55

Hanna volvió a recurrir a Felicia. Le contó que Carlos se había tragado una tenia. Pero Felicia no supo darle más recomendación que la de aguardar a que el gusano saliera por sí mismo del cuerpo del mono. ¿No había ningún remedio?, preguntó Hanna. ¿Nada que la mujer sabia pudiera darle para aniquilar el gusano que Carlos tenía en las entrañas? Pero Felicia regresó diciendo que la misteriosa hechicera que le había vendido los gusanos se negaba a tratar a monos o a otros animales. Ella no sanaba ni a elefantes ni a ratones, sus conocimientos versaban sobre padecimientos humanos y el remedio que podía proporcionar para cada uno.

Hanna estaba tan desesperada que cogió prestado el coche de Andrade y se dirigió a la catedral para hablar con alguno de los sacerdotes católicos. Dio por sentado que podía preguntarles cualquier cosa que guardase relación con la vida humana. Aunque ella temía por la salud de un chimpancé, lo que en realidad deseaba era librarse de la preocupación que la abatía.

A lo largo de todo el trayecto hasta la catedral sintió el calor como un muro que se alzaba ante ella. Pese a que había madrugado, el sol ya quemaba tanto que le escocían los ojos mientras se dirigía a toda prisa a la penumbra que descubrían las puertas abiertas. Hanna se quedó inmóvil y aguardó hasta que se le habituaron los ojos a la oscuridad. La iglesia estaba vacía, a excepción de unas monjas de hábitos blancos que rezaban arrodilladas ante una imagen de la Virgen, y un hombre solitario, también con traje blanco, que estaba sentado en un banco con los ojos cerrados, como dormido. En el interior del gran edificio olía a la laca de las puertas recién pintadas. Se sentó en una de las grandes sillas marrones próximas al altar. Unas mujeres negras iban y venían descalzas por el suelo de piedra. Llevaban en las manos paños para el polvo y unos palos largos rematados por un plumero que pasaban por las imágenes de los santos, que estaban colgadas muy altas en las paredes.

Un cura con sotana negra salió de una de las capillas situadas junto al coro. Se detuvo exactamente delante del altar mayor y se puso a limpiar sus gafas. Hanna se levantó y se encaminó hacia él. El sacerdote se puso las gafas y se quedó mirándola. Era joven, apenas tendría treinta años. Su juventud hizo que Hanna se sintiera algo insegura, un sacerdote debía ser anciano.

—Parece que la senhora quiere confesarse —le dijo amablemente.

—¿Por qué lo dice? —respondió ella—. ¿Tengo aspecto de culpable? ¿Se me ve llena de pecado?

Con ese comentario de que parecía estar buscando confesión, el sacerdote puso el dedo en una de sus llagas. En efecto, no podía negarlo, era la propietaria del burdel más grande de la ciudad, y ganaba dinero gracias al pecado organizado que allí vendía. Pero el cura no pareció reaccionar a su tono agresivo.

—Por lo general, las personas que quieren confesarse traen una expresión de añoranza, desean verse liberados.

—Pues yo no quiero confesarme. Venía a pedir consejo.

El joven sacerdote retiró un par de sillas y las colocó una frente a la otra. Las limpiadoras ya se habían marchado. El hombre que dormitaba en el banco seguía allí, muy cerca de donde ellos se encontraban.

—Soy el padre Leopoldo —se presentó el joven—. No hace mucho que vine de Portugal.

—Yo me llamo Hanna. Mi portugués no es muy bueno. Tengo que hablar despacio para encontrar las palabras que necesito. Y no suelo decirlas en el orden adecuado.

El padre Leopoldo sonrió. Hanna pensó que era guapo, aunque se lo veía muy pálido y como si estuviese mal alimentado. ¿No tendría también él un gusano hambriento en las entrañas?

—¿De dónde es usted, senhora Hanna?

Hanna le refirió en pocas palabras su historia, pero prefirió no decir nada del burdel, sólo que se había casado con un portugués llamado senhor Vaz, fallecido repentinamente poco después del enlace matrimonial.

—La senhora dice que necesita consejo —observó el padre Leopoldo tras haberla escuchado con atención—. Pero aún no ha formulado ninguna pregunta.

«No puedo empezar hablando del mono que se comió la tenia», se dijo presa del abatimiento. «El cura pensará que estoy loca y que he venido a la catedral a mofarme de él y de todo lo sagrado».

Pese a todo, se lo explicó tal como era. Le habló de aquel chimpancé que tanto significaba para ella, del contenido del frasco y del gusano que ahora vivía en las entrañas del mono. El cura no se mostró ofendido al oírla, antes al contrario, dio muestras de creer lo que le había contado y su preocupación por el destino de Carlos.

—Tengo la impresión de que la senhora no me lo ha contado todo —dijo con la misma amabilidad y paciencia de antes cuando Hanna guardó silencio—. Resulta difícil dar un consejo a quien no se atreve a contar toda la historia.

Hanna comprendió que la había descubierto. Aunque Vaz no era un nombre infrecuente en la ciudad, era obvio que el padre Leopoldo conocía al senhor Vaz que había regentado el principal burdel de aquella zona. Quizás incluso hubiese oído hablar de su boda con la mujer sueca y de su muerte, que sobrevino poco después.

No halló razón para no desvelárselo todo. De modo que le habló de Esmeralda y le confesó que ella era ahora la propietaria del burdel y que se ganaba la vida con ese negocio.

—Temo por la vida de ese mono —le dijo al fin—. Y no tengo la menor idea de qué hacer con todo lo que poseo, soy responsable de ello.

El padre Leopoldo la miró desde detrás de las gafas sin montura. A Hanna no le pareció que lo hiciese con intención acusadora. «Probablemente», se dijo, «incluso los curas jóvenes están acostumbrados a oír las historias más extraordinarias, ya sea durante la confesión o fuera de ella».

—En la ciudad hay un veterinario que se llama Paulo Miranda —le dijo el padre Leopoldo—. Tiene la clínica junto al mercado grande. Quizás él pueda darle un remedio o curar al mono, senhora.

—¿Qué sabrá hacer él que no sepan las sanadoras locales?

—No lo sé, pero usted me ha pedido un consejo Además, la mayor parte de los remedios curativos tradicionales tienen que ver con la brujería, que, en mi opinión, debe combatirse.

A Hanna le habría gustado que aquel sacerdote hubiese visto los gusanos blancos y le habría gustado explicarle cómo perdió peso Esmeralda mostrándole la ropa que llevaba cuando estaba más obesa, pero no pronunció una palabra.

El cura acercó la silla sin dejar de mirarla.

—En todo lo que la senhora me ha contado se trasluce también la búsqueda de algo más —continuó—. Algo que nada tiene que ver con el mono ni con la preocupación por lo que pueda tener en el estómago. Tengo la impresión de que el consejo que me pide guarda relación con su vida. Con su condición de propietaria y regente del principal prostíbulo de la ciudad. Lo que la Iglesia opina sobre el tipo de vida que se vive en esa casa no es un misterio para usted. Y de Suecia, su patria, no sé nada, salvo que se trata de un lugar donde hace mucho frío y que la mayoría de sus habitantes pobres han emigrado cruzando el océano en busca de una vida mejor en América. Sin embargo, tampoco allí verían como honorable o decente la vida que lleva aquí.

Sus palabras le hicieron mella.

—¿Y qué debo hacer? —preguntó atribulada—. Me legaron ese burdel.

—Ciérrelo —le aconsejó el padre Leopoldo—. O véndaselo a alguien que pueda convertirlo en un hotel decente o en un restaurante. Dé dinero a las mujeres para que puedan empezar a llevar una vida decente. Váyase al país del que vino. La senhora es joven aún. El mono podría volver a la selva, seguro que encuentra una manada a la que incorporarse.

Hanna no le explicó que hacía ya mucho que Carlos había perdido su identidad de simio y que ahora vivía en una tierra de claroscuros donde no era ni humano ni animal. Que su lugar estaba más en una lámpara que en la selva.

—La senhora está huyendo de algo —dijo el padre Leopoldo—. Y esa huida no llegará a su fin a menos que vuelva a su hogar y deje ese sucio negocio a sus espaldas.

—Es que no sé si tengo algo a lo que regresar.

—Tendrá usted familia, ¿no? En tal caso, allí tiene sus raíces, no aquí, en esta ciudad.

Hanna se dio cuenta de que el padre Leopoldo había fijado la vista en un punto junto a su cabeza. Se volvió a mirar y comprobó que se acercaba uno de los más altos oficiales de la guarnición portuguesa. Llevaba el uniforme, tenía el sable prendido del cinto y la gorra debajo del brazo. El padre Leopoldo se levantó.

—Lamento no poder continuar la conversación, pero le ruego que vuelva si lo desea.

Le sonrió alentador y luego se encaminó con el oficial al confesionario. El sacerdote echó las cortinas a cada lado de la separación. Hanna pensó que aquel oficial tendría sin duda muchos pecados que confesar. Lo había reconocido enseguida. Iba al burdel con regularidad y a veces imponía exigencias un tanto extrañas a las mujeres que lo atendían. Algunas de sus inclinaciones provocaban la negativa de las prostitutas. Hanna se ruborizó la primera vez que le explicaron lo que quería el oficial. Pidió dos mujeres a la vez, y pretendía que fingieran que eran madre e hija. El primer impulso de Hanna fue el de prohibirle la entrada en su establecimiento, pero era un buen cliente. Y Felicia le había confesado que algunos de los clientes sudafricanos manifestaban deseos mucho peores, más dignos de que se les prohibiera la entrada.

Fue un día en que charlaban bajo el árbol de jacarandá. Felicia le pormenorizó todas las inclinaciones extravagantes que podían tener los hombres a la hora de estar con una mujer. Hanna la escuchaba tan atónita como avergonzada. Durante su breve convivencia erótica con Lundmark y con el senhor Vaz no había sospechado siquiera la posibilidad de nada de lo que contaba Felicia. Se dio cuenta de que era mucho lo que ignoraba de cuanto debería conocer la propietaria de un prostíbulo.

Se levantó dispuesta a abandonar la catedral sin saber aún qué hacer.

El hombre que parecía dormido se le plantó delante súbitamente. Sostenía el sombrero blanco en la mano y le sonreía con amabilidad.

—No he podido evitar oír lo que le decía el padre Leopoldo. A veces todo se oye con suma claridad entre los muros de este gran templo. Sólo durante la confesión resulta imposible entender nada de lo que se dice. Pero le aseguro que no soy de los que escuchan a hurtadillas. Me llamo José Antonio Nunez. Llevo muchos años dedicándome a los negocios en este país. Pero eso ya se acabó, ahora me dedico a algo completamente distinto. A lo que es importante en la vida. Me preguntaba si podría molestarla unos minutos, senhora Vaz.

—Creo que no lo conozco. Aun así, sabe usted mi nombre.

—Esta ciudad no es muy grande. Al menos, la población blanca no es tan numerosa como para permanecer en el anonimato demasiado tiempo. Le diré que conocía a su marido y que la acompaño en el sentimiento. Le deseaba al senhor Vaz toda la felicidad posible, de corazón.

Hanna calculó que aquel hombre tendría unos cuarenta años. Su amabilidad parecía convincente. Era, en cierto modo, como si no encajara en aquella ciudad, igual que ella, que seguía siendo una extraña.

Tomaron asiento. Él, con resolución. Ella, no tan segura.

—Seré breve —aseguró José Antonio Nunez—. Estoy dispuesto a liberada del negocio que usted regenta. Además, pagaría a las mujeres, tal y como proponía el padre Leopoldo. Lo verdaderamente valioso para mí es el edificio. Después de tantos años como hombre de negocios, ahora trato de devolver parte de lo que he recibido. Si usted me vende la casa, la convertiré en un hogar para niños.

—¿Para niños negros?

—Sí.

—¿En pleno corazón de los barrios de diversión de los blancos?

—Ésa es mi intención, precisamente. Crear un recordatorio de cuántos huérfanos negros deambulan por ahí como hojas al viento.

—Pero el gobernador no lo aceptará nunca, ¿no cree?

—Es amigo mío. Y sabe que depende de mí para conservar la posición de la que ahora disfruta. Muchos de los blancos que viven en esta ciudad siguen mis consejos…

Hanna meneó la cabeza. No sabía qué creer. ¿Quién era aquel hombre que antes dormitaba en el banco y que ahora, de repente, pretendía comprarle el burdel?

—No estoy segura de querer vender —admitió Hanna—. No tengo nada decidido.

—Mantendré la oferta hasta mañana y quizás un tiempo más. Sé que tiene contratado al letrado Andrade. Dígale que se ponga en contacto conmigo.

—Ni siquiera sé dónde vive usted.

—Él sí lo sabe —respondió sonriente José Antonio Nunez.

—Necesito tiempo para pensarlo. Dentro de una semana nos veremos aquí. A la misma hora.

Le hizo una profunda reverencia.

—Aquí estaré. Pero una semana es demasiado. Digamos tres días.

—Es que ni siquiera sé quién es usted —repitió.

—Seguro que podrá averiguarlo.

Hanna salió de la catedral. Una vez más necesitaba consejo, y sabía que había una persona a la que podía acudir. No sólo para preguntarle por José Antonio Nunez, sino también por lo que le había dicho el padre Leopoldo.

Aquella misma tarde, fue a la granja de Pedro Pimenta, donde los perros ladraban y los cocodrilos sacudían el agua con la cola antes de desaparecer en las aguas turbias de los estanques.

Cuando salió del coche y se extinguió el sonido del motor, oyó el ruido de cristales rotos en el interior de la casa. El porche estaba vacío.

Hanna miró a su alrededor. Todo parecía extrañamente desierto. Entonces apareció una mujer blanca corriendo y cubriéndose la cara con las manos. Detrás de ella apareció una niña que, gritando, trataba de dar alcance a la mujer que huía.

Ambas desaparecieron pendiente abajo, hacia los estanques de los cocodrilos. Y luego, de nuevo el silencio.

Por la puerta salió un niño tan sólo unos años mayor que la pequeña. Hanna no los había visto nunca, ni a él, ni a la niña ni a la mujer que lloraba.

El niño, de unos dieciséis años, se detuvo en el umbral. Y parecía contener la respiración.

«Es como yo», pensó Hanna. «En él me veo a mí misma: ahí, junto a la puerta, hay un niño que no entiende nada de lo que ocurre a su alrededor».