49

Tras la intensa lluvia de aquella noche, que, una vez más, anegó las calles de la ciudad, se presentó a la puerta del burdel un hombre que, temblando, preguntó por la propietaria. El hecho de que supiera que era una mujer quien en aquel momento regentaba el negocio y la impresión de que no se trataba de un cliente llenaron a Hanna de inquietud. Cada vez le preocupaba más lo desconocido, y muy en particular las personas cuyas expectativas con respecto a ella ignoraba.

Precisamente aquella mañana había estado con Eber, el tesorero y contable, repasando los gastos de las reparaciones necesarias tras los accesos de furia incontrolable de dos marineros finlandeses. Habían destrozado gran parte del mobiliario de la sala de los sofás donde las prostitutas recibían a los clientes. Llamaron a los soldados de la guarnición portuguesa que, finalmente, lograron esposar a los marineros. Nadie fue capaz de explicar qué había podido desatar tanta violencia. Y mucho menos los propios finlandeses, que estaban borrachos y que no sabían una sola palabra en otra lengua que no fuese aquella tan cantarina que se hablaba en su país, el finés. Pese a todo, con ocasión de otro altercado, Felicia le había aclarado que lo que solía provocar esos ataques era la impotencia sexual de los hombres, que no veían otra posibilidad de desahogarse que ponerse a romper el mobiliario del burdel, como si el mobiliario mereciese un castigo.

El capitán finlandés había despedido y pagado a los dos marineros antes de poner rumbo a Goa, que era su destino final. El dinero entregado apenas cubría los gastos de la reparación. Y, mientras hacían los cálculos, Hanna pensó que debería elaborar un manual que estableciese con exactitud el coste de futuros destrozos.

Entonces llegó Judas y le anunció con un murmullo que la esperaba una visita. Emanuel Roberto. Hanna no había oído aquel nombre jamás. Judas se marchó con el encargo de pedirle que aguardase hasta que ella hubiera terminado el trabajo con el señor Eber, que era metódico, pero lento. En ocasiones, el modo de escribir minucioso, casi sonámbulo del tesorero y el raspar de la pluma ponían su paciencia al límite. Pero siempre se dominaba. Dependía de él para saber cómo iba el negocio.

Cuando el señor Eber hubo abandonado la habitación con una profunda reverencia, mandó llamar a Emanuel Roberto. Aparte de que le temblaban las piernas, tenía unos tics curiosísimos en la cara. Hanna se preguntó si estaría borracho y en un primer momento pensó despacharlo sin haber oído siquiera el motivo de su visita. Sin embargo, cuando, con mano temblorosa, le entregó la tarjeta de visita y vio que era vicepresidente de la autoridad tributaria portuguesa en la ciudad, comprendió que debía dispensarle un trato mejor. Lo invitó a sentarse, pidió que les sirvieran café y una fuente con fruta. Del cuerpo de aquel hombre emanaba un olor como de fermentación, lo que provocó que Hanna empezase a respirar por la boca imperceptiblemente.

Emanuel Roberto no levantó la taza del plato, sino que agachó la cabeza y bebió como un animal del bebedero.

A diferencia de lo que le ocurría con el cuerpo, tenía una voz firme y resolutiva.

—Tuve el honor de tramitar los asuntos tributarios del senhor Vaz mientras fue propietario de la casa de putas —comenzó. Hanna reaccionó ante la expresión «casa de putas», como si no encajase bien en la boca de aquel hombre—. Según la información que me ha facilitado el letrado Andrade —prosiguió—, la senhora Vaz es ahora propietaria del negocio. Si estoy en lo cierto, el letrado Andrade se encarga de su administración tal y como hiciera en vida del anterior propietario, ¿no es así?

El hombre guardó silencio y la miró como si esperase una respuesta. A Hanna le costaba contener la risa. Los tics de la cara contrastaban demasiado con la gravedad de la voz. El hombre que tenía delante parecía sencillamente mal compuesto.

Al ver que ella no hablaba, abrió el maletín y dejó sobre la mesa una serie de documentos, escritos con letra sinuosa en papel recio repleto de sellos y pólizas.

—Ésta es la liquidación definitiva del año pasado. Puesto que su marido fue propietario y responsable durante la mayor parte del año fiscal, sólo le entregamos los documentos para su información, por supuesto. Pero he podido constatar que su casa de putas es el principal contribuyente del año en curso en la colonia portuguesa. Es verdad que para un funcionario puede resultar doloroso comprobar que la actividad económica más sólida y rentable del país es precisamente un prostíbulo. Y eso es algo que indigna a los funcionarios de Lisboa. De ahí que, por lo general, registremos su local como hotel. Sin embargo, el resultado es el mismo: lo que usted paga al fisco supera a cualquier otra empresa del país. De modo que no puedo más que felicitarla.

Dicho esto, empujó los documentos para que ella pudiera leerlos. Más que comprenderlo, Hanna intuyó el significado de aquel portugués burocrático de estilo impenetrable. Las columnas de cifras, eso sí, eran claras e inequívocas. Calculó rápida y mentalmente que pagaba en impuestos una cantidad gigantesca de coronas suecas.

La sola idea le produjo vértigo. Ahora comprendía por fin que, al casarse con el senhor Vaz, no sólo había adquirido una posición acomodada, sino que, como suele decirse, era más rica que un trol. Y no sólo en aquel bastión tan apartado, incluso en Suecia sería una persona con una fortuna inmensa.

Emanuel Roberto se levantó con una pequeña inclinación.

—Aquí le dejo los documentos —dijo—. Si la senhora Vaz tiene observaciones que hacer, dispone de un plazo de catorce días para presentármelas. Sin embargo, creo estar en posición de asegurar que todo es correcto, está en perfecto orden y correctamente calculado y anotado.

El agente tributario abandonó la habitación con otra reverencia. Hanna permaneció sentada durante un buen rato. Cuando por fin se levantó, fue para volver a la casa de la colina, donde pensaría muy en serio qué implicaba tanta riqueza para su futuro.

Cuando salió a la sala de los sofás, vio que una de las mujeres entraba en su habitación con un cliente madrugador.

Al hombre sólo lo vio de espaldas y durante unos segundos. Aun así, estaba segura. Quien había entrado en la habitación cuya puerta acababa de cerrarse era el capitán Svartman.