Cuando Ana llegó al burdel por la mañana, las encontró a todas reunidas bajo el árbol. Antes había pasado por el hotel y le había entregado al adormilado director un sobre sellado para el señor Pandre, con los honorarios que éste había pedido. Cuando salía del hotel, Ana se preguntó si volvería a verlo algún día. En realidad, no sabía nada de él, salvo que su padre era un estafador que añadía plumas a la cola de las palomas con un poco de pegamento.
Al llegar, Ana comprobó que O’Neill no andaba por allí. Debajo del árbol habían colocado una silla para ella y se quedó sorprendida al ver que Felicia empezaba a hablar tan pronto como ella se sentó. Ana se dio perfecta cuenta de que las mujeres también se habían preparado para la reunión, quizá de forma tan minuciosa como ella.
Felicia habló en nombre de todas.
—Sabemos que la senhora Ana está intentando ayudar a Isabel. Nos sorprende y nos infunde respeto por su persona. Ningún hombre blanco haría algo así. Ni ninguna mujer blanca. Sin embargo, vemos que nos acarreará complicaciones. Cada vez vienen menos clientes. Además, ya no son tan generosos como antes. Y, aunque estamos acostumbradas, también se han vuelto más agresivos. Y por la ciudad corre el rumor de que acuden a otros burdeles, con otras mujeres, en señal de protesta por la ayuda que la senhora Ana quiere prestarle a Isabel. Eso quiere decir que disminuirán nuestros ingresos. Si continuamos así, pronto habremos perdido a todos los clientes. Y este lugar habrá perdido por completo el buen nombre de que gozó en su día.
Felicia se expresó como si hubiera estado leyendo un manuscrito. Ana sabía que tenía razón. El número de clientes se había reducido, al principio, de forma imperceptible, luego, cada vez más patente. Hondamente preocupado, el señor Eber le había mostrado una curva de ingresos descendente. No como un precipicio, pero sí como una ladera cada vez más pendiente.
Aun así, Ana sintió tanto enojo como decepción ante las palabras de Felicia. En efecto, había abrigado la esperanza de obtener apoyo en sus esfuerzos por liberar a Isabel. Experimentó un desprecio súbito por aquellas mujeres negras que vendían sus cuerpos y que apenas pensaban en lo que estaban haciendo. Para ellas sólo importaban los ingresos.
No obstante, comprendió enseguida que estaba siendo injusta. Ella era quien más beneficios obtenía del negocio. Ella era quien tenía la posibilidad de sacrificar tiempo y dinero para ayudar a Isabel. Fue ella quien pudo permitirse viajar al extranjero para localizar a Pandre, y ella era, en definitiva, quien podría sobornar a alguien para que dejasen libre a Isabel.
Pero las palabras de Felicia seguían llenándola de indignación. Ya en tiempos del senhor Vaz, las mujeres de aquel establecimiento ganaban bastante más que las de cualquier otro burdel de la ciudad.
—No puede ser tan grande la diferencia —repuso Ana—. ¿De verdad hay entre vosotras alguien que tenga de qué quejarse?
Su voz resonó tensa. Deseaba que se le notase la rabia. Ninguna de las mujeres dijo nada. Se quedaron mirando al infinito. Nadie reaccionó ni siquiera cuando dos vendedores de naranjas empezaron a discutir en la calle, cuando, por lo general, las peleas o las disputas acaloradas delante del burdel se contaban entre los sucesos que más divertían a las mujeres.
—Quiero saberlo —insistió Ana—. ¿Alguna de vosotras ha apreciado de verdad que sus ingresos hayan disminuido de forma notable?
Nadie pronunció palabra hasta que, de repente, como a una señal invisible, todas las mujeres levantaron la mano.
Ana se puso de pie. No soportaba aquello.
—Pagaré personalmente lo que consideréis que estáis perdiendo a causa de la ayuda que quiero prestarle a Isabel —anunció en voz alta—. Presentaos ante mí cada mes con los cálculos de los clientes que hayan faltado. Yo pagaré por ellos. Me convertiré en un nuevo cliente.
Abandonó el jardín sin volverse a mirar y se fue derecha a casa. Una vez allí, se quedó un buen rato sentada delante del diario sin escribir nada. Era tal la decepción que sentía, que no sabía cómo librarse de ella.
Se acercó a la ventana a contemplar el mar. Pequeños pesqueros de velas triangulares surcaban las olas al amor de un viento favorable. Carlos había subido al tejado y se había sentado en el borde de la chimenea con una naranja entre las manos.
Ana estaba a punto de alejarse de la ventana cuando vio a un hombre negro en la calle que la miraba desde abajo. Era la primera vez que lo veía. Tenía una complexión recia y llevaba algo parecido a un mono de trabajo. Al darse cuenta de que ella lo había descubierto, el hombre se dio media vuelta y se marchó. Ana llamó a Julietta.
—¿Has visto a un hombre negro mirando la casa desde la calle?
—No —respondió Julietta.
—Pero ¡yo acabo de verlo!
—No sé quién era, pero puedo preguntar.
Aquella tarde, cuando Ana subió al coche para ir al fuerte, Julietta aún no había conseguido averiguar quién era el hombre. Nadie parecía haberlo visto. La propia Ana empezó a preguntarse si no habrían sido figuraciones suyas.
Sullivan la estaba aguardando.
—La prisionera está herida —dijo como si no fuese asunto suyo. Ana no entendía de qué le hablaba—. Esa mujer a la que sueles traer comida ha resultado herida esta noche.
—¿Qué ha pasado?
—Alguien intentó matarla. Pero fracasó. Aunque también podría ser que sólo quisieran herirla, destrozarle la cara.
—¿Y cómo ha podido suceder?
—Estamos investigando el asunto.
Ana no esperó a oír si Sullivan tenía algo más que decir. Echó a correr por el espacio abierto donde pacían unas cabras. El soldado abrió la reja cuando la vio entrar por la puerta del fuerte. Ana recorrió a toda prisa el pasillo a oscuras. La puerta de la celda de Isabel estaba abierta. Por una vez, no la halló sentada en el catre, sino tumbada. Ana se sentó a su lado en el suelo de piedra. Vio rastros de sangre en la mejilla y en la comisura del labio: tenía un corte profundo.
Sullivan la siguió hasta la celda.
—Quizá deberías mandar a buscar al médico hindú —sugirió. De repente, Ana tuvo la sensación de que Sullivan sabía que Pandre no era quien dijo ser, pero, en aquellos momentos, no se sintió con fuerzas para dilucidar qué sabía o qué no sabía el gobernador en funciones. No le importaba lo que creyera o lo que supiera.
—Se ha marchado —le dijo simplemente—. Pero ¿por qué no llaman ustedes a un médico?
—Está en camino —contestó Sullivan—. Pero antes tenía que encargarse de un parto. La vida siempre es más importante que la muerte.
—No siempre —objetó Ana—. Yo creo más bien que la vida y la muerte vienen y van al mismo tiempo. Si Isabel no recibe los cuidados necesarios, podría morir.
El médico que por fin acudió al fuerte resultó ser un portugués sordo como una tapia que llevaba cincuenta años en el país. A Ana le sorprendió ver la habilidad con que le suturaba aquella herida tan grande antes de cubrírsela con una gasa.
—¿Sobrevivirá? —preguntó Ana.
—Por supuesto que sí —respondió el médico—. Le quedará la cicatriz, eso es todo.
—Quien lo hizo, ¿pretendía matarla o sólo herirla?
Ana tenía que gritarle directamente en el oído para que la oyera.
—Caben ambas posibilidades —respondió—. Pero lo más probable es que no quisiera matarla. Sólo con que hubiera clavado el cuchillo un poco más abajo, en la garganta, y un poco más profundo, lo habría conseguido. Un corte en la garganta con un cuchillo afilado te mata en un instante.
Ana se quedó con Isabel. No sabía si le molestaba la herida. Compartieron el silencio mientras oían su respiración. Ana observaba ausente a un insecto que se arrastraba infinitamente despacio por las paredes de la celda.
Al final se levantó y volvió a salir a la luz del sol. Sullivan estaba en una mecedora, fumando en pipa a la sombra junto al muro de piedra.
—¿Quién ha podido entrar ahí? —preguntó Ana.
—Para ser totalmente sincero, no lo sé. Pero estoy en condiciones de prometer que lo averiguaremos. No quiero que mueran los prisioneros de los que soy responsable.
—¿Es eso cierto?
—Sí —afirmó Sullivan—. Es cierto. A mí ella no me importa. Y considero que habría que colgarla o fusilarla. Pero nadie debe poder entrar en mis celdas para matarla.
Aquella noche, ya en casa, cuando estaba a punto de correr las cortinas del dormitorio, Ana avistó de nuevo en la calle al hombre negro del mono.
Un poco más tarde apagó las luces y volvió a mirar con sigilo por entre las cortinas.
Allí seguía el hombre.
«Está esperándome», se dijo. «Quiere decirme algo».
Bajó la escalera, abrió la puerta despacio y pasó ante los guardas. Sintió una ráfaga de odio hacia aquellos hombres que dormían en lugar de velar por ella, y un deseo repentino de empujarlos al corazón de la hoguera, pero abrió la verja que daba a la calle y allí, al otro lado, seguía el hombre. Se dirigió hacia él con una vela en la mano.
—Soy Moses —se presentó—. El hermano de Isabel. Estaba trabajando en las minas y he venido para liberarla y llevarla conmigo.
Tenía la mirada serena. Ana pensó que, en cierto modo, le recordaba a su padre.