero no respondió a la pregunta.

Y llegó Picard. Dispuso la gran cámara, la cubrió con la tela negra y recolocó los muebles a fin de que cupieran todos.

Ana decidió empezar por la fotografía de grupo. En el mejor de los casos, crearía en la habitación un ambiente que le facilitara la tarea de decir todo lo que tenía que decir.

—Vamos a hacernos una fotografía —dijo dando una palmada—. Tiene que posar todo el mundo, también Zé y los vigilantes. Y Carlos, por supuesto.

Estalló una súbita animación general mientras Picard les iba indicando dónde debían colocarse. Las mujeres soltaban risitas y se prestaban el peine o un espejito y se alisaban la ropa que, de todos modos, no les cubría gran parte del cuerpo. Por fin, todo el mundo estaba en su sitio, con Ana en el centro, sentada en un sillón. Carlos se había subido a un pedestal sobre el que normalmente descansaba un macetero.

—Quiero una foto seria —dijo Ana—. Nadie debe posar riendo, nadie debe sonreír. Una mirada seria y directa a la cámara.

Picard arregló los últimos detalles, movió a uno para que estuviera más cerca y a otro para que saliera más lejos. Luego preparó el flash esparciendo un polvo de magnesia en una plaquita de metal. Desapareció bajo la tela negra con una cerilla encendida en la mano. El magnesia prendió, la instantánea estaba hecha.

—Por si acaso, una más —gritó asomando desde debajo de la tela.

Volvió a preparar el flash, desapareció de nuevo detrás de la cámara y tomó la segunda fotografía.

Cuando se marchó para regresar al estudio a toda prisa con el fin de revelar las fotografías y elegir aquélla de la que haría catorce copias, Ana reunió a las mujeres bajo el jacarandá. Zé volvió al piano, observó las teclas y se puso a abrillantarlas. Carlos se sentó en uno de los sofás rojos, chasqueando la lengua satisfecho mientras comía una naranja.

Ana pensó que todo aquello, tal y como lo veía en aquel instante, parecía un falso idilio.

Un paraíso engañoso.