Moses aguardaba entre las sombras, junto al muro que rodeaba el fuerte. Ana salió del coche y se le acercó. Moses había elegido un lugar donde nadie podía verlos y le entregó un saquito de piel.
—¿Qué es esto?
—La concha machacada de una caracola singular que se da en las costas de Inhambane. Y flores secas de un árbol que sólo florece una vez cada diecinueve años.
—No existe un árbol así.
Moses pareció entristecerse de pronto y Ana se arrepintió enseguida de sus palabras.
—¿Qué debo hacer con esto?
—Dáselo a Isabel. Dile que se lo envío yo. Debe comerlo.
—¿Y para qué iba a comer flores?
—Le darán alas, como si fuera una mariposa. Y con ellas podrá salir volando de la cárcel. Yo estaré esperándola y la llevaré a los túneles de las minas junto con sus hijos. En la celda sólo quedará el saquito de piel, que terminará por descomponerse con un susurro.
—¿El saquito de piel, susurrando?
—Un susurro que hablará a quienes quieran oírlo acerca de Isabel y su nueva vida.
—Pues suena como un cuento infantil.
—Aun así, lo que digo es verdad.
Ana se dio cuenta de que Moses hablaba en serio. Él no era un niño, no hablaba como un niño. Lo que decía era para él una verdad, simplemente. Se percató de lo mucho que se parecía a Isabel, su consanguinidad se revelaba sobre todo en los ojos y en la frente ancha.
—Se lo daré —dijo Ana guardando el saquito de piel en el cesto de la comida—. Pero ¿sabrá lo que tiene que hacer?
—Lo sabe.
—¿Y de verdad crees que le saldrán alas?
Moses dio un paso atrás, como si ya no quisiera estar cerca de ella. Luego se volvió sin responder y se marchó de allí. Ana se quedó sola, dudando. Dejó el cesto en el suelo, extrajo el saquito y lo abrió. Estaba lleno hasta la mitad de un polvo de color blanco azulado que la deslumbró cuando los rayos del sol incidieron sobre él.
«Estoy participando en un juego extraño», se dijo. «¿Cómo van a crecerle alas a una persona? Si mi padre me hubiese dado una de estas caracolas y flores pulverizadas, ¿me habría visto salir volando sobre el río y desaparecer rumbo a la cima de los montes?».
Volvió a cerrar la bolsa. «Es tanto lo que no entiendo», pensó. «Sólo Moses e Isabel pueden hablar en serio de las alas. Para mí es ridículo y, al mismo tiempo, muy serio».
Cruzó las puertas del fuerte. Sullivan la estaba esperando, como de costumbre. Aquel día llevaba un uniforme de gala de color blanco y, en la mano, la pipa apagada. Ana le preguntó si había conseguido dar con el culpable de la agresión a Isabel.
—No —respondió el gobernador—. Pero me parece increíble que no hayamos localizado a quien lo hizo.
—¿Alguno de los soldados?
—¿Quién correría ese riesgo? Enviaría a casa al culpable. Y el servicio militar en una compañía de trabajos forzados en Portugal es algo que teme cualquier soldado raso.
—¿Quién podría burlar a los vigilantes?
—Eso es lo que estamos investigando. Esta ciudad es pequeña. Será difícil ocultar la verdad de lo sucedido.
«Jamás conoceré la respuesta», se dijo. «Por lo que ya sé, bien podría ser este hombre con el que ahora estoy conversando el que le rajó la cara a Isabel».
Se despidió del gobernador y se encaminó a los calabozos.
Se sentó al lado de Isabel. La cesta del día anterior no estaba del todo vacía. Había comido, sí, pero poco.
—Te traigo este saquito de parte de Moses —dijo Ana—. Según él, debes ingerir el contenido para así poder liberarte.
Por primera vez, Isabel le cogió la mano a Ana. Apretó fuerte el saquito de piel y apoyó un instante la cabeza en el hombro de Ana.
—Y ahora, vete —le dijo con una voz bronca de tanto silencio—. No dispongo de mucho tiempo.
Ana salió de aquella oscuridad a la luz hiriente del sol. Había unos hombres negros abrillantando una estatua ecuestre que había llegado en barco desde Lisboa y que no tardarían en plantar en la plaza del pueblo. Las cabras seguían allí, inmóviles en un rincón umbrío de la explanada rodeada por el grueso muro.
Ana se marchó a casa. Confiaba en que Moses la estuviese esperando a la salida del fuerte. Pero no fue así.
El día siguiente se despertó al alba cuando Carlos le arrebató el edredón de una patada, y entonces descubrió que Moses estaba observando su ventana. Se apresuró a bajar la escalera y salir a la calle. Los guardas nocturnos ya estaban despiertos, habían apagado las hogueras y estaban lavándose junto a una bomba de agua en la parte trasera de la casa.
Moses llevaba en la mano una pala.
—No surtió efecto —anunció—. Sigue encerrada.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Ella lo sabe. Hay demasiados hombres blancos a su alrededor, ahuyentan a los espíritus. Así que hoy empezaré a cavar un túnel bajo el muro. Llevará más tiempo que si hubiera salido volando por sí misma, pero tenemos paciencia.
—¿Por dónde vas a cavar? ¿Tú crees que es posible?
—¡Tiene que serlo!
—¿Y podrás hacerla tú solo? A pesar de que estás curtido y tienes costumbre gracias al trabajo en la mina Moses no respondió. Simplemente, se dio media vuelta y se alejó con paso presuroso pendiente abajo, hacia el lugar donde se encontraba el fuerte.
Ana se quedó allí plantada, aún sin vestir, sólo con la bata. Únicamente cuando los guardas nocturnos salieron para marcharse a sus hogares, se alejó de la calle y volvió a entrar en la casa. Tanto daba lo que Moses e Isabel creyeran acerca de las alas de mariposa y de cómo crecían en la espalda de los humanos, ella y sólo ella tenía en su mano ayudar a Isabel. Se tumbó de nuevo en la cama y no se levantó hasta haber tomado una decisión. Entonces se vistió y reunió una suma sustanciosa de dinero cogiendo lo que el senhor Vaz tenía guardado en los cajones y en la caja fuerte. Llenó con él un gran cesto para la ropa sucia y, llegado el momento de partir para visitar a Isabel, le pidió a Julietta que le ayudara a bajarlo hasta el coche.
—¿Y se va a comer toda esta comida? —quiso saber Julietta, llena de curiosidad.
—Haces demasiadas preguntas —atajó Ana con acritud—. No tengo ganas de responderlas todas. Debes aprender a guardar silencio. Además, es un cesto para la ropa, no para llevar comida.
El chófer le ayudó a cargar el cesto hasta el fuerte. Sullivan la esperaba, aunque con el uniforme habitual.
—Quiero hablar con usted en privado —le dijo Ana—. Y necesito que me ayuden a llevar adentro el cesto.
Sullivan la observó perplejo. Luego llamó a dos soldados, que trasladaron el cesto a su despacho. Ana lo siguió y cerró la puerta al entrar. El cesto de dinero iba cubierto con un paño oriental que le había entregado al senhor Vaz un cliente que no pudo pagar al contado.
Sullivan se sentó ante el escritorio de madera oscura y señaló una silla.
—¿Quería usted hablar conmigo?
—Sí, y pienso hacerla sin rodeos. Si permanece en este lugar, Isabel no sobrevivirá. De modo que estoy dispuesta a ofrecerle a usted este cesto lleno de dinero a cambio de que le conceda la posibilidad de huir.
Se levantó y descubrió el dinero, ordenado en fajas que llenaban el cesto hasta el borde. Sullivan lo observó.
—Es cuanto tengo —dijo Ana—. Y, por supuesto, le prometo que jamás mencionaré nada relacionado con este dinero. Sólo tengo un deseo, que Isabel quede libre.
Sullivan volvió a sentarse detrás de la mesa con cara totalmente inexpresiva.
—¿Por qué significa tanto para usted?
—Yo lo presencié todo. Sé por qué lo hizo. Yo habría podido hacer exactamente lo mismo, pero jamás me habrían encerrado en un agujero subterráneo, puesto que soy blanca.
Sullivan asintió sin pronunciar palabra. Se oía balar a las cabras en el patio. Ana esperaba.
Sullivan tardó en responder. Al final se volvió hacia ella.
Sonrió.
—Me parece una idea excelente —dijo al fin—. No soy un ser intratable. Pero el dinero no es suficiente.
—No tengo más.
—No es dinero lo que quiero.
Ana pensó que tal vez Sullivan persiguiera lo mismo que Pandre.
—Naturalmente, puede usted venir a mi establecimiento cuando le plazca —aseguró—. Y no tendrá que pagar un solo céntimo.
—Sigue usted sin comprender mi propósito —dijo Sullivan—. Es cierto que había pensado en hacer una visita a su local, con todas esas mujeres tan hermosas y tentadoras. Pero lo que pretendo es que sea usted quien me acompañe a la habitación y se quede conmigo toda la noche. Sólo usted. Quiero a la mujer que ningún otro cliente ha podido disfrutar.
Ana no dudó de que hablara en serio. Y tampoco de que no se dejaría convencer para aceptar a cualquier otra de las mujeres. Estaba resuelto.
—Puede dejar el dinero aquí hasta que haya tomado una decisión —continuó Sullivan—. Le garantizo que nadie robará nada. Tiene usted hasta mañana.
Se levantó y, con una leve inclinación, le abrió la puerta.
Cuando Ana pasó a su lado, Sullivan le acarició fugazmente la mejilla con la mano enguantada. Se le erizó la piel…
Aquel día, la visita a Isabel fue muy breve. Bien entrada la noche, con Carlos ya durmiendo a su lado, tomó una decisión. Se vendería, vendería su cuerpo, una sola vez en la vida.
Después podría marcharse, por fin. Abandonar aquel infierno terrenal del que su abuela jamás la previno. Se marcharía de aquella ciudad en la que bajó a tierra sin saber a qué se enfrentaría mientras cruzaba la maldita pasarela del barco.