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El pavo chillaba. Vagaba por en medio de la calle desierta envuelto en los rayos de sol que se habían colado por una grieta entre dos edificios coronados de terrazas mientras los comerciantes hindúes abrían sus tiendas despacio, casi apaciblemente. Cuanto había alrededor del ave se hallaba aún en sombras. Era como si se encontrara en un escenario iluminado por un único foco.

El ave chilló de nuevo y empezó a picotear granos visibles sólo a sus ojos.

Hanna se detuvo en seco. Ver que el capitán Svartman se encontraba en su burdel la dejó paralizada. Se sentía incapaz de valorar si experimentaba alegría al ver a alguien que pertenecía a su vida pasada o si, por el contrario, temía el reencuentro.

Ante todo, sentía perplejidad. El capitán Svartman siempre fue para ella un hombre resuelto, cuya única pasión eran las plantas y el camarote, de cuyos cuidados sólo podía ocuparse él personalmente. Hanna jamás lo habría imaginado acudiendo a un prostíbulo de una ciudad portuaria africana. Tal vez fuera ésa la razón por la que se había presentado allí tan temprano, para no correr el riesgo de taparse con algún tripulante del barco que tenía bajo su mando.

La idea del barco la reactivó y la sacó de su estupor. Salió del hotel llevándose consigo a uno de los vigilantes negros, que dormía acuclillado a la sombra delante de la puerta, y se apresuró a bajar al puerto. Los mercaderes hindúes que ya subían las persianas de sus comercios la miraban con curiosidad, aunque a hurtadillas. Hacía ya mucho que Hanna se había dado cuenta de que sabían quién era. Y sentía cierto orgullo vergonzoso de no seguir siendo una persona desconocida. De ahí que pusiera sumo cuidado en la elección de la indumentaria que llevaba en sus idas y venidas diurnas entre la casa de piedra y el burdel.

Ya durante el breve periodo en que estuvo casada con el senhor Vaz contó con los servicios de dos costureras que le confeccionaban la ropa. Ahora había contratado a una tercera que, de una forma más que misteriosa, había ido a parar a África tras una larga vida en los círculos de la moda más renombrados de París. Corría el rumor de que había huido de un delito de desfalco, quizás incluso algo peor. Sin embargo, aquella mujer seguía siendo una artista de la creación de moda y Hanna le pagaba lo que pedía sin vacilar.

Llegó al puerto sin resuello. En uno de los últimos muelles se hallaba aquel barco que ella tan bien conocía. Se detuvo a la sombra de una de las grandes grúas que habían instalado recientemente en el muelle. Un puñado de trabajadores negros descalzos y harapientos se había agrupado en torno a un capataz blanco que les repartía el salario. A Hanna le dio la impresión de que era como un pastor que predicase la religión de la esclavitud entre los trabajadores.

Pero lo que acaparaba toda su atención era el barco. La invadían pensamientos contradictorios y sentimientos encontrados. Puesto que estaban descargando la madera en Lourenço Marques, Hanna supuso que la embarcación regresaba a Suecia. De modo que podría volver, pagando el pasaje. Dejarlo todo, sin más, vender el prostíbulo aquel mismo día. Naturalmente, perdería dinero en tan precipitado negocio, pero seguiría siendo una mujer acaudalada.

La visión del barco le permitió considerar su marcha bajo una luz más clara. ¿Qué la esperaba en realidad si decidía regresar? ¿No discurría ahora su vida por unos derroteros que jamás soñó?

Volvió al burdel más indecisa que nunca sobre lo que quería. Cruzó el umbral sin saber todavía si le desvelaría su presencia al capitán Svartman. Sin embargo, no había alcanzado aún el banco al que se dirigía bajo el jacarandá cuando se abrió la puerta de la habitación de Felicia y se encontró cara a cara con él.

Al principio, pareció no reconocerla. Dudó un segundo. Hasta que cayó en la cuenta de quién era.

—¿Tú por aquí? —preguntó Svartman.

—Yo podría decir lo mismo —respondió Hanna—. ¿El capitán Svartman por aquí?

Se sostuvieron la mirada. Hanna pensó que le llevaba cierta ventaja, puesto que era imposible que él conociera a ciencia cierta el porqué de su presencia allí. Lo más probable era que pensara en la única posibilidad lógica, que estaba allí contratada para satisfacer a los hombres a cambio de dinero, por más que al capitán le pareciera incomprensible.

Hanna sintió el impulso de defenderse de la mera sospecha. Meneó la cabeza antes de añadir:

—No es lo que el capitán Svartman cree —aseguró.

Con un gesto, lo invitó a acompañarla al banco bajo el árbol de jacarandá. Sin hacer apenas ruido, Zé se acercó y se sentó al piano. Todo él reflejaba la añoranza de Carlos, quizá su único amigo desde que el corazón del senhor Vaz dejó de latir. Seguramente veía a Hanna como un ser pérfido que le había arrebatado a su hermano y al mono, las dos criaturas en las que confiaba.

Hanna y el capitán Svartman tomaron té al abrigo del árbol.

—Me pregunto quién estará más sorprendido, si usted de verme a mí, o yo de verlo a usted.

—Comprenderás que me preguntaba qué habría ocurrido —confesó Svartman—. Estuvimos buscándote un día entero. Luego nos vimos forzados a proseguir el viaje.

—Era como si Lundmark continuara presente en el barco —explicó Hanna—. Tenía que huir, no hallé otra salida.

Svartman asintió pensativo. Luego empezó a sonreír.

—Ni que decir tiene que me alegro de volver a verte y de saber que estás viva.

—Trabé amistad con una mujer que estaba casada con el propietario del burdel —mintió—. El hombre murió y ella está enferma, de modo que me ocupo del dinero del negocio. Aunque, lógicamente, me parece detestable y lo hago sólo por mi amiga.

¿Creyó sus palabras el capitán? No estaba segura. El anillo que llevaba en la mano izquierda bien podía ser recuerdo de Lundmark.

—¿Qué sucedió? —preguntó Svartman tras reflexionar sobre lo que acababa de oír. Era como si aún no diera crédito al reencuentro con la viuda fugitiva del oficial.

—Al principio me alojé en el hotel, puesto que tenía dinero. Conseguí un puesto de gobernanta en la casa de un hombre de edad, pero siempre he estado acechando la oportunidad de volver a casa.

—¿Qué te lo impide?

—El dolor por la muerte de Lundmark. El miedo al mar.

—Creo que te entiendo —respondió Svartman vacilante.

Dado que nada de lo que le había dicho era cierto, Hanna trató de cambiar de tema y volvió al punto en que, al abrigo de la noche, abandonó el barco.

—¿Qué creías tú que había ocurrido? —quiso saber Hanna.

—Que te habías ahogado.

—¿Que me había ahogado o que me suicidé arrojándome al mar?

—Seguramente me temía cualquiera de las dos posibilidades. Claro que había a bordo otros tripulantes que hicieron las conjeturas más variopintas. Que habías caído en manos de algún tratante de esclavos. O que te habría mordido una serpiente que se hubiese colado en la embarcación y que, antes de que el veneno hubiese surtido efecto, te arrojaste al mar.

—En otras palabras, ¿nadie creía que me hubiese marchado por voluntad propia?

Svartman respondió algo abatido.

—Debo confesar que ni siquiera a mí se me pasó por la mente tal posibilidad. Y eso que, después de tantos años, he visto desaparecer a muchos marineros en más de un puerto.

Hanna le preguntó por la travesía y por el regreso. ¿Habían atracado en la ciudad también a la vuelta? Svartman le contó que navegaron directo a Puerto Elizabeth para cargar una mercancía que debían entregar en el puerto de Ruán.

Entonces, Hanna le rogó que le hablase de Halvorsen y de los demás marineros. Y de Forsman y Berta. Svartman respondía lacónicamente, como presa de una urgencia repentina. Hanna comprendió que no deseaba permanecer en el prostíbulo más tiempo del necesario. La visita a Felicia era un secreto, ningún miembro de la tripulación debía enterarse.

Hanna pensó, algo decepcionada, que el capitán Svartman era como los demás hombres, que ocultaban la verdad sobre sí mismos, los caminos que emprendían en secreto al amparo de la noche o de las discretas horas del alba.

Pero ¿y ella? ¿Acaso era mejor? ¿No andaba ella también a hurtadillas? Allí estaban los dos, bajo el hermoso árbol de jacarandá, compartiendo medias verdades.

—¿Cuánto os quedáis? —preguntó Hanna.

—Hasta mañana.

—Me gustaría visitar el barco. Y, por supuesto, no le contaré a nadie que te he visto aquí.

Hanna atisbó un destello de vacilación en la mirada del capitán, que trataba de decidir si creerla o no. Pero ella lo miró fijamente: ahora era su igual, no la cocinera timorata que hacía unos años se inclinaba reverenciándolo.

Se levantó dando por concluida la conversación. Lo dejaba ir. Se despidieron en la calle.

—A primera hora de la tarde no habrá problema —le dijo Svartman—. Ahora, por la mañana, tengo cosas que atender, debo supervisar las tareas de aprovisionamiento.

El pavo real había desaparecido. La calle se veía desierta bajo el sol ardiente.

Hanna le estrechó la mano.

—Iré a primera hora de la tarde —anunció—. Si no hay problema.

—Allí estaré.

Svartman se inclinó y, de repente, pareció dudar.

—Peltonen ha muerto —explicó—. Se cayó por la borda una noche, cerca de la costa egipcia. Nadie advirtió su ausencia hasta la mañana siguiente.

—Peltonen fue el que sondeó la profundidad de la sepultura de Lundmark —recordó Hanna—. Mil novecientos treinta y cinco metros.

Svartman asintió. Luego se dio media vuelta y se marchó.

Dobló la esquina más próxima y desapareció.

«No ha elegido el camino más corto al puerto», se dijo Hanna. «Ha girado en esa esquina para librarse cuanto antes del clavo de mis ojos en su nuca».

De repente se preguntó si llegaron a ver algún iceberg. Luego volvió a su casa con paso presuroso.

Y, una vez allí, se sentó a escribir unas cartas que ya no podía seguir postergando.