Tras la visita inesperada de Halvorsen, Ana empezó a escribir cada vez más en su diario. Lo que antes fuera una costumbre esporádica cobró para ella una importancia cada vez mayor. Dejó allí constancia pormenorizada del encuentro con Halvorsen y de su torpeza con ella.
Al día siguiente bajó al puerto con O’Neill. Había en el muelle dos buques ingleses y uno portugués, pero Ana no sabía a la tripulación de cuál de ellos pertenecería Halvorsen. Como tampoco se le alcanzaba la razón por la que había acudido al puerto. ¿Sería, sencillamente, por una curiosidad que no era capaz de controlar?
Aquella noche sobrevoló la ciudad una plaga de langostas. Las calles, las escaleras y los tejados aparecían cubiertos de langostas muertas o moribundas. Mientras recorría el camino entre el burdel y el puerto se dijo que así era como se imaginaba un campo de batalla: cada langosta era un soldado herido, cadáver o agonizante.
El único que parecía encantado con las langostas era Carlos, que, sentado en el tejado de la casa, estaba dándose un banquete con aquellos insectos aparecidos de nadie sabía dónde ni por qué habían elegido justo aquella ciudad para caer y morir sobre ella.
Por la tarde, durante su ya habitual visita a Isabel en la prisión, la recibió un oficial al que no conocía. Precisamente aquel día decidió ir acompañada de O’Neill en lugar de Judas. El gobernador Lima había enfermado súbitamente y con toda probabilidad de malaria, y se encontraba ingresado en el hospital. De modo que el consejero militar del gobernador ocupaba ahora su puesto. Se presentó como Lemuel Gulliver Sullivan. Pese a que llevaba un nombre británico, hablaba un portugués impecable. Era joven, de apenas treinta años. Ana confió en que, en razón de su juventud, el oficial mostrase más tolerancia y consideración que Lima para con Isabel.
Sin embargo, en cuanto empezó a hablar, se dio cuenta de que su esperanza se vería frustrada.
—Mientras yo sea el gobernador en funciones se endurecerán las normas —comenzó—. Todos los prisioneros del fuerte son delincuentes y debería notarse que sufren un castigo. En estos momentos estoy deliberando con mis colegas oficiales si no se debería volver al uso del látigo. Es algo que siempre ha surtido un efecto inmejorable en los delincuentes.
Ana creyó en un primer momento que había entendido mal. ¿De verdad iba a empeorar más aún la vida miserable que llevaba Isabel en la celda? Y así lo dijo, sin ocultar su indignación.
—El delito de esa mujer debe tratarse con la mayor severidad posible —aseguró el gobernador en funciones—. Lo único que cuenta, en este caso, es que asesinó a un hombre blanco. Si no reaccionamos de forma contundente, podría interpretarse como una señal de que el respeto que exigimos no es ni absoluto ni incondicional.
Ana comprendió que era absurdo intentar razonar con Sullivan.
—¿Qué otras reglas cambiarán a partir de ahora? —preguntó.
—Sólo admitiremos un número de visitantes muy reducido.
—¿Qué visitantes?
—Usted, naturalmente. El sacerdote que suele venir por aquí tratando de recuperar almas perdidas y un médico, si fuera necesario. Nadie más.
—¿Y si quisiera venir un consejero legal?
Sullivan estalló en una risotada desvelando así que le faltaba un buen número de dientes, pese a lo joven que era.
—¿Quién iba a querer darle consejo? ¿Y qué consejo?
Ana no formuló más preguntas. Bajó al lugar tenebroso en el que se hallaba Isabel, sentada en el catre sin moverse, como si no hubiera cambiado de postura desde la visita del día anterior. Pero la cesta estaba vacía: Isabel seguía con vida. Comía.
—Vendrá a visitarte un hombre —le anunció Ana—. Esperemos que sea un hombre inteligente que quizá pueda ayudarme a sacarte de aquí. Pero se hará pasar por médico para entrar. Puesto que habla tu lengua, nadie comprenderá lo que decís, ni siquiera yo.
Isabel no respondió, pero Ana se dio cuenta de que había prestado atención a sus palabras.
—La próxima vez te traeré ropa limpia —continuó—. Y para entonces, habrán pasado tres meses desde que te encerraron. También intentaré que te den agua suficiente para que puedas lavarte.
Ana apenas se quedó unos minutos. Ahora lo importante no era su visita, sino averiguar si Pandre podría cambiar la situación de Isabel.
En el camino de regreso dio un rodeo por el puerto. Cuando O’Neill le preguntó el porqué, Ana resopló por toda respuesta. No le gustaba que fuese tan preguntón. Había empezado a descubrir en él facetas que le desagradaban. La irritaba que siempre anduviera escuchando a hurtadillas. Además, había oído decir que lo habían visto en compañía del propietario de otro de los burdeles de la ciudad. ¿Habría cometido un error contratándolo?
—¿Qué hace allí todo el día encerrada? —preguntó—. ¿Tiene remordimientos por sus malas acciones? ¿Aporrea las paredes como si fueran tambores? ¿Se le ponen los ojos en blanco?
Ana se paró en seco.
—Si dices una palabra más, puedes marcharte y no volver nunca.
—Pero si yo sólo preguntaba.
—Ni una palabra más. Ni una sola. A partir de este momento, una de tus tareas consiste en estar callado.
O’Neill se encogió de hombros, pero Ana comprendió que había tomado conciencia del peligro.
Una vez en el puerto, Ana constató que había desaparecido uno de los barcos ingleses. Pensó que ahí se habría enrolado Halvorsen como carpintero.
Asimismo, se dio cuenta de que O’Neill la observaba con curiosidad. Cuando decidió marcharse del puerto, le dijo que no volviese al burdel hasta que ella hubiese doblado la primera esquina.
Unos días más tarde, Pandre le envió un telegrama anunciando su llegada. Ana lo recibió en el edificio de la estación recién construido. Pese a que, según el telegrama, sólo pensaba quedarse dos días, traía una gran cantidad de baúles, maletas y sombrereras. Cuatro porteadores y dos carros fueron precisos para trasladar el equipaje al automóvil que, una vez más, le había prestado Andrade. Y en un coche de caballos cargaron todo lo que no cabía en el maletero.
Partieron hacia el hotel en el que, siguiendo las instrucciones de Pandre, Ana había reservado la suite más grande. Cuando fue a hacer la reserva, sintió cierta inquietud. ¿Aceptarían allí a Pandre como cliente, siendo como era un hombre de color? Pero el director del hotel la tranquilizó. Se trataba de un abogado y era de origen hindú, así que no había problema. Acto seguido y puesto que ella correría con todos los gastos del viaje del abogado, depositó una suma de dinero para cubrir el coste de su estancia. Empezaba a preguntarse si Pandre no estaría haciendo cuanto podía por sacarle la máxima cantidad de dinero posible. ¿O sería aquélla su manera habitual de vivir cuando abandonaba Johannesburgo por cuestiones de trabajo?
Una vez que Pandre se hubo bañado, y tras ponerse un traje de lino blanco recién planchado y de contemplar las vistas, se sentó a comer en el restaurante, que estaba desierto.
Sobre las montañas y hacia el interior se arracimaban los negros nubarrones de la tormenta que se les vendría encima aquella tarde. Ana le habló a Pandre de su conversación con el nuevo gobernador del fuerte y que sólo le permitirían la entrada si se presentaba como médico.
—Pues no llevo en las maletas ninguna bata blanca —observó—. La profesión de abogado no conlleva, por lo general, tener que disfrazarse.
—No creo que haga falta.
—Hábleme de ese gobernador. Los militares suelen ser desconfiados por naturaleza. ¿Cree que se dará cuenta de que no soy médico?
—No lo sé. Se presentó como Lemuel Gulliver Sullivan. Puesto que hablaba portugués a la perfección, seguramente de inglés sólo tenga el nombre.
Pandre se echó a reír mientras hacía girar entre los dedos un servilletero circular reluciente.
—¿De verdad que se llama así? ¿Lemuel Gulliver Sullivan?
—Anoté el nombre en cuanto llegué a casa.
—¿Y estaba rodeado de caballos?
—La caballería militar se encuentra en las afueras de la ciudad. En el fuerte sólo tienen unas cabras.
—Me refiero a sus soldados, ¿parecían caballos?
Ana no comprendía la pregunta y empezó a desconfiar.
—¿Por qué iba a estar rodeado de caballos?
—Sí, claro, ¿por qué? Quizá se hallaba entre seres extraordinariamente diminutos. Seres tan pequeños que cabrían en este servilletero como si fuera un gran tonel. ¿O acaso son gigantes sus soldados? —Pandre comprendió al final que Ana no sabía de qué le estaba hablando—. Lemuel Gulliver es un personaje literario —le explicó amablemente—. Jamás había oído hablar de nadie con el descaro o la soberbia suficiente para bautizar a su hijo con el nombre de ese personaje novelesco tan extraordinario. Supongo que los libros de ese autor le son desconocidos, ¿verdad?
—Regento un burdel —replicó Ana—. E intento ayudar a una mujer que está encarcelada para que salga libre. No me dedico a leer novelas.
—Me parece lógico —admitió Pandre—. Lo más verosímil es que el joven gobernador tampoco lea demasiado, si es que lee algo. Pero su padre sí que leyó Los viajes de Gulliver.
Comieron en silencio. De vez en cuando, Pandre formulaba una pregunta, casi siempre como una muestra de respeto y de que no se había perdido por completo en sus cavilaciones. Preguntaba por el clima y las lluvias, por la vida de los animales y por diferentes enfermedades que cursaban con fiebre. Ana respondía en la medida de sus posibilidades y se preguntaba a su vez si Pandre pensaba ir al burdel aquella misma noche para disfrutar del favor que había pedido y obtenido de ella.
No obstante, no era ése su plan. Después de comer, Pandre· se levantó, se inclinó y pidió que fuera a recogerlo a las diez del día siguiente. Luego volvió a inclinarse levemente y salió del restaurante. Ana pagó la cuenta y se marchó a casa.
Carlos había abandonado el tejado, ahíto de tanta langosta como había comido las últimas veinticuatro horas. Estaba tumbado en la cama de Ana y eructaba satisfecho. Ana se sentó a la mesa, abrió el diario, pero no escribió nada por el momento. Pensó en la impresión que le había causado Pandre ahora que lo había visto tan de cerca, y anotó todo lo sucedido desde su llegada.
Confiaba en que, un día, podría leerle a Isabel todo lo que había escrito. El relato sobre el largo viaje que supuso que ella recobrase la libertad.
Ya sabía cómo concluiría el diario en el futuro.
Plasmaría en él la fecha y la hora en que Isabel saliese libre de la cárcel.
Y escribiría la respuesta a aquella pregunta sobre la que tanto reflexionaba: lo sucedido tras la muerte de Lundmark, ¿sería tan sólo un paréntesis transitorio en su vida?
Lo último que anotase versaría sobre Isabel y su libertad.
Cerró el diario, apagó el candil y se quedó sentada en la oscuridad. Pensó: «Isabel, en ese agujero infecto. Y yo, encerrada en una prisión de otra naturaleza».