Cuando leyó la carta que le había escrito a Elin, sufrió un sobresalto. En lugar de escribirle sobre el viaje, le refirió algo que más bien parecía un cuento. Lo único que guardaba alguna semejanza con la realidad era el modo en que había conocido a Lundmark, cómo llegó a casarse con él y cómo tuvo que sepultado en el mar. Pero pasó por alto la mayor parte de lo que sucedió después, su huida y la relación con Vaz, el propietario del prostíbulo. Sólo le contó que estaba en África, que se encontraba bien y que ya iba de vuelta a casa. A modo de explicación de por qué no continuó el viaje a Australia para luego regresar con el Lovisa, adujo en términos más bien vagos una enfermedad grave aunque breve de la que ya se hallaba repuesta por completo.
Apartó la carta con desagrado. Ahora comprendía las consecuencias de lo que le había dicho el capitán Svartman. Lo que le habrían dicho a Forsman cuando la embarcación atracó en el puerto de Sundsvall a su regreso de Australia. Y la información que debió de recibir también Elin en la apartada casa de la montaña. Que su hija había fallecido. Elin llevaba ya mucho tiempo viviendo con el dolor de saber que Hanna había muerto en tierra extraña. Nadie sabía cómo ni dónde se hallaba su tumba, si es que la había.
Hanna rompió a llorar ante la sola idea cuando, de repente, advirtió que Julietta la espiaba por la puerta entreabierta. Hanna echó mano del viejo pisapapeles de bronce del senhor Vaz y se lo arrojó enfurecida. Julietta acertó a retirarse a tiempo y cerró la puerta rápidamente.
Hanna quería llorar en paz. Pero era como si ni siquiera tuviera tiempo para eso. Rompió la carta y escribió otra con mano temblorosa.
«Estoy viva», escribió. Eso era lo más importante. «Estoy viva». Repetía aquellas palabras casi en cada línea, como si la carta no fuese sino una larga súplica para que la creyeran. Estaba viva, no muerta, como creía el capitán Svartman. Bajó a tierra porque se sentía rota de dolor, y allí se quedó cuando el Lovisa prosiguió la travesía hacia Australia. Pero pronto volvería a casa. Y estaba viva. Eso era lo más importante, aún estaba viva.
Ésa era la carta que quería enviarle a Elin. Y repitió las mismas palabras, aunque con menos carga sentimental, en las otras dos cartas que escribió aquel día. Una era para Forsman y la otra para Berta. Estaba viva, pronto volvería a casa.
Ya tenía las tres cartas sobre la mesa, metidas en sendos sobres bien cerrados, con los nombres escritos tan pulcramente como pudo. Por más que Berta y ella habían aprendido a leer y a escribir juntas, lo cual supuso un paso duro pero importante para salir de la pobreza, aún escribía con gran dificultad y se sentía insegura de la ortografía y del orden de las palabras. Sin embargo, no se preocupó demasiado, ya que para Elin sería la carta más importante de su vida. Una de sus hijas había regresado de entre los muertos.
Aquella tarde pidió el coche de Andrade y se dirigió al puerto. Se había vestido con primor, pasó un buen rato ante el gran espejo del vestíbulo, junto a la puerta. Camino del puerto se le ocurrió una idea y le pidió al chófer que diera un rodeo y se detuviera delante del estudio de Picard, el fotógrafo. Picard era francés y se había instalado en la ciudad a principios de la década de 1890. Los habitantes acaudalados de la ciudad eran quienes acudían a su estudio. Tenía la cara deformada por el impacto de un fragmento de granada que recibió durante la guerra franco-alemana de 1870. Pese a que tenía un rostro repulsivo, se había ganado el aprecio de todos por su amabilidad y su habilidad como fotógrafo. Sin embargo, se negaba a fotografiar a personas negras, a menos que aparecieran como criados o porteadores o que constituyesen sólo el fondo sobre el que destacarían las personas blancas a las que iba a inmortalizar.
Picard la recibió con una reverencia y le preguntó enseguida si quería que le hiciera un retrato. La pareja de novios a la que esperaba acababa de cancelar la cita, pues habían roto su compromiso. Hanna quería que la fotografiaran de pie, con el sombrero alto, los guantes al codo y el antucá a su lado, sin abrir.
Picard le preguntó respetuosamente para quién sería la foto. Estaba al corriente de quién era Hanna y de su breve matrimonio con Vaz, el propietario del prostíbulo. Hanna también sabía que Picard siempre recurría a la competencia cuando precisaba los servicios de un burdel.
—Es para mi madre —le dijo.
—Comprendo —aseguró Picard—. Una imagen digna, que refleje que todo va bien en el continente africano, una vida de éxito y riqueza.
La colocó junto a un gran espejo y una silla de brazos bellamente tallados. Tras probar varias posiciones, retiró de la composición un arreglo floral que había sobre una mesita. Luego hizo la foto y le prometió que la revelaría enseguida y le haría tres copias. Hanna le pagó el doble de lo que le había pedido. Acordaron que el chico negro que tenía para los recados llevaría las fotos al barco del capitán Svartman en cuanto estuviesen secas.
Ya en el puerto, vio que el capitán la esperaba en la pasarela. Hanna advirtió que llevaba el uniforme recién cepillado y que había limpiado la gorra de plato. Subió por la pasarela y, por un momento, recordó la sensación que la invadió el día que abandonó el barco. Saludó al capitán. Había unos marineros empalmando cabos, otros reparando una compuerta de carga. No vio a nadie conocido. El capitán siguió su mirada y comprendió que buscaba algún rostro que le resultara familiar.
—He renovado la tripulación por completo. Tras la muerte de Lundmark empezó a correr el rumor de que me perseguía la mala suerte. Con la desaparición de Peltonen la cosa no mejoró. Pero dispongo de una tripulación eficaz y, como capitán, no puedo andar echando de menos a los que he tenido a bordo con anterioridad. Viajo con los vivos, no con los muertos.
De camino al camarote del capitán, Hanna vio al nuevo cocinero, que salía de la cocina en ese momento, un joven con el pelo rubio.
—Es estonio —explicó el capitán—. Cocina bastante bien. Es limpio y poco hablador.
Se sentaron en el camarote del capitán, donde les sirvió el té un muchacho atolondrado que vestía una chaqueta blanca. Hanna vio que las macetas seguían esplendorosas en las ventanas enmarcadas en latón.
—Tengo que saber lo que le dijiste a Jonathan Forsman.
Svartman asintió, pues se esperaba la pregunta.
—No pude decirle más que lo que sabía. Que habías desaparecido mientras hacíamos escala antes de la última etapa hasta Australia. Que estuvimos buscándote un día entero, pero que tuvimos que proseguir el viaje. Y que no sabía lo que te había ocurrido. Si estabas viva o si habías muerto. No lo sabía.
—¿Qué dijo Forsman?
—Se indignó. Se puso a temblar. Temí que sufriera un ataque de apoplejía. Pero aquella ira no iba dirigida contra mí, sino contra el destino. Ante el hecho de que no hubieras vuelto con nosotros. Creo que se sentía responsable.
—¿Sabes lo que le dijo a mi madre?
El capitán negó con la cabeza.
—Me figuro que intentó confortarla, pero es de suponer que la mujer pensó que su hija estaba muerta y enterrada en tierra extraña.
A Hanna se le hizo un nudo en la garganta y las lágrimas luchaban por aflorarle a los ojos. Pero no quería llorar en presencia del capitán. Se aguantó, se contuvo para no estallar.
Bebieron el té que el muchacho les había servido con mano temblorosa. Hanna recordaba la vajilla.
—Este continente horrible —se lamentó de pronto el capitán—. No me explico cómo has logrado vivir aquí tanto tiempo.
—No todo es horrible —respondió Hanna—. El calor puede ser difícil de soportar, pero por lo general resulta agradable. Aquí no existe nada que pueda llamarse frío. He intentado explicarles a los negros lo que es la nieve, como el hielo pero, al mismo tiempo, parecido a plumas de gallina que caen del cielo. Es imposible que lo comprendan.
—Pero ¿y las personas? ¿Los negros? Me estremezco al ver cómo viven.
—De eso yo sé bastante poco. Llevan su propia existencia fuera de la ciudad. Llegan caminando por las mañanas, como si salieran directamente del sol, para ejercer de criados y llevar a cabo las tareas más penosas. Y luego se marchan de nuevo.
—He oído lo que dicen acerca de la violencia, de los robos. Siempre que atracamos en un puerto africano ponemos dos vigilantes más en la pasarela. Otros capitanes me han contado historias de ladrones que han subido a bordo tras llegar a nado.
—Pues yo no he sufrido ningún incidente en todo el tiempo que llevo aquí. Los negros no son como nosotros, pero no sé si son más peligrosos, no lo creo, desde luego.
—Pero ¿se puede confiar en ellos?
—No —respondió Hanna más bien para complacer al capitán. De repente, no estaba segura de lo que pensaba en realidad.
El capitán se miró las manos en silencio.
—Son esporádicas —dijo al cabo de unos instantes—. Me refiero a las visitas a esas mujeres negras.
—Por supuesto —dijo Hanna—. Yo ya he olvidado dónde nos encontramos por casualidad.
El capitán parecía aliviado. Hanna se cobró enseguida la recompensa por ser tan comprensiva.
—Yo fui al burdel sólo para averiguar por qué el tesorero no había venido a verme la noche anterior. De lo contrario, no voy nunca. Suelo hacer mi trabajo a una distancia prudencial. Vivo en una casa de piedra que no tiene nada que envidiar a la de Jonathan Forsman.
El capitán asintió. Hanna comprobó que lo había impresionado con la confesión, al tiempo que no terminaba de creerse del todo lo que acababa de decirle. «No confiamos el uno en el otro», se dijo. «En cambio, sí lo hacíamos cuando viajamos juntos».
Sintió un súbito deseo de alejarse del barco cuanto antes. Por esa razón, dejó las tres cartas sobre la mesita, que estaba atornillada al entarimado.
—Vienen de camino tres copias de una misma fotografía —dijo—. Quiero que Forsman y Berta tengan una cada uno. La tercera es para que se la hagan llegar a mi madre.
Abrió el monedero y sacó unos cuantos billetes grandes de moneda portuguesa. El capitán se negó a aceptarlos. Hanna se preguntó fugazmente con qué moneda le habría pagado a Felicia sus servicios. Sintió cierta repulsa al imaginarse al capitán desnudo encima del hermoso cuerpo de Felicia.
Svartman la acompañó a cubierta.
—Volveré a Suecia dentro de un tiempo —dijo—. Hay más buques suecos que atracan aquí de vez en cuando. Pero aún no puedo partir, he asumido una responsabilidad mientras la propietaria esté enferma y no puedo abandonar la ciudad hasta que se recupere.
—Por supuesto —dijo el capitán.
«No me cree», constató Hanna para sus adentros. «O al menos desconfía de lo que le digo. Y, bien mirado, ¿por qué no iba a hacerlo?».
Recorrieron el barco, observaron al gato de los bosques noruegos que había subido a bordo en Sundsvall y que ahora dormía enroscado en el corazón de una maroma enrollada.
—Berta —dijo Hanna de pronto—. Supongo que sigue con Forsman, ¿no?
—Ha tenido un hijo —reveló el capitán—. En realidad, no sé quién es el padre, pero sí que Forsman le permitió que se quedara.
Hanna sospechó enseguida que el padre de aquella criatura era el propio Forsman. De lo contrario, jamás le habría permitido a Berta que siguiera en la casa.
«La soledad de Berta», se dijo. «Y la mía. ¿Qué las diferencia, en realidad?».
En ese momento apareció corriendo por el muelle un hombre negro. Llevaba en la mano un paquete que contenía las fotografías de Picard. El capitán ayudó a Hanna a abrir el paquete. La imagen en blanco y negro mostraba a Hanna verdaderamente tal y como ella había posado, tal y como era, estaba claro. Una mujer, aún muy joven, que mira directo a la cámara con valor y resolución.
—Tanto Forsman como tu madre se pondrán muy contentos —auguró el capitán—. En el caso de Forsman, puede que se sienta más bien aliviado al ver que estás viva.
Cuando se despidieron en la pasarela, el capitán aún tenía una última pregunta que hacerle.
—¿Dónde les digo que trabajas?
—En un hotel —respondió Hanna—. El hotel Paraíso.
Se estrecharon la mano. Hanna no se volvió a mirar mientras se alejaba.
Al día siguiente, al regresar al puerto, comprobó que el barco ya había zarpado.