Ana ya estaba en el porche cuando llegó el alba. La embargaba una expectación que había intentado combatir sin éxito. Jamás había sentido algo así cuando esperaba a Lundmark y menos aún al senhor Vaz. En cambio, ahora, era eso lo que sentía.
Moses no acudió. Tras haberlo aguardado en vano toda la mañana, comprendió al fin que ya habría partido rumbo a las minas. No pensaba cumplir su palabra, no pensaba volver. Pero Ana era consciente de que tampoco la había engañado. Estaba seguro de que ella comprendería su decisión. No quería su dinero. No quería otra cosa que regresar a las minas, donde estaba su sitio.
Comoquiera que fuese, un niño se presentó a la hora de la cena ante el portón de la casa y dejó un sobre cerrado con el nombre de Ana. Julietta se lo llevó al dormitorio. Ana le pidió que se marchara antes de abrir la carta. La letra no le era familiar. Era, tal y como esperaba, un mensaje de Moses. Le pedía que viajase a Beira e intentara localizar a sus padres para contarles que Isabel había muerto. Quería demostrarle que tenía confianza en ella y, decía, estaba seguro de que Isabel habría sido de la misma opinión.
Guardó la carta en el cajón del escritorio y lo cerró con la llave que, como de costumbre, llevaba colgada del cuello.
Pero aquella carta fue motivo de enojo y decepción. ¿Por qué le encomendaba Moses una misión que debería haber asumido él? ¿Se habría equivocado con él tanto como con O’Neill? ¿Carecería aquel hombre del valor que tenía su hermana? Se sentía cada vez más abatida, pero, al mismo tiempo, insegura de si habría comprendido bien los motivos de Moses para pedirle que hiciera aquel viaje. No sabía con quién hablar para entender la situación. ¿Podría ayudarle Felicia, una vez más? Vaciló y optó finalmente por hablar con el padre Leopoldo, quien al menos conocía a Isabel y quizá pudiera explicarle la conducta de Moses.
Lo encontró en la catedral, sentado en una silla desde la que escuchaba el ensayo de los niños del coro. Ana recordó su primera visita. Se le llenaron los ojos de lágrimas, aunque no sabía si por el canto de los niños o por el recuerdo de la primera vez que puso el pie en la catedral.
El padre Leopoldo la vio y la condujo a una salita donde los sacerdotes guardaban los hábitos y las vestiduras de la misa. El canto de los niños llegaba vagamente a través de los gruesos muros. Ana le habló del entierro de Isabel y de la carta de Moses.
—¿Por qué me pide a mí que vaya a buscar a sus padres?
—Quizá quiera tratarlos con el máximo respeto que puede imaginar enviándoles a una mujer blanca con la noticia de la muerte. ¿Cuántas veces ocurre que un blanco, hombre o mujer, haga algo así por un simple minero negro?
—Pero, no obstante, él es su hermano.
—Yo creo que pretende honrar su memoria pidiéndoselo a la senhora.
—¿Y por qué no me lo dijo abiertamente? ¿Por qué me prometió que iba a volver si luego me envía una carta en su lugar?
—En cierto modo, sí volvió. Al poner por escrito su petición.
Ana seguía dudando, pese a lo convincente que sonaba la voz del padre Leopoldo. Pensaba que, seguramente, él había comprendido mejor que ella por qué Moses había actuado así. Al cabo de unos minutos, el sacerdote le preguntó con discreción cómo había vivido la muerte de Isabel. Ella fue sincera, le dijo que el dolor no la había abatido aún con toda su intensidad. Temía que llegase ese momento.
—¿Qué ocurrirá ahora? —preguntó el padre Leopoldo—. La senhora ha mencionado en varias ocasiones la posibilidad de marcharse…
—No lo sé, pero soy consciente de que pronto tendré que tomar una decisión.
Alguien llamó al padre Leopoldo, lo reclamaban en el confesionario, y tuvieron que interrumpir la conversación. Ana recorrió la iglesia vacía. El coro había dejado de cantar y los niños se habían marchado. Entonces descubrió a alguien sentado en la penumbra, junto al gran portón de entrada. Era el senhor Nunez. Estaba esperándola. «Soy objeto de observación permanente», constató para sí. «Son tantos los que me ven a mí sin que yo pueda verlos a ellos».
Nunez se levantó y se inclinó levemente. Ana alzó una mano.
—¡No digas nada! ¡Concédeme un momento para pensar!
Nunez asintió y volvió a tomar asiento. Ana le dio la espalda a Nunez y se desplomó en una silla.
Veía directamente lo que había al otro lado del portón, la luz intensa del sol. Y tomó la decisión casi en el acto. No había motivo para seguir dudando. Sabía lo que quería.
Giró la silla hacia Nunez.
—Voy a vender el negocio —declaró—. Quiero el pago en libras esterlinas y que sea un pago único. Debes prometer que seguirán aplicándose las normas hoy vigentes. Pero no me inmiscuiré en lo que hagas el día que desaparezcan las mujeres que ahora trabajan allí. Lo que dijiste de un hogar infantil no me parece viable.
—Naturalmente, respetaré tus condiciones, pero yo sigo pensando en ese hogar.
Ana se levantó.
—No tienes por qué mentirme. Ven a mi casa mañana por la tarde. Y trae el dinero.
—Pero ¿si aún no hemos acordado ningún precio?
—No fijaré ningún precio, si te presentas con demasiado poco, ya te lo diré. En ese caso, se lo venderé a otra persona. El abogado tendrá listo el contrato. Quiero que el negocio se cierre de inmediato.
Ana no aguardó respuesta y salió sin más de la catedral. «Ahora soy yo quien sale de un agujero subterráneo», se dijo. «Pero, a diferencia de Isabel, yo salgo con vida».
Al día siguiente, Andrade redactó dos contratos. Uno, para la venta de la casa, por la que el letrado pagó cuatro mil libras esterlinas, mobiliario incluido. Andrade le prometió, además, que mantendría a las mismas personas en el servicio durante un año más, como mínimo, y que pagaría la pensión de Anaka y de Rumigo.
El otro contrato regulaba la venta del negocio del prostíbulo al senhor Nunez. Para sorpresa del abogado, Ana le pidió que dejara una línea en blanco donde escribir luego el precio de venta. Y tampoco le pidió que incluyera ninguna cláusula sobre la transformación del burdel en un hogar infantil.
Nunez se presentó a las tres de la tarde. Le ofreció a Ana cuatro mil libras por el negocio. Ana le dijo que quería cinco mil, ya que estaba convencida de que ésa era la cantidad que llevaba en el abultado maletín de piel. Nunez sonrió y aceptó el trato. En menos de una hora habían cerrado los dos acuerdos, la venta de la casa y la del negocio.
—Podrás tomar posesión y hacerte cargo de todo dentro de cuatro días —le dijo Ana—. Hasta entonces no tendrás derecho alguno sobre el local. Además, debes guardar silencio sobre nuestro trato hasta que yo haya hablado con las personas que trabajan allí. ¿De dónde has sacado tanto dinero?
Nunez meneó la cabeza sonriendo.
—Nuestro acuerdo no incluye que yo tenga que desvelar el origen de mis ingresos.
—¿Colmillos de elefante? ¿Pieles de león? ¿Minas secretas de diamantes que nadie más conoce?
—No pienso responder a esa pregunta.
—Bueno, con tal de que no seas un tratante de esclavos —dijo Ana.
—¿Qué va a pasar con el mono? —preguntó Nunez señalando a Carlos, que estaba sentado en el techo del armario—. ¿Va incluido en el lote, como una parte de nuestro acuerdo sin especificar?
—El mono se viene conmigo —afirmó Ana—. Su futuro es responsabilidad mía, no tuya. Supongo que te has dado cuenta de que no te he exigido en el contrato que el burdel se convierta en un hogar infantil, ¿verdad? ¿Por qué iba a imponerte una condición que no piensas cumplir? Bien, ya puedes irte. Ya hemos cerrado el negocio y no tenemos por qué seguir conversando.
Nunez la observó con expresión de súbita tristeza.
—No comprendo por qué desconfías de mí —confesó—. A mí me indigna igual que a ti el modo que tenemos de tratar a los negros. Puede que yo no sea siempre y solamente una buena persona, pero detesto el desprecio que les demostramos. Y pensar que puede durar eternamente se me antoja una locura fruto del engreimiento y la necedad. —Nunez se levantó—. Puede que no estés tan sola como crees —prosiguió—. Yo comparto tu aversión.
Dicho esto se inclinó y la dejó sola. Ana se quedó pensando en sus palabras. Después de todo, quizás estuviese confundida con él.
Una vez sola, miró los contratos y los fajas de dinero. Un día llegó a África sin nada. Ahora, en cambio, era una mujer opulenta.
Lo único que sabía con certeza sobre su futuro era que iría a Beira a localizar a los padres de Isabel. Desconocía lo que sucedería después, tal vez algo temible. Pero antes de partir, debía mantener una última conversación con las mujeres del burdel y, además, dejar resuelto el futuro de Carlos.
Aquella noche se sentó junto con el mono, por segunda vez en su vida en común, a contar el dinero, apilado en gruesos fajos sobre mesas y sillas.