Estaba fuera, en el porche, cuando el sol emergió del mar. Pero Moses no había acudido. Decepcionada, volvió a entrar en la casa y sacó el dinero del cesto, guardó los fajos en la caja fuerte y luego en armarios y en cajones donde sólo cabían con dificultad. Después se lavó las manos a conciencia, aunque le quedó un hedor pegajoso.
Cuando Julietta llegó con la bandeja del desayuno, Ana le dijo que fuese al fuerte de inmediato y que averiguase qué iba a ocurrir con el entierro de Isabel. Para su sorpresa, Julietta no reaccionó ante lo que debería haber sido una novedad para ella, la muerte de Isabel. En otras palabras, ya lo sabía. Existía un camino oculto, pensaba Ana, por el que los negros se enviaban mensajeros secretos con las noticias importantes.
—Tienes que darte prisa —la apremió Ana—. No te entretengas mirando escaparates ni cotilleando con muchachos ni con muchachas. Si corres como te digo y me sorprendes volviendo como un rayo, tendrás una recompensa.
Julietta salió disparada del dormitorio. Ana oyó que bajaba los peldaños a grandes zancadas. Menos de una hora más tarde ya estaba de vuelta, jadeando por el esfuerzo de subir a la carrera las empinadas pendientes. Ana tuvo que invitarla a sentarse para que recobrase el aliento, pues al principio no entendía lo que la muchacha intentaba decirle.
—Ya han retirado el cadáver —explicó al fin.
Ana la miraba ansiosa.
—¿Cómo que ya han retirado el cadáver?
—Se lo llevó a la salida del sol.
—¿Quién?
—Un hombre negro, la sacó de allí él solo.
—¿No has visto al joven gobernador?
—Uno de los soldados me ha dicho que aún estaba durmiendo en su casa. Que anoche estuvo en una cena.
—¿En casa de quién? ¿Había bebido? ¿Es que tengo que sacártelo todo a pulso?
—Es lo que me dijeron. Luego intentaron engañarme y llevarme abajo, al agujero oscuro en el que había muerto Isabel, pero yo salí corriendo.
—E hiciste bien.
Ana ya tenía preparada la recompensa para Julietta. Le regaló un collar muy bonito y una blusa de una seda brillante. Julietta lo agradeció con una reverencia.
—Puedes irte —continuó Ana—. Dile al chófer que no tardaré en bajar. Pero Julietta se quedó allí plantada y Ana comprendió enseguida qué quería.
—No —le dijo—. Nunca permitiré que empieces a trabajar en el burdel con las demás mujeres. ¡Vete antes de que te quite lo que acabo de darte! Julietta obedeció. Ana se vistió de luto, con la misma ropa que llevó en el entierro del senhor Vaz. Volvía a acompañar a la tumba a alguien cuya muerte se había presentado de forma totalmente inesperada. Al contrario de lo que ocurrió en el sepelio del senhor Vaz, en esta ocasión ella sería la única blanca del séquito. Y los blancos que la vieran reforzarían una aversión que, en muchos casos, había derivado ya en odio. No sólo se preocupaba de los negros que vivían, sino que, además, acompañaba a la tumba a una asesina declarada. No estaba muy al tanto de los rituales funerarios de los negros, pero recogió unas flores rojas del jardín y se metió en el coche. El chófer dio un respingo al oír que debía llevarla al cementerio. «Lo sabe», concluyó Ana. «Sabe que ha llegado la hora de sepultar a Isabel».
Junto a la entrada del cementerio estaban levantando un muro. Cuando Ana salió del coche, los trabajadores negros se detuvieron a observarla, sin soltar los ladrillos y las palas de cemento. Ella se colocó a la sombra de un árbol y le pidió al chófer que preguntase cuándo llegarían Moses y el resto de la familia con el cadáver de Isabel. Vio cómo se dirigía a uno de los albañiles y que la respuesta lo dejaba perplejo. El chófer se apresuró a volver a su lado.
—Ya están aquí —anunció—. Esperando dentro del cementerio.
—Esperando, ¿a quién?
—A la senhora.
«Moses», pensó mientras apremiaba el paso hacia el interior del cementerio, con las flores rojas en la mano. «Sabía que no faltaría al entierro de Isabel».
El chófer señaló la parte del cementerio separada del lugar donde se concentraban las tumbas de los blancos en la que aguardaba un grupo de personas negras. Mientras se acercaba presurosa caminando por entre las tumbas en descomposición, notó un olor dulzón a cadáver que emergía del fondo de la tierra. Se llevó la mano a la boca temiendo marearse hasta el punto de tener que vomitar.
El ataúd era marrón y lo habían fabricado con burdos tablones sin desbastar. Ya lo habían puesto en el hoyo. Alrededor se encontraban Moses, con el mono de siempre, los hijos de Isabel y unas mujeres negras a las que Ana no había visto jamás. Supuso que serían las hermanas de Isabel, que ahora se encargaban de sus hijos huérfanos. No se veía sacerdote alguno de la catedral.
Cuando Ana llegó, Moses entonó un salmo. Todos lo acompañaron cacareando a varias voces. Luego, Moses pronunció unas palabras que Ana no comprendió y, al terminar, la miró.
—¿Quieres decir algo?
—No.
Moses asintió y empezó a echar paletadas de tierra sobre el ataúd. Los demás le ayudaban. Cavaban con las manos o con ramas o piedras planas. Ana sintió que les urgía muchísimo, que el ataúd debía quedar bajo tierra lo antes posible. Recordó algo que le había oído contar al senhor Vaz, que los negros siempre tenían prisa por terminar los entierros, ya que temían que los malos espíritus salieran del ataúd para perseguirlos. ¿Sería Isabel eso, ante todo, una asesina maligna y poseída, también para sus hermanas? Ana dejó las flores rojas sobre la tierra amontonada. Luego vio que estaba en lo cierto. Todos, salvo Moses, salieron huyendo de la tumba. Algunos iban saltando por los senderos, como para despistar a los malos espíritus cuya persecución temían. Resultaba un espectáculo tan curioso que a punto estuvo de romper a reír en pleno duelo. Finalmente, se quedaron Moses y ella solos.
—¿Qué vas a hacer ahora? —quiso saber Ana.
—Vuelvo a la mina.
—Pero podrías quedarte aquí, ¿no? Aún tengo el dinero que reuní para liberar a Isabel. —Moses se quedó mirándola—. Hablo en serio —insistió Ana—. Puedes construirte una casa, ocuparte de los hijos de Isabel. No tienes que seguir matándote a trabajar en la mina.
¿Era posible que la creyera? No estaba segura. Aun así, Moses le dio una negativa.
—No puedo aceptar tu dinero.
—¿Por qué no?
—A Isabel no le habría gustado. Sus hijos están bien como están.
—Por lo que decías, llevas muchos años trabajando entre el polvo y el humo de las minas. Y no es bueno tanto tiempo.
—Pero es mi sitio.
Pese a todo, Ana detectaba cierto atisbo de duda en sus palabras.
—Pensaré en lo que me has dicho —admitió Moses al fin—. Iré a tu casa mañana, cuando lo haya sopesado bien.
Se dio media vuelta y se alejó a toda prisa por los senderos que discurrían entre las tumbas sin nombre. Ana se quedó observándolo hasta que se perdió entre los mausoleos blancos y desapareció de su vista. Ana volvió a la ciudad y le pidió al chófer que se detuviera ante el burdel. Pero inmediatamente antes de llegar cambió de parecer y le ordenó que la llevase a casa. Aún no sabía qué iba a decir. La muerte de Isabel y el encuentro con Moses habían intensificado la sensación de estar por completo a merced de sí misma y de sus propias ideas.
Tomó un baño y luego se tumbó sobre la cama. Una y otra vez acudía a su mente el largo viaje que la había llevado a la habitación en la que ahora se encontraba. Sin embargo, las imágenes aparecían en su memoria en un extraño desorden. Así, de repente, era con el senhor Vaz con quien se casaba en Argel y a Lundmark, en cambio, lo había conocido en el prostíbulo. Moses era su vigilante de confianza y O’Neill vestía la sotana que le vio al padre Leopoldo en la penumbra de la catedral.
Pasó el resto del día y de la noche en territorio intermedio entre el sueño y la vigilia. Cuando Julietta llegó con la comida, se puso una bata, pero apenas tocó el contenido del plato. De vez en cuando abría el diario, leía un par de frases aquí y allá. Tomó la pluma con la intención de añadir algo, pero no escribió nada. Simplemente dibujó un mapa del río que serpeaba en su interior, de las montañas cubiertas de nieve y de la casa cuyas grietas sellaba constantemente su padre, preparándose una vez más para el frío interminable del invierno.
Aquella noche sólo se durmió tras ingerir una dosis insólita de cloral. Y soñó en todo momento que estaba despierta. O, al menos, eso creía cuando se despertó.