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Cuando por fin se decidió y señaló a la mujer elegida como animal de sacrificio, Pandre sorprendió a todo el mundo dirigiendo el dedo índice hacia A Magrinha, tan pálida que resultaba repelente. En un primer momento, Ana pensó que había señalado a Felicia, que se encontraba al lado de la elegida, pero cuando vio que Pandre se levantaba y le hacía una breve reverencia a aquella mujer tan flaca que casi ningún cliente la solicitaba, comprendió que, en efecto, la quería a ella. Se sorprendió, pero, gracias al tiempo que llevaba al frente del burdel, había aprendido que los deseos y la percepción de lo que los hombres consideraban tentador resultaba de todo punto impredecible. Por otro lado, y no sin cierta satisfacción, pensó que el hecho de que Pandre hubiese elegido a A Magrinha reducía el coste de su visita, puesto que aquella mujer suponía prácticamente sólo pérdidas para el negocio. Es posible que ya fuera hora de mantener con ella una última conversación, decirle al señor Eber que le pagase lo suficiente para que pudiera montar un puesto de verduras en alguno de los mercados negros de la ciudad y pedirle que se marchara para siempre.

Pero Ana no pudo afinar más aquel razonamiento, ya que un suceso inesperado vino a reclamar toda su atención. Aquella noche había en el burdel muchos clientes. Copa y cigarro en mano, todos ellos trataban de ganarse un hueco ante la pequeña barra de bar que se encontraba encajada en un rincón. Y precisamente cuando Pandre iba con A Magrinha camino de su habitación, un hombre alto y recio se colocó de repente ante ellos impidiéndoles el paso. O’Neill, que siempre se olía el peligro, se levantó de un salto de su puesto junto a la puerta, y otro tanto hizo Ana. El hombre que se había plantado delante de Pandre se llamaba Rocha, y era hijo de un italiano y una portuguesa. Trabajaba para la administración colonial en el mantenimiento de carreteras y sistemas de desagüe y acudía al burdel una vez por semana. Era un sujeto pacífico, por lo general, pero en contadas ocasiones, cuando había bebido demasiado, estallaba en ataques de furia. En esos casos solían expulsarlo del local antes de que hubiese tenido tiempo de causar ningún tipo de daño.

En esta ocasión, Ana intuyó que estaba a punto de acontecer algo mucho más grave. Rocha apartó a un lado a A Magrinha y empezó a lanzar improperios contra Pandre en un inglés con mucho acento.

—Yo la había elegido para que pasara toda la noche conmigo —aseguró Rocha.

—Me cuesta mucho creerlo —replicó Pandre sin borrar su afable sonrisa.

—A decir verdad, todas las mujeres ya están comprometidas con sus clientes para toda la noche. Has llegado tarde.

Ana, que se había acercado a los dos hombres y había oído la conversación, supo enseguida qué había detrás de aquella actitud. Ya había notado que muchos de los clientes blancos del burdel reaccionaban negativamente cuando entraba un cliente de color. Durante el tiempo que ella llevaba al frente del negocio no había ocurrido nunca, pero el senhor Vaz le había contado que en alguna ocasión había hecho excepciones en el caso de hindúes influyentes de Durban o Johannesburgo. Puesto que nadie había protestado abiertamente, pensó que ya manifestarían el malestar más tarde, contra ella, una vez que Pandre hubiese abandonado el establecimiento; que entonces quizás alguien preguntaría cómo se le había ocurrido permitir la entrada en el local a ese tipo de personas. Y les explicaría que, a pesar de los pesares, era ella quien decidía a quiénes había de negarse la entrada y a quiénes no. Los clientes blancos se molestarían al oír su respuesta, de eso estaba convencida. Por mucho que insistiera en que se trataba de una excepción. Las conversaciones habían cesado, todos centraban su atención en los dos hombres y en la muchacha, apenas consciente de lo que sucedía a su alrededor.

—¿Ha surgido algún problema? —preguntó Ana.

—En realidad, no —respondió Pandre—. Este hombre, que se ha interpuesto en nuestro camino cuando íbamos a retiramos.

—Es que pretende llevarse a la mujer con la que yo había decidido pasar la noche —explicó Rocha.

Le habló a Ana en portugués, y cuando iba a traducir, Pandre alzó la mano para detenerlo, pues lo había entendido todo.

Rocha agarró a A Magrinha y la atrajo fuertemente hacia sí, como para confirmar lo que acababa de decir. Un segundo más tarde, Pandre había recuperado a la muchacha. Sin embargo, antes de que Rocha o Ana alcanzaran a reaccionar, A Magrinha despertó de su estado sonámbulo, le dio a Pandre un empujón y se colocó al lado de Rocha.

—Quiero estar con él —dijo—. No con ese hombre oscuro. A Pandre se le extinguió la sonrisa de los labios como si alguien hubiera soplado una llama. Se volvió hacia Ana, a quien no pasó inadvertido el enojo del abogado.

—Insisto, yo la había elegido —dijo con la voz tensa.

—Sí, eso me parece a mí —repuso Ana volviéndose hacia A Magrinha e indicándole con un gesto que volviera al lado de Pandre.

—No quiero —declaró la muchacha—. Es de color marrón.

—Y tú eres negra —atajó Ana—. Y yo, blanca. Soy yo quien decide lo que tienes que hacer.

—No —insistió A Magrinha—. No pienso desnudarme delante de él. Rocha sonrió. O’Neill había dado un paso al frente, pues preveía que llegasen a las manos, pero Pandre se rindió. Ana comprendió que no se había resignado, que seguía presa de la misma furia, pero que consideraba la situación irresoluble.

Ya no le interesaba.

—Vuelvo al hotel —declaró Pandre—. Doy por sentado que habré recibido el pago por mis servicios antes del mediodía de mañana, hora a la que abandonaré Lourenço Marques.

Dicho esto y tras una leve inclinación, se apresuró a salir del establecimiento seguido de O’Neill. Los hombres del bar aplaudieron satisfechos. Rocha apartó con desprecio a A Magrinha, que se desplomó en un sofá. Ana comprendió que, en aquellos momentos, la muchacha detestaba aquel lugar más que nunca.

Cuando oyó que el motor se ponía en marcha, salió a la calle. O’Neill estaba fumando.

—Ese hombre no tenía nada que hacer aquí —afirmó—. Naturalmente, no es asunto mío, pero si se permite el acceso a ese tipo de gente, se esfumarán los demás clientes.

Ana no respondió. Sabía que debería entrar y pedirle a Rocha que abandonase el burdel. Sin embargo, cruzó la calle hasta el pequeño bar que regentaban dos hermanos portugueses. Uno bajito y orondo, el otro jorobado.

Era un lugar estrecho. Una barra de madera, unas mesas en los rincones en sombras, varias prostitutas callejeras que alternaban entre exponerse en las aceras o dejarse invitar a alguna copa en la penumbra del bar. Ana le pidió un coñac al jorobado, lo apuró de un trago y le pidió otro. Reconoció a una de las mujeres que atisbó en uno de los rincones. Había solicitado trabajo en el burdel en más de una ocasión, pero las demás mujeres la habían rechazado, ya que corría el rumor de que robaba. Además, tenía tendencia a castigar a los clientes que no la trataban bien envenenándolos con artes de magia misteriosas. Usaba una ponzoña que, sin ser letal, causaba en los hombres una impotencia sexual prolongada.

Cuando Ana vio que la mujer se le acercaba, alzó la mano para detenerla, dejó el dinero en el mostrador y volvió a la calle.

Lucía claro el cielo nocturno. Mientras aguardaba en la calle a que regresara el coche después de dejar a Pandre en el hotel, pensó en su padre, en las noches en que le mostraba las constelaciones que conocía. Y precisamente antes de subirse al coche para ir a casa, se volvió a O’Neill.

—Di a las mujeres que quiero verlas mañana a las siete de la mañana. —A esa hora están durmiendo.

—No —replicó Ana—. A esa hora tienen que estar despiertas, lavadas y vestidas. A las siete en punto las quiero bajo el jacarandá.

—Allí estaré yo también.

—Quiero hablar con ellas, no contigo, así que no se te ocurra presentarte.

Dicho esto, cerró la puerta del coche. Por la luna trasera vio que O’Neill seguía en el mismo lugar, con un cigarrillo sin encender en la mano, viendo cómo se alejaba.

Aquella noche, Carlos durmió a su lado como un ovillo peludo. De vez en cuando agitaba los brazos en sueños, como si estuviera trepando. Pero no se quejaba, de modo que, seguramente, no estaría sufriendo ninguna pesadilla. Si es que los monos soñaban como las personas. Ana no estaba segura, pero quizá Carlos se hubiese apartado lo suficiente de su existencia de simio. Cada vez con más frecuencia lo sorprendía víctima de sueños que lo atemorizaban. Ana, por su parte, permanecía despierta, daba alguna que otra cabezada, dormitando a ratos, pero se estaba preparando mentalmente para la reunión que celebraría a la mañana siguiente. Debía preparar a las mujeres para las dificultades venideras, que se multiplicarían mientras ella persistiera en el empeño de conseguir que liberasen a Isabel. Pensaba explicarles que no tenía intención de rendirse cualesquiera que fuesen los problemas que ello acarrease. Pero también deseaba saber qué opinaban ellas, ¿acaso no comprendían la situación de Isabel? ¿No estaban dispuestas a ayudarle?

Ana se pasó la noche levantándose de vez en cuando, sin hacer ruido, para no despertar a Carlos, aunque nunca sabía con seguridad si fingía estar durmiendo. Hojeó el diccionario de portugués, tan manoseado y ajado a aquellas alturas, a fin de encontrar las palabras adecuadas para el día siguiente. Salió al porche, a la noche templada. Los vigilantes dormían junto a las hogueras, un perro solitario cruzó la calle corriendo silenciosamente. Atisbaba en el mar los faroles de los buques que esperaban la pleamar para poder entrar en la bocana al amanecer.

«Yo también llegué así una vez», recordó. «Con una vida recién destrozada que recomponer. Y eso me trajo aquí. Sin embargo, pronto tendré que continuar el camino, aunque no sé hacia dónde».