Tras el viaje a Johannesburgo, Ana comenzó a pasar cada vez más tiempo en el burdel. Felicia, que se había convertido en su única confidente, le explicó que ciertos clientes habían empezado a tratar mal a las mujeres. De ahí que Ana quisiera permanecer allí, entre ellas, pues estaba segura de que nadie se atrevería a maltratarlas en su presencia. No tardó en advertir la gratitud y la sorpresa de las mujeres. Por otro lado, si alguna trataba a algún cliente con desprecio o no mostraba más interés que el mínimo indispensable en satisfacerlo y en satisfacer sus deseos, Ana la llamaba al orden enseguida. No debían vengarse en quienes querían perjudicar a Isabel.
Una mañana, Ana convocó a todas las mujeres, a Zé y a Judas y les refirió su viaje a Johannesburgo y la reunión con el señor Pandre. Nada dijo, por el momento, de la promesa que le había hecho al abogado, pero por la reacción de las mujeres comprendió que, aunque estaban un tanto sorprendidas y extrañadas, se sentían sobre todo muy contentas al ver que no había abandonado a Isabel. Mientras los blancos de la ciudad la consideraban una delincuente despreciable que había matado a un hombre inocente, para los negros era, si no una heroína —no en vano había matado al padre de sus hijos—, al menos sí una mujer que intentó levantarse del fondo de su desgracia y oponer resistencia.
Ana pensaba que aquélla era una buena descripción del destino de Isabel: se había levantado y había opuesto resistencia. Aunque ahora se encontrase encerrada en las estrechuras de un calabozo, bajo la vigilancia de soldados amenazadores y, a menudo, borrachos, en el fondo era como si se hubiera marchado de allí, como si hubiera dejado a sus espaldas a todos los hombres blancos que la despreciaban.
El mismo día en que Ana estuvo hablando con las mujeres, a hora muy avanzada, llegó al burdel buscando trabajo un hombre blanco al que jamás había visto antes. Sucedía de vez en cuando, hombres blancos en malas condiciones, a menudo por fiebres o a causa del alcohol, acudían a ella en busca de colocación. Hasta aquel momento, ella siempre los había despachado con una negativa, ya que aquellos hombres no tenían nada que ofrecerle.
Sin embargo, el hombre que se presentó allí aquel día le causó una impresión muy distinta. No iba sucio ni mal vestido ni con barba de varios días. Se apellidaba O’Neill, según dijo al presentarse, y le explicó que había trabajado con anterioridad como encargado de expulsar a los alborotadores de bares y burdeles de todo el mundo. Incluso presentó un grueso fajo de documentos con certificados de diversos empleadores.
Ana había pensado en más de una ocasión que le convendría contar en el burdel con los servicios de un vigilante blanco. Por más que Judas y los demás vigilantes negros hacían lo que tenían que hacer, nunca estaba segura de que reaccionaran como ella deseaba.
De manera que decidió contratar a O’Neill para probar durante un par de meses. Parecía fuerte e irradiaba resolución y firmeza. Ana se dijo que no tardaría en averiguar si merecía la pena conservarlo.
Y el mismo día que contrató a O’Neill mantuvo una conversación con Felicia bajo el árbol de jacarandá. Ya había anochecido y Felicia estaba esperando a uno de sus clientes habituales de Pretoria, un latifundista muy creyente de ascendencia bóer que siempre le hablaba de sus once hijos y le explicaba que visitaba el burdel porque no quería seguir fecundando a su mujer, a aquellas alturas destrozada de tanto parto.
Ana le preguntó acerca de la familia de Isabel. Aún era mucho lo que ignoraba y le sorprendía que ninguno de sus familiares fuera a visitarla al fuerte. Ana era la única que iba a verla, aparte del padre Leopoldo, que siempre andaba haciendo sus rondas entre los prisioneros. Ana había estado en la catedral y allí supo que Isabel se negaba a hablar incluso con el sacerdote.
Para sus adentros admitió que para ella fue un alivio oír tal cosa y comprendió que habría sentido celos si Isabel hubiese preferido confiarse a un cura.
Felicia iba vestida de blanco, tal y como exigía el cliente al que esperaba.
—No es mucho lo que sé de ellos —confesó Felicia—. Las hermanas de Isabel se ocupan de sus hijos. Además, tiene un hermano mayor llamado Moses. Trabaja en las minas de Rand. Estoy segura de que vendrá en cuanto pueda. Si es que puede.
—Y sus padres, ¿están vivos?
—Sí, viven en Beira. Pero las hermanas han preferido no contarles nada.
—¿Y eso por qué?
Felicia meneó la cabeza.
—Supongo que para no matarlos de dolor. Son mayores. O quizá para no asustarlos, no vayan a pensar que el látigo silbará también sobre sus espaldas. Todos parecen esperar la llegada del hermano minero.
—¿Y cuándo vendrá?
—Nadie lo sabe. Ni siquiera saben si vendrá.
Ana le habló de la gallina degollada que hallaron en la escalera del gobernador militar.
—¿Quién pudo hacer tal cosa?
Felicia retrocedió horrorizada, como si Ana la hubiese acusado de algo.
—No estoy diciendo que hayas sido tú, como comprenderás. Pero ¿quién querrá matar a Isabel? Un hombre blanco no lanzaría una amenaza en forma de gallina muerta. Tiene que haber sido un negro.
—O alguien que quiere que parezca un negro.
Ana cayó en la cuenta de que Felicia tenía razón.
—En otras palabras, tú crees que ha sido un blanco, ¿no?
—Nadie más desea que muera.
—¿Por qué crees que se niega a hablar?
—Porque está de luto.
—¿De luto?
—Está de luto por su marido, aunque se vio obligada a matarlo.
—¿Porque la había engañado?
—Eso ya lo sabía ella, todos los blancos hacen lo mismo.
—¿Todos los blancos mienten?
—No entre sí, pero sí a nosotros.
—Y yo, ¿también miento?
Felicia no respondió. Siguió mirando a Ana, sin apartar la vista pero sin decir nada. «En otras palabras, debo responder yo misma», se dijo. «Felicia deja que lo decida yo. Yo decido, nadie más».
—Sigo sin entender eso de que Isabel está de luto. Está claro que echará de menos a sus hijos, pero eso no es luto.
—Está de luto por los hijos que nunca tendrá, puesto que tuvo que matar a su hombre.
Ana tuvo la sensación de que estaban dando vueltas a lo mismo sin llegar a ninguna parte. Más que comprender la lógica de las palabras de Felicia, la intuía.
—¿Quién querrá matarla? —preguntó de nuevo.
—No lo sé. Pero en el fondo creo que todos y cada uno de los miles de blancos que viven en esta ciudad serían capaces de sostener el cuchillo y clavárselo en el corazón.
—¿Quién gana con su muerte?
Eso no devolverá a Pedro a la vida.
—Tampoco lo sé —admitió Felicia—. Yo no soy blanca y no puedo entender vuestros razonamientos.
Ana comprendió que no avanzarían lo más mínimo. Felicia mesaba con las manos el vestido blanco recién lavado, alisando las arrugas con esmero. Deseaba marcharse ya.
—¿Quién soy yo para ti? —preguntó Ana de repente.
—Eres Ana Branca —respondió Felicia perpleja.
—¿Nada más?
—Eres la dueña de este árbol, de la tierra que nos rodea y la casa que nos cobija.
—¿Nada más?
—¿Acaso no es suficiente?
—Pues sí —admitió Ana—. Es más que suficiente. Tanto que apenas puedo soportar el peso.
Un hombre gigantesco con una barba muy poblada y la cara curtida apareció de pronto en el umbral de la puerta que daba al jardín. Era el cliente. Ana los vio mientras se alejaban hacia la habitación de Felicia. Parecía tan poca cosa a su lado.
«Como yo, seguramente, cuando caminaba junto a Lundmark para que nos casara el cónsul de Argel», se dijo.
Ana se quedó sentada bajo el árbol. Había estado lloviendo aquella tarde y la tierra humeaba con el olor dulce de las raíces del árbol. Pero había otro olor cuya procedencia era incapaz de precisar. El submundo, que se abría paso. Ana se vio como Hanna de nuevo y recordó todos los olores que emergían de las ciénagas y los brezales en el lugar en que se crió de niña.
Por un instante, el sentimiento de añoranza le resultó abrumador. Ningún recuerdo era capaz de concitar aquella añoranza con tanta intensidad como los olores y los aromas que le recordaban a algo que había perdido, a algo que siempre echaría de menos.
Allí, bajo el árbol, tomó la decisión de quedarse hasta que el abogado Pandre hubiese visitado a Isabel y le hubiese dado a ella los consejos que necesitaba. Si, finalmente, no tenía posibilidad de ayudar a la mujer encarcelada, tampoco existía razón alguna por la que debiera continuar allí. No se rendiría, pero tampoco se obstinaría alimentando una vana ilusión.
Una voz que le resultó familiar vino a dispersar sus cavilaciones. De una de las habitaciones y en compañía de Belinda Bonita salió un hombre que, a juzgar por su paso inestable, no estaba del todo sobrio. Se hallaba de espaldas a Ana. En un primer momento le fue imposible entender lo que decía. Al cabo de un instante comprendió que se trataba de una lengua que ella conocía y podía entender si quien la hablaba no lo hacía balbuciendo.
Ya sabía quién era el hombre que le daba la espalda. Halvorsen. El mejor amigo de Lundmark. El que había prometido servirle de apoyo si lo necesitaba después de que Lundmark estuviese muerto y enterrado.