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Isabel los dejó solos al cabo de unos minutos. Pedro Pimenta ya no tenía fuerzas ni para abanicarse con el salacot. Se trasladó a un sofá con un sistema de muelles y cadenas de hierro, se quitó el zapato derecho e introdujo el dedo gordo en el ojo de una cuerda que había amarrada a un abanico finísimo de un metro de largo que había colgado encima de su cabeza. Cada vez que se columpiaba en el sofá, el abanico se elevaba y descendía. La corriente también alcanzaba a Hanna, que a instancias de Pedro se había sentado en una silla más próxima al sofá. Si alguien los hubiese visto de lejos, habría pensado que mantenían una conversación de lo más íntima. Sin embargo, era el frescor insignificante del abanico lo que los había movido a sentarse tan cerca el uno del otro, de forma que se rozaban las piernas.

—No sabemos nada unos de otros —declaró Pedro Pimenta—. Nos conocemos aquí y llevamos una existencia común sin que nadie revele nada de su pasado. A veces me imagino que, a bordo de las embarcaciones que zarpan de Lisboa, aprovechando la oscuridad de la noche y sin que nadie nos vea, arrojamos nuestro pasado por la borda, bien embalado con grandes piedras. Por ejemplo, yo no sé nada de ti. De repente, un buen día, me entero de que estás alojada en una habitación del burdel al que yo suelo acudir. Un huésped misterioso. Y de forma igualmente repentina, te casas con el senhor Vaz. Él se muere y tú te conviertes en propietaria de una de las casas de citas más lucrativas que existen en esta parte de África. Pese a todo, sigo sin saber nada de ti. Y vienes a pedirme un consejo que no puedo darte.

—Fue mi marido quien me sugirió que hablara contigo si necesitaba consejo. Y si él no estaba.

Pedro Pimenta la observó atentamente con los ojos entornados.

—Qué curioso.

—¿Que me dijera que hablara contigo?

—No, que pensara que alguien pudiera darle un consejo a otra persona. Él no era de ésos.

—Pues me dijo exactamente lo que te acabo de contar.

—Entiéndeme, no es que crea que no estés diciendo la verdad. ¿Qué ganarías tú con eso? Es sólo que me llama la atención su capacidad para sorprenderme incluso después de muerto. Y a mí no me gusta que los muertos me sorprendan.

Concluyeron la conversación e Isabel apareció de nuevo y se sentó en cuclillas al lado de su marido. Empezó a acariciarle el cuello y las mejillas. Hanna se quedó atónita al ver que él le permitía tales muestras de cariño en presencia de una extraña.

«Tengo un chimpancé», se dijo, «y le quito las garrapatas. Y él tiene a una mujer negra que le acaricia la mejilla. En cierto modo, son dos actitudes similares».

Se preguntó cómo sería tener al lado a un hombre negro que le acariciase la mejilla. La sola idea le dio escalofríos. Luego recordó las manos toscas pero limpias de Lundmark y se sintió presa de una súbita tristeza.

Isabel se levantó y volvió a alejarse del porche. Al marcharse, le dedicó a Hanna una sonrisa. Pedro Pimenta la contemplaba con los ojos entornados.

—Yo podría comprarte el burdel —dijo de repente—. Si al final decides abandonar la ciudad. Podría pagarte en moneda portuguesa, en oro o en piedras preciosas. Ahora bien, ten en cuenta que soy un hombre de negocios, no te ofreceré un precio de amigos, sino que intentaré comprar tan barato como pueda.

La idea de hacer aquel negocio lo entusiasmó de pronto de tal forma que tiró de la cuerda con demasiado ímpetu y ésta se rompió. Llamó a gritos al criado, que se llamaba Harri y apareció corriendo a arreglar la cuerda. Hanna comprendió que no era la primera vez que se partía por el mismo motivo.

—¿Por qué se llama Harri? —preguntó Hanna cuando se hubieron quedado solos de nuevo—. No es un nombre portugués, ¿no?

—Es de Matabele, la colonia inglesa. Asegura haber visto en una ocasión a Cecil Rhodes vestido de esmoquin y dispuesto a comer en medio de la sabana. Un nutrido grupo de caballos de carga llevaban mesas, servicio de plata y una alfombra persa que extendieron en tierra de leones y elefantes. Quizás él lo no viera con sus propios ojos, pero de lo que no cabe duda es de que Cecil Rhodes acondicionaba todos los lugares donde acampaba como si fueran el Savoy de Londres. Ese hombre estaba loco de atar. Yo me encargué de Harri. Y ahora es más fiel que cualquiera de mis perros. Y puesto que los perros son un capítulo importante en mi vida, los negros que se comportan como ellos cuentan con todo mi aprecio.

—¿Y qué pasaría si te vendiera el burdel?

—Velaría por su buen nombre y su buena fama. Y cuidaría bien a los clientes.

—¿Y a las mujeres?

De repente, se sintió desconcertado con la pregunta. ¿Las mujeres? Pedro Pimenta empezaba a tirar demasiado fuerte de la cuerda una vez más.

—¿Te refieres a las putas?

—Sí…

—¿Qué pasa con ellas?

—Envejecen, caen enfermas. Y ya nadie quiere pagar por ellas.

—Ah, claro, como es natural, entonces irán a la calle.

—No, dales dinero para que puedan comprar un puesto en el mercado. O construye una casa para ellas si es preciso. Es una condición que pienso imponerle al comprador. Que sea así también en lo sucesivo.

—Lógicamente, mantendré las normas y costumbres actuales. ¿Por qué iba a cambiarlas?

—Estoy segura de que sabes que, en muchos de los burdeles de la ciudad, suelen ser violentos con sus mujeres. Y nosotros siempre hemos sido la excepción.

Hanna pensó que aquel «nosotros» era una exageración. En realidad, se refería al senhor Vaz. Su aportación consistía tan sólo en no haber alterado las condiciones que él aplicaba.

—Haré lo que acabo de decirte —repuso Pedro Pimenta—. No cambiaré nada. ¿Por qué había de hacer algo así?

No abundaron más en el asunto. Invitaron a Hanna a un almuerzo que consistía en una sopa fría y un cuenco de frutas peladas y trituradas. Se tomó dos copas de vino, aunque sabía que le dolería la cabeza. Isabel los acompañó a la mesa, pero no pronunció palabra. Sin ocultar su satisfacción, Pedro Pimenta le refirió cuántas familias sudafricanas prominentes habían adquirido sus pastores alemanes blancos. Y contó con orgullo que al menos dos de sus canes habían matado a mordiscos a los hombres negros que habían intentado entrar a robar en las villas palaciegas que guardaban. Isabel no parecía reaccionar al relato. Tenía congelada en la cara una sonrisa que no parecía alterarse jamás.

Ya avanzada la tarde, Hanna regresó a la ciudad. El sol se había ocultado tras los nubarrones que se arremolinaban sobre los montes hacia Suazilandia.

La conversación mantenida con Pedro Pimenta había aumentado su desconcierto, y la inseguridad acerca de qué hacer crecía sin cesar. No podía creer que fuese verdad que no pensara alterar las normas del burdel. No existía motivo alguno para creer que no trataría a las mujeres como a los perros blancos y a los cocodrilos, que se pasaban la vida en los estanques esperando a morir despellejados. Pedro Pimenta era un hombre que disfrutaba arrojando ovejas vivas a los cocodrilos hambrientos.

Llevaba la ventanilla del automóvil bajada. El viento luchaba por arrebatarle el pañuelo con el que se tapaba la boca para no tener que respirar el polvo rojo que revoloteaba por la carretera.

Por un instante, sintió una tentación irresistible de gritarle al chófer que la condujera a la frontera sudafricana.

Sin embargo, no dijo nada, cerró los ojos y soñó con el agua limpia y oscura del río.

Cuando se apeó del coche delante de su casa, Julietta le abrió la puerta y le cogió el sombrero. Hanna comprendió que el encuentro con Pedro Pimenta le había proporcionado una suerte de respuesta, después de todo. Había adquirido una responsabilidad para con aquellas mujeres que su difunto marido le había legado.

Y sólo podía asumirla si, además, asumía la responsabilidad de sí misma.