52

Días más tarde. Calma chicha, ni el menor soplo refrescaba las calles polvorientas.

Una noche, Hanna se despertó como si alguien la hubiese golpeado. Carlos, que estaba encaramado a la lámpara, soltó un grito y bajó a la cama de un salto. Hanna sabía que los monos gritaban de un modo peculiar para advertir al resto de la manada de la presencia de una serpiente o de cualquier otra amenaza que hubiesen detectado. Encendió el candil que había junto a la cama. Cuando la luz arrojó su destello vacilante sobre la habitación, Carlos se tranquilizó enseguida. Hanna pensó que el mono habría tenido una pesadilla, algo que ya había sospechado en las ocasiones en que lo veía revolverse inquieto en la cama y al día siguiente se mostraba sombrío, introvertido y ausente.

Pero algo lo inquietaba. Carlos se había subido a la ventana y ahora estaba sentado tras la cortina. Cuando Hanna la descorrió, se encontró directamente con el brevísimo amanecer, pero también vio humo y lenguas de fuego que se elevaban de un barrio no muy retirado del burdel. Al abrir la ventana oyó los gritos y los lamentos en la distancia. Carlos salió y subió al tejado y no volvió pese a que ella lo estuvo llamando.

Hanna enfocó el catalejo hacia el lugar del incendio. La luz de la alborada aún era débil, pero descubrió enseguida que no se trataba de un incendio normal y corriente. Vio a hombres negros que corrían de un lado a otro con estacas y con arcos y flechas en las manos. Arrojaban piedras y matojos ardiendo contra los soldados de la guarnición portuguesa. Hanna atisbó cadáveres en la calle, aunque no pudo distinguir si eran blancos o negros.

Dejó el catalejo e intentó comprender lo que estaba sucediendo. Luego tiró de la cuerda de la campanilla. Lo hizo con determinación, para que no cupiese duda alguna de que quería que algún criado acudiese de inmediato, pese a que todos, menos Anaka, estarían durmiendo.

Fue Julietta quien acudió, medio desnuda y despeinada, pero Hanna se dio perfecta cuenta de que estaba despabilada. Seguramente los demás también se habrían enterado de lo que estaba ocurriendo en la ciudad y enviaron a la más joven a atender la llamada de la campanilla.

Hanna llevó a Julietta al porche.

—¿Qué está ocurriendo? —le preguntó.

—La gente está indignada.

—¿Quién está indignado?

—Nosotros, nosotros estamos indignados.

Julietta pronunció aquellas palabras acompañándolas de un gesto que Hanna no le había visto jamás: mirándola directamente a los ojos. Era como si le hubiesen pinchado, se dijo Hanna. «Lo que está ocurriendo en la calle también tiene que ver conmigo».

—¿Por qué estáis indignados? —quiso saber Hanna—. Venga, habla, no me obligues a sacarte las respuestas una a una.

—Un blanco rompió el cántaro de una mujer negra.

Hanna se impacientó con las respuestas, que no le proporcionaban un contexto inteligible, de modo que mandó a Julietta en busca de Anaka. Sin embargo, ésta se mostró más parca si cabe que la joven.

Hanna se vistió pensando que era una feliz casualidad que, justo aquella mañana, tuviese concertada una cita con Andrade, que le traería unos documentos para firmar. Nadie había mejor informado de cuanto sucedía en la ciudad, ya aconteciese abierta o secretamente. Mientras desayunaba y aguardaba la llegada del abogado, salió al porche varias veces con el catalejo. Aún se veía el fuego e incluso parecían haber surgido más focos, pero se hallaban ocultos tras las fachadas de las casas, fuera del alcance del catalejo. Se oían gritos lejanos y el eco sordo de los rifles. Carlos contemplaba el curso de los acontecimientos sentado en el tejado.

Andrade llegó por fin, con la cara encendida y más alterado que nunca. Antes de que Hanna hubiese atinado a preguntar, empezó a explicarle los acontecimientos de aquella mañana. Ella notó que se mostraba descortés con sus criados y, nada más llegar e incluso antes de sentarse, dejó sobre la mesa un revólver con un sonoro golpe. Los disturbios habían estallado hacía unas horas, cuando un grupo de negros procedentes de los arrabales entró a pie en la ciudad. Pusieron buen cuidado en evitar los caminos que los soldados portugueses vigilaban para que se cumpliera el toque de queda nocturno. Una vez en la ciudad, se encaminaron a la carrera hacia una comisaría de policía y la incendiaron arrojando contra las ventanas botellas llenas de queroseno. Los soldados, aún medio dormidos, abrieron fuego contra los rebeldes. A partir de ahí se generó el caos cruento que ahora dominaba las calles.

—Se trata, en otras palabras, de una rebelión —constató Hanna—. Debe existir un detonante.

—¿Debe existir? —replicó Andrade con ironía—. Esos negros salvajes no necesitan más razón que su sed de sangre congénita para desatar una revuelta que sólo puede culminar en su propia destrucción.

A Hanna le costaba creerlo. No podía ser tan simple como él lo describía. El día en que la embarcación del capitán Svartman atracó en el muelle creyó advertir la repulsa y el dolor en la mirada de los negros. Vivía en un continente entristecido donde los únicos que reían, y por lo general demasiado alto, eran los blancos. Sin embargo, ella sabía que aquella risa no era más que un modo de ocultar un temor que había ido creciendo imperceptiblemente hasta convertirse en verdadero terror. A la oscuridad, a las personas que la habitaban pero que ellos no podían ver.

Hanna insistió. Algo tuvo que desatar la ira de los negros. Andrade se encogió de hombros con impaciencia.

—Pues será que alguno se ha sentido ultrajado hasta el punto de considerar justificado arriesgarse a morir para cobrarse venganza. Pero pronto habrá pasado todo. Si algo sé de los negros es lo cobardes que son. Cuando la cosa se pone seria, salen corriendo como perros.

Andrade echó mano del revólver que había dejado sobre la mesa.

—A decir verdad, me gustaría aplazar hasta mañana la reunión de hoy. Para entonces se habrá restablecido la calma, los rebeldes más peligrosos estarán muertos y los demás, encarcelados en el fuerte. Lo que más deseo en estos momentos es acudir personalmente al foco del incendio. Pertenezco a la milicia civil de la ciudad, cuya misión consiste en prestar apoyo a los soldados en caso de que nuestra seguridad se vea amenazada. Y con este revólver puedo hacer algo de provecho.

El abogado se expresaba con un deje triunfal que la asustó. Al mismo tiempo, ardía en deseos de averiguar lo que estaba sucediendo en las calles próximas al burdel.

—Iré contigo —dijo al tiempo que se levantaba—. Esto es más urgente que la firma de esos documentos, por supuesto.

—Por seguridad, lo más acertado es que te quedes aquí —observó Andrade—. Los negros resultan peligrosos cuando se rebelan.

—Debo cuidar del burdel —le recordó Hanna—. Y soy responsable de mis empleados.

Se cubrió con un chal, se puso el sombrero de la pluma de pavo real y cogió el antucá. Andrade comprendió que no pensaba cambiar de idea.

Atravesaron la ciudad, envuelta en una extraña calma. Los pocos negros que circulaban por las calles se pegaban a las fachadas de las casas a su paso. Había soldados de la guarnición de la ciudad por todas partes. Incluso los bomberos llevaban armas, al igual que muchos civiles, que formaban pequeños pelotones dispuestos a defender sus barrios si la revuelta se propagaba. Durante el trayecto en coche hasta el foco del incendio y de los disturbios, Andrade fue explicando lo que pensaba hacer. Hanna notó con desagrado que parecía lleno de entusiasmo ante la idea de abrir fuego contra los rebeldes negros.

Sin embargo, nada resultó como él esperaba. Una vez en la ciudad, cuando el chófer giró para entrar en una calle perpendicular al burdel, se vieron en medio de un enfrentamiento entre los soldados y una multitud enfurecida de hombres negros. Bayonetas y escopetas contra estacas y guadañas, miedo contra una ira ilimitada. Unos cuantos africanos enardecidos rodearon el coche y empezaron a zarandearlo con la intención de hacerla volcar. El queroseno ardiendo lo inundaba todo de humo y Hanna sintió pánico ante la idea de morir abrasada en el interior del coche. Intentó abrir la puerta, pero sin éxito. Por suerte, aquella mañana habían echado la capota. De repente, empezaron a silbar los disparos junto al coche. La cara negra que hasta hacía un momento empujaba la ventanilla estalló en un amasijo de sangre y huesos astillados. Hanna le pidió a gritos a Andrade que usara el revólver, pero cuando se volvió hacia él, comprobó que había palidecido de miedo y un charco de orina se le extendía por los pantalones de lino blanco. El chófer logró abrir la puerta, salió y pronto se perdió engullido por la turbamulta. Hanna estaba tan asustada que temió desmayarse, pero el miedo a morir abrasada era más fuerte. Trepó como pudo al asiento delantero y salió por la misma puerta que el chófer.

Se vio inmersa en un mar de hombres negros, sus caras, sus ojos, sus olores, sus estacas y cuchillos. Hanna recordó algo que el senhor Vaz le había contado: lo peor que podías hacer al verte frente a un león era correr, lo único que se consigue es que la fiera emprenda la cacería y termine abatiéndote de un zarpazo en la nuca.

Hanna sabía, además, que no debía mirar al león a los ojos. De modo que bajó la vista mientras atravesaba el gentío. Caminaba temiendo sentir en cualquier momento un navajazo o un estacazo en la cabeza, pero fueron abriéndole camino. Contuvo el impulso de salir corriendo, continuó caminando despacio, con el corazón desbocado bajo la blusa. Aún restallaban las balas a su alrededor y ella se estremecía a cada disparo. Tropezó con un hombre muerto que yacía en el suelo con el pecho destrozado y se detuvo, pero se obligó a continuar.

De repente apareció un pelotón de caballería con los caballos nerviosos y sudorosos. En un abrir y cerrar de ojos se disolvió la multitud que la rodeaba. La calle parecía un campo de batalla, plagada de harapos quemados y de estacas partidas en dos y, de vez en cuando, el destello de los casquillos que dejaban los cartuchos de los soldados. Una cantidad ingente de cadáveres negros en posturas imposibles, algunos casi desnudos, cubría la calle y las aceras. Un hombre aullaba de dolor o de rabia, resultaba difícil decirlo. Los soldados blancos de uniforme azul oscuro se alineaban escopeta en ristre, como si temieran que los muertos fueran a levantarse de nuevo para atacarles. A lo lejos empezaron a formarse también grupos de blancos. Surgía de ellos un rumor, como si el odio que sentían no se contentase con ver a los muertos, como si quisiera continuar castigándolos.

El hombre que gritaba enmudeció de pronto. Hanna echó a andar despacio por el campo de batalla hasta el coche de Andrade. El chófer había regresado. Estaba sentado con las manos aferradas al volante y la vista al frente, sin ver a Hanna.

Andrade estaba acurrucado y encogido en el asiento trasero. La mancha de orina de los pantalones había empezado a secarse. Sostenía entre las manos el revólver como si de un crucifijo se tratara.

Hanna lo miró pensando que lo detestaba por su cobardía. Al mismo tiempo, no pudo por menos de alegrarse al ver que estaba vivo e ileso. «Todo es contradictorio», se dijo. «Nada es tan sencillo como yo quisiera».

Para su sorpresa, los cadáveres negros que la rodeaban no despertaban en ella sentimiento alguno.

Los enjambres de moscas ya empezaban a sobrevolar a los muertos. Los soldados dejaron a la sombra los carros y los caballos que habían mandado traer y, cubriéndose la cara con un pañuelo blanco, empezaron a retirar los cadáveres.

«Como si fueran ganado», pensó Hanna. «Recién sacrificados y aún sin desollar».

Se alejó de allí a toda prisa. Andrade le gritó algo, pero ella no lo entendió.

No se detuvo hasta llegar al burdel.

Halló a las mujeres negras sentadas en los sofás. Se quedaron mirándola. Hanna pensó que debería decir algo.

Pero no sabía qué.