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Dos hogueras ardían ya donde los guardas dormían acurrucados. Pero Moses encendió una tercera en la parte posterior de la casa, donde Ana había mandado plantar un pequeño huerto con naranjos y limoneros. Por primera vez desde que llegó a la ciudad se topaba con un africano que le hablaba como un igual. No había en él el menor indicio de aquello que había vivido hasta el momento, de aquella sumisión de los negros, falsa y forzada. Moses le hablaba mirándola a los ojos. También fue la primera vez que un hombre negro tomaba asiento en su compañía. En condiciones normales, ella estaba sentada mientras que el hombre negro con el que hablaba se mantenía de pie. Así debía ser, según le explicó Ana Dolores.

Ana le preguntó sin ambages por qué era tan diferente.

—¿Por qué razón no había de mirarte a los ojos? —respondió Moses—. Tú no eres de los que odian o desprecian a los negros, puesto que estás intentando ayudar a mi hermana. Y tampoco eres misionera. Para mí eres una persona de lo más extraña.

—¿Qué haces exactamente en las minas del interior? ¿Son minas de carbón?

—De diamantes. Aunque, por supuesto, también hay carbón, ya que son una misma cosa.

Ana no conocía la relación existente entre el carbón y los diamantes, de modo que no comprendió la respuesta.

—El carbón sirve para encender fuego. Los diamantes, para llevarlos en los dedos. ¿Cómo puede ser lo mismo?

—Cuando es muy antiguo, el carbón se transforma en diamantes —explicó Moses—. Un día, quizá pueda hablarte de lo que sacamos en Rand del fondo de la tierra.

Ana sabía de dónde venía él, pero ¿cómo sabía él quién era ella? ¿Se lo había contado Isabel?

—Yo sé lo que tengo que saber —dijo Moses respondiendo a su pregunta.

Y no le dio más explicaciones, sino que empezó a hablarle de la vida en las minas sin que ella se lo hubiese pedido.

—Los blancos que han arribado a nuestras costas siempre han buscado, ante todo, lo que se oculta bajo la superficie de la tierra —dijo Moses—. Por eso a los africanos nos cuesta comprenderos. ¿Cómo puede uno viajar tan lejos y estar dispuesto a morir de fiebre o por la picadura de una serpiente sólo para buscar algo que está escondido debajo de la tierra? Claro que muchos vienen a cazar. Otros buscan aquí protección de las persecuciones que sufren en su patria. Lo que no entendemos es por qué optan por llevar una vida en la que, a su vez, se vuelven perseguidores. Los blancos son incomprensibles en esencia, pero precisamente por eso resultan fáciles de comprender, puesto que sabemos lo que persiguen. Pero ni siquiera quieren cavar ellos mismos, sino que nos obligan a nosotros. Los blancos nos han convertido en siervos de las profundidades. Un día todo esto acabará igual que se agotarán las fuentes de oro y diamantes.

—¿Qué harás cuando tu hermana salga libre? —quiso saber Ana.

—Pienso usar los túneles de las minas que tan bien conozco para protegerla a ella y a sus hijos. Allí los llevaré después de huir. El hecho de que vayamos a otro país, de que crucemos una frontera que han dibujado los blancos no significa nada. Todas vuestras fronteras no son más que rayas en la tierra roja, podrían haberlas trazado unos niños con una vara.

Guardó silencio y contempló el fuego que se extinguía. Ana pensó que había encendido una hoguera que durase sólo mientras él tuviera algo que decirle. Cuando las ascuas se hubieron apagado por completo, se levantó y se alejó de allí. Lo último que le dijo fue que quería verla al día siguiente, junto al fuerte.

Ana volvió al dormitorio. Carlos se despertó cuando ella se acostó y extendió la mano hacia ella. Pero en aquellos momentos Ana no quería tener a un mono en la cama. No después de haber conocido y de haber hablado con aquel hombre llamado Moses. Le dio a Carlos un empellón, no demasiado fuerte, pero lo suficiente para que comprendiera que ya tocaba irse a la lámpara. Con un suspiro y resoplando indignado, el mono se encaramó a la lámpara con un brazo colgando por fuera y se tumbó en la pantalla en forma de fuente.

Ana se levantó temprano, estuvo un buen rato sentada ante el espejo observando la cara que éste le devolvía y pensando que la devoraba la impaciencia por ver a Moses una vez más. Para su sorpresa, en su mente nació un pensamiento que le era inaudito: Moses era un hombre con el que podría plantearse estar. Se tapó la boca con la mano, como para ahogar un grito de horror.

«Estoy viendo a otra persona», se dijo. «O a alguien en quien me he convertido sin saberlo».

Unas horas más tarde, cuando se obligó a revisar las cuentas del señor Eber para intentar comprender lo de la reducción de ingresos, Julietta vino a anunciarle la visita del padre Leopoldo. Ana se asustó enseguida ante la posibilidad de que a Isabel le hubiese ocurrido algo de nuevo. Bajó la escalera a toda prisa para recibirlo, pero el padre Leopoldo la tranquilizó. El viejo doctor le había cosido bien la herida y la gasa la mantenía limpia.

—Sólo venía a decirle que sigo intentando hablar con ella —explicó el padre Leopoldo una vez se hubieron sentado a la sombra del porche, donde Julietta les había servido el té.

—Pero ¿sigue sin hablar?

—No dice una palabra. Pero escucha.

—¿Podemos estar seguros?

—Sí, yo noto que me oye.

—Ya sé que no es asunto mío, pero ¿de qué intentas hablar con ella?

—Quiero convencerla de que confiese su terrible pecado y que encomiende su alma a Dios. Él la juzgará, pero le impondrá una sentencia leve si confiesa y se somete a su voluntad.

Ana miró extrañada al padre Leopoldo. «Este hombre cree de verdad lo que dice», pensó Ana. «Para él, Dios es un ser que castiga. El mismo Dios del que hablaba mi abuela en Funasdalen. Cree en el mismo Infierno que ella. No es como yo, que no creo en el infierno, aunque lo tema. Si existe un infierno está aquí, en la tierra».

«Dios es blanco», pensó. «Así me lo he imaginado yo siempre. Pero no tanto como ahora».

Quería terminar cuanto antes aquella conversación.

—Es la primera vez que vienes a verme —dijo—. Pero no creo que hayas venido sólo para contarme que Isabel persiste en su mudez. Eso ya lo sé, puesto que voy a visitarla a diario.

—No, he venido también para decirle que el enlucido y el enfoscado de una de las esquinas de la catedral está deteriorándose y necesita reparación.

—Ya, pero yo no soy albañil.

—Vamos a necesitar contribuciones voluntarias para poder acometer las reparaciones antes de que empeoren. No podemos esperar a que la superioridad eclesiástica de Lisboa tramite nuestra solicitud y resuelva ayudarnos.

Ana asintió. Le prometió una donación, pese a que se le antojaba humillante que aquélla fuese la verdadera razón de la visita del padre Leopoldo. Y dejó de verlo como sacerdote, para verlo más bien como un mendigo que la importunaba.

El hombre se levantó, como si de repente tuviera prisa por marcharse. Ana hizo sonar la campanilla y le pidió a Julietta que lo acompañara. Pensó en las palabras de su padre cuando decía que deseaba que echaran a los curas descalzos a la nieve. «A él no le habría gustado el padre Leopoldo», se dijo. «Pero yo seguiría siendo para él un ángel impuro».

Ana evitó ir al burdel aquel día. Envió a Julietta con un recado para O’Neill: él sería el responsable hasta que ella llegase. Pero al final de la breve nota dio a entender que, pese a todo, podría presentarse de forma inesperada. Fue el senhor Vaz quien le enseñó que, en el burdel, debía reinar entre todos cierta inseguridad constante. En cualquier momento del día podía efectuar un control.

Después de la visita del padre Leopoldo, Ana despidió a uno de los guardas nocturnos que siempre dormían. El hombre suplicó en vano que le permitiera conservar el trabajo. Había estado enfermo, con fiebre, su madre había sufrido un accidente, varios de sus hijos se encontraban en dificultades, por eso se había dormido. Ana sabía que nada de aquello era verdad, era un juego ritual pensado desde el principio, pero ella insistió y le dijo que fuese en busca de su hermano. Él ocuparía su puesto de guarda nocturno, pero debía advertirle que pensaba controlar que permanecía despierto todas las noches.

Después del almuerzo, tras haber descansado insomne en la cama abanicándose, fue al fuerte. Carlos se hallaba en la chimenea cuando ella salió. El animal estaba cambiando, lo sabía, sólo que aún no había comprendido cómo. «Puede que me vea a mí misma en Carlos», pensó. «Algo está a punto de pasar, algo decisivo para mi vida. Y, por tanto, también para el futuro de Carlos».